Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 4 de abril de 2020

Nuestro gastronauta llega al final de su cuarentena metido en su jakuzzi, comiendo pelos como un gato. Kathleen ya no puede sino arrastrarse de la cama a la silla, y de la silla a la cama, como un león marino. Después de comer se pone los auriculares y se tumba en el sofá, con la esperanza de echar una cabezada. Yo despejo la mesa del comedor, me atuso los pelos y me pongo a dar mis clases virtuales de los miércoles.

Quien más, quien menos, todos hemos adquirido ya los reflejos de la epidemia. El otro día, viendo un reality show, nos sobresaltó ver que la gente se abrazaba y chocaba los cinco. El programa, claro, había sido grabado dos o tres meses antes.

He estado leyendo estos días algunas novelas sobre epidemias: La peste, Ensayo sobre la ceguera y cosas así. Es llamativa la ausencia en ellas de esas pequeñas rutinas que para muchos de nosotros —los más afortunados, sin duda— son la expresión fundamental de la enfermedad: los partes diarios sobre el progreso del virus, el racionamiento de la mantequilla de cacahuete, la desinfección de manos, las consignas del estado de alarma, la cita a hora fija con el rayito de sol que llega a nuestro cuarto, el odio a quienes tienen balcón. Se nota que los novelistas no estaban hablando realmente de una epidemia, sino de otra cosa: del totalitarismo y de la degradación de la democracia, por ejemplo.

Aun así —y esto que voy a decir parece contradictorio—, al dar carácter sobresaliente a los aspectos sobresalientes de la enfermedad totalitaria, Saramago y Camus cometían un grave error (suponiendo que puedan cometerse errores al escribir literatura, que ya es suponer). Las democracias no se degradan de un día para otro. La implantación de regímenes totalitarios nos es fulgurante, ni siquiera cuando parece serlo. Los relatos más fascinantes del advenimiento de los regímenes autoritarios son, como los de Anna Frank, Victor Klemperer o Carmen Martín Gaite, los que detallan la lenta transformación de las relaciones sociales y de los marcos lingüísticos: el odio a los que tienen algo que no tenemos, la desinfección, el racionamiento, las consignas, la cita con el rayito de sol. 

Muy avanzada ya la clase en línea comienzo a oír un extraño runrún. Cada vez más alto. Sin dejar de pontificar, miro de reojo el sofá y me veo a Kathleen durmiendo a pierna suelta. Empiezo a hablar más alto, con la esperanza de despertarla un poco para que deje de roncar, pero tiene puestos los auriculares (los audiolibros la dejan frita). Termino la clase precipitadamente, mientras trato de ahogar los ronquidos hablando a gritos de los marcos interpretativos y el análisis del discurso.