Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 30 de octubre de 2015

Hace unos años —tres, cuatro—, cuando mi abuela Luisa todavía vivía y conservaba una memoria precaria y una atención intermitente, nos quiso hacer creer que había aprendido a leer en unos rótulos luminosos animados. Eran largas hileras de bombillas que, mediante un patrón predeterminado de encendido y apagado, daban la impresión de que se deslizaba sobre ellas un mensaje publicitario.

—¡Pero abuela, eso no se inventó hasta mucho después! ¡Haría falta un ordenador!
—Pues algo así habría, porque yo me acuerdo.

Los que la oíamos cruzábamos miradas piadosas. El panel había estado, decía, en la Puerta del Sol. Mi abuela atravesaba esa plaza a diario para ir al colegio de San Luis de los Franceses, que quedaba en la calle de las Tres Cruces haciendo esquina con lo que entonces era aún Jacometrezo. Aprendió a leer con siete u ocho años; sería, por lo tanto, cerca de 1925.

El fin de semana pasado Kathleen y yo fuimos a una exposición sobre el Berlín de los años 1920, en el Nikolaiviertel. Al final de la exposición proyectaban una película de 1925 titulada Die Stadt der Millionen. Era algo por el estilo de Symphonie der Großstadt (que se filmaría sólo dos años después), un poco menos esteticista, un poco más documental, aunque ya se dejara seducir por esos efectos yeyé de la lente caleidoscópica o la imagen superpuesta. En la película alternaban escenas de la vida cotidiana durante la República de Weimar con reconstrucciones supuestamente históricas del Berlín decimonónico. ¡Cuánto ha cambiado la vida! —pretendían decir esas contraposiciones—, ¡qué ridículos eran de antes!, ¡qué modernos somos ahora!, ¡qué rápido pasa el tiempo! Bueno, no tanto, a lo que parece, pues de repente, en una toma de Alexanderplatz o de la primitiva Postdamer Platz, la película nos muestra una fachada llena de anuncios luminosos, y entre ellos hay uno en el que las letras van deslizándose de derecha a izquierda, conforme se encienden y se apagan las bombillas. Mi abuela tenía razón.

Es más: si hubiera dicho que de pequeña había cubierto en tren 250 kilómetros en una hora, también habría tenido razón. Al menos la habría tenido si hubiera vivido en Alemania, donde para nuestro asombro existía ya en 1931 un tren de alta velocidad. La historia se cuenta en otra sala de la misma exposición: se trataba del Schienenzeppelin, un tren de un único vagón propulsado por una hélice, y que se hacía Berlín-Hamburgo en 98 minutos.

Si Marty McFly hubiese regresado al futuro el pasado día 21, cuando se le esperaba a comer, no habría visto coches volantes, ni patinetes que levitan, ni cazadoras que se ajustan y se secan solas. Lo que se habría encontrado es un mundo aún muy parecido al de 1985. Sobre todo si hubiera regresado al futuro en una ciudad de Valonia.

El otro día Kathleen y yo vimos en Netflix una película sobre cómo los ordenadores amenazan con dejar sin empleo a los humanos; terminaba, sin embargo, con una moraleja tan conciliadora como la de los artículos de tecnología de El País: se puede convivir con la alta tecnología, a condición de ponerla en su sitio. La película era de 1957.

Desde 1957 han aparecido muchos chismes nuevos que sirven para hacer cosas viejas: trabajar, cotillear, escribir, leer, ligar, comprar, aburrirnos. Muchos de los descubrimientos son variaciones de la telegrafía sin hilos, que se inventó hace cien años. La estereoscopia la descubren cada treinta o cuarenta años; luego se comprueba por tercera o cuarta vez que da dolor de cabeza, y se olvida. Lo próximo será descubrir que un faraón egipcio se llamaba Ipad Pro.

domingo, 11 de octubre de 2015

Quienes dicen que Madrid está lleno de basura deberían darse una vuelta por París. Es una ciudad saturada, llena de orines, atufada por el tráfico y con una la exclusión social a flor de piel. Los yupis bajan los bulevares y a veces las aceras en una vespa, muy estirados y satisfechos de sí mismos, como si ir al trabajo en una vespa fuera un pequeño gesto que mejorase el planeta, cuando tan sólo es un pequeño gesto.

Despido a Eduardo y Laura en la estación de Lyon y tomo el metro hacia la del Norte, pero me bajo en Anvers para pasarme a ver la exposición de Hey! antes de cenar en casa de Kachen y Arne. Hey! es una revista que compro de vez en cuando, en cuyas páginas se viene escribiendo desde hace un lustro la historia alternativa del arte contemporáneo. Damien Hirst, Jeff Koons y Jean-Michel Basquiat son meros especuladores sin imaginación al lado de los monstruos reproducidos en Hey!. Por tercera vez la revista reúne originales recientes de los artistas seleccionados en sus últimos números, y los expone en la Halle Saint Pierre. Como un tren de la bruja, la exposición zarandea al visitante, trastorna sus nervios y coloniza su hipotálamo.

Mujeres cuya cabellera es un inmenso arrecife de coral. Estatuas de seres híbridos entregados a actividades incomprensibles de un verismo tan inquietante que parecen a punto de abandonar la sala por su propio pie. Un niño-camaleón y un niño-armadillo, encogidos en posición fetal, modelados por Claire Partington. Los «Turbulents» de Alain Bourbonnais, personajes disparatados confeccionados con alambres y basura, como salidos del almacén de un chamarilero sobre el que hubiera soplado brevemente el aliento de una divinidad dionisíaca. Un mausoleo lleno de calaveras de encaje, realizadas por el maestro artesano Hervé Bolmert. Un niño de plumas blancas arrodillado en cuyas manos se deshace con exasperante lentitud una bola de helado de fresa. Anuncios reales de varios freak shows japoneses, en los que una mujer despedaza serpientes a dentelladas y un hombre de cuatro piernas se pasea por una tarima con ritmo arácnido al par que profesoral.

Me alegra ver que lo primero que se ofrece al visitante son las obras de Gustavo Grün, pintor argentino afincado en Madrid que pinta alegorías indescifrables con el dominio de los maestros flamencos: una mujer con pezones repartidos por todo el cuerpo, una maternidad marsupial o —este no está expuesto, pero es mi preferido— su autorretrato bajo especie de tortuga ninja renacentista. Y, por supuesto, en el corazón de la exposición laten las obras de Mark Ryden, cuyos originales tienen una riqueza de texturas y detalles que palidecen en las reproducciones. Se expone un impresionante lienzo de gran formato representativo de su estilo: gran cantidad de personajes disparejos, distribuidos de forma aparentemente casual por una sala metafísica, adornada con símbolos cabalísticos; creo recordar un monstruo de purpurina, el esqueleto de Abraham Lincoln y, sin duda, varias de las prepúberes siniestras que le son propias, con ojos inmensos como las mujeres de Margaret Keane o Paul Delvaux. Mucho más reducido e intimista es otro cuadro suyo, muy reciente, titulado Queen Bee: una joven de grandes ojos tristes color avellana (y de mayor profundidad aún que los de la Betty de Gerhard Richter), cuyo peinado se yergue y comba en un único rizo que conforma algo parecido a un nido de golondrina, aunque lo que se ha posado sobre él es una abeja de un palmo de longitud. El misterio de este cuadro es más simple, y por eso mismo, más hipnotizante.

Marion Peck es la mujer de Ryden, y sus obras han terminado pareciéndose mucho a las de él; si acaso, tienen un planteamiento más esquemático, aunque la ejecución es igual de virtuosa. Y al fondo, en un recodo ciego de la planta superior de la Halle, una colección que en otro contexto le helaría a cualquiera la sangre en las venas: una extensa serie de monstruos con todo el aspecto de estar compuestos por parches de piel humana (luego leo que no es así), de formas poco proporcionadas, con cuernos en la frente y ojos y bocas cosidos, como si fueran los despojos de faunos a medio momificar y a medio jibarizar. Su autor es Ludovic Levasseur, un nombre que no debería buscar en Google Images nadie que quiera seguir durmiendo como antes.
Es difícil contemplar muchas de estas obras con algo más que admiración genuflexa, pero resulta sorprendente la brevedad del gesto crítico que acompaña la exposición de esto que, de forma evidente, se nos revela como el género más importante del arte plástico occidental contemporáneo. En la propia muestra puede verse alguna pista de construcción histórica, como la página de un tebeo de Edmond-François Calvo, un dibujante detallista pero disparatado, algunas de cuyas planchas tienen la perversa inocencia y el horror vacui de muchas de las obras expuestas, posteriores en varias décadas. Sin embargo, los libros disponibles en la librería apenas arañan la superficie de lo que está ocurriendo alrededor. Tanto las monografías como las obras de conjunto son meros catálogos, mudas reproducciones de obras con prólogos timoratos de una o dos páginas; en el mejor de los casos hay una entrevista o un apunte biográfico mínimo, por el estilo de los que se publican en la revista. No hay siquiera un manualito de conjunto que estudie la obra en marcha de Ryden o de Joe Coleman, pero sí una tesis de un academicismo casi autoparódico dedicada exclusivamente a la portada que aquél realizó para el disco Dangerous de Michael Jackson. 

Pop surrealism es la etiqueta que preside alguna de las recopilaciones publicadas. El elemento surrealista es difícil de discutir; el elemento pop puede aceptarse en atención a muchos de los contenidos (elementos de la cultura de masas), pero no a los procedimientos de creación, que siempre son opuestos a la estrategia warholiana consistente en maximizar la rentabilidad deteniéndose en el umbral de la producción industrial. Los artistas de Hey! mantienen una relación eminentemente artesanal, obsesiva y en ocasiones pírrica con sus obras; algunos enfatizan el carácter amateur de su creación (en el doble sentido de «no profesional» y de «entrega emocional»). Pero lo que vemos en la Halle contiene muchos otros elementos en espera de análisis. Para todo el mundo es evidente que muchos de estos artistas están social o mentalmente próximos a los tatuadores; que reverencian con indistinción netamente postmoderna a los grandes maestros del arte occidental, de Brueghel a Dalí; que son más que bienvenidos en revistas de street art como Juxtapoz y Hi-Fructose; que el dibujo oriental —el manga, el Ukiyo-e— es una fuente de inspiración generalizada; que exploran de preferencia lo grotesco y lo siniestro (en su acepción freudiana, por supuesto); que todos se saben hermanastros de esos pintores de cotolengo y garabato que han encontrado asilo en la categoría «art brut». Pero, al igual que las tablas de la ley, todas estas coincidencias pueden resumirse en una, que es la de responder al capricho luminoso de Julien y Anne, los coleccionistas circenses y cabaretistas periodísticos que capitanean una revista tan improbable como ellos mismos.

Los artistas de Hey! producen una fascinación genuina, que un Rothko, un Pollock e incluso un Banksy (genial como nadie lo ha sido desde hace décadas) sólo son capaces de generar de manera más intelectualizada e incluso algo impostada. Quien se dé un garbeo estos días por la Halle Saint Pierre podrá observar a visitantes incrédulos que pegan las narices a las estatuillas, contemplan durante horas el mismo cuadro, sufren de vértigos por el mal de Stendhal, caminan en círculos viendo una y otra vez los mismos cuadros y descubriendo en ellos detalles nuevos, toman notas en cuadernos atiborrados, llaman por teléfono a sus amistades para balbucear su asombro, todos ellos varados en una laberíntica cacharrería de sueños, entre carricoches de desecho, carruseles de pesadilla, estereoscopias demenciales, con mucho de taxidermia y no poco de sastrería.

Esa dificultad para construir un discurso sobre las obras de la Halle Saint Pierre, en conjunto o en particular, es quizá lo que nos salva de quedar para siempre mesmerizados. ¿Cuáles son los poderes de la reina de las abejas? ¿Con qué intenciones vienen los Turbulents de Bourbonnais? ¿Cómo murieron las momias de Levasseur? ¿Qué está ocurriendo exactamente en las abigarradas láminas de Ravi Zupa? ¿Quién le vendió el helado al huérfano emplumado? ¿A qué saben los pastelillos humeantes de ese panadero de Peck que lleva la letra π bordada en la pechera? Son obras más emblemáticas y grávidas que la generalidad del arte plástico existente, pero lastradas todavía por ese aspecto estático, tautológico, del cuadro o de la estatua, esa inacapacidad para todo lo que no sea decirse a sí mismos o decir algo sobre la disciplina en la que se inscriben.