Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 18 de marzo de 2013

X:enius es el extraño nombre de un breve programa de divulgación científica de la cadena de televisión franco-alemana Arte. Su última entrega trataba de algo a primera vista tan inverosímil como los riesgos del aluminio. ¿Qué mal puede hacer algo tan terso y ligero como el aluminio? La única manera que se me ocurre de hacerse daño con aluminio es mascar papel albal con una muela empastada. Pero el documental pronto pone las cosas en su sitio.

Entre otros testimonios, recoge el de una chica de 32 años que acaba de superar un cáncer de mama tras pasar por una masectomía y numerosas sesiones de quimioterapia. Cuenta que durante años tuvo siempre un desodorante a mano: dos o tres en casa, otro en la oficina, otro en el bolso, otro en la bolsa del deporte, otro en la guantera del coche, otro en casa de su novio... Ahora su oncóloga le ha recomendado que no compre desodorantes que contengan aluminio, pues están comprobando que los tumores de pecho comienzan cada vez con más frecuencia cerca de las axilas.

Kathleen me mira con aprensión.

—No hay de qué preocuparse —le digo—; esto es un claro ejemplo de falacia post hoc, ergo propter hoc: una mujer abusa del desodorante, ocho meses después le detectan un tumor y resulta que la culpa del tumor la tiene el desodorante. ¿Y si además se fumaba cinco puros al día? ¿Y si tenía predisposición genética? ¿Y si vivía debajo de un repetidor de telefonía móvil?

Se produce un breve silencio, tras el cual los dos nos abalanzamos, como movidos por un resorte, al cuarto de baño. Reunimos dos aerosoles y un roll-on. Entre sus largas listas de componentes figura, sin ningún rebozo, el clorhidrato de aluminio. Los tiramos discretamente, comprendiendo que acabamos de cruzar la línea de la barbarie, que nuestros pocos amigos pronto empezarán a evitarnos, que el trato con nuestras familias se reducirá a una protocolaria felicitación navideña, que quienes nos precedan en la cola del súper se preguntarán si no han comprado nada caducado, que los niños harán comentarios incómodos a nuestro paso, que nos echarán de nuestros trabajos y caeremos en el lumpenproletariado de los call centers, donde los demás trabajadores harán bromas sobre nosotros por encima de las mamparas que separan los cubículos y nos esconderán ambientadores de automóvil debajo de la alfombrilla del ratón. Pero los enterraremos a todos y bailaremos sobre sus tumbas.



lunes, 11 de marzo de 2013

El comienzo de la primavera no lo anuncian los narcisos, ni las yemas de los almendros, ni las primeras telas de araña, sino unos cagarros dispuestos en fila que parecen desplazarse sin que su movimiento llegue a ser visible en la penumbra de esta última hora de la tarde, como si estuvieran jugando al escondite inglés sobre los adoquines de la calle semipeatonal que discurre junto al río Ourthe. En realidad ya hay tan poca luz que uno tiene que ponerse en cuclillas para confirmar la sospecha de que no son cagarros, sino ranas, unas señoras ranas grandes como puños, tersas y relucientes. Toco una de ellas con la contera del paraguas y no se mueve; si acaso, se aplana imperceptiblemente contra el suelo, y me sostiene la mirada con unos ojos de brillo enigmático y mal disimulado desprecio. 

Si hubiera un reality show para escoger al bicho más inverosímil, algunas ranas llegarían a la apoteósica final. Tienen sangre fría, ponen miles de huevos de una sentada, atraviesan una espectacular metamorfosis, pasan criogenizadas la mitad del año, su lengua es adherente y a veces protráctil, tienen pupilas de cabra, comen moscas y saben a pollo. La discreta invasión nocturna de ranas de esta noche lo deja a uno sobrecogido, aturdido por la complicada conjunción de factores que determinan el desarrollo de estos anfibios y que hacen posible su presencia. Todos los que con el tiempo hemos reunido una culturilla wikipédica sabemos que los sapos y las ranas desaparecen tan pronto como se alteran las condiciones de las cuencas fluviales en que son endémicas: su reproducción sólo se produce si el agua está a determinada temperatura en un momento preciso del año, y la polución de los acuíferos puede conducir a cambios de sexo en ejemplares adultos. Al ver dispuestas en fila todas esas esfinges impávidas e improbables uno llega a creer que no todo está perdido, que todavía queda por repartir una mano de cartas, que aún estamos a tiempo de frenar el cambio climático, que los años de tirar por separado la basura inorgánica empiezan a dar sus frutos, que ya hemos emprendido el camino de regreso a la agricultura biológica y que, en definitiva, lo que comienza no es la primavera sino un nuevo modelo de desarrollo sostenible, gracias al cual el tejido económico de Europa acabará por regenerarse y hasta la democracia participativa renacerá de sus cenizas.

A la mañana siguiente las ranas siguen allí: unas prácticamente intactas, boquiabiertas, detenidas para siempre en el momento de saltar para ponerse a salvo, aunque su extraordinaria elasticidad haya obtenido una victoria pírrica frente al neumático; otras convertidas en un rastro correoso de difícil identificación; las más, despanzurradas con violencia, la cabeza reventada y los vientres nuevos abiertos nítidamente al sol. Sólo una de ellas permanece incólume, impertérrita y brillante como un pequeño buda de jade, arrojando a los automovilistas su desprecio de cherokee, aunque observada más de cerca resulta ser sólo un cagarro. 

lunes, 4 de marzo de 2013

El próximo fin de semana se celebra la Feria del Libro de Bruselas, en la que España será el país invitado. Esto quiere decir que invitarán a asistir a una docena larga de escritores españoles, en especial a aquellos escritores españoles que viven en Bélgica, completándose la nómina con algunos escritores extranjeros que alguna vez estuvieron en España, de esa especie que lo mismo vale para un roto que para un descosido. Yo no podré asistir, ya que debo ir a tocar el ukelele a la fiesta de cumpleaños de mi suegro. Es lamentable; preferiría ir a tocar el ukelele a la Feria del Libro de Bruselas, que además me pilla más a mano.

El caso es que la semana pasada recibí inopinadamente un correo electrónico de una reportera cultural, Nicole D., invitándome a charlar brevemente sobre la literatura española actual en la radio pública belga, la RTBF. Entre nosotros: no tengo mucho que decir sobre la literatura española actual, que en sí no me interesa ni más ni menos que la literatura actual en general. Ni poco ni mucho. Pero uno tiene que llegar a ser quien es, y estar a la altura de lo que prometen sus tarjetas de visita. De manera que concierto una cita para el lunes por la mañana y me estudio los catálogos de las editoriales francesas que traducen títulos peninsulares, así como los últimos informes anuales de la Subdirección General de Promoción del Libro, de la Federación de Gremios de Editores y de la Federación Española de Cámaras del Libro.

Ahora ya sé —no lo olvidaré tan fácilmente— que el tren que pasa por mi pueblo a las 6:23 me deja sin transbordos en Bruselas a primera hora de la mañana. Me pierdo dando vueltas a la manzana durante los tres cuartos de hora que había previsto para perderme, y cinco minutos antes de mi cita con Nicole presento mi carnet de identidad en la garita de entrada al recinto de la RTBF. El guardia de seguridad dibuja sobre un mapa impreso en offset el camino que debo recorrer para llegar al vestíbulo conocido como «Patio Radio», donde Nicole había quedado en buscarme. El bolígrafo anticipa sobre el mapa mi itinerario:

—Tome esta entrada, busque el ascensor que queda inmediatamente a su izquierda, suba al tercer piso y recorra el pasillo hasta el final.

De todos modos en el tercer piso me veo obligado a pedirle a alguien que me indique cómo llegar al famoso «Patio Radio», que resulta ser un lounge acogedor, enmoquetado, iluminado por un gran tragaluz central (tras el que sospecho lámparas halógenas), circundado de cabinas de grabación. Se sabe que son cabinas de grabación porque las puertas tienen mirilla y un piloto que de vez en cuando cambia del verde al rojo, o viceversa. Otras salas no tienen puerta y en su interior trabajan lo que parecen ser controladores aéreos o analistas de bolsa. Mato el rato estudiando las plantas de interior y la oferta de las máquinas expendedoras de bebida; un café me haría bien, pero Nicole vendrá de un momento a otro.

O no. Los minutos pasan, y en una de las salas sin puerta suenan, perfectamente ecualizados, los cuarenta principales. No conozco las canciones, pero están bien. Por fin pasa alguien junto a mí, un joven técnico de sonido, o un becario. Le pregunto, para cerciorarme, si realmente estoy en eso que llaman «Patio Radio». Al principio me mira con incomprensión, pero unos segundos después algo hace clic en su cerebro y me dice en un francés vacilante que sí, que me quede tranquilo, que ése es el «Patio Radio».

—¡Menos mal! Es que tengo una cita con Nicole D. y debe de estar en un atasco, o algo...

«¿Nicole qué?» El tipo hace una pedorreta con la que da a entender que no ha oído nunca el nombre de su colega, lo que no tiene nada de raro en un becario al que seguramente arrojaron antes de ayer desde un avión al interior oleaginoso de la empresa de radiotelevisión más grande del país.

El retraso ya pasa de veinticinco minutos, y empiezo a tener miedo de que al final no me dé tiempo a pasarme por la librería hispánica de Bruselas antes de las citas que tengo esta tarde en la Facultad. Por suerte he traído el teléfono móvil, ese móvil que digo que no tengo, y que es como si no tuviera porque sólo lo utilizo como despertador o para llamar a Kathleen cuando el tren a Göttingen llega con retraso. Marco el número de Nicole y lo aparto de mi cabeza hasta que se establezca la conexión, a fin de evitar el pico de ondas electromagnéticas; quien me responde es un robot que me informa en alemán de que el saldo de mi tarjeta es de 0,32 euros, por lo que resulta imposible llamar al número que he marcado.

Vacilo todavía durante dos o tres minutos, pero al final me decido a asaltar un despacho y pedir que alguien llame por teléfono a mi entrevistadora, aunque sólo sea para organizar el tiempo de espera. Llamo a la primera puerta abierta, perteneciente, según indica un letrero en neerlandés, a una ayudante de dirección, o algo parecido. Dentro dos mujeres roen barritas de galleta bañada en chocolate. Comienzo a explicarles que tenía una cita en el «Patio Radio» hace media hora, pero que la periodista aún no ha aparecido, y querría saber si alguien podría... Me interrumpo. Veo en sus rostros que algo se me escapa, que un problema con el que yo no he contado interfiere en la comunicación. Una de ellas mira a la otra como esperando que sea ella quien intervenga.

—«Patio Radio», sí, está en esa dirección.

—No, no lo entiende: yo vengo del «Patio Radio», es su colega, Nicole D., la que no ha llegado aún. Es para una entrevista de radio.

—¿Radio?

La interrogación me alarma, así como el cruce de miradas, y las réplicas en neerlandés que cruzan entre ellas. A lo mejor al final esto no tiene nada que ver con una radio. A lo mejor resulta que lo que parecían cabinas de grabación son en realidad las dependencias de un meublé higiénico y reglamentado. A lo mejor en el interior de esas cabinas se proyectan películas X o se ofrecen sórdidos espectáculos en vivo y en directo para los pervertidos funcionarios de la Comisión Europea. Siempre había oído hablar de la importancia de la industria pornográfica, pero no me esperaba que alcanzase estas dimensiones. Asumida ya la derrota y resignado a que el largo viaje a Bruselas hubiera sido —¡otra vez!— en balde, no pude dejar de preguntarme durante una fracción de segundo si no habría en algún lugar una dimensión en la que la gente hablase francés como es debido, en la que Nicole D. existiera realmente y me estuviera esperando en un vestíbulo muy parecido a este, con los mismos ficus y las mismas máquinas expendedoras de bebidas carbonatadas. Quizá entonces una de las falsas ayudantes de dirección, la viejecilla de pelo plateado, se sonriera misteriosamente y me indicase una puerta sin marco disimulada en la pared, detrás de la cual habría una reproducción especular del edificio, en el que la variación más apreciable sería un ligero corrimiento al rojo de la luminosidad, señal probable de un campo gravitacional más intenso. 



De hecho, eso fue exactamente lo que ocurrió, con la sola diferencia de que la viejecilla de pelo plateado, asombrosamente inasequible a la jubilación, añadió una explicación en el mismo francés vacilante que sus demás compañeros:

—Usted busca la RTBF. Esto es la VRT, su equivalente neerlandófono.

Al otro lado de la puerta que ella misma mantenía abierta se desplegaba una copia exacta de la habitación de las falsas ayudantes de dirección, si acaso en una tonalidad más rojiza. Trazando mentalmente un plano simétrico del mundo que dejaba a mis espaldas llegué al «Patio Radio» de la dimensión francófona, en el Nicole D. me saludó con gran afabilidad y en un español muy correcto:

—¡Le he estado buscando por todas partes!

«No por todas», respondo mentalmente. Me conduce a una de las cabinas, mucho más estrecha que las que había visto hasta entonces, en la que apenas caben dos sillas enfrentadas. La entrevista, al final, es muy breve. Tenemos que volver a grabar el principio porque estaba dando demasiados datos y rodeos. Consigo llenar tres o cuatro minutos con frases lapidarias, listas para transformarse en titulares, sin decir tonterías demasiado crasas ni hacer generalizaciones demasiado abusivas. Al salir, el empleado de la garita me tiende mi carnet de identidad, y aprovecho para comentar con él mi percance.

—Lo que debería haber hecho es tomar esta entrada —el bolígrafo volvía a recorrer el camino sin desviaciones, con automatismo de pensionista—, buscar el ascensor que queda inmediatamente a la izquierda, subir al tercer piso y recorrer el pasillo hasta el final.

—Es curioso, porque es exactamente lo que he hecho. He seguido el mapa que usted me dio.

—Entonces no entiendo cómo pudo no llegar a la primera.

Un nuevo caso para el comisario Maigret. Fuera del recinto varios grupos de estudiantes aguardan el inicio de una visita guiada. Hace un día radiante, y yo desando lentamente un camino de baldosas amarillas mientras la luz lo desintegra todo a mis espaldas.