Óscar se pasa el día señalando cosas y diciendo «este», «uno», «otro», todo ello con un acento que podría calificarse de gaditano, sin ánimo de faltar. Le preguntamos muchas cosas y él, ceceando, dice a todo que sí:
—¿Quieres escuchar música?
—Zí.
—¿Quieres salir a la calle?
—Zí.
—¿No prefieres quedarte aquí a hacer torres de tarugos?
—Zí.
A lo mejor desearía hacerlo todo a la vez y, como no tiene aún apenas noción del tiempo, no entiende que debe escoger entre distintas opciones.
Algo que, con toda seguridad, querría hacer todo el rato son croquetitas. Así es como llamamos al entrenamiento de volatinero que me tiene descoyuntado: yo lo lanzo sobre la cama y lo zarandeo de un lado a otro, como si estuviera rebozando croquetas. Él se ríe a carcajadas y pide «¡máazz!», o «¡no máz!», que quiere decir lo mismo, pero en alemán.
Se ha inventado una canción que dice «ma, ma, ma», y luego sube una tercera y dice «mi, mi, mi», repitiéndolo da capo y ad libitum. A veces lo que dice es «pa, pa, pa... pi, pi, pi...», pero menos, porque entonces se confunde con la canción de las croquetitas, que dice «pa-pa-pí... pa-pa-pú..», o con la canción del columpio, que va «pa-pí, pa-pú».
Durante varios días nos ha vuelto tarumbas gritando «¡oh, patata! ¡oh, patata!», hasta que comprendimos que lo que quería era que jugásemos a una especie de «aserrín, aserrán» cuya letra dice «hoppe, hoppe, Reiter». Aparte de eso, «patata» —que él suele pronunciar esdrújula— puede ser una piedra, un bulbo de jengibre, la nariz de mi suegro y ocasionalmente también una patata.
Óscar ya ha descubierto que todos somos unos, que todo es cambalache, todo patata.
Oh, patata.