Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 25 de enero de 2019

Una vez al año, después del claustro académico, se nos ofrece un banquete. La intención es seguramente que conozcamos a otros colegas, hagamos equipo y desarrollemos un campechano esprit de corps. Me pregunto si nuestros sucesivos rectores han sido conscientes de que la mayor parte de las veces dan ganas de salir de allí y largarse con el primer circo que atraviese la ciudad.

No es como en las bodas, en las que los invitados se agrupan por familias o afinidades, aquí los compañeros del trabajo y allá los amigotes del Erasmus. A nosotros nos baraja y nos alterna una inteligencia superior de modo que en cada mesa no haya más de una persona de una misma facultad. A mí me ha tocado la número 9.

Cuando llego sólo hay un tipo, que debe de tener mi edad, con el pelo ensortijado y cara de alumno modoso. Viene de la facutad de Ingeniería y me dice que se dedica a la optimización.
—¿Y qué optimizas? —le pregunto.
—De todo —responde él.

Me siento en el lado opuesto de la mesa. Uno tras otro van llegando los demás comensales que nos han caído en suerte. Junto a mí se acomoda un señor grueso, con los ojos oscuros, pequeños y hundidos como los de un jabalí. Recuerdo haberlo visto durante el claustro, un par de filas por delante de mí: viste de manera excesivamente informal para la ocasión, casi con ropa de andar por casa, y entre el pantalón y la sudadera se le veía el escote del culo. Me saluda y me dice que viene de la Escuela de Comercio. Llamémosle en adelante Thierry.

—Encantado, Thierry. ¿Qué enseñas?
—Optimización.
—Ah, canastos, ¿tú también? ¿Y qué optimizas?
—Buf... de todo.

Más allá toman asiento una abogada, un veterinario y un neumólogo muy dicharachero que en algún momento contará una historia increíble sobre una urgencia médica en la que atendió a un tipo que se había atravesado el pecho de un tiro de carabina y sin embargo no sufrió más daño que una perforación de la pleura. Por desgracia, no alcanzo a oír ninguna otra de las anécdotas con las que entretiene su esquina de la mesa.

A mi izquierda se ha sentado la organizadora del bodorrio. Supongamos que se llama Lucille. Sea cual fuera su nombre, no lo había oído nunca hasta el día de hoy, aunque trabaja en mi mismo edificio. En el sótano. Debe de estar a puntito de jubilarse, pero tiene un cutis fino, hidratadísimo, las pestañas remolonas de máscara y todo el aspecto de una niña que se hubiera hecho vieja dentro de Disneylandia. 

Mientras esperamos que traigan los entrantes ella desgrana, con una vocecilla afónica de ratón Mickey, una larga serie de perogrulladas sobre la belleza, la cultura y la vida, tópicos extraídos de Dios sabe qué horrendos manuales de autoayuda, lugares comunes por los que ya nadie transita sin apresurar el paso.

Seguimos sin señales de los entrantes. En cuanto Lucille termina de disertar sobre lo feo que sería el mundo sin belleza, Thierry cambia de tema y corre la silla dirigiendo una fulminante Blitzkrieg contra mi espacio vital.

—De modo que español, ¿eh? Conozco a los profesores de español de la Escuela de Comercio. Hay un chico con los pelos así, que siempre tiene pinta de haberse acabado de levantar. Sólo con mirarlos de lejos ya sé qué idioma enseña cada profesor. Los alemanes son muy sistemáticos, todo el rato con su gramática dale que te pego; los ingleses están un poco chalupas, dicen que lo importante es hablar y que lo demás ya irá llegando; los españoles siempre llegan tarde, pero ponen mucha energía en lo que hacen.

De vez en cuando a Thierry lo acomenten unos violentos ataques de tos, que él ahoga unas veces en su servilleta y otras en la mía.

—Vaya —le digo, profundamente irritado por el fuego graneado de toses y estereotipos nacionales—, lamento entonces no haber llegado tarde a esta cena—. Y lo lamento muy de veras.

Tras uno de sus terribles expectoraciones Thierry se inclina aún más hacia mí y adopta un tono confidencial, maniobrando con mis cubiertos como si fueran los suyos propios:

—Una vez estuve en Andalucía y vi a dos individuos que hablaban y se escuchaban al mismo tiempo. ¿Te das cuenta? ¡Al mismo tiempo! ¡No paraban de hablar ni un segundo, pero se entendían!
Por estribor Lucille finge atragantarse, se lleva la servilleta a la boca y envuelve en ella con bastante discreción —pero no la suficiente— una bola de comida semimasticada, como las egagrópilas de las lechuzas. El neumólogo podría hacerle la maniobra Heimlich si fuera necesario, pero sin duda ha entendido que, de todos los problemas que tiene nuestra organizadora, la maniobra Heimlich no resolvería ninguno. Durante los siguientes diez minutos Lucille contempla con una sonrisa demente un punto arbitrario del espacio en el que parece hallar cierta forma de plenitud.

Thierry continúa acercándoseme. De seguir así, no tardaremos en lograr la unión hipostática. Hablamos de viajes de investigación, y él me confiesa con hilaridad que realizó su preceptiva estancia internacional en la universidad de Lille, que queda a cuatro kilómetros de la frontera belga. Para que no se diga, también me cuenta que en otra ocasión fue a un congreso en Estados Unidos. Nada más llegar le pidió algún tipo de indicación a una secretaria y, como no entendió la respuesta, pidió que le hablase «en british English». Imita el acento de la secretaria con una jerigonza pueril —«¡gua gua mua chi gua!»— y se ríe de su réplica, que encuentra muy ingeniosa. Luego le da otra vez la tos, sólo regularmente optimizada.

Empiezo a preguntarme si la mesa número 9 no es algo así como la habitación 237 de El resplandor. La cena se alarga más de lo que nadie habría esperado. A mí me sirven los lingüini pasadas las diez y media, que en Bélgica equivalen a las cuatro de la madrugada, pero desde mucho antes Thierry, sentado en mi regazo, escruta con ojos de maníaco el lugar por el que espera ver aparecer el postre. Sin apartar de allí la vista, arroja por sus fauces dos o tres hordas de bacilos y me pregunta cuáles son mis libros preferidos. Yo le respondo y luego le devuelvo cortésmente la pregunta.

—La verdad es que yo literatura no leo —dice—. Yo soy más bien de libros prácticos. Libros sobre cómo preparar reuniones, cómo gestionar situaciones sociales... Ahora bien, generalmente me basta con leer las tres primeras páginas para hacerme a la idea. Bastante lee uno ya en el ordenador...

Irónicamente, si alguien ha necesitado alguna vez pasar de la tercera página de un manual sobre cómo gestionar situaciones sociales en la vida cotidiana es ese este señor al que me resisto a llamar «colega».

Me escabullo antes de que llegue el postre, que de todos modos acaso no llegue nunca. Al abrir la puerta de un embate decidido me recibe un golpe de viento frío pero alborozado, como un amigo que me hubiera echado de menos. Cuando llamo al teletaxi salta el contestador automático, así que me calo bien la ushanka y emprendo la marcha a través del bosque de Sart Tilman. Es noche cerrada, mis zapatos crujen en la nieve y sólo se oye el ulular ocasional de algún ave noctívaga. Parece inminente la aparición de un platillo volante. O de una corza albina. O de un tipo con un agujerito en el tórax y una carabina en la mano. Este bosque ha sido compartido por los reinos humanos, animales y vegetales durante generaciones sin cuento. Una geografía desnuda, un tiempo blanco, un secreto inabarcable. Mi idea de universidad se parece mucho más a esto que a aquello.

sábado, 12 de enero de 2019

—Yo hasta junio no meto un pie en el agua —dice la camarera, que es asturiana pero lleva dieciséis años viviendo en Lanzarote. Si llevase el mismo tiempo viviendo en L*** se metería en enero y de cabeza, como he hecho yo.

A eso vinimos a Lanzarote: a tonificarnos y a que nos diera el sol antes de regresar a las provincias tenebrosas. Cinco días bien aprovechados valen por una primavera. Condujimos hasta Haría por una serpentina de asfalto; escalamos el volcán Tinaguache e hicimos equilibrismos sobre su cresta con los últimos rayos de sol; leímos varios libros que nadie nos obligaba a leer; nos reímos de que el representante de Jesucristo en la tierra responda al mismo nombre que un padre cañí y que las papas arrugadas con mojo.

En Lanzarote nuestro planeta parece más planeta. Por la playa pasean sin descanso vietnamitas ofreciendo masajes a 15 € y vendedores de alfombras subsaharianos. ¿Cómo de cándido ha de ser uno para comprar a pie de playa un reloj de imitación con garantía de por vida?

Los ingleses bromean de tumbona a tumbona, se echan al mar con la cerveza en la mano y pegan gritos a los niños. Tienen unos vientres de caricatura y unas tetas de parto múltiple; sobre todo los hombres. Ese perfil orondo ¿lo ha producido la plusvalía o la alienación?; ¿el bogavante o las barras de Mars fritas?; ¿Lanzarote o algún suburbio de Manchester? ¿Qué monstruos primordiales hibernarán en sus tensas barrigas? Da la sensación de que el día menos pensado se encerrarán en el aseo y expulsarán un huevo aborrecible. ¿Preferiría yo, en cambio, uno de esos cuerpos de pequeñoburgués culturista con andares de Terminator perdonavidas, sabiendo —intuyendo, más bien— la cantidad de horas de aparatos que hay que echar en un sótano con música estridente? (No: preferiría poner un huevo gigante y que de él saliera un ornitoide singular que escribiese por las noches cuentos sobrenaturales en una vieja Underwood).

Casi todos los ingleses llevan tatuajes carcelarios, de motivos inconexos, como los dibujos hechos en la escayola de un estudiante de Bellas Artes que hubiera llevado la performance demasiado lejos. Un motivo tribal. La etiqueta de Jack Daniels. Un diablillo simpático. Un corazón. Un idiograma. Una aforismo en tipo Zapfino. Uno de los turistas se ha puesto en un brazo, en letras góticas, «mamá»; en el otro, «papá», y en el antebrazo, «Cameron». Si no alude a David Cameron, ni a James Cameron, ni a Cameron Díaz, debería haber añadido una nota al pie. Aunque fuera en el pie. Si está en Lanzarote no es precisamente gracias a Cameron (David). Se dice que los ingleses están exprimiendo los chiringuitos de Canarias antes de que entre en vigor el Brexit. ¿Alarmismo? No tanto: para mucha gente no merece la pena viajar si no tiene roaming ni tarjeta sanitaria europea. 

Y, si bien me siento todo el rato metido en una película de Hanecke o en una novela de Houellebecq —«¡aquazumba a las doce!»—, siento también con la misma fuerza que la playa es un derecho que hay que preservar del plástico y del expolio hormigonero. Un derecho y casi un deber, como memento anemónico; como amnesia mundanal y momento de amontonamiento; como experiencia del hacinamiento animal abierta al espacio exterior y al espacio interior; como adiestramiento en la perspectiva geológica; como brindis al sol con vino y Casera. Yo me entiendo.

Es cierto que en nombre de esa democratización consumista se construyeron las ruinas inmobiliarias que han traído Detroit a algunas calles de Costa Teguise; pero cuando oigo a César Manrique —en una cinta de vídeo puesta en bucle en su casa-museo—, cuando lo oigo reclamar cuotas para un turismo sostenible y de calidad, lo que en realidad oigo es «¡hagan picaderos de lujo para la jet set y olvídense de todos esos muertos de hambre!». Recordemos que las casas de Manrique están construidas en burbujas volcánicas, y que no tienen lavadora ni cuarto de los niños.

En un Estado comunista ideal, irreal, maternal, que quisiese a todos —adeptos y disidentes— por igual, yo propondría la creación de un Directorio General de Sol y Playa, el cual se encargaría de garantizar la igualdad de oportunidades vacacionales mediante un sistema de turnos aleatorios. Lotería con chapuzón asegurado, aunque sea en enero.

Lo malo es que, para garantizar la sostenibilidad ecológica, el viaje se haría en un ómnibus tirado por mulillas con gualdrapas de cascabeles, y habría que regresar antes de haber llegado.

miércoles, 2 de enero de 2019

El otro día no sé qué me dio que dije «de seguir así, acabaré votando a los socialistas».

Mi amigo Rafa, que estaba metiendo la cuchara en un plato de dahl, se sobresaltó:

—¿Pero tú no eras comunista?

Ostras, es verdad. Esto que me ha pasado a mí le está pasando a mucha otra gente. La derecha española se ha puesto tan intratable que uno se conformaría con un poco de redistribución social, unas cuantas ministras y un astronauta. Esa derecha, además, se ha reproducido —asexualmente, como Dios manda— y ha parido trillizos de diferente dentadura, a cual más levantisco.

Todavía queda algún país donde la derecha es sosegada y razonable. Uno pide la revolución de los soviets y ella dice «vamos a hablarlo». En cambio, en España uno pide que suban los impuestos a las rentas altas y la derecha multicéfala lo acusa de andar provocando una nueva guerra civil.

—La verdadera cuestión —dice Rafa— es por qué no votarías a Podemos.
 
Ese es, ciertamente, el dilema hamletiano de 2019. O de 2020, ya se irá viendo. En mi respuesta (provisional) se barajan la nación de nacionalidades, la república transfigurada, la fagotización de Izquierda Unida, las portavozas y Pablo Iglesias, quien —como me dijo una vez David B.— «es un líder carismático al que todo el mundo detesta». Pero estas razones, que son más bien alergias, resultan livianas si en el otro platillo de la balanza ponemos las grandes contribuciones socialistas a  la privatización de empresas estatales, su creación de un sistema educativo clasista y confesional o las ayudas fraudulentas andaluzas. Para empezar.