Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 28 de enero de 2013


El sábado estuvimos cenando en casa de Houda y de Romain. Es un apartamento que da a una de las pocas calles de L*** provistas de arbolado; unos metros más lejos se ve el río Mosa y, allí donde uno esperaría el muelle, una autopista. Tienen una especie de bañera que hace cuscús, y un chisme eléctrico que convierte el cordero a la parrilla en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. O eso dice Kathleen, que no me dejó probarlo.

Nos enseñan fotos de su viaje a Melbourne, cada una de las cuales ilustra una historia sobre cocodrilos gigantes de agua salada, medusas asesinas, koalas con garras retráctiles y agujeros en la capa de ozono. Aseguran haber comprobado en carnes propias que si no te echas protección solar factor 50+ te achicharras hasta el cuero cabelludo incluso un día nublado de invierno. «Pero es genial, tenéis que ir». Desde luego que sí, aunque sólo sea por pasar 24 horas encerrado en un avión.

Lo más interesante de su viaje, más que los tatuajes tribales de las adolescentes australianas, más que la ópera de Sidney y casi —aunque sólo casi— más que los canguros boxeadores, lo más interesante, digo, fue la prodigiosa aventura burocrática que les aguardaba a su regreso. Resulta que cada uno de ellos había obtenido una beca de investigación: Romain es un experto en física de materiales e iba a colaborar durante un año con uno de los mayores especialistas del mundo en fibra de vidrio; Houda defiende una controvertida tesis sobre la literatura postcolonial australiana y había sido invitada a trabajar en la Monash University. Las becas, sin embargo, no les adelantaban el dinero, sino que se comprometían a reembolsarles los gastos justificados, hasta un máximo de diez mil euros cada uno. Justificable es, sobre todo, la comida. Lo que ni Houda ni Romain sabían hace un año es que a ojos de la administración un café no es comida, pero un café y una madalena sí. Un emparedado comprado en un restaurante sí es comida, pero un emparedado comprado en una gasolinera no. Mince no es comida en ningún caso porque nadie se tomó la molestia de buscarlo en el diccionario.

En total nuestros héroes reunieron seiscientos y pico tickets de caja y facturas, por valor de 20.000 euros —lo que, teniendo en cuenta que la vida en Melbourne es cuatro veces más cara que en Bélgica, corresponde a un régimen espartano—. El importe de cada recibo tenía que ser convertido a euros, pero no de cualquier manera, sino aplicando el cambio del día anterior al de su expedición. La producción, gestión y verificación de esos seiscientos y pico documentos justificativos le llevó a Romain y a varias secretarias de la universidad dos semanas largas de trabajo; después de ese periodo llegaron a la conclusión de que había un par de cientos de euros que no eran del todo justificables, fundamentalmente gastados en carne picada, café y emparedados de gasolinera. 

martes, 22 de enero de 2013

La vida tardó miles de millones de años en aparecer sobre la faz del planeta. Veintitrés días sobre la encimera de mi cocina.

jueves, 17 de enero de 2013

Mi amiga Olalla me envía una noticia sobre una mujer de un pueblo de Valonia que debía ir a recoger a un amigo a la estación de Bruxelles-Nord. «Sin embargo, un fallo en el GPS y la sorprendente falta de atención de la conductora terminó convirtiendo el recorrido en un viaje a través de la Europa continental que concluyó en Zagreb (Croacia) casi dos días y 1.450 kilómetros después». Sí, así están las cosas por aquí. Yo estoy convencido de que en alguna de mis clases también hay alguno que en realidad a lo que había salido era a recoger a un amigo en la estación.

En descargo de la protagonista de esta triste historia habría que recordar que Bélgica es un país en el que para ir a soltar a los niños al cole uno puede tener que atravesar por varias zonas con señales escritas en idiomas más o menos exóticos. Quien sepa cómo se escribe «Croacia» en neerlandés que tire la primera piedra. Considérese también que para un valón la vida es un espacio de tiempo puesto al servicio del automóvil y que transcurre fundamentalmente en automóvil, de modo que, a fuerza de costumbre esta buena señora bien pudo llegar a olvidar que estaba al volante, que alguien la esperaba en una fría estación subterránea de una ciudad en ruinas, y lo único que acaso le extrañó fue la extraordinaria duración del documental que se desplegaba ante su vista.

jueves, 10 de enero de 2013

He vuelto de las vacaciones de navidad, y me siento como si hubiera hecho el camino de Santiago. Desde Bratislava. Empujando una carretilla llena de polvorones. Los dos primeros días, haciendo un esfuerzo sobrehumano, trato de cumplir al menos con las obligaciones inapelables; poco a poco voy asumiendo también las otras, hasta que un resfriado me haga aparcarlas todas.

Este año nuevo me he hecho por primera vez un propósito de año nuevo: tocar más el ukelele. Pero para disfrutarlo las notas deberían estar donde se supone que están, lo que mi sufrido Stagg ya no puede garantizarme. La página web de Ukulele Hunt propone en uno de sus foros siete consejos para quien quiera comprar un ukelele. El 3º es probarlos directamente en la tienda, y el 5º es investigar en internet. Quienes no tenemos mucho tiempo compaginamos ambos buscando en internet comercios de proxidad.

Es extraño que no se vendan más ukeleles en Bruselas. Hay varias tiendas, desde luego, pero sólo una tiene una oferta decente, y además muy polarizada: ukeleles de plástico de 20 euros, Martin de más de 1.500 euros y nada entre medias. Amplío el radio de búsqueda a Hannover, Aquisgrán, Colonia, Amberes y Gante. Aprovechando un viaje a Göttingen entro en el Musik Kontor y pido que me dejen probar el ukelele tenor del escaparate.

—Hum... ¿No cree que estas cuerdas hacen un ruido un poco raro?
—Pues son las famosas cuerdas Aquila.

 Antes de hacerme el entendido habría debido leer la etiqueta en la que se indicaba claramente «famosas cuerdas Aquila». Devuelvo el instrumento, porque parece que a fin de cuentas las cuerdas son lo menos malo que tiene. Y ese era el mejor ukelele que tenían en Göttingen. El segundo mejor era una caja de habanos con una espumadera pegada. El tercero mejor era una harmónica.


Al final resulta que el establecimiento con surtido más variado e interesante es el de L***. En su catálogo tienen bastantes modelos de las marcas Ohana y Lanakai, con precios razonables y buenas reseñas. En particular le echo el ojo, durante mi investigación en línea, a algunos Ohana tamaño concierto, de madera maciza de caoba y ébano. El martes al salir del curro me dije qué diablos, y me pasé por la tienda, que conocía de vista. «Sólo a preguntar», iba pensando, en aplicación del 6º precepto de Ukulele Hunt («no te precipites»), y esperando aplacar así los síntomas galopantes del Síndrome de Compra Compulsiva de Ukeleles (UAS en sus siglas en inglés). Pero cuando llegué adonde debía estar la tienda encontré en su lugar una especie de oficina de turismo.

—¿No había aquí una tienda de música?

La dependienta levantó desganada la vista del ordenador, cuya pantalla no hacía falta ver para saber que estaba haciendo un solitario.

 —Sigue siendo una tienda de música —dijo—. De música impresa.

Es curiosa esta gente que, siendo gilipó, se pasa de lista. Resulta que los instrumentos los venden ahora en un almacén que sólo es accesible en helicóptero. Bastante chasqueado regreso a la estación, donde me esperaba otra desagradable sorpresa: la Casa de la Bici, que era la punta de lanza del ciclismo no deportivo en este país de infieles, ha desaparecido del mapa. Y nada más bajarme en Tilff, la puntilla: ¡se alquila el local de la heladería!

 Es el fin del mundo tal y como lo conocemos. Suerte que todavía me queda en casa mi viejo y fiel Stagg para darme calor en los largos meses de invierno.