Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 18 de julio de 2021

Estoy haciendo todo lo posible por no enterarme de nada de la campaña electoral alemana, pero los carteles me lo están poniendo crudo. En cuanto salgo en bicicleta me veo flanqueado por los miles de retratos que cuelgan desde hace unos días por toda la ciudad, a razón de tres o cuatro por farola. La sensación debe de ser parecida a la de los ciclistas del Tour bajo la mirada demente de forofos que, cuando menos se espera y con la mejor de las intenciones, pueden arrojarles a la cara botellas de agua o banderas nacionales.  

Los democristianos han puesto de candidato a un humanoide con el carisma de un besugo, y le hacen repetir proclamas que parecen escritas menos para traducirse en acciones políticas que para pasar el test de Turing (justico).

Los viejos comunistas, Die Linke, son todo lo contrario. No se pierden en difusas aritméticas sobre el dióxido de carbono, ni se dan de plazo las calendas griegas para el cierre de las centrales termoeléctricas. Por ejemplo: 

—¿Qué les parecen los SUV? 


—Mal, habría que prohibirlos.

Chúpate esa, besugo. (Y el besugo se la chupa. Capaz es).

Lógicamente, este tipo de propuestas razonables los han convertido en unos apestados políticos. Hace un par de semanas uno de los artículos de fondo de Die Zeit se escandalizaba de que pretendiera formar gobierno un partido contrario a la exportación de armas. Alemania ya ha renunciado a la energía atómica ¿y todavía hay quien tiene el cuajo de esperar que renuncie a hacerse cómplice de las masacres de regímenes autoritarios en los países subdesarrollados? ¿Qué sería entonces de la pobre Realpolitik?

Hay un partido nuevo, llamado Volt, cuyos carteles confundí durante un tiempo con anuncios de bebida energética. Hay otro partido —o quizá sea el mismo— que se compromete a darnos carriles bici como los de Dinamarca, transportes públicos como los de Suecia y plebiscitos como los de Islandia, donde se conoce que se vota mucho. Me parece dispendioso haber hecho un cartel para cada país escandinavo, pudiendo haber imprimido uno solo que dijera «culo veo, culo quiero». Porque además no hay suficientes culos en los carteles electorales; muchos caraculos sí, pero no culos propiamente dichos.
  

Los Verdes prometen más apertura cultural. Esto me choca, porque siempre me ha parecido que la inmensa mayoría de alemanes era ya tan receptiva a las culturas extranjeras que solo mediante un ejercicio espartano de la voluntad y un atávico miedo al ridículo podían contener sus ganas de salir a la calle en kimono. De hecho, conforme a mi experiencia, todos los alemanes son más españoles que yo, con excepción de los que se sienten catalanes.

Bien mirado, esto de prometer cosas que no hacen falta porque ya existen es una estrategia electoral con solera y eficacia garantizada. ¿A santo de qué, si no, concurren tantos a las urnas pregonando libertad, autopistas y menos impuestos para los ricos? Se expone uno mucho menos pidiendo apertura cultural y —como leo en otro cartel de los Verdes— más internet que pidiendo la reducción de la exportación de armas o, como acaba de comprobarse de manera harto edificante en otros pagos, la del consumo de carne.

Para los pocos alemanes que, sin dejar ser españoles —o quizá por serlo en demasía—, prefieren tener no más sino menos apertura cultural, el partido de ultraderecha, la tristemente célebre AfD, ha dado con un lema verdaderamente brillante. Es brillante porque destila su ideología de una manera tan pura, tan exacta, tan meridiana que las diecisiete primeras veces que lo vi me pareció una parodia. El eslogan es el siguiente: «Alemania, pero normal». No me digan que no es maravilloso. Resulta semióticamente imposible declarar más a las claras la beligerancia excluyente y la fantasía nostálgica con la que se han fraguado las sociedades más anormales.


viernes, 16 de julio de 2021

Ha ocurrido algo espantoso. Algo que me impide seguir escribiendo con la frecuencia habitual en estas páginas de plasma.

Lo que ha ocurrido es que el año pasado terminé de escribir una novela, una novelita de esas ligeras que se leen en lo que tarda el tren en llegar a Cercedilla. Yo pensaba que, con algo de suerte, alguna editorial indie vería el envite, le pondría una tapa en cuatricromía, la sacaría a cencerros tapados y yo podría cumplir mi sueño secreto de ser un escritor secreto.

He tenido, sin embargo, la desgracia de dar con una editora de extraordinaria generosidad, que ha visto en mi novela un montón de virtudes que yo no había puesto ahí, que no sé de dónde han salido, que parecen virtudes pero deben de ser erratas, y al final la novela —esa novela que, ya digo, está acomodada al traquetreo de un tren de vía estrecha— va a compartir catálogo con Julio Cortázar, con Otessa Moshfegh, con Carme Riera, con Peter Handke, con Mario Vargas Llosa y con muchos otros hombres y mujeres ilustres, laureados, nobelados o nobelables.

Yo estaba pensando que debería contar lo del diente de Óscar, pero creo que no lo voy a contar. Es una anécdota anodina, aunque también un poco repugnante, sobre todo por esa madre que también estaba en el parque infantil y que vino a decirnos que no era para tanto, que su hijo el otro día se había tragado el canto de un columpio y acabaron los dos, él y ella, chorreando sangre de la cabeza a los pies, y que al niño se le había caído un diente, pero que ella —no él— se lo había metido en la boca para que no se extraviase, en ese bolsillo de doble fondo que hay entre la encía y el carrillo, y luego el dentista tomó el diente con los dedos y se lo encajó otra vez al niño en la mella, tal cual, y que ahora ni se nota.

Solo que ahora, si cuento cosas así, a lo mejor me echan.  

Supongamos —es un suponer— que un día me acerco a la editorial a hacerme un selfie vacilón delante del edificio y da la casualidad de que en ese mismo momento sale de él Vargas Llosa. Porque, aunque parezca mentira, uno a Vargas Llosa se lo encuentra. Y Vargas Llosa, que siempre ha colmado de atenciones a los escritores principiantes como Javier Cercas, me reconoce y me dice «joven, que sepa que eso del diente es una asquerosidad; va usted a terminar devaluándonos el sello con tanta tontería».

(«Sello» es como llaman a las editoriales los escritores que ya no son, o que nunca llegaron a ser, escritores secretos).

Yo no puedo hacerle eso a Vargas Llosa. Y donde digo Vargas Llosa, digo Juan Gabriel Vásquez, Marcela Serrano o Manuel Vicent. Ahora lo que corresponde es escribir algo de empaque, algo que ponga el corazón en un puño y que no dé repelús como la historia del diente. Así que ando estos días con la aprensión a cuestas, cariacontecido y autocensurado.

Pero más tarde, de manera completamente fortuita, me pongo a leer a Proust, y me digo que si él puede llenar sesenta páginas contando cómo esperaba, trémulo de emoción, que su madre subiera a remeterle el embozo y a darle un besito de buenas noches, yo puedo contar lo del diente sin demasiados escrúpulos. Es más, no pasa mucho tiempo antes de que empiece a tomarle ojeriza a Proust, porque la historia del besito no quiere acabar nunca. El nene tiene ya barba cerrada y sigue piando por que suba la mamá, pero ella sigue en la salita tomando sorbete de apio y haciendo comentarios clasistas. ¿Cómo puede hacerle esto al pobre Vargas Llosa? Dejemos tranquilo a Vargas Llosa: ¿cómo puede hacerme esto a mí? Luego recuerdo que el sello de Proust es de otro grupo editorial y se me pasa el soponcio.

Por lo menos, no ser Proust: he aquí un objetivo a la altura de mis modestas capacidades. Ahora ya puedo contar lo del diente con la conciencia tranquila. 



jueves, 8 de julio de 2021

Hace una semana que estoy durmiendo yo al niño. Es un cambio bienvenido en este año de alienación implacable, porque, aprovechando que durante los diez primeros minutos de sueño no debo moverme apenas, so pena de despertarlo, me pongo los auriculares con mucho cuidado y escucho un cuentito de Borges. Luego, cuando le noto los brazos de pelele y la respiración profunda, lo deposito en su cuna, dejo a Borges en medio de uno de sus laberintos metafísicos y salgo de puntillas.

Esa es la fase recreativa; antes viene la fase embaucadora y juglaresca, en la que recito romances tremebundos o canto canciones indecentes en inglés. Cuando veo que los romances ya han surtido efecto y que el rorro está en el umbral de la morada hipnagógica, le doy un empujoncito recitándole en desorden cosas disparejas, que desprendan sus últimas conexiones racionales. Hoy le he recordado que en el portal nos ha saludado un caracol, y que hemos arrugado un papel para hacer una pelota, y que en el estanque hemos visto unas carpas enormes, y que luego se nos ha cruzado un helicóptero que hacía «top top top», y que parecía que pasaba por el cielo como descendiendo un tobogán, y que todas esas cosas lo acompañarían en la travesía de la noche. 

Óscar ha cerrado los ojos y yo echo mano de los auriculares, aproximándome mentalmente a la siguiente galería de la biblioteca de Babel. Con el hilo de voz de los hipnotizados, el niño repite «tío» —que es como llama al helicóptero—, «top, top, top»; y luego, tras una pausa:

—Mamá.

—Sí —susurro—, mamá va en el helicóptero.

—Papá —dice, a continuación, y yo me siento tontamente halagado al responder que sí, que también yo estaré allí, llevando de la mano al caracol, y que nos lo vamos a pasar de miedo lanzándonos por el tobogán aéreo y jugando a la pelota con las carpas. Óscar se sonríe y con un resto de energía, antes de que su hipotálamo apague la luz, convoca a un último compañero de viaje:

—Pedete.