Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 20 de junio de 2014

He volado a Madrid para asistir a dos bodas, la de mi hermano y la de mi prima, y resulta que aún está la Feria del Libro del Retiro. Vamos allá, a ver si cae algo. Y sí, para empezar cae una chupa de agua muy respetable. Busco refugio en la caseta de Renacimiento. Mi edición de Tapia debe de ser el único libro que no tienen expuesto. Junto a mí, un chavalín pregunta: «¿No ha venido hoy Abelardo?», como si la caseta tuviera una trastienda en la que los editores se recluyesen para escapar de la fama y presidir influyentes cenáculos literarios. Se refiere, por supuesto, a Abelardo L., el conocido editor sevillano, a quien el chavalín no ha visto nunca a pesar de la familiaridad con la que lo trata.

—No, hoy no ha venido —responde el librero.
—Es que he hecho una edición... —dice el muchacho, como excusándose. Recorre con la mirada las estanterías hasta extraer triunfante un librito verde, que sí está expuesto, aunque de canto—. Esta edición; es un libro muy bueno, a ver si lo vendéis bien.

El espectáculo ha sido ruborizante. Paso de largo sin decir nada. Los libreros y los autores enseñan pierna y guiñan el ojo. Un librero me alarga un catálogo; en él se anuncia una novedad como «una elegante digresión en torno a la vanidad y al vacío». Podrían haberlo definido como «un claro testimonio de la crisis de sobreproducción que atraviesa el sector editorial», lo que habría sido igual de ineficaz, aunque más honesto. En otra caseta una mujer de voz cazallosa está firmando ejemplares de un libro de título sugerente. Lo hojeo, y ella me pregunta si me gusta la poesía. Cohibido y casi de manera preventiva respondo que no. Luego me explico: me gusta la que rima, cuenta cosas y es divertida. O sea, que no. Sin desanimarse, la madre de la criatura (que tiene voz de mujer Maitena, cuerpo de mujer Almodóvar y pruritos de mujer Kundera) abre el libro —un ensayo— y me lee una poesía de treinta y siete versos que ha transcrito porque —dice— escenifica la resistencia a una transición democrática con aspecto de traspaso de poderes. Es mucho suponer: en realidad el poema habla de cigarrillos y de pantalones vaqueros. García Montero tenía uno igual, que debía de ir de lo mismo.

Salgo huyendo bajo la lluvia y corro hasta encontrar una caseta en la que han colgado un cartel grato y hospitalario: «Hoy no firma nadie». La vendedora está haciendo lo que quiera que haga la gente con sus teléfonos móviles, y me deja a mi aire. Compro un libro y me llevo el catálogo.

Todo esto produce terror y lástima, y comentándolo al día siguiente con Patricio, dice que la sobreproducción editorial «es un fenómeno que hace muy difícil apartar los ojos del presente». Es verdad; por lo menos para quienes, como él, han asumido a modo de imperativo categórico el estudio de los boletines de novedades. Y hablando de novedades, da la casualidad de que al día siguiente Patricio presenta en La Central su última novela. Es una que cuenta la guerra de las Malvinas como si la hubieran protagonizado Buster Keaton, Harold Lloyd, Stan Laurel y Oliver Hardy. Con su derrota militar —dice Patricio—, Argentina salió ganando, si se tiene en cuenta que marcó el principio del fin de la dictadura, mientras que al Reino Unido la victoria le deparó diez años más de thatcherismo.


Hemos aterrizado en una España sin rey, pero entre las dos bodas tendremos el dudoso privilegio de asistir a los fastos de la proclamación de Felipe Sexto. Uno preferiría a Camilo Sesto, pero no nos han preguntado. Esto de la proclamación lo ha disculpado el pánfilo de Moncloa como un trámite rutinario, casi como una especie de relevo ministerial al que no hay que dar muchas vueltas, pero basta con prender la televisión para darse cuenta de que es una coronación en forma. Una coronación sin corona. Sentado en el cuarto de estar de mis padres, lo sigo con el rabillo del ojo, mientras acabo de meter notas en actas. Es «la apoteosis de un muñeco», como escribía Camba a propósito de la mayoría de edad del bisabuelo de este nuevo rey.

Por la tarde he quedado en pasar a despedirme de Toño y Adelaida, y voy con tiempo para sumarme, de camino y aunque sólo sea unos minutos, a las previsibles algaradas republicanas de la Puerta del Sol. Sin embargo, a la Puerta del Sol no pueden entrar ni los republicanos ni nadie. La estación de metro está cerrada y la superficie ha sido enteramente ocupada por antidisturbios y lecheras. Los turistas se agolpan en un pasillo de apenas cinco metros de ancho para ganar la calle del Carmen y Preciados. Que no se autorizase la manifestación republicana por mañana todavía se puede comprender, pues tampoco convenía poner en un compromiso a las tres o cuatro docenas de personas que acudieron a saludar al nuevo monarca (sin exagerar: yo diría que la cantidad de gente que había en la calle es la misma que hay cualquier día de fiesta). Ahora, que se sigan tomando las cosas tan a la tremenda a las ocho de la tarde soprende incluso a los que todavía viven en este país y deberían estar curados de espanto. Se da por cierto que a lo largo de la mañana la poli estuvo registrando las mochilas para requisar eventuales banderas republicanas. Gabilondo dice en su videoblog que ha sido una reacción histérica. Sí, uno no sabe si ponerlo en manos de la clínica López-Ibor o del Tribunal de Estrasburgo. 

domingo, 1 de junio de 2014

Como todo el mundo quería ir a la exposición sobre David Bowie que hay en el Martin-Gropius-Bau, fuimos. Nos gustó mucho, claro, porque habíamos pagado 15 euros por barba. Si hubiéramos pagado menos, no nos habría gustado tanto. Esta es una regla fija de la psicología social cuyo cumplimiento nunca deja de asombrarme.

Está todo muy bien dispuesto, los letreros en alemán han sido correctamente traducidos al inglés, las audioguías funcionan la mayor parte de las veces y el acceso se ha escalonado de manera que no haya aglomeraciones. Sin embargo, por mucho que nos haya gustado, hay que admitir que se ha hecho un uso bastante acrítico de los materiales —muchos de los cuales proceden del propio artista—, y que como narración biográfica ruborizaría incluso a alguien tan acostumbrado a las simplificaciones como un contertulio de Intereconomía.

Los rótulos dan algunos detalles sobre el contexto cultural: los grupos de rythm & blues que Bowie escuchaba en su adolescencia, los libros que leyó un verano, las cartas que cruzó con Marlene Dietrich («Querido David: al final te has ido de Berlín y no hemos podido vernos; dile a tu agente que llame al mío»). En cambio, se ha omitido todo aquello que podría relativizar su originalidad, pero también explicar mejor el alcance de sus aportaciones personales. Se insiste mucho, por ejemplo, en el vestuario y el maquillaje del cantante en su época glam, y en la dimensión teatral de sus espectáculos en directo. Pero cualquiera que haya tenido una adolescencia difícil sabe que en aquellos mismos años (1971, 1972, 1973) Peter Gabriel montaba óperas rock psicodélicas en las que se vestía de botarga. Otro ejemplo: Brian Eno metió la cuchara en un álbum de Genesis dos o tres años de producir Heroes.

Quizá el relato verdaderamente dialéctico y documentado haya que buscarlo en el catálogo de la exposición, que, sólo por su precio, reunía ya condiciones inmejorables para entusiasmarnos.

La de Bowie es, en definitiva, una exposición como tantas exposiciones: una cosa pensada para un consumo mitómano y acrítico. Bowie es un músico grandioso, pero en realidad sus cuadros no son tan buenos; sus entrevistas son insustanciales; su caligrafía, infantil; sus anécdotas de estudio, desabridas; su carrera dramática, no muy distinta de la de Miguel Ángel Valero o Enrique Segura Cano. ¿Que quiénes son Miguel Ángel Valero y Enrique Segura Cano? Well, that’s my point. Cuando Bowie interpreta El hombre elefante sin disfrazarse de hombre elefante es mucho menos genial que cuando Faemino y Cansado interpretan al hombre bala sin disfrazarse de hombre bala («¡beeee!»).

Es verdad que, si uno se entrega a la mitomanía, la muestra contiene algunos objetos sobrecogedores, empezando por los trajes estrambóticos que el cantante lució en conciertos y vídeo-clips que hoy son parte de nuestra memoria colectiva. En una vitrina se expone el manuscrito original con la letra de «Life on Mars». Me agacho a leerla, con lágrimas en los ojos. Enseguida me yergo, desconcertado: lo que leo no tiene nada que ver con el non sequitur pop que un Bowie espectral cantaría finalmente en Hunky Dory. Esto parece más bien una letra de Gilbert O’Sullivan.