Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 28 de octubre de 2014

Ayer asistí a un debate titulado «Auto-socio-análisis literario», en el que intervinieron Didier Eribon y Édouard Louis. Al menos esos fueron los nombres con los que los presentaron, pero sus disfraces eran tan defectuosos que no costaba nada reconocer en el primero a Muñoz Molina sin barba, y en el segundo a un Bernard Quiriny oxigenado. El aula Grand Physique estaba llena de estudiantes, muchos de ellos con libretas de papel pautado, que extrañamente estaban siempre abiertas por las primeras páginas: son esas libretas Moleskine de los buenos propósitos, que se compran para llenarlas de ideas geniales y luego se extravían o se olvidan en un cajón.

Eribon es sociólogo y filósofo, y ha escrito recientemente una novela que, si no entiendo mal, viene a ser como su Bal des célibataires. Édouard Louis se apellidaba originalmente Bellegueule (algo así como «jetamona», o «bonitodecara»), pero nada más salir del instituto se cambió el apellido y escribió una novela avasalladora titulada Para acabar con Eddy Bellegueule. Tiene una fraseología titubeante pero al mismo tiempo vehemente. Cuando no está hablando hace fotos del público con su teléfono, o bebe agua hasta agotar las botellas de todos los intervinientes. La homosexualidad lo sacó de los raíles por los que debía transcurrir su vida, le dio un motivo para escapar y lo convirtió en un tránsfuga social.

Para animar la conversación se les lanzan unas citas de Barthes y de Bourdieu sobre la aportación de la literatura al conocimiento científico de la realidad social. Eribon cuenta que Bourdieu le dio a leer el borrador de su Autoanálisis de un sociólogo, lamentando haberse plegado a la retórica académica y no haber explorado estilos más literarios. Pero incluso en esa última obra se sentía cohibido y temía abandonarse a la instrospección: «no puedo —decía Bourdieu—, no soy Jean Genet; y además, ¿qué dirían los colegas?»

—No sé por qué le preocupaba lo que dijeran sus colegas —prosigue Eribon—, pues no paraba de decir que eran todos unos gilipollas.

Ya desde el principio Édouard Louis me parece más fino que Éribon, a pesar de que éste tiene décadas de trabajo académico a sus espaldas. Dice Louis que él cuando va a una librería no ve que la literatura tenga nada de científico: «basta con hojear todas esas malas novelas que se venden». Y luego —añade, pensando seguramente en Flaubert o en Annie Ernaux—, cosas que nos parecen de una gran sutileza sociológica no nos lo parecerían si no hubiéramos leído obras de protocolo analítico.

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, dedican cinco minutos a descuartizar El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty. Primero habla Eribon: «Dice mucho sobre el estado de la izquierda actual que haya saludado con tanta alegría un libro escrito desde la meritocracia». Louis toma el relevo:
—Cuando abro el libro de Piketty, me hiere personalmente. ¡¿Cómo puede hablar de «desigualdades justas»?! Mi madre merece más su sueldo que él, que se pasa el día sentado.

Risas en el público. Continúan hablando sobre cómo se puede escribir en la lengua del enemigo. Del enemigo de clase, por supuesto. Yo querría preguntar si el mero hecho de escribir no es ya una forma de participar de manera celebratoria en la cultura de una clase social, pero me contengo, porque ya he agotado mi cupo semanal de ridículo. Y estamos a martes. Louis dice que también la lengua de la infancia fue para él la lengua del enemigo, y que en determinado momento la lengua de la burguesía lo liberó, descubriéndole que no era un maricón, un sarasa y un lolailo, sino un homosexual —que es, se entiende, otra cosa más compleja y estimable, con su historia y con sus héroes—. Por ello, Louis asume con una alegría extraña, pero razonada, lo que otros llamarían alta cultura, o cultura de élite:

—Intenté sacar de la indigencia intelectual a mis hermanos pequeños, los llevaba a ver películas de Godard, y cosas así, y la reacción fue hostil y contraproductiva. Es una pena, porque a fin de cuentas, si te gusta Godard también te puede gustar Rihanna, pero si te gusta Rihanna no te puede gustar Godard.

Hombre, yo creo que si te gusta Rihanna te puede gustar cualquier cosa, incluido Godard, pero aquí me tengo que limitar a transcribir lo que se dijo. Además, con la mercadotecnia y la postproducción actuales se podría conseguir fácilmente que Godard tuviera la voz y el palmito de Rihanna, lo que simplificaría mucho la sociología de los bienes culturales. El jovencísimo novelista concluye:

—Mis hermanos no tenían la voluntad de ir a ninguna parte. Lo que deberíamos plantearnos es cómo crear las condiciones de emergencia de una voluntad de salir de la clase baja.


Alguien en el público pregunta por qué sólo hablan de la cultura popular en términos negativos.

—Cuando hablo de «salir» de la clase baja —responde Louis—, de «sacar» a mis hermanos, me refiero a salir o sacarlos de la precariedad, de la homofobia, de la violencia, de una esperanza de vida veinte años más baja que la del resto de la población.

—Claro —añade Eribon—, es que si uno construye la cultura popular como un objeto de estudio etnológico, un poco a la manera de Hoggart, parece estupenda, pero en la vida real no siempre es tan fantástica, sobre todo desde que hace unas décadas desapareció la cultura sindical (que, por otra parte, tampoco era toda la cultura proletaria). El caso es que Édouard y yo hemos recibido centenares, millares de e-mails y de mensajes de gente que nos dice «gracias a usted ahora comprendo algo».

Louis abre la cuarta botella de agua mientras lo confirma:
—Antes yo era militante del PC, y me siento más útil ahora respondiendo e-mails.

Una estudiante pregunta quiénes son esas personas que les escriben, y la respuesta de Louis es bastante chusca:

—La verdad es que a veces te escribe una cincuentona heterosexual del 7º arrondissement diciendo que se identifica perfectamente con tu protagonista... ¡que es un adolescente homosexual de los suburbios! Son cosas que no se entienden, pero así y todo se ve que el libro les da un marco en el que interpretar sus vidas. 

Escribo esto al día siguiente, esperando que me traigan el calabacín a la parrilla que he pedido en Le Pain Quotidien. En esto, surge a mi lado una sombra siniestra:

—¿Es posible que usted sea el Señor Ceballos? ¡No lo recordaba tan joven!

¡Cielos, es Roger D. en carne y hueso! Sobre todo en hueso. Ya le han reparado el coche y puede bajar con comodidad al centro. «Qué alegría», digo, sin demasiado énfasis. Ah, no tanta, no tanta: Roger está algo fastidiado porque no consigue dar con algunos de sus viejos colegas.

—¿No ha visto al señor Klinkenberg? No hago más que llamarlo al fijo, pero aparentemente nunca está en su casa. Le pedí al señor Dubois su número de celular, pero no me lo quiso dar, ignoro el motivo. ¿No lo tendrá usted, casualmente?

Pues no lo tengo, no, pero hace un cuarto de hora he visto a Klinkenberg salir corriendo de la facultad, y casi empiezo a figurarme de qué huía. Mientras tanto, ya han traído mi calabacín; Roger ha tomado asiento al otro lado de la mesa y vuelve a construir castillos en el aire con los cuatro libros de su biblioteca.

lunes, 13 de octubre de 2014

Cuando Kathleen propuso encontrarnos en Ruán antes de que saliera para Australia parecía una buena idea. Luego resultó que el plan era un huerto de medianas dimensiones, porque no había modo material de llegar allí el viernes si sólo podía salir después mi clase de las cuatro, y porque de todos modos había olvidado que ese mismo viernes tenía una cena de jubilación que ya había pagado y a la que habría sido descortés dejar de ir. Y, no sé por qué, desde que vivo en Valonia he empezado a darle una importancia creciente a virtudes tan blandas y poco teologales como la cortesía, la integridad o la decencia. El caso es que al final fui a la cena, dormí un par de horas en un hotel abominable cercano a la estación, cogí el tren de las 5:51 y pasé el fin de semana en Ruán. Y después de todo fue una buena idea.

Nada más entrar en la estación los doce años transcurridos se desvanecieron, y la cabeza se me inundó de recuerdos de una precisión inquietante. Podía reconstruir al milímetro todo lo que hice la primera vez que llegué allí: acercarme al kiosco de prensa, buscar «barato» en mi diccionario Vox de bolsillo, pedir una tarjeta para el teléfono público («la meilleure marchée», añadí, como un burro flautista al que le saliera una melodía de Schumann), llamar al director del instituto en el que iba a trabajar y ponerme a esperar junto a la puerta con un cartel en el que había escrito «Álvaro c’est moi». Enfrente de la estación siguen estando las oficinas de la Caisse d’Épargne, y recuerdo en detalle qué le dijo Géraldine a la cajera cuando me acompañó a abrir una cuenta, lo que resulta todavía más extraño si se piensa que teóricamente yo no entendía aún el francés. Junto a la caja de ahorros sigue habiendo una floristería y un establecimiento de lavado en seco: la floristería está igual que entonces, pero en el tinte han modernizado el rótulo y la estación de planchado.

—Dos calles más allá —le explico a Kathleen— está la cabina telefónica desde la que te llamaba a Göttingen, allá está la biblioteca a la que iba todos los sábados, aquí había un cibercafé, Manuel vivía al final de esta calle, en esta farmacia me vendieron una barra de cacao por tres euros y me pareció carísimo, en este bar me enseñaste a contar en alemán, acullá se podía comprar un bocadillo y un refresco por 3,50, desde aquella ventana tiró Sarah su teléfono móvil después de un ataque de celos de su novio, esta oficina de correos tenía a la entrada un minitel y desde ella mandé a España veinte kilos de libros por 32 euros.

Kathleen me mira boquiabierta y cita —lleva años queriendo hacerlo— de La invasión de los ultracuerpos:
—¡¿Quién eres tú y que has hecho con mi marido?!

Yo mismo estoy deslumbrado por este superpoder. Me detengo delante de una mercería de la rue du Gros Horloge: recuerdo lo que compré allí, lo que me dijo el tendero y la música del hilo musical que sonaba en el restaurante de al lado. Con un trote reflejo los pies me conducen a la librería Le Rêve de l’Escalier, donde, a pesar de que la han reformado tirando algún tabique, puedo decir con exactitud dónde están casi todas las secciones, y me agacho para ver si entre los libros extranjeros sigue La casa de la Troya, que entonces me pareció caro y sólo leí años más tarde en una edición de Porrúa; la novela de Pérez Lugín voló —¿quién la compraría?—, pero me llevo por ocho euros un ejemplar intacto de la Crítica profana de Julio Casares.

Sólo hay algo que ni Kathleen ni yo recordábamos, y es todo lo agradable y pintoresca que resulta Ruán. Después de comentarlo varias veces entre nosotros, llegamos a la conclusión de que el hecho de vivir en Bélgica francófona nos había llevado a «valonizar» nuestro recuerdo de Francia. No me explico por qué no dediqué una hora a dibujar la maravillosa casa que alberga el Museo de la Educación, ni a hacer el recuento de las estatuas del Palacio de Justicia, ni a observar los diablos esculpidos en las arquivoltas de la iglesia de Saint Maclou.

Nos tomamos algo de tiempo para recorrer el atrio homónimo, porque hace poco leí sobre él como ejemplo señalado en la historia de las danzas de la muerte, lo que me extrañó porque no tenía conciencia de haber visto allí ninguna cuando lo visité en 2002. El atrio es el patio en el que los normandos hacinaron a los muertos de la peste de 1348; más adelante se cavaron fosas comunes, y cuando los huesos estaban mondos los apilaban en el desván de tejavana de las naves que conforman el recinto. Las vigas del atrio presentan, en talla, calaveras, huesos, picos y palas, todo ello en perfecto estado de conservación. En cambio, las columnas de piedra que sustentan el piso superior están muy deterioradas. Y es en cada una de ellas —como nos revela un panel explicativo— donde la Muerte sacaba a bailar a los representantes de los distintos estados civiles y eclesiásticos. Como era habitual en esas alegorías, las figuras estaban ordenadas conforme a su relevancia social —del juglar al emperador, del ermitaño al papa—, y contemplaba tantos estados civiles como eclesiásticos. «Los relieves —prosigue el panel— fueron destruidos con saña en el siglo XVI durante la ocupación de los hugonotes». Por más que la iconoclastia se dirigiera contra los católicos, la auténtica víctima fue la Muerte, ejecutada en efigie veinte veces en el sancta sanctorum de su propio culto.

Entramos en O’Kallaghan’s, el pub en el que los asistentes teníamos nuestra tertulia. No son las seis de la tarde, pero ya empiezan a reunirse en él los primeros expatriados. Resulta inevitable vernos desdoblados en algunos de los clientes, y esta variante sutil de la autoscopia tiene un efecto perturbador e incómodo, como siempre que vemos a otras personas encarnar situaciones que nos parecieron irrepetibles y exclusivas. Esta contigüidad de asistentes de distintas épocas me trae a la cabeza Nu descendant un escalier: al igual que O’Kallaghan’s, el cuadro de Duchamp contiene una serie de elementos que, por separado, parecen dotados de una peculiaridad sustantiva, pero que al yuxtaponerse se revelan como fases de un movimiento que reenvía a una narrativa de otro orden.

Desde el pub vuelvo mentalmente al atrio de Saint Maclou, y pienso que nos propone una sobrecogedora alegoría de la vida. Nuestros tatarabuelos medievales fueron demasiado conscientes de que todo se cifraba en conformarse con la columna que a uno le correspondía —ribaldo, escolar, arcediano—, en una estampida guiada por la Muerte. Al arrasar a golpe de uñeta esa representación dejaron un mensaje cifrado a las generaciones venideras, una fórmula para que quienes sobrevivieran a la peste y a la guerra pudieran retomar sus vidas sin caer en un pirronismo paralizante. El atrio de Saint Maclou objetiva ese espacio subjetivo que es el presente, en el que inhibimos la conciencia de ser piezas en un ajedrez desquiciado. En él —en el atrio, en el presente— desmochamos la muerte y seguimos a lo nuestro con alegre cinismo, sobre los huesos de millones de apestados que nos precedieron en esa misma actitud insensata y al mismo tiempo necesaria. Esa ha sido la tónica de este fin de semana normando, en el que también vimos a Iria y a Julien, a Ángel y Hélène, a sus hijas Danaë y Salomé, y pasamos treinta horas comiendo como si la fondue o el codillo pudieran dar sentido a la existencia. Y en cierto modo yo creo que se lo dan.

domingo, 5 de octubre de 2014

El señor D. constituye un episodio pintoresco de la historia del hispanismo belga y vive en un zaquizamí de la rue Longue, calle sin comercios y sin jardines, como tantas en esta provincia del abandono. La casa fue muchos años propiedad suya, pero la vendió a sus inquilinos, reservándose el entresuelo en alquiler; con el tiempo se han agriado las relaciones: el propietario ha colgado en el recibidor los cuadros absurdos que pinta en vacaciones, se ha convertido al Islam, descuida el mantenimiento del jardín y en general ningunea al señor D., al que se le meten en casa unas babosas negras, pequeñas y duras que se agarran al suelo y sólo se pueden matar si se las observa con lupa y se les corta la cabeza.

El señor D. se llama Roger y tiene patillas de chuleta. Se enseñó a sí mismo español con el método Assimil, y escribió una de las primeras tesinas de tema hispánico que se presentaron en la universidad de L***. Se trataba de un trabajo relativo a San Juan de la Cruz, que amplió más tarde en su tesis de doctorado, terciando en la polémica sobre la génesis del Cántico espiritual. La tesis recibió elogios de Jorge Guillén o de Marcel Bataillon, pero fue desdeñada por los especialistas en el místico. Años después estudió la obra de Ramón J. Sender, pero abandonó el empeño al considerar que el novelista habría podido evitar la muerte de su mujer durante la guerra. «Si nos vamos a poner así, no escribimos sobre nada», querría haberle dicho, pero el señor D. no le deja hablar a uno.

Viajó a Madrid con una beca de ampliación de estudios y fue chófer oficioso de Dámaso Alonso. Al parecer, éste le preguntaba cómo se decía en francés el nombre de cada uno de los accesorios del coche: el pivote de seguridad de la puerta, el limpiaparabrisas, la manivela de la ventanilla, etcétera. Debían de ser diálogos como de Tip y Coll, de dos personas que enseguida aceptan que no tienen nada que decirse. Trató también algo a Buero Vallejo, «un señor muy digno» al que visitó dos veces en su piso del barrio de Salamanca. Trabajó algo en secundaria, acabó la tesis a trancas y barrancas y sin mucha convicción asumió la segunda cátedra de español en su alma mater. La primera la ocupaba su maestro y su némesis, Jules H.

Este Jules fue el auténtico impulsor del hispanismo valón, una disciplina que había dado sus primeros pasos, trastabilleantes y erráticos, poco después de la primera guerra mundial, cuando el gobierno belga quiso recompensar a Ricardo Aznar Casanova por la ayuda que había prestado durante la ocupación alemana y le concedió un sueldo en esta institución jesuítica que, literalmente traducida, significa «universidad de corcho». No es probable que el señor Aznar Casanova se desplazase a menudo hasta ella para impartir las clases honoríficas. Casualmente poseo un ejemplar del volumen de artículos que publicó sobre las tradiciones belgas, dedicado de su puño al doctor Marañón. En un viejo diccionario biográfico encuentro una breve noticia de su vida, que contradice en varios puntos esenciales lo que el señor D. me dijo de él: «M. R. Aznar Casanova apporte, dans son enseignement à nos jeunes gens, à travers un cours savamment donné, toutes les traditions de sa noble terre natale. Très actif, il participe à l’organisation de Congrès internationaux, publie des ouvrages d'enseignement ainsi que des traductions, notamment des œuvres de Vivès, le célèbre humaniste. Chroniqueur apprécié, il collabore heureusement à des nombreuses revues belges et étrangères». Es una nota necrológica, que por el tono se diría redactada por el propio interfecto en un momento de previsión y egolatría.

Le sucedió, como queda dicho, Jules H., «don Julio», filólogo eminente que polemizó con Menéndez Pidal, y uno supone que había que tenerlos bastante cuadrados para polemizar con Menéndez Pidal. Ahora bien, como pedagogo su eminencia era de signo negativo. Parece que el primer día de clase explicaba algo de fonética española, el segundo repartía una tabla de conjugaciones y el tercero se adentraba decididamente en el comentario filológico de romances medievales. Don Julio tenía un hijo, Jacques, que quería estudiar matemáticas o educación física, pero como las cátedras eran aún, en aquella época, bienes patrimoniales, lo metieron en Románicas y le dieron el puesto del padre, el cual murió prematuramente, como suele decirse de manera un tanto absurda. El chico siguió el mismo método —tabla de conjugaciones y disquisiciones etimológicas, línea a línea—, con el resultado de que los estudiantes huían del español como de la peste. El español —se murmuraba entonces en los pasillos de la facultad— era «l’homme malade», lo que condujo a que el otro profesor, el señor D., se pusiera efectivamente enfermo y tuviera que pedir la jubilación anticipada. Al hijo de don Julio lo hicieron más adelante bibliotecario y fue muy feliz.

En los días posteriores a nuestro encuentro la casualidad me ha concedido la ocasión de hablar con dos antiguos alumnos del señor D. Ambos coinciden plenamente en su testimonio. En lugar de explicar las conjugaciones y comentar las variantes de Gerineldos, Roger distribuía tiras de Mafalda y hacía estudiar el Méthode 90, que era un sucedáneo de Assimil. Con él, tampoco aprendió nunca nadie nada.

Tras dos horas de conversación —que culminaban, no se olvide, varios meses de acoso telefónico a todas las personas directa, indirecta o remotamente implicadas en la enseñanza de español de nuestro departamento—, Roger me confiesa que ha decidido no deshacer en vida su biblioteca, pero ya que estoy allí me la enseñará de todos modos. En el dormitorio tiene un par de baldas de literatura española, algunas guías de viaje, antologías de viñetas de Forges, el primer tomo de un diccionario del siglo XVIII que le regaló un colega creyendo que tenía algún valor científico. En el comedor hay una estantería con autores del boom, y algo —poco— de bibliografía secundaria. En el sótano se pudren alegremente los libros sobre San Juan, junto con docenas de periódicos atrasados, algunos tebeos francobelgas y el proceso de beatificación de Santa Teresa. «Esto de Santa Teresa quizá le interese a la biblioteca de la universidad», me dice mi prehistórico colega. Asiento por cortesía, anticipando con regocijo la cara que pondrá algún día nuestra bibliotecaria. En el garaje tiene Roger un armario de cocina que contiene ediciones de Cátedra y Austral, novelas de kiosco y libros sobre Sender, Aragón y la guerra civil. En un archivador desportillado aparecen todavía algunos números de La Codorniz; me regala uno y dice que no quiere hojearlo porque si lo hiciera no podría desprenderse de él.

Dice Baroja en Las veladas del chalet gris que un tipo literario puede ser muy divertido, pero en la vida real es un pelmazo. Es verdad. Pero la vida del pelmazo también suele tener, más que la de los tipos reservados y decorosos, una trastienda trágica. Esta semana, sin ir más lejos, Roger D. se ha fracturado el esternón en un accidente de tráfico (necesita el coche para los trámites más cotidianos, porque su calle es muy empinada). Está también bregando con un cáncer de próstata, que le tratan con hormonas, después de haber superado uno de colon. Dos hijos suyos murieron a edad temprana: uno a consecuencia de una enfermedad mental que lo llevó primero a la escuela de Bellas Artes, luego a la locura y finalmente a la consunción; otro a consecuencia de una indigestión de espaguetis. Le quedan dos más en Bélgica, con los que apenas se trata. Desde hace veinte años, Roger pasa la mayor parte del año en Perú, donde tiene un hijo más, adolescente. «Nos llevamos muy mal —se lamenta—; es un error tener hijos siendo ya un anciano». Al menos esa otra vida transatlántica lo salva de la desolación del sótano belga, con las babosas incombustibles, la mesilla de noche desbordada de medicamentos, el aire enrarecido, el coche siniestrado y el casero intratable. Pero también podría ser que Perú fuera un refugio imaginario, y que durante meses hibernase arrebujado en una manta, sentado en la misma mecedora en la que me recibió el lunes pasado, considerando la geografía de Cuzco como su admirado místico consideraba el misterio de la unión hipostática cuando estaba preso en Medina.

En el garaje, frente a los libros sobre Aragón, hay una estatua de una muchacha desnuda que apoya en la cadera un ramo de flores. Es una de esas obras de arte que, de forma misteriosa e inmediata, sabemos copiadas de un modelo real, aunque la copia sea algo burda. La pose y la sonrisa resultan casi descocadas. El haber sido esculpida en piedra y no en mármol, a tamaño natural, le añade una calidez desasosegante. Data seguramente del 1900, y Roger la rescató de una casa de Outremeuse que estaba siendo reformada sin contemplaciones. Luego estuvo durante años en el recibidor de la rue Longue, pero al cambiar la titularidad del inmueble el nuevo propietario —de profesión islámica, como se recordará— le echó por encima una sábana bajera. La estatua cobró un aspecto fantasmal y asustaba a las visitas, así que Roger la hizo trasladar al garaje. Si Roger me diera a elegir, no me llevaría ninguno de los libros de su biblioteca, sino esa estatua de ojos saltones y sonrisa frescachona.