Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 27 de octubre de 2021

Ahora que la gente puede al fin prescindir de la mascarilla cuando camina por la calle, ya vuelve a haber escupitajos en el suelo y la ciudad de L*** recobra su flair característico. Yo intento hacerme algo más acogedor este palomar en el que, hasta la siguiente pandemia, pasaré dos o tres noches por semana. Enciendo de nuevo la nevera, cambio el filtro del agua y le imploro a la casera con humildad genuflexa que arregle el calentador. Mi casera es una de esas personas inasequibles a las órdenes pero vulnerables a la sumisión, por lo que manda arreglar el calentador de inmediato. Desgraciadamente, el fontanero debe de llamarse Schrödinger, porque solo cuando ya estoy bajo la ducha descubro si esa mañana va a haber agua caliente o no.

Los días en la universidad son complicados; tienen que dar de sí lo mismo que una semana completa y casi siempre me he olvidado en la otra ciudad los documentos de los que precisaba. Cuando termino de excusarme por haberlos olvidado, corro mi palomar a hervir una sopa de sobre y ver qué pone en la pantallita del calentador, salvo el viernes, que corro a tomar el tren de medianoche.

«Al menos en el tren puedes trabajar», me dice la gente, porque la gente tiene del tren una imagen publicitaria y no se da cuenta de que un tren alemán viene a ser como un metro esporádico e impredecible. Del tiempo que dura el viaje, la mayor parte me la paso en un andén, expuesto a los cuatro vientos, esperando un tren que debería haber llegado ya. Cuando al fin llega y me subo, termino sentado en el suelo de un pasillo porque todos los asientos están reservados; o engullendo un plato de arroz con verduras recalentado al microondas en el coche restaurante, que es lo único que he podido comer desde el mediodía; o vegetando en una butaca a las dos de la madrugada, a la merced de los neones implacables del vagón, después de haber perdido un transbordo.

Ocasionalmente consigo dar con un asiento libre y abrir sobre las rodillas el ordenador portátil. En esos momentos podría llegar a trabajar si no hubiese estado encadenando un resfriado tras otro, cortesía de esa coctelera de patógenos que es la guardería. Ahora soy ese tipo que tose al fondo del vagón y al que los demás pasajeros dedican miradas esquinadas.  

El fin de semana consiste en contar hacia atrás las horas que faltan para que termine el fin de semana y vuelva a abrir la bendita coctelera, es decir, la guardería. Veintisiete horas: leer tres cuentos, cambiar un pañal. Veintiséis horas: dibujar caracoles con las ceras, preparar el segundo desayuno. Veinticinco horas: despertar a Kathleen, lavarme la cara, cambiar otro pañal. Cuando la cuenta atrás se extingue, respondo los correos electrónicos de la semana anterior, compro sobres de sopa y corro a tomar el tren.

Temo estar convirtiéndome en uno de esos personajes de Gogol, de Poe o de Dostoïevsky cuya existencia iba siendo usurpada meticulosamente por un doble maléfico, que no le deja sino las funciones más indignas e ingratas de lo que otrora fue su vida: disculparse, esperar trenes, limpiar culos, toser. Para escapar a sus artimañas y recuperar una vida propia necesitaría un tercer lugar a medio camino entre la ciudad belga del trabajo y la ciudad alemana de la crianza. Es cierto que para llegar a ese tercer lugar la semana debería tener un octavo día y yo tendría que tomar más trenes aún. Pero en el tren al menos podría trabajar.