Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 20 de agosto de 2017

En el avión olía a gasolina y creí que había una fuga, pero no era gasolina sino ginebra, y luego bourbon, y luego ron. Mi compañero de asiento bebía un combinado tras otro mientras escuchaba música reggae. Era un hombre joven con la cabeza rapada y una barba hirsuta que estaba diciendo a gritos «interrogadme». Nuestro reloj interno marcaba las once de la noche pero en unos instantes la tripulación empezaría a repartir el desayuno. El nombre de mi vecino es Arthur y se ha hecho amigo de todas las azafatas.

—Esta vez ya me han hecho pagar la bebida. Las cuatro veces anteriores no tuve que pagar. Trabajo en la NASA. Es un buen curro, pero si en España hubiera trabajo me vendría aquí. Mi madre es de un pueblo del interior de Asturias, adonde intento ir de vacaciones cada dos o tres años. Es increíble que a estas alturas siga sin hablar ni una palabra de español. Pero el olor del ganado y de la vegetación es la leche. Deberían embotellarlo y venderlo. En Estados Unidos hay olores parecidos, pero no es lo mismo. Es una vergüenza lo que está pasando. No sé si has seguido la actualidad política. Yo soy conservador, creo que hay que controlar bien las fronteras, pero nuestra política exterior está bien jodida. Lo sé de buena tinta, soy un veterano. En nuestro centro de Houston —trabajo en la NASA— me ocupo de entrenar astronautas. Tenemos la mayor cisterna del mundo, con una estación espacial sumergida en la que simulamos la ausencia de gravedad. Pero soy militar, y he entrado en fuego cinco veces. Lo que hacemos es un disparate. Entramos en las ciudades con tanques. Yo he entrado en Irak montado en un tanque y he visto cómo enseñaban a disparar a niños de cinco años. Los ponían delante de una diana con forma de soldado norteamericano y les enseñaban a apretar el gatillo. Estas son cosas que no ven los políticos de Washington. Deberían mandarlos a todos allí, para que supieran de lo que hablan. Me han disparado ocho veces y me han herido dos. Pero lo que me ha tenido varios años en terapia fue otra cosa. Un día un muchacho de doce años me lanzó una granada. Yo la cogí antes de que explotase y se la mandé de vuelta. Y lo maté. No quiero volver allí: trabajo en la NASA, pero estoy en la reserva hasta que cumpla los 40. Ahora tengo 31. Está la cosa bien jodida. Ah, parece que empezamos el descenso, mi parte preferida. Lo que más me gusta es el despegue y el aterrizaje. Uno de los últimos vuelos que hice fue genial, el avión bajó de morro y estuvimos a punto de estrellarnos. La gente lloraba y se abrazaba, pero yo decía «esto va a ser genial». Una azafata me dijo que tenía mucha sangre fría. Ya te digo. Yo he pilotado aviones y he estrellado aviones. Nunca pasa nada. Quiero decir, ¿qué puede pasar? Esta es la parte divertida. En fin, te voy a apuntar mi dirección de correo electrónico, por si quieres mandar a algún estudiante al espacio. Trabajo en la NASA. Podemos hablar por Skype dentro de la cisterna de microgravedad. 



domingo, 13 de agosto de 2017

Con un estado de ánimo crepuscular me siento en el porche de nuestro bungalow de Madison a hacer una lista mental de lo que echaré de menos: las enchiladas de mole de la taquería Guadalajara; el museo Chazen, con su planta de monstruosidades hiperrealistas y no siempre ominosas; las excursiones en bici a un multicine del extrarradio mientras las luciérnagas disparan sus magnesios; los fondos inagotables de la biblioteca universitaria; el divertido tono de sorpresa de la voz que en el autobús anunciaba, al llegar a la esquina de Park y Erin, el Saint Mary’s Hospital; el café frappé de Everly, las pausas para jugar al frisbee, las canoas de alquiler, los cheese curds, el Comedy Club... Y, sobre todo, estar rodeados de plantas y de bichos.

A diferencia de las ciudades europeas, en las que primero se arrasa y luego se edifica encima, en muchos pueblos y barrios norteamericanos las casas parecen haberse construido en los claros que la vegetación dejaba naturalmente. Por supuesto no es eso exactamente lo que ha ocurrido, pero a esa sensación contribuyen dos cosas. La primera es el tamaño inmenso de muchos de los árboles, con copas que casi siempre se elevan muchos metros por encima de los tejados. El riesgo es evidente para el que vive debajo, pero hace muy bonito. A tres manazanas de nuestra casa, por cierto, hay un roble que es más antiguo que Estados Unidos. El segundo motivo de esa impresión es la fluidez entre ecosistemas, ya que las vallas de madera son fundamentalmente simbólicas y permiten que los animales pasen del bosque a los jardines y de una parcela a otra.

Sólo en nuestro exiguo jardín, que es poco más que una franja de césped, viven cuatro o cinco conejos y media docena de ardillas. Además nos han visitado dos mofetas, dos colibríes, una marmota, un pósum y más pavos de los deseados. También el gato Harvey sigue viniendo de cuando en cuando a darse pisto. Y una manzana más lejos, a tiro de piedra de nuestra casa, empieza el ecosistema lacustre del Monona. Muchas tardes, trabajando en el porche, hemos oído el griterío de los cuervos que avisan de que se acerca un águila; son asiduos de nuestro manzano los zorzales (robins), los cardenales rojos, los canarios, y no contamos los  ciempiés, cochinillas, mariquitas, cigarras, abejas, avispas, hormigas, escarabajos, libélulas y arañas que van de un lado para otro como si necesitaran una prima por productividad. Desde la cama, con la ventana abierta para recibir en la cara el aire húmedo de la noche, escuchamos las ranas y los grillos; el siseo de un transformador lejano parece un insecto más.

Muchas veces nos han preguntado este año si querríamos quedarnos en Estados Unidos. Puedo imaginarme viviendo en una casa de madera —en mi cabeza es idéntica a una iglesia noruega que vimos en Washington Island que desde lejos parece un dragón dormido—, ordeñando mis cabras (Ziggy y Petunia) y echando un parrafito con el cartero. Jueves y viernes iría a la facultad montado en mi burro e impartiría las dos clases preceptivas a mis siete estudiantes graduados, con los que tendría un trato entre apostólico y socrático. Por las tardes me sentaría en el porche y tocaría un rato el ukelele para mi público entusiasta de marmotas y mapaches; cenaría rebanadas de pan de hinojo —que, no tiene ni que decirse, yo mismo habría horneado—, una con queso de cabra y otra con mantequilla de cacahuete, vería el monólogo satírico de Stephen Colbert y me iría a dormir riéndome de la locura del mundo.

Pero ni siquiera en lugares tan apacibles puede uno considerarse a salvo de las innumerables desgracias que incuba Estados Unidos y que —estoy convencido— más tarde o más temprano nos atraparían. Ha de recordarse que este es un país que todavía no ha dado una respuesta clara a la primera pregunta de una sociedad: la de si debe regir la ley de la jungla o si es preferible que haya algún concierto entre los intereses y apetencias de cada vecino. Mientras acaban de resolver esa cuestión, el futuro de la seguridad social es incierto, los costes de la atención médica son arbitrarios, el precio de la educación es prohibitivo, los aires acondicionados crean problemas respiratorios, los coches pueden circular hasta que se caigan a pedazos, no está muy claro quién controla la calidad de los alimentos y los medicamentos se dispensan a lo loco. 

En cambio, hay un equipo de funcionarios que viene regularmente a medir el césped de tu jardín y si supera cierta altura te mete una amonestación por donde menos te lo esperas.

Y luego está el capítulo de las pistolas. Cada año se producen en el país más de ocho mil asesinatos con armas de fuego. La cifra de heridos, disparos accidentales y gente que se levanta la tapa de los sesos por iniciativa propia es siete u ocho veces superior; muchos de esos heridos y muertos simplemente pasaban por allí.

Hay sitios, como Madison, en los que las armas de fuego tienen una existencia más bien teórica. No hemos visto a ningún civil armado, y los dos o tres tiroteos de los que hemos tenido noticia a lo largo de este año se produjeron de madrugada en alguna gasolinera del extrarradio. Pero quién sabe. Cada vez es menos raro que cuando un policía pide los papeles del coche, apunte al conductor con la pistola y ponga el dedo en el gatillo. Hace un par de semanas una mujer llamó a la policía porque oía cómo en el piso de al lado golpeaban a alguien; cuando llegó el coche patrulla, salió en pijama a explicar lo que había oído y un agente la mató de un tiro.

Tengo la impresión de que si nos quedáramos a vivir en Estados Unidos estaríamos pintando el diablo en la puerta. Quizá una familia pueda vivir en placidez relativa durante varias generaciones sin sufrir los efectos adversos de la desregulación, pero si algún día uno de sus miembros sufriera una intoxicación alimentaria, o se arruinase por un defecto de forma en el formulario de la aseguradora, o tuviera que seguir trabajando con setenta años cumplidos, o no pudiera pagar los estudios universitarios de sus hijos, o le pegaran un tiro al ir a sacar la cartera para mostrar su carnet de conducir, o chocase contra un coche que tenía un faro averiado, o se sumase a los dos millones de trabajadores americanos que se han vuelto adictos a los analgésicos y, subsecuentemente, a la heroína, sería para decirle «macho, tampoco te extrañes».

miércoles, 9 de agosto de 2017

Una de las violentas tormentas de la semana pasada ha tirado la mitad del arce que hay delante de la casa de al lado. El tronco está abierto de arriba abajo, pero la otra parte ha quedado en pie. Si hubiera sido un rayo, el corazón del árbol estaría quemado y seguiría oliendo a chamusquina durante los días siguientes; pero ha sido la fuerza del viento. Brian teme que la próxima vez el resto del arce se caiga sobre su casa, pero como está en terreno público no puede tocarlo.

Kathleen me hace notar que casi todos los árboles de la calle han crecido en horquilla. El tendido eléctrico tiene que pasar por alguna parte, de manera que fueron podando los árboles año tras año para que sus copas crecieran a ambos lados de los cables. Luego sopla el viento y los desgaja.

Brian es el vecino. Tiene una barba blanca y lacia, y siempre lleva una gorra de béisbol. Trabaja de técnico en la televisión local y es muy tímido porque tiene soriasis y huele un poco raro. A lo mejor le ha caído un rayo. El otro día estuvo en casa tomando unas cervezas y nos dijo que no ve la hora de que el ayuntamiento corte el arce. Como proyecta una sombra tan tupida, no le crece nada de lo que planta delante de su casa; sólo brotan hierbajos, que, privados de luz directa, se llenan de mosquitos. El otro día le llegó un aviso del ayuntamiento porque los hierbajos había crecido por encima de las veinte pulgadas reglamentarias. Si fueran plantas de jardín, como adelfas, evónimos, lirios, gladiolos o girasoles, podrían superar esa altura, pero las plantas silvestres no.

En realidad sí, a condición de obtener el certificado oficial de «hábitat adaptado a los pájaros»; o sea, silvestre. Pero hay que rellenar muchos expedientes y pasar por muchas ventanillas para tener un jardín asilvestrado.

Brian nos dice que si el medio arce que aún se tiene en pie cayese sobre su casa, los jardineros municipales cortarían la parte que estuviera más allá de la acera y se la llevarían, pero él tendría que ocuparse de lo que quedase más acá de la acera (probablemente la copa y la mayor parte del tronco, que tiene un metro de diámetro), y además debería reparar a sus expensas los desperfectos.

Hoy ha venido por fin un camión del municipio a cortar el arce. Uno de los técnicos se ha pasado la mañana troceándolo desde una grúa, de arriba abajo. Algún vecino quería que les dieran la madera, pero un reglamento lo prohíbe. Otro técnico miraba nuestro manzano, que está ahora lleno de manzanas y de escarabajos esmeralda, no se sabe si con ganas de comerse una o de pasarle la motosierra.

Ahora que ya sólo queda el tocón del arce, se ve que Brian ha cortado muy mal el césped, como a bocados. Parece un solar, pero ya están todos contentos.  

lunes, 7 de agosto de 2017

Hace cerca de 250 días los que creían que la revolución digital daría lugar a un nuevo reino milenario de la democracia participativa descubrieron atónitos la capacidad de internet para crear realidades sustitutivas, mundos hechos a la medida de cada uno, con la música que a uno le gusta, las películas que ya conoce y las opiniones que lo confortan. En uno de esos mundos, y a despecho del resto del mundo, Donald Trump no era un mequetrefe descerebrado.

La lección era bastante nítida: no hay una opinión pública, ni un único imaginario colectivo, y si hay un discurso dominante es seguramente en el sentido menos discursivo: dominantes son algunas prácticas y estructuras sociales, más que el relato sobre la sociedad. Casi resulta divertido observar las cabriolas que tienen que hacer Fox para sostener su peculiar versión de los hechos, evitando las noticias que abren el resto de la prensa nacional a cinco columnas. Pero incluso cuando un acontecimiento recibe cobertura nacional —un bombardeo en Siria, una declaración en la rosaleda de la Casa Blanca—, la lectura que hacen unos y otros es completamente opuesta, poniendo en evidencia que la producción de sentido se realiza en diferentes espacios y comunidades.

Durante la semana que siguió a las elecciones, los medios liberales reconocieron con embarazo que habían vivido en una burbuja y que no tenían ni idea de qué hacían sus compatriotas de las áreas rurales, ni de qué les gustaba, ni de qué les preocupaba. Después, nunca más ha vuelto a hablarse del tema. A finales de julio salió en la tertulia de los domingos por la mañana un locutor de radio de un condado perdido, y explicó que a los votantes de Trump no les preocupaba lo más mínimo ninguno de los escándalos que aireaban las primeras páginas de los periódicos. Lo que ellos ven —explicaba el locutor— es que la depreciación del dólar favorece las exportaciones, que el paro ha bajado incluso por debajo del punto en el que lo dejó Obama, que se están construyendo nuevos oleoductos y que la gasolina raya en muchos lugares un irrisorio precio de dos dólares por galón.

—Bueno, hala, muchas gracias —le cortó la presentadora de la tertulia, antes de dar paso al siguiente tramo de ocho horas dedicado al título del e-mail que el hijo del presidente le mandó a su cuñado en relación con una misteriosa reunión que tuvo lugar hace un año y en la que según parece había algún ruso. Entiendo que la cosa es seria, pero después de ver con incredulidad que CNN dedicaba un día entero a comentar esa noticia, resulta difícil no desear que un luchador de lucha libre irrumpa en el plató y ponga un poco de cordura o, por lo menos, imponga un breve cambio de tema.

La prensa liberal (el Washington Post, el New York Times, la CNN, el semanario New Yorker) se ha abandonado al placer morboso de ofrecer justicia poética y fantasías de consolación. Los titulares se llenan de verbos modales que hacen volar la fantasía del lector o del espectador: «puede que», «parece que», «es posible», «se discute si», «hay indicios de que»... Se convierte en noticia el mal humor de los empleados de la Casa Blanca, el descontento manifestado en privado por republicanos anónimos, las especulaciones sobre un hipotético impeachment y la explicación de los motivos por los que la Asociación Americana de Psiquiatría no puede emitir un comunicado diagnosticando al presidente de narcisismo paranoide.

Entre tanto, del resto del mundo no se sabe nada, a menos que algún turista o soldado americano tenga la desgracia de fallecer en el extranjero. Poco puede extrañar que a los votantes de Trump no les importe el Tratado de París si para los medios de comunicación liberales el planeta acaba en New Jersey.

En las tertulias de televisión consideran que Trump ha puesto cara a una corriente populista dentro del partido republicano. «Populismo» es un término del que se hace frecuentemente un uso arrojadizo, pero que puede ayudar a definir el registro de ciertos partidos o movimientos más allá de su ideario. Me parece especialmente útil la definición que propuso Sagrario Torres en 1987, según la cual el populismo sería una «retórica de contenido fundamentalmente emocional y autoafirmativo, centrada en torno a la idea de “pueblo” como depositario de las virtudes sociales de justicia y moralidad, y vinculada a un líder, habitualmente carismático, cuya honestidad y fuerza de voluntad garantiza el cumplimiento de los deseos populares». Esta definición tiene el acierto de contemplar únicamente el discurso, dejando a un lado las políticas desarrolladas, que pueden ser harto volubles o, en casos como el del republicanismo norteamericano actual, estar diseñadas para beneficiar a las élites sociales.

La retórica de Trump es indudablemente emocional y apela al pueblo americano, pero ni siquiera sus más fervientes partidarios lo consideran honesto, y a día de hoy nadie puede creer sinceramente que sea capaz de liderar ningún grupo más complejo que una caja de zapatos llena de gusanos de seda. Como decía hace poco un artículo, me parece que en el New Yorker, no existe el «trumpismo»: lo que hay es un resentimiento al que podría haber dado cuerpo cualquiera que pasase por allí, fuera un mamarracho de la telerrealidad o, como en un episodio de _Black Mirror_ más profético de lo habitual, un dibujo animado.

No hay un plan maquiavélico detrás de una fachada de estupidez: en privado Trump se expresa de un modo todavía más errático, embarazoso y desinformado que en sus intervenciones públicas. Esta semana el Washington Post ha publicado la transcripción de las conversaciones telefónicas que el presidente sostuvo en sus primeros días de gobierno con los presidentes de México y de Australia: Trump se presenta allí como un tipo maleducado, que tutea a sus interlocutores, lanzándoles constantemente acusaciones y reproches que al otro lado de la línea corrigen con aplomo y cortesía. Esto puede constituir un oprobio para la nación, pero para la clase media blanca sin estudios superiores que es el caladero de votos de Trump se trata de un regalito del cielo: la política ha dejado de ser una discusión sobre asuntos complejos en un lenguaje codificado y se ha transformado en un reality más, lleno de monstruos de feria y de esos personajillos que la gente adora odiar. Por fin.

Los programas de televisión analíticos (el dominical Meet the Press o el diario de Rachel Madow) o satíricos —Samantha Bee, Stephen Colbert, Saturday Night Live, Trevor Noah, Jimmy Fallon— ejercen una función fiscalizadora y consoladora, pero también pueden verse como productos satelitales del gran circo Trump. El programa de Colbert, por ejemplo, se impuso sobre otras tertulias nocturnas cuando empezó a sacarles punta a las salidas de pata de banco del equipo presidencial. La declaración de James Comey, el director depuesto del FBI, ante la comisión de investigación parlamentaria fue minuto de oro a pesar de emitirse un jueves a las diez de la mañana.

La conclusión de estos 250 primeros días de Trump es que todo el mundo está ganando más pasta. Cada cual con su corralito, con su parroquia, con su burbuja.