Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 9 de abril de 2016

Por defecto habríamos ido a Hamburgo a ejecutar el ritual anual de la Pascua alemana: hervir tres docenas de huevos, pintarlos de colores, decorarlos con pegatinas y esconderlos en el jardín para que los busquen los niños. Como no hay niños, los buscarían Kathleen y su hermana. Planazo.

—¿Tú sacrificarías la Semana Santa en Hamburgo por pasar unos días en Fuerteventura? —me pregunta Kathleen una noche.

—Hombre, yo... —respondo con un tono que no me compromete a nada, mientras mis neuronas cuchichean a velocidad de Pentium tratando de decidir entre todas dónde está la trampa. Si la hay, estoy seguro de que encaja en un plan más amplio, en un jaque en veintisiete movimientos que Kathleen tiene planeado y que yo no veo venir ni por lo más remoto. En este momento no me importa ni poco ni mucho: ¡nos vamos a Fuerte!

—¿Para qué? —pregunta mi padre cuando se lo digo por teléfono—; si en Fuerteventura no hay nada.

Precisamente. No hay cobertura. No hay centros comerciales. No hay vicerrectores. No hay granizo. No hay erasmus. No hay fútbol. No hay analistas políticos. El Risco del Gato, al que hacemos varias excursiones, es un lugar fuera del tiempo y del espacio al que los rumores sobre pactos electorales llegan apagados e interferidos por el rumor sedante de las olas. 

Hombre, alguna cosa sí que hay. Durante el trayecto al hotel vimos muchas cabras. En Fuerteventura se vende la cerveza de las Islas, Tropical, cuya etiqueta tiene un perro azul que se vuelve blanco a medida que la cerveza se calienta («perro azul — frío perfecto»). Hay también un ecosistema sutil de plantas rastreras, cangrejos y aves zancudas que picotean la arena cuando baja la marea. Hay un bar construido con los pecios del naufragio de un navío yanki. Hay una invasión de ardillas de las Carolinas, que acaso llegaron allí sobre un trozo del trinquete del barco naufragado.

En el bolsillo de mi cazadora encuentro tres avellanas que cogí el otoño pasado en las Ardenas. Las he llevado conmigo durante meses sin ningún motivo en particular; a veces las sacaba y jugaba con ellas como hacía Bowie con las esferas de vidrio en Dentro del laberinto. Ahora las saco y se las doy a las ardillas. En sus cuerpecillos de palitroque se activa un mecanismo oscuro, un gen anquilosado que su raza ha transmitido desde hace milenios en previsión de la avellana. ¿Cuántas generaciones de ardillas canarias han tenido que transcurrir para que tres individuos privilegiados realicen el destino de la especie? Las ardillas las cogen y las mordisquean como si no hubieran hecho otra cosa en su vida. En un peñón del Atlántico, frente a las costas de África, se produce la improbable reunión de un roedor norteamericano y de un fruto seco centroeuropeo. El gesto irreflexivo de recoger unas avellanas caídas durante un paseo es completado a muchos meses y a muchas leguas de distancia, generando una apariencia de orden cósmico, un orden secreto análogo al que Freud creía ver en los lapsus y en los actos fallidos. 

Unos metros más allá, una ardilla mastica una bola de Cheetos. Luego me entero de que estas ardillas no vienen de América, sino de África, y de que uno puede cogerse más enfermedades acariciándolas que dándole un beso de tornillo a Iggy Pop.


Tras cuatro días en Fuerteventura yo he recuperado ya un aspecto humano y podemos volar a Madrid. Durante la semana siguiente dedico las mañanas a leer libretos de género chico en el centro de documentación de la SGAE, y las tardes al correo electrónico y a las visitas. Los sobrinos se me tiran a las canillas y me patean con auténtico entusiasmo.

—Menuda peleota, ¿eh? —resumen al final, sudando como pollos.
—Sí —respondo mientras busco un diente que se me ha perdido en la grava—, ha estado bien.

El último día Rafa nos lleva a comer opíparamente a un restaurante marroquí que hay cerca de la calle del Tribulete —¡veinte pavos los tres!—, y luego nos sentamos al solecito en el Casino de la Reina. Vemos un huerto algo utópico, con un espantapájaros desventrado. Varios viejecillos pedalean en la bicicletas estáticas que el municipio ha instalado a tal efecto; también hay un chino que, en mi opinión, todavía está en edad de usar el Bicimad. Los niños han conquistado el kiosco de bebidas y apilan las sillas de aluminio para saltar desde ellas y romperse la crisma. Entra la pasma para inspeccionar una mochila abandonada: «si esto fuera París ya nos habrían evacuado», comenta Kathleen; como no es París, los polis tiran la mochila a una papelera y hacen rugir sus motos de alta cilindrada. Cruzan varios perros y una manada de adolescentes. Kathleen quiere ir al cine, pero le digo que no, se ponga como se ponga. Con la tarde que hace no voy a meterme en una habitación sin ventanas a ver —encima— una película sobre una mujer que estuvo cinco años en una habitación sin ventanas. ¿Cuántas veces al año estoy con mi amigo Rafa, o en un parque, o tomando de tranquis el sol? Hacer coincidir las tres cosas es una peli de versión española buena que lo flipas, en plan Berlanga, aunque las movidas que nos cuenta Rafa son más como de Almodóvar.

–De Almodóvar puede —me corrige—, pero sin drama.