Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 28 de septiembre de 2018

He estado comiendo con Ana, nuestra lectora de español. Como sé que tiene complejo de despistada le cuento algo que me acaba de ocurrir y que quizá la consuele. La anécdota se ambienta en las elecciones a rector, que llegan estos días a su tercera ronda después de dos reyertas sicilianas que terminaron cuando el Ubú que nos desgobierna se retiró de la carrera con el rabo entre las piernas.

Ahora mismo lo mejor que hace nuestra universidad parece que es organizar elecciones: se montan unos debates magíficos, en los que el tiempo de cada intervención es cronometrado escrupulosamente y las preguntas se emiten desde el anonimato para evitar represalias. De todo hay: censos, programas, oficinas de voto, presidentes de mesa y unas urnas de madera que por las trazas han debido de alumbrar a varios canónigos y corregidores.

Resulta que entro corriendo en la sala de juntas, convertida en colegio electoral, y me encuentro con que preside la mesa Gérald (uno de mi departamento). «Muy dinámico te veo», dice Gérald, y yo le doy réplicas chuscas mientras sellan y me tienden una papeleta en blanco, me piden el carnet de identidad, les entrego el de la universidad por error —que además lleva caducado desde 2016—, me sorprendo de que se lo queden de rehén hasta después de haber votado, admiro la urna carolingia, comento el aspecto de probadores para pervertidos que tienen las cabinas y descorro la cortinilla para marcar mi candidato, que tras mucha reflexión iba a ser candidata. Los nombres de los aspirantes están repartidos en los cuadrantes de un disco, y marco uno de ellos con una gran equis. Salgo muy sandunguero, me dirijo a la urna y... y me quedo congelado en ese democrático ademán del que echa una carta en el buzón. Los vocales, que estaban comiendo un bocadillo, dejan de masticar por un instante, con las migas cayéndoles por el jersey. A todo esto, ¿a quién estoy votando?

Desdoblo la papeleta y descubro que estoy votando a un cuñado cuyo programa comienza diciendo que su método pedagógico consiste en contar chistes de Arévalo.

Por suerte, nuestra universidad ha perfeccionado tanto su actividad electoral que contempla un procedimiento de excepción para casos de enajenación transitoria como el mío. Gérald teclea un poco en un ordenador, firma unos papeles, sella otra papeleta virgen y yo, que no sabía dónde meterme, me meto en otra cabina.

—Si es que —me excuso luego, al contárselo a Ana— entre la urna medieval, el carnet caducado, los probadores y la conversación de Gérald, a lo que menos podía atender era a quién votaba. Tiene uno que estar pendiente de tantas cosas... Recuerdo que todavía dediqué una fracción de segundo a pensar si debía marcar el candidato con una equis o rellenar el circulito que había bajo su nombre, y se conoce que no me tomé ese tiempo para buscar el nombre correcto.

—¿Y no viste el cartel?

—¿Qué cartel?

—El cartel enorme que había en las cabinas diciendo que había que rellenar el circulito.

Sí señor. De esta me sacan en Mongolia.

martes, 25 de septiembre de 2018

BLACKFACE JAZZ FUNERAL, TAKE 2

                    No offense was meant.

Para cuando de improviso
el menda resulte occiso
y se le ofrezca un sepelio
voy dando el siguiente aviso:

Cultivad a vuestra Rosa
Parks, paladead la prosa
de algún airado insumiso
—James Baldwin, Ishmael Reed—
y vuestra suerte medid
conforme a sus testimonios.
Bajad por el tobogán
de los discos de Telonious;
como Booker o Toussaint,
inventad un nuevo idioma
que hable en serio hablando en broma
(porque la vida es muy punk
y brinca de Monk a Munch).
Quien mi cuerpo acondicione
salmodie a Nina Simone,
y al salir del camposanto
soplad fuerte en los metales
y bailad como en Luisiana:
que quienes sufrieron tanto
saben a cartas cabales
más de dignidad humana.

Protocolo habitual:
ir de negro a un funeral.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Aprovechando que tengo un par de horas libres antes de mi cita de las seis me acerco a a ver a Jacques. En julio le dio un patatús. Lo ingresaron y en el hospital cogió otras tres o cuatro cosas que lo tienen postrado y lleno de costurones. En lugar de flora intestinal tiene ahora un Actimel de vainilla. Relatando el rosario de arrechuchos, Yolanda, su mujer, da más detalles de los necesarios. «Bueno, bueno, esto ya lo hemos dejado detrás de nosotros», dice Jacques, pero ella erre que erre.

Jacques se ha quedado muy flaco, y más que lo parece por estar en pijama. Ha perdido opacidad, tiene la piel más fina y la mirada más acuosa. Se diría que la enfermedad lo hubiera ficcionalizado.

Le he llevado uno de los libros de los que más he disfrutado nunca, una colección de relatos de Ermanno Cavazzoni que, en la edición que yo tengo, se titula Idiotas. El ejemplar que le llevo a Jacques lo encontré el otro día en un puesto de viejo, y lo compré pensando que no lo había leído, pero al llegar a casa descubrí que era el mismo que ya tenía. Lo que ocurre es que en esta traducción francesa lo han titulado Le Calendrier des imbéciles. Entre sus páginas he encontrado una carta muy divertida, que dice lo siguiente: «Estimada Señora, estimado Señor, encontrará acompañando estas líneas el calendario anual que nuestro colegio remite a las familias de nuestros estudiantes. Esperamos que le sea útil». 

El pobre Jacques hace un esfuerzo por reírse. Le sale una risa de ventrílocuo.

A las seis entro en el bar que antes se llamaba Diode, donde he quedado con una antigua estudiante. Adeline, que así se llama, lleva ya unos meses trabajando en la redacción de Télépro, una de esas revistas para la orientación de los televidentes cuyas portadas de colores chillones chorrean Photoshop. «Es el segundo periódico de este tipo más leído en Valonia», me explica Adeline con un punto de orgullo. Al ritmo que va esto, seguramente sea ya el segundo periódico más leído, sin adjetivos.

Charlamos por encima del último número de Télépro. Al principio viene una serie de artículos temáticos, y al final hay pasatiempos y recetas de cocinas. Entre medias queda lo fundamental, el moderno calendrier des imbéciles: las páginas en las que se comentan las emisiones de cada día de la semana. Adeline señala la parrilla de programación:

—Lo primero que hago todas las mañanas, de ocho y media a diez y media, es corregir un par de páginas como estas.

«¿Quién alcanzará a expresar la soledad del corrector de fondo?», se preguntaba Daniel Pennac. Y comprendo con angustia que, en adelante, cada vez que abra un periódico me sentiré obligado a leer todas esas listas de programas, admirando su esmerada ortografía, sus calculadas abreviaturas, su pulcritud así como su total y emoliente ausencia de anacolutos.

De hecho, empiezo a leerlas en ese mismo momento, descubriendo con incredulidad que, durante el tiempo que hemos estado hablando, la tercera cadena ha echado «un espectáculo crítico y lúdico sobre el tema de la ortografía, un acercamiento pop e iconoclasta a la concordancia del participio». Verdaderamente, como almanaque Télépro tiene unos aciertos portentosos. 

Al fondo, solo y reconcentrado, hay un señor flaco que escribe o dibuja en unas libretas algo de apariencia crucial. En un ángulo de la mesa tiene abierto un estuche, y detrás se le enfría un café. La nueva iluminación del bar proyecta unos haces cremosos de farolillo a la veneciana. En una de las ocasiones en las que su cabeza se sumerge en el óvalo de luz, reconozco al legendario Parrondo.

Miro el reloj y consulto Télépro para saber qué debo hacer ahora. Lo encuentro en la columna del canal AB3: «La increíble revelación. Documental». Así pues, me acerco a Parrondo, le saludo y le doy el pésame por la muerte de su tío Gil. La noticia, de la que se hicieron eco todos los periódicos, me llegó cuando estaba en Madison y —honte sur moi— nunca llegué a escribirle. Luego, dirijo la mirada sobre el estuche, el café, los cuadernillos, y le pregunto si está trabajando:

—Sí, estoy terminando un nuevo libro. Trata de una mano que tiene cinco dedos. —Ante mi gesto de sorpresa, añade—: Como sabes, los personajes que yo dibujo tienen siempre tres dedos, así que un día me dije «¿qué reto me queda por afrontar? Ya sé, la mano de cinco dedos». Y de eso va.

Un rato más tarde, cuando ya me he despedido de Adeline y estoy abriendo la puerta del bar que antes se llamaba Diode, Parrondo viene hacia mí y me tiende un folletito con sus inconfundibles dibujos de señores paradójicos y contentadizos. «Toma, toma; ya lo hojearás tranquilamente en casa», dice. Pero no puedo esperar siquiera a tomar el tren. Se titula El futuro llegará en un segundo.