Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 17 de septiembre de 2022

—¿Hasta dónde puede llegar la estupidez de este municipio? —nos preguntamos muchos de cuantos habitamos en esta ciudad triste y oscura—. ¿Hasta dónde?

Durante siglos —desde la época, quizá, del imperio borgoñón— esta pregunta había sido un arcano, pero ahora, gracias al alcance del nuevo telescopio James Webb de la NASA, se ha podido al fin fotografiar el punto hasta el cual puede llegar la estupidez de este municipio. Gracias al telescopio y, por supuesto, a Calatrava.

Como todo el mundo sabe, Calatrava es un señor que hace unas raspas de pescado muy grandes, muy grandes, a las que muchas ciudades han intentado dar alguna utilidad pública, generalmente sin éxito. Las raspas de Calatrava no sirven como puentes, ni como bocas de metro, ni como aeropuertos, ni siquiera como pabellones para exposiciones efímeras, pero el buen hombre sigue haciéndolas en tamaños cada vez más inmanejables y con precios cada vez más prohibitivos. Pues bien, una de esas raspas ocupa el lugar que antes había ocupado la estación de L***. Es verdad que de lejos parece más bien un baciyelmo puesto del revés, pero por debajo se ve que es la misma raspa de pescado de siempre.

Para limpiarla, un cuerpo de élite del ejército debe descolgarse con cables desde alturas espeluznantes. Consecuencia lógica: los cristales no se habían limpiado en diez años. Y esto era bueno, porque esa pátina de roña ponía la estación a tono con la ciudad, la retrotraía al presente desde ese futuro absurdo y posthumano del que procede y del que nunca debería haber salido. Pero ahora ha habido que despertar a las fuerzas de élite, porque la municipalidad ha tenido una ocurrencia.

La ocurrencia consiste en cubrir toda la estación con tiras de celofán de colores, para transformarla en una vidriera abstracta. No en una vidriera como las de la catedral de Metz, por supuesto; ni siquiera en una vidriera como las que hizo Gerhard Richter para la catedral de Colonia, sino algo que recuerda más bien un juego de parchís, la carta de ajuste en un monitor CGA o un proyecto para clase de plástica realizado por un niño sin ayuda de sus padres.  

La idea, igual que se le podía haber ocurrido a un niño, se le ocurrió a uno de esos artistas especializados en envolver cosas. El ayuntamiento le dio cuartelillo, quizá creyendo que la gente vendría a hacerse selfies. Puede ser —ya sabemos, gracias al telescopio, hasta dónde llega la estupidez municipal—. Puede ser que lo creyera, digo; lo que de ningún modo puede ser es que la gente venga a hacerse fotos delante de algo que es el Cristo de Borja de las vidrieras.

(Sí vendrían, por supuesto, si aquí estuviera el verdadero Cristo de Borja, al que yo tengo una particular y nada irónica devoción).  

Mi tren entra en la estación —por llamarla de algún modo—, y un tipejo de aspecto patibulario que no tiene pinta de ir a ninguna parte como no sea esposado me pregunta si es el tren de Verviers.

Dudo un instante: me gustaría decirle que sí, y que desembarcase en Colonia y entrase, por hacer algo, en la catedral, y contemplase las vidrieras de Gerhard Richter, y se llevase las manos a la cabeza, gritando él también, ignorante de los últimos adelantos astronómicos, «¿hasta dónde, Dios mío de mi vida, puede llegar la estupidez de algunos municipios?».

—No —le digo—. No es el tren de Verviers.

Y lo veo alejarse desalentado, bajo la luz rosa y verde que tamiza la raspa engalanada.

Quizá como resultado de otra instalación artística, más minimalista y económica, mi tren, que suele llevar en el lateral una banda roja, la lleva hoy azul. Mira qué bien —me digo—; es de piña.

viernes, 2 de septiembre de 2022

Es uno de los anocheceres más hermosos que jamás se hayan columpiado en las catenarias de la estación de Hamm (Westfalia). Precisamente he levantado la vista de los exámenes que estoy corrigiendo para contemplarlo unos instantes cuando nos llega uno de esos anuncios por megafonía:
 
—Señores pasajeros: lamento comunicarles que nuestro tren sufre un problema difícil de solventar. En cuanto los técnicos que intentan solventarlo me transmitan más información, les daré una estimación aproximada de cuándo se solventará.
 
Normalmente necesito mucho menos que eso para comprarme un botellín y bajarme al andén. En ese andén desabrido de Hamm (Westfalia) he cazado yo muchas veces un rayito de sol de propina, o me he comido el bocadillo del recreo.

Lo que no suele ocurrir en Hamm (Westfalia) es que detrás de mí se baje una banda de música. Uno, dos, tres, cuatro golpes de baqueta y los metales prorrumpen en un rugido sincopado y sampleable. Los saxofonistas estrujan sus instrumentos, la caja busca en cada compás una salida de emergencia, el bombo se mete en un vagón y sale por otro, la cantante se revuelca por el suelo, la tuba tiene instintos depredadores y el trombonista hace de Puck en este sueño de una noche casi póstuma de verano. A la segunda canción, la banda baila en línea; a la tercera, salimos en Twitter; a la cuarta, la mitad de los pasajeros se ha bajado del tren, se ha olvidado del tren, salta, da palmas, se hace selfies y no quiere estar en a ningún otro sitio que no sea Hamm (Westfalia), convertida de repente en una sucursal de Berlín.

Yo pienso que esos músicos van a llegar a sus casas bien pasada la medianoche, que alguno de ellos tendrá también niños chicos y que mañana a las siete de la mañana estarán removiendo el chocolate, fregando orinales, limpiando mocos, explicando incansablemente los motivos por los que uno no puede salir a la calle con el culo al aire, y eso hace que este concierto improvisado resulte todavía más improbable y milagroso.  

Al llegar a la recta final de una canción especialmente furiosa, en la que los metales suenan casi como los silbatos de los trenes de vapor, vemos cómo la otra mitad de los pasajeros comienza a descender de los vagones, arrastrando sus maletas con cara de derrota, con cara de que no los hemos invitado a nuestra fiesta, cuando las mejores fiestas son estas en las que no hay invitación, en las que pasárselo pipa es sencillamente algo que pasa. Por megafonía nos indica la interventora que el problema que estaban solventando no ha podido solventarse y que tendremos que apretujarnos en el siguiente tren de la misma línea —ya es una hora más tarde—, que está entrando en la estación por la vía de enfrente.

Hace unas semanas me topaba en un parque con una especie de vagón dentro del cual había una banda de Laponia —o, más probablemente, de un lugar imaginario que también se llama Laponia, al modo de esas revistas que se llaman Polonia o Mongolia o Kamchatka—. Ahora somos nosotros los que estamos en el vagón y la banda la que está fuera, tratando de entrar para viajar con nosotros a otro lugar imaginario, que es el único tipo de lugares al que la compañía de ferrocarriles alemana parece capaz de llevarnos en un tiempo razonable. 

viernes, 19 de agosto de 2022

Durante los meses con R, el ambiente fresco de L*** enmascara aquellos olores que ofenden a las narices. Durante el verano, en cambio, la verdadera naturaleza de la ciudad queda al descubierto.

En mi palomar, los desagües de la ducha y del fregadero siempre fueron algo remolones, pero a la vuelta de las vacaciones me los he encontrado tan poco dispuestos a colaborar en nada como a un barón regional del Partido Popular. Primero intento hacerles entrar en razón con un producto que promete desintegrar la porquería por medio de enzimas respetuosas con el medio ambiente que yo me imagino como vaquitas azules que ramonean en praderas oscuras e infinitesimales. Los desagües se beben el producto, que parece enardecerlos en su insubordinación.

—Conque esas tenemos, ¿eh?

Saco del armario el desatascador de ventosa y comienzo a succionar. De la ducha empieza a salir un agua negra, llena de tropezones horrendos que me encogen las tripas, y la halitosis del fregadero se recrudece. Amedrentado, declaro un alto el fuego.

Al día siguiente lo primero que hago es acercarme a la ferretería a comprar una sonda desatascadora de tres metros y un potingue corrosivo de la sección «guerra total». Todo en balde: mis desagües están cada vez más encastillados, ya ni siquiera les pasa el buchito de agua que quedó de la noche anterior, y cuando vuelvo a aplicarles la ventosa brota de ellos la maldad del mundo, las deyecciones de monstruos preternaturales, la papilla descompuesta de algo que estuvo vivo, y luego muerto, y que ahora vuelve a estar vivo.

La situación comienza a adquirir tintes góticos, por lo que busco en Google «fontanero» y «cazafantasmas». Llamo al teléfono que aparece en la pantalla y efectivamente se presenta uno de los cazafantasmas, el que era negro y no salía en el cartel, armado con una especie de bazoka y con algo que parece un aspirador diseñado para funcionar en un planeta con una fuerza gravitacional siete veces superior a la de la Tierra. Claro que también recuerda a uno de esos barrenderos biónicos que solo proyectan la inmundicia de un lado a otro de la calle.

El cazafantasmas estudia el teatro de operaciones con gran concentración.

—Ya veo... ¿No tirará usted por el desagüe los posos del café?

No me jodas, cazafantasmas. Eso no son posos de café. Eso es lo que queda de un aquelarre cuando en la hoguera han ardido niños humanos. Eso es vómito de Belcebú. Eso es la verdadera naturaleza de esta ciudad zombi. Eso es lo que le quedaba por ver a Mariana Enríquez. Eso es exactamente lo que salía por el culo a Aldolf Hitler durante las legendarias diarreas que lo acometían mientras a su alrededor se derrumbaba su ilusorio imperio milenario.

—Bueno, esto ya está.

—¿Cómo? ¿Ya está?

—Sí —dice el simpático cazafantasmas—. Había un tapón más allá de la intersección entre las tuberías, por eso se habían atascado los dos desagües a la vez.

—Pero... ¿Y los restos de los niños humanos? ¿Y Hitler...?

—Eso... Jabón, aceite. Simple química. Lo que ocurre es que una vez que se tapona por completo, no hay líquido desatascador que valga, y hay que darle leña. Pero ya pasó. Son doscientos pavos, en metálico. Y recuerde que tiene... —aquí (a menos que lo haya soñado) mi interlocutor profirió una risa siniestra, una risa como la de Michael Jackson al final del videoclip de Thriller— tiene ¡una semana de garantía!

sábado, 13 de agosto de 2022

Muchos piensan que, mientras China siga quemando carbón y los empresarios californianos continúen veraneando en el espacio, nuestros pobres hábitos de consumo pequeñoburgueses no tienen virtualmente ninguna capacidad de influencia en la emergencia climática. Aunque este lugar común no sea por completo incorrecto, Bernd Ulrich argüía la semana antepasada en Die Zeit que cada uno debe preguntarse si realmente desea ser el tipo de persona que, en un punto de inflexión como no lo ha habido nunca en la historia de la humanidad, no hizo el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas.
 
Ya te lo digo yo, Bernd: sí, la mayoría de la gente desea ser el tipo de persona que no hace el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas. Según una encuesta reciente, la mayoría de los alemanes —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— quiere que su país siga siendo el único en Europa que carece de límite de velocidad en las autopistas, a pesar de que limitar la velocidad a 120 o a 130 km/h sería una medida bastante eficaz de ahorro energético y de reducción de emisiones contaminantes.

En su columna semanal escribía este jueves Harald Martenstein que la gente percibe como una provocación cuando alguien dice que adora los coches. Mi percepción es la inversa: la provocación es que la mayoría de la gente —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— adora los coches. Y no es solo que casi todo el mundo los adore, sino que quien puede se compra uno todavía más energívoro y amenazante.

Para huir de los coches y de sus adoradores, decidimos pasar la última semana de vacaciones en una granja del Sauerland, rodeados de gallinas, perros, burros y conejos. Óscar da cada día una vuelta en pony, más contento que todas las cosas, aunque se muestra mucho más prudente con las cabritillas, que son casi tan pequeñas como él; en el tejado anidan las golondrinas, el suelo está lleno de boñigas y en nuestra ducha encontramos un ciempiés asqueroso que nos garantiza la autenticidad rural de nuestra experiencia.

Solemos cocinar algo sencillo en nuestro apartamento, pero al segundo día los granjeros hacen pizzas en el horno de leña, y comemos con ellos y con otros veraneantes. Yo pido una pizza de verduras y, cuando nos la trae a la mesa, el granjero le dice a Kathleen: «¿Una pizza sin carne? ¿No es esto motivo de divorcio?».

En nuestra granja, desde luego, el vegetarianismo parece una opción desproporcionada. Las vacas pastan a su aire por praderas cinematográficas, los burros se revuelcan en la arena, las gallinas picotean entre las sillas y los cerdos parecen dispuestos a todo menos a abandonar su pocilga. Esta granja viene a ser como los niños: una versión amable, inofensiva y soleada de aquello que los seres humanos realmente somos.

Una tarde subimos a los establos a ver cómo ordeñan las vacas. Estas pasan en grupos de tres o cuatro por una plataforma recubierta de azulejos en la que el granjero y su ayudante les limpian primero las pezuñas y las ubres, y luego les enchufan la máquina ordeñadora. El granjero les reserva una tinaja de leche a los recentales, que se encuentran aislados en unos chiqueros que recuerdan los remolques para caballos. Todos los terneros se apresuran a meter los hocicos en los cubos de leche; todos, salvo uno: al fondo de uno de esos chiqueros yace, desorientado e inapetente, uno que ha nacido esta misma tarde. Sin duda le han dado un duchazo, porque su pelaje, crespo y colorado, tiene un aspecto lustroso. Solo la preferencia que le demuestran las moscas y algunas manchas de sangre en el hocico delatan el parto reciente.

El granjero me mira de soslayo, me señala y le pregunta a Kathleen:

—¿Eso es tu marido?  

Kathleen asiente, y el granjero suspira como diciendo «qué le vamos a hacer, hay que aceptar que nos encontramos en una fase de decadencia genética». Luego se vuelve hacia mí y me ordena:

—Métete ahí y levántalo.

Yo, solícito, me meto de un brinco en el establo.
 
—¿De dónde lo cojo? —pregunto. Y el granjero, que no va a desaprovechar la ocasión de poner en su sitio a un urbanita, aunque sea un urbanita tan poco vocacional como yo:

—De donde puedas.

Yo brego un rato con el ternerito, tratando de alzarlo primero de las corvas, luego tirándole del rabo y por último poniéndome a horcajadas sobre él para rodearle los ijares con los brazos y tirar hacia arriba.

—Haz que se yerga primero sobre las patas de delante —me recomienda el ganadero, quizá ya menos divertido que impaciente. Yo agarro al animal de las axilas, por así decir, y les pido a mis lumbares un crédito a fondo perdido para dar un último tirón. El becerro se incorpora penosamente y casi a iniciativa propia estira también los cuartos traseros. Kathleen viene entonces con un biberón para gigantes que le introducimos en la boca a la fuerza, porque por no saber, no sabe ni mamar.
 
—¡Ahí están mis milanesas! —exclama mi suegro, regocijado. No había dicho que a estas vacaciones venían mis suegros: quería guardarme para el final este giro dramático. El caso es que mi suegro está en lo cierto: por ser machos, tanto mi lactante como sus primos de los chiqueros contiguos tienen los meses contados.

Estamos quienes vemos a los terneros como criaturas desorientadas y están quienes los ven ya como milanesas. El espacio entre ambas perspectivas se vuelve cada vez más intransitable. Como escribía Bernd Ulrich, el tiempo en el que era posible bromear sobre estas cosas es uno de los muchos tiempos que ya han pasado. Precisamente porque la demanda de carne impide que la mayoría de las granjas sean como esta, las milanesas ya no implican solo la ejecución y el descuartizamiento de terneritos desvalidos, sino también la deforestación del Amazonas, la destrucción de ecosistemas silvestres, la contaminación de los acuíferos y la emisión descontrolada de metano. Hay que haber vivido los últimos años en una burbuja epistémica de hormigón armado para no ser consciente de ello.

«¡Ahí están mis milanesas!»: esa frase, pronunciada en presencia de un prodigio afelpado y todavía trastabilleante, me hace pensar que nada ni nadie está libre de verse, antes o después, empanado. Para mi suegro —pero mi suegro no es aquí mi suegro, sino cualquiera— el mínimo gesto imaginable sería no comernos, pero empiezo a convencerme de que en ese futuro turbulento que nos aguarda muchos ni siquiera estarán dispuestos a eso.

martes, 2 de agosto de 2022

El mismo sonambulismo con el que nuestra especie se interna en la sexta extinción masiva  se manifiesta día a día en los detalles más triviales. Creemos saber lo que queremos, pero no medimos nuestras decisiones, nos hacemos una idea aproximada e incompleta de las cosas y el resultado es casi siempre contraproducente.

Pensé, por ejemplo, que me sentaría bien volver a la investigación filológica. Por curiosa coincidencia, desde que hace dos años nació Óscar, no he vuelto a escribir una página de prosa académica, por lo que, cuando el director de Mediodía me pidió de hinojos que le escribira un artículo sobre la literatura española en 1922, acepté. No calibré en ese momento que el único modo de decir nada medianamente asertivo sobre la literatura de 1922 era ver todo lo que se publicó aquel año, así que termino dedicando la mayor parte del verano a revisar repertorios bibliográficos y catálogos de librería.

Nos proponemos descansar una semana en una playa paradisíaca, sin calcular que el mercurio de los termómetros entrará en efervescencia a las once de la mañana y que será suicida abandonar el hotel antes de las seis de la tarde. El mar, por otro lado, se ha puesto imposible de medusas, de manera que pasamos lo mejor del día confinados en un mundo feliz de pensión completa, artistas del karaoke y piscina de burbujas.

De nuevo en Madrid, corro a la Biblioteca Nacional porque todavía tengo por inspeccionar los índices de las muchas colecciones de novela popular que florecieron en los kioscos de 1922. El de «La Novela Corta», una de las más extensas, debería estar conservado en el CD-rom que acompaña el estudio de Roselyn Mogin-Martin. En la sala de documentación bibliográfica hallo el libro pero no el disco. La bibliotecaria hace como que busca durante diez o quince minutos antes de declararlo irremediablemente desaparecido. Días más tarde, de regreso en Alemania, recordaré que yo había leído el libro de Mogin-Martin en mi juventud heroica, y que sin duda había tenido el reflejo de hacer una copia del CD-rom. ¡Ah, si lograse encontrarla! ¡Menuda jugada, preparada con décadas de antelación! El disco aparecerá, efectivamente, entre las copias de mi tesis, pero cuando lo introduzca en el lector descubriré que, para los ordenadores actuales, la interfaz de 16 colores en la que, a finales del siglo pasado, se había codificado la base de datos con los títulos de la colección «La Novela Corta», ha devenido en un galimatías criptográfico indescifrable. La flor y nata de la ciencia española —el Centro Superior de Investigaciones Científicas, que era el organismo editor—, pretendiendo crear un software imperecedero y vistoso para la consulta de datos, ha conseguido exactamente lo contrario. Ejemplo de discalculia nivel «amo del calabozo».

La víspera de tomar el avión de regreso se nos ocurre llevar a Óscar a un espectáculo de magia para niños. Antes debo echar el resto en la Biblioteca Nacional, por lo que a mediodía engullo un pincho de tortilla, lo paso con un café con hielo y, cuando seis horas más tarde abandono mi pupitre, me digo que solo un dürüm de falafel puede reanimarme. Pero vuelvo a calcular mal, porque no merecía la pena reanimarse para arrostrar los sopetecientos grados del Paseo de Recoletos, y el principal efecto del dürüm es embadurnarme las gafas de una salsa rosa.

Así, viendo de color de rosa las obras con las que se está reformando la Puerta del Sol —en lo que tiene toda la pinta de ser un nuevo y colosal error de cálculo municipal—, corro hasta el sótano de la calle de Lavapiés en el que tiene lugar el espectáculo de magia. El chico que lo hace es muy animoso; lleva una barba postiza de chivo y, mientras el público se acomoda, simula estar durmiendo a pierna suelta. En cuanto se despierta comienza a tirar cosas por el suelo y a enredarse con el cable del micrófono. No habíamos calculado que la oscuridad del sótano, el foco espectral que iluminaba al artista y los sobresaltos con los que daba inicio aquella fantasmagoría aterrorizarían a Óscar hasta el punto de obligarle a abandonar la sala antes de que acabase el primer truco.

Mientras Kathleen y mi madre disfrutan del resto del espectáculo, yo me llevo a Óscar a dar el primer paseo de su vida por Lavapiés. Óscar tiene el flequillo lleno de trasquilones porque solo ha accedido a que le cortásemos el pelo si utilizábamos las tijeras de los pies. Vemos los puestos de flores de Tirso de Molina, saludamos a las decenas de policías que patrullan el barrio sin cesar, descubrimos una casa en la que vivió Picasso, nos fotografiamos en callejas provincianas y roñosas, y regresamos al bar del teatro para beber agua con una pajita, mientras todo lo sólido se disuelve en el aire ígneo de finales de julio. Y todo eso, que no habíamos calculado ni previsto, que no habíamos premeditado ni calibrado, terminará siendo lo menos fallido del verano y constituye también, a su modo, un espectáculo de magia para niños.

domingo, 3 de julio de 2022

Es domingo y me he llevado a Óscar al desfile de los Schützenvereine. No es nada que yo me hubiera imaginado hacer ni en la ucronía más loca, pero de algún modo hay que entretener al niño, y después de todo Hang-over no es precisamente Disneylandia.

Los Schützenvereine son clubes de tiro y asociaciones de cazadores casposos. En el siglo XVI, un duque de Gotinga les concedió el privilegio de celebrar una fiesta anual. Era un privilegio inane, pero privilegio al fin y al cabo y, como sabe cualquiera que haya visto embarcar a los pasajeros de Business Class, por tonto que sea un privilegio, ejercerlo siempre da gustirrinín.

Los Schützenvereine son gente a la que le gusta oír marchas militares, disparar escopetas y ponerse uniformes. El ejército del mal, en esta era de banalización de la violencia, no tiene por qué presentar un aspecto sustancialmente distinto. Todos los asistentes al desfile hacemos como si ignorásemos de qué lado se inclinan sus preferencias políticas. ¡Es que lanzan caramelos! Casi todos llevan insignias; muchos, charreteras y pasamanería. Leo más tarde que esas condecoraciones fantasiosas gratifican servicios prestados o rendimientos sobresalientes, sin que nadie en internet sepa decir a las claras cuál es la naturaleza de esos rendimientos y de esos servicios.

El interés del desfile, se supone, no está en los cazadores, que parecen los tíos abuelos de la familia Trapp, sino en las bandas de música que los acompañan; sin embargo, pocas de esas bandas están tocando cuando llegan a nuestra altura: el camino es largo y el repertorio es pequeño. Precisamente porque el camino es largo, los músicos andan deprisa, así que las pocas veces que una banda interpreta una canción al pasar por la calle en la que estamos apostados Óscar y yo, no oímos de ella sino unos pocos compases. Es como tratar de escuchar la radio con alguien moviendo el dial.

Muchas de las personas que desfilan no solo son feas, sino que tienen pinta de salir poco de casa. Me las imagino contemplando expectantes cómo la fecha marcada en el calendario está cada día más próxima, sacando las bolas de alcanfor de los bolsillos de la austríaca, peinándose el bigote, cortándose los pelos de la nariz y practicando ante el espejo el saludo de reinas de Inglaterra que nos habían de dedicar esta mañana interminablemente.

Yo me deprimo pensando en lo mucho que le gusta a la gente pertenecer a algo y ponerse sombreros con plumas, en que el resto del año muchos de estos catetos se dedican a abatir conejos y corzos, y en otras cosas igual de lamentables. Si en lugar de pegar tiros y colgarse medallitas practicasen un poco más con las trompetas, los feos serían guays, el mundo sería algo menos inhóspito y esta ciudad podría tener el mejor mardi gras de este lado del Atlántico. Ya sé que no es decir mucho, pero a fin de cuentas esta ciudad —repito— no es precisamente Disneylandia.

sábado, 11 de junio de 2022

Mis suegros se han llevado al niño al zoo y Kathleen está de congreso, así que puedo dedicar esta mañana de sábado a corregir exámenes y responder correos electrónicos atrasados. O bien puedo hacer como si todavía tuviese actividad cerebral y acercarme a ver una exposición que hay en el Museo Regional de Hannover y que lleva un título sugestivo: «La invención de los dioses».

Resulta que los dioses se inventaron en el Neolítico. Esa era teológica arrancó con bastante retraso en Baja Sajonia, porque el suelo era arenoso y menos fértil que el de las regiones meridionales, de modo que durante una prórroga de más de mil años los cazadores-recolectores de esta región continuaron sus vidas silvestres, despreocupadas y ateas. Solo cuando finalmente comenzaron a roturar la tierra y a domesticar animales —es decir, cuando empezaron a hacer previsiones sobre el curso de los acontecimientos— tuvieron que inventar dioses a los que echar la culpa de que los acontecimientos no salieran como ellos habían previsto.

A los dioses les ofrecían hachas de piedra nunca utilizadas. Las enterraban supongo que pensando no tanto en dioses personales como en fuerzas ignotas a las que ofrendaban esos instrumentos de transformación de la naturaleza. Un católico hoy (es decir, ayer) le llevaría a su santito un exvoto, por ejemplo un pie o una teta de cera. El feligrés neolítico, en cambio, le habría llevado un bote de agua oxigenada o un aerosol de Réflex, que son cosas de un mayor refinamiento simbólico. De hecho, cuanto más lo pienso menos claro me queda si imploraban el favor de los dioses o si, por el contrario, los extorionaban. ¿Qué pensaría el djinn de los bosques al encontrar bajo un dolmen una colección de hachas afiladas?

Al salir del museo me encuentro con todos los dioses inventados. Quiero decir que el Maschpark acoge este fin de semana una feria de religiones, cada una con su puestecito y sus prospectos. Como aún no ha llegado la hora de comer, me paseo un rato entre las carpas. En varias de ellas hay catedrales construidas con piezas de Lego. En las de las obras diaconales se promocionan utensilios para dar masajes o para ejercitar las articulaciones. Dos parejitas de musulmanes pelan la pava a la puerta de una jaima. El stand de los yazidíes tiene los dioramas más informativos y nutridos de texto. Los católicos, en cambio, tienen a un papa Francisco de cartón, a tamaño natural. Un colega mío tiene en su despacho un Sartre de cartón, y yo me pregunto de dónde saca la gente estas cosas, y por qué me resultan tan hilarantes. Tenía que haberme hecho un selfie con el Papa, se me ocurre cuando ya estoy de regreso, ¡qué rabia! La caseta de los judíos está cerrada porque es sábado (y la pena es que esta feria continúe el domingo: de otro modo, la jugada habría sido conceptualmente billante). Algo más allá los visitantes pueden subirse por turnos a un globo aerostático, que es sin duda la forma más rápida y menos incierta de alcanzar el cielo. Y, donde quiera que uno pose la vista, una ruleta. Cada religión parece tener la suya: los curiosos pueden hacerlas girar y conseguir un bolígrafo, una alfombrilla de ratón, una indulgencia plenaria o la condenación eterna.

Esto es, en definitiva, una Feria del Libro sin libros. No estoy seguro de si me parece enigmáticamente genial o genialmente enigmático. ¿Se trata, como en los mercadillos de artesanía o en los paseos marítimos, de deambular hasta que algo nos llame lo bastante la atención como para comprarlo? ¿Puede ser una suscripción a la revista de la iglesia Bahaí el regalo que finalmente triunfe en las próximas navidades? ¿O bien debemos estudiar, como si se tratase de compañías aseguradoras, la religión que mejor se acomode a nuestro modus vivendi? Los humanos, desde el Neolítico, hemos inventado tantas maneras distintas de ganarnos el pan que cada uno necesita extorsionar a un dios hecho a su medida.

Para que el ambiente sea todavía más loco, este rastrillo espiritual coincide con la cita anual de una asociación de trajes regionales, por lo que muchas mujeres llevan basquiña, cofia y refajo, y se ve a muchos hombres con sombreros de copa que parecen sacados del País de las Maravillas y chaquetas que de arriba bajo todo son botones, como los pantalones de la Tarara.

Oigo unas corcheas sincopadas y mis pies, sedientos de música en vivo, me conducen hasta un remolque blanco que podría haber sido un camión de los helados, solo que dentro no hay helados, sino una banda de metales. Desde la calle uno puede escoger una canción de una lista, indicar su número girando dos discos e introducir una moneda en una ranura: entonces, las persianas que cierran el remolque se abren automáticamente y los músicos de esta rocola viviente se ponen a tocar. Un cartel afirma que vienen de Laponia, aunque vistan de mormones o de camareros. Quizá esos sean sus trajes regionales, uno nunca sabe.  

Casi todo su repertorio está compuesto por himnos religiosos con arreglos de jazz; el hecho de que la lista incluya la canción de la abeja Maya o el tema de los osos Gummi me desconcierta, aunque tampoco puedo decir que me sorprenda: hace ya muchas décadas que en las parroquias se cantan canciones de los Rolling Stones sin que nadie se sonroje. Evidentemente, no puedo dejar de echar una moneda, y escojo un clásico del soul que yo siempre he cantado a lo profano: «this little ass of mine / I’m gonna let it shine».

En la exposición sobre la invención de los dioses, lo más parecido a la representación de un dios que uno puede ver es una estatuilla de madera del tamaño de un mando a distancia. Se trata de una talla sencilla, hecha con cuatro tajos diestros, que representa a un hombre de rasgos mongólicos: cara de plato, mejillas achatadas, ojos rasgados y la boca abierta en una sonrisa contagiosa. Es la sonrisa de alguien que todavía no sabe cómo suena una banda lapona de dixieland, pero que ya ha comenzado a imaginarlo. La cartela dice que podría haber sido un regalo dentro de los contactos entre los cazadores y los agricultores, en ese largo milenio mesolítico durante el cual ambas civilizaciones se estuvieron mirando de reojo. Esa estatua nos muestra —continúa la cartela— «la sonrisa más antigua del mundo». Quizá sea también el dios más antiguo.