Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 3 de octubre de 2018

En el tren a Colonia se echó a dormir junto a mí un tipo de aspecto patibulario. Enseguida me fijé en su sudadera: sobre fondo del pecho se afirmaba con sobriedad tipográfica «I am not a rapper». El resto de su aspecto afirmaba lo contrario, como la pipa de Magritte. Ovillado entre dos asientos, creo que en un momento de descuido dejó escapar una expresión sonora de su interioridad que, sin lugar a dudas, no era su mejor yo. Cuando llegó la interventora, pagó su billete con tres de 50. La mano que tendía el dinero llevaba tatuado un rosario.

Al poco, empezó a hablar por teléfono con sus amigos. Tenía un jet-lag demoledor, por lo que no podría dedicar el día a nada mejor que a tomar cervezas con ellos. Con uno mantuvo una conversación especialmente larga, en la que deploraba el trato que le había dado un colaborador. «Tu abogado acaba de recibir dinero —le habría dicho a ese colaborador en un momento de hartazgo—; no quiero volver a trabajar contigo nunca más». Y luego le explicaba al amigo que le molestaban esas minucias porque él vivía en Los Angeles y cuando iba al estudio tenía que estar happy, y no con la cabeza puesta en movidas y marrones.


¿Quién será el rapero de Magritte? Sin duda alguien que corta el bacalao en alguna parte. Ha concluido su conversación sobre Los Angeles en la plataforma de acceso al vagón, lo que sugiere que no hablaba para la galería y que no todo en él es presunción. Su trato con otros pasajeros ha sido de una cortesía sorprendente. En determinado momento se gira hacia mí y me pregunta si puedo prestarle un bolígrafo. Ha comprado un cuaderno, dice, pero tiene poco hábito de escribir a mano, por lo que no ha pensado en comprar un bolígrafo. De todos modos le sale una letra de garrapatos. Yo le tiendo el bolígrafo del Comedy Club de Madison, para que vea que también uno tiene mundo.

El bolígrafo está ya algo deslucido y probablemente no le quede mucha tinta. Además, cada vez que relleno con él el abono de tren me recuerda que ya no estoy en Madison, y que no volveré a reírme en el Comedy Club de las identidades ajenas. Debo escribir con bolígrafos que me propulsen al futuro, y no con bolígrafos que me retengan en el pasado. Cuando el muchacho va a devolvérmelo le digo que se lo quede y que escriba con él algo bonito. Me mira con un agradecimiento sincero y forma con los dedos una pistola, en el convencional gesto de respeto de los raperos.

Luego llego a casa, cuelgo en la percha mi sombrero porkpie, pongo un disco de Ben Sidran y me sirvo un dedito de Bulleit —que me limito a oler, porque pasadas las ocho el bourbon me sienta como un tuit de Trump—. Medito en lo inútil de mi gesto: ¿qué me puede ofrecer el futuro que no me pueda ofrecer el pasado? Poca cosa. Si quiero recuperarar ese pasado al que me dirijo, sacrificado en un momento de imprudente optimismo, debo transmigrarlo a una anécdota, hacerle desandar el fetichismo de la mercancía y contar la historia de un bolígrafo fabricado verosímilmente en la China y legítimamente robado en el Comedy Club de Madison que acaso inyecte algo de ironía situacional a unas canciones de sexismo brutal y rima fácil.