Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Muchas veces pasa que el nombramiento de doctores honoris causa les presta a unos famosetes advenedizos un prestigio que no merecen. En esta ocasión, en cambio, se entrega a varios periodistas y caricaturistas que han luchado por la libertad de prensa en distintas partes del mundo. Uno de ellos, el kazaja Ajmediarov, no ha podido asistir a la ceremonia porque lo tiene retenido el gobierno de su país a causa precisamente de uno de los artículos que escribió. Hace un año, Ajmediarov estuvo a punto de diñarla tras ser apuñalado varias veces por un sicario del gobierno; el atentado sólo multiplicó sus ganas de trabajar. La dibujante Nadia Khiari menciona en su discurso de recepción los nombres de periodistas tunecinos presos o desaparecidos. Su intervención termina con la vieja exclamación republicana, «vive la Liberté!». Los asistentes, enardecidos, se ponen en pie. La aclamación no parece querer apagarse nunca. Después de tanto aplaudir a violinistas y a conferenciantes, se agradece aplaudir a alguien que realmente ha demostrado un coraje y una iniciativa fuera de lo común, sin esperar otra recompensa que un disparo en la nuca. En esta ocasión se diría que no son los honoris causa los que reciben la bendición universitaria, sino que somos nosotros, los trabajadores y estudiantes de la universidad, los que nos contagiamos del arrojo y el espíritu crítico de los homenajeados. Al comenzar un nuevo año académico recordamos que son ésos y no otros los valores que debemos defender en nuestras refriegas, mucho menos gloriosas, del día a día.

Un joven filósofo que cultiva una pose cachazuda y algo cínica dirá más tarde que la ceremonia le pareció por momentos una payasada. Se refiere sobre todo a las bromas que ha gastado Plantu (Plantu viene a ser como el Roto de Le Monde). Este joven filósofo —que, según se cuenta, acumula cientos de cuadernos manuscritos en un armario— pasa por alto algo tan evidente como es el instinto bufo que tienen los caricaturistas ante la tragedia. El anticlímax, la autoparodia y el humor negro son en ellos reacciones que la profesión ha convertido en reflejas. Hay que ver, tanto cuaderno para tan poca cosa...

En la recepción que sigue a la ceremonia me topo con uno de los doctores honoríficos, al que han abandonado en uno de los salones rococó de la Société Littéraire. Se trata de Stevan Harnad, un pionero del open access, que tanto predicamento tiene en L***. Lo había escuchado por la mañana en un debate, y me había despertado una simpatía inmediata. Como tantos húngaros, es un políglota consumado. Su francés es perfecto, y su español muy notable, sobre todo después de descubrir que lo aprendió en tres semanas con una cocinera. «Fue una cocinera que trabajó para mis padres durante una temporada, y que no hablaba nada de húngaro. O aprendía yo español, o me moría de hambre». Charlamos un rato, mientras las bandejas de los camareros hacen vuelos rasantes por encima de nuestras cabezas. Más que el open access y la gratuidad del intercambio científico —me confiesa—, a él lo que le preocupa son los animales. Es un vegano convencido y militante.

—No, eso de militante me hace pensar en la guerra del 14.
—Bueno, entonces «proselitista».
—Proselitista sí.

Es como si todo el odio que siente por los editores científicos lo compensase con un amor irrestricto por todos los seres animados. Estoy seguro de que si la ley se lo permitiese, el Sr. Harnad descuartizaría a Klaus Vervuert y haría con él un ragut para los niños de Aldeas Infantiles. Hablamos de mataderos, de corridas de toros y de granjas ecológicas. Al despedirme le aseguro que, en adelante, cada vez que me tiente comer carne me acordaré de él y lo reconsideraré; así tendrá la satisfacción de haber salvado cada año, gracias una conversación de pocos minutos, la vida de unas cuantas lonchas de jamón.

domingo, 22 de septiembre de 2013

En la mañana de ayer organicé el primer Park(ing) Day de la historia de Tilff. Un miembro del comité de barrio me prestó una pequeña carpa; otro trajo su furgoneta para ayudarme a transportar los materiales necesarios: un par de sillas, una mesa, un termo y una maceta. Se trataba de ocupar una plaza de aparcamiento de cualquier manera, con tal de que no fuera ponerle un coche encima. Faltos de imaginación y de energía creativa, nos limitamos a sentarnos allí, debajo de la carpa, tomando una infusión con pastas igual que podríamos haberlo hecho en una cafetería o en un balcón. La gente nos miraba de lejos con desconfianza. La organización nacional del Park(ing) Day me había enviado unos días antes unas postales con el argumentario de la acción, y si los viandantes se aventuraban a menos de diez metros de nuestro salón de té, les tendíamos una postal.

—Permítame, caballero. Estamos llevando a cabo una acción que trata de llamar la atención sobre la cantidad de terreno público que se reserva a los coches sin que... caballero... ¡eh, caballero!

El caballero tiraba de su mujer, volvía la cabeza con expresión de pánico y huía de mí sin rebozo, como no lo hubiera hecho de un comercial de telefonía móvil. Poco después una mujer se baja de su coche y ronda nuestra efímera colonia. Tiene los ojos saltones, la mandíbula un poco desencajada, el pelo largo y grasiento. Apenas he terminado de recitarle mi cantinela, rechaza la postal con un gesto unívoco y me replica entre dientes:

—A usted le molestarán los coches en las ciudades, pero a mí me molestan todavía más los urbanitas que hay en el campo.

Claro, los domingueros que van al campo en coche, pensaría cualquiera que todavía conservase algo de fe en la capacidad de comunicación del género humano. Pero no, esta sociópata a quienes no tolera es, como me explica inmediatamente, a los urbanitas que viven en el campo. Esto me enseñará a dejarme de infusiones y a llenar el termo, la próxima vez, de grog bien cargado.

A pesar de todo, puede considerarse que el primer Park(ing) Day ha sido coronado con el éxito: contra los pronósticos de los demás miembros del comité de barrio, no nos han partido la cara, ni nos han insultado, ni nos han arrollado con un hummer. De todos modos Valonia sigue siendo tierra de misión para la liga antiautomovilística, como enseguida se verá.

Esta mañana han cortado varias calles de Tilff porque se celebraba un desfile de gigantes. Me doy un garbeo por la plaza desde la que saldrá el desfile, y no veo ni una sola cara conocida, salvando las de los gigantes, que cada año son los mismos. Curiosamente, en las famosas manifestaciones folklóricas de Tilff, como el carnaval y el baile de los puerros, la población de Tilff está casi por completo ausente. Son ganapanes y borrachuzos de los pueblos más recónditos de Brabante y del Luxemburgo valón quienes vienen a organizarnos el floklore.

El caso es que me he cruzado con dos municipales que controlaban el correcto desarrollo del desfile, y he puesto en su conocimiento que, como tantos fines de semana, la plaza de Tilff está ocupada por motos de alta cilindrada, a pesar de que está expresamente prohibido y de que nuestro comité lleva años denunciando la situación al ayuntamiento. ¿Habrá que esperar a que una moto aplaste a un niño para que se tomen a pecho el asunto? Uno de los municipales ha empezado a jugar con su teléfono en cuanto yo he abierto la boca. El otro me ha escuchado con una atención que podríamos calificar de bovina, y al cabo me da la siguiente respuesta:

—Tiene usted muchas razón, pero hay que pensar también en los motoristas. ¡Tienen tan pocos espacios para aparcar! Raro es el sábado en el que alguno de los tres parkings de Tilff no está completo. Además, sería una pena que por aparcar la moto en un lugar menos céntrico se la acabasen robando, ¿no cree? En cualquier caso, nosotros estamos hoy aquí para acompañar el desfile de los gigantes; lo otro, ya se verá.

Detrás de él, un Carlomagno de cinco metros nos contempla con una indiferencia que podría confundirse con estupidez. Algo más allá un cabezudo de ojos tristes, con chaleco y canotier, toca la zambomba, una zambomba del tamaño de un violoncelo.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Cuando va a un restaurante y le traen la carta, Achim no hace lo que el resto del mundo. El resto del mundo lee la carta en diagonal, se deja inspirar por ella y escoge uno de los platos que se le proponen en función de criterios oscuros y variables. Achim no: Achim lo que hace es buscar en la carta el filete de cerdo empanado que le han escondido. Este filete de cerdo empanado —el famoso Schnitzel— unas veces hace el número 47, otras el número 6 y otras el número 15. 

—Les tomo nota, ¿qué va a ser?
—El 33.
—El 33 es...
—¿¡Y qué quiere usted que sea?! —responde Achim un poco irritado. 

Se conoce que los camareros preferirían que Achim pidiera unas endibias al horno, una ensalada César o una paletilla de cordero con brócoli y patata duquesa, y le esconden el filete de cerdo empanado en lugares imprevisibles. 

Los restaurantes son para Achim una complicación prescindible, con la que transige como transigimos todos con tantas exigencias sociales arbitrarias. Hasta que un día lo llevan a un chino, y entonces abre la carta, la estudia, se pone las gafas, se las quita, y compone un gesto de abatimiento que llama la atención en un hombre de su edad.