Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 31 de enero de 2014

—Alguna vez tendrás que salir a la calle. No te puedes pasar aquí dentro toda la semana.

Claro que puedo. Al otro lado de la puerta está Berlín a diez grados bajo cero, y en este restaurante coreano tengo mucho más de lo que nadie pueda necesitar, empezando por un plato de ternera marinada llamado bulgogi que todavía chisporrotea cuando lo traen a la mesa; hay otro llamado bibimbap que contiene un montón de cosas que nadie en Europa se atrevería a combinar —arroz, lechuga, un huevo frito, champiñones marinados, brotes de soja frescos, chile, pepino— pero que al mezclarlos y removerlos en el recipiente producen una misteriosa reacción química y dan lugar a un elemento completamente inaudito y suculento. Este plato, a su vez, se puede fusionar con el anterior, en cuyo caso se habla de bulgogi bibimbap, e incluso puede elevarse al cubo (dolsot bulgogi bibimbap) sirviéndolo en un bol de piedra ardiendo que hace que la comida se siga cocinando y transformando hasta el último bocado, en un maravilloso despliegue de sabores y texturas que durante unos minutos produce la impresión de que el verano ha irrumpido en enero.

También tienen en este restaurante coreano una notable oferta de platos don, de arroz y pescado crudo, con adornos inauditos, como pepino hilado. ¿Se puede hilar el pepino? Parece que sí, y el resultado es un híbrido mitológico que, sin dejar de ser pepino, sabe a cabello de ángel.

—¿Y esto qué es? —le pregunto a Kathleen, cogiendo con los palillos una rodaja de algo que tiene aspecto de goma.

—Creo que es huevo.

Me lo llevo a la boca. Es una tortilla reinventada, enrollada, aliñada, descontextualizada y remasterizada, que se esponja en la boca con una lenta deflagración de endorfinas. «¡Esto es huevo!», exclamo con incredulidad, como quien comprende súbitamente que la única persona que podría haberle hecho feliz era un compañero de oficina que entró y salió de su vida sin que nunca le prestase la más mínima atención. Curiosamente, hace unos meses tuve un sueño premonitorio sobre este preciso momento.

Pero sin duda lo más asombroso que uno puede pedir en este gabinete de los prodigios es una versión de un plato de origen japonés llamado gomae. Su fabuloso sabor procede de una fórmula muy simple, compuesta por el matrimonio inopinado de tan sólo dos ingredientes: espinacas escaldadas y crema de cacahuetes. De postre tomamos invariablemente helado de té verde envuelto en una crêpe recubierta de caramelo. En estos festines ininterrumpidos, pantagruélicos y, por cierto, incomprensiblemente económicos, convoco la presencia inmaterial de mi amigo Eduardo, que sería algo así como el lector ideal de la carta de este restaurante. «¿A que está rico?», le pregunto, pero desde el plano astral Eduardo no me responde, sin duda porque en esos momentos tiene la boca llena.

No recuerdo cómo ni cuándo consiguió Kathleen arrastrarme fuera del restaurante. Lo que sí recuerdo es que después pasé varios días seguidos corrigiendo exámenes sin parar, hasta que al fin cumplí mi condena y pude salir pestañeando a la calle, volver al coreano (donde me recibieron con una ovación cerrada), consultar algunos libros del Iberoamerikanisches Institut, pasear e ir al cine.

Berlín es una ciudad en la que nada parece demasiado difícil. Por eso hay gente que cree poder vivir en ella sin hablar alemán, sin tener trabajo y durmiendo en el sofá de unos amigos. Y resulta que muchos descubren que no sólo pueden vivir así, sino que incluso pueden vivir bastante bien. ¿Qué otra cosa puede esperar quien vea a los berlineses montar en bici por una calle adoquinada mientras beben a morro de una litrona y fuman tranquilamente un fiti? ¿Cómo se dejará ganar por el desaliento quien entre en un aparcamiento y vea que en el segundo piso, detrás de una puerta desvencijada y sin ningún tipo de indicación, se encuentra una cantina idéntica a la de Mos Eisley, de La guerra de las galaxias? ¿Cómo arrojará la toalla quien visite el cine que una pareja de punkis ha abierto en el hangar de una vieja fábrica, con los muros cubiertos de lona negra y un chubeski que hay que alimentar tres o cuatro veces durante la proyección para que los espectadores no se queden ateridos? Alguien me habló de unos peruanos que vivían en Berlín y habían ideado un «cine de ventana», que consistía en que el público se quedaba de pie en la calle y miraba por la ventana lo que ellos estaban viendo en vídeo. Hey, esto es Berlín, todo es sencillo si te lo propones; y sobre todo si no te lo propones. 

Un día, el pasado diciembre, se nos antojó salir por la noche a algún lado, pero no queríamos ir muy lejos porque hacía frío, y de todos modos lo único que nos habría apetecido oír era swing de los años 30. Así que nos quedamos en casa, porque a fin de cuentas —nos dijimos— ¿cuál es la posibilidad de que esta noche toque en Friedrichshain un grupo compuesto por un banjo, un contrabajo, un violinista, un ukelele y un trombón? Bueno, pues al día siguiente vimos un cartel que anunciaba para la noche anterior un concierto con exactamente esa formación musical a cinco minutos de nuestro apartamento. De manera que cuando esta noche —volvemos al último día de enero de 2014— comenzamos a tararear inconscientemente canciones de los Comedian Harmonists, ya sabemos adónde debemos dirigirnos: al Badehaus Szimpla. 

El Badehaus Szimpla es una barraca maravillosa, con las paredes cubiertas de frescos delirantes y tela de Jouy. Lástima que el primer grupo que toca sea tan muermo. Los acordes son erráticos, como si los hubieran escogido con uno de esos dados dodecaédricos del Dungeon & Dragons. Voy al baño y cuando salgo me cruzo con un tipo al que le suena el teléfono móvil: es lo mejor que he oído hasta ese momento. Por suerte estamos bebiendo Jarosover, una cerveza de Bohemia mucho más conmovedora de lo que el primer grupo de la noche será jamás.

Eh, un momento: ¿es posible que el tipo larguirucho que tocaba el contrabajo en el primer pase sea el líder del segundo grupo? Se quita el borsalino que llevaba, se pone un bombín y se acerca al micrófono:

—Hay que ver qué grupo más malo. Sobre todo el bajista, que era un horror...

Cuando nos queremos dar cuenta el escenario se ha llenado de personajes estrambóticos de edad indefinida: unos son jóvenes por dentro y viejos por fuera; otros son jóvenes por fuera y viejos por dentro, y esa contradicción se exterioriza en una música borrachuza y vitalista, aunque sus letras hablan de la muerte y la destrucción. Se hacen llamar Fidel Castor und die Transporter, su lema es «swing, punk, sudor y poesía», y tocan con el brío y el humor de una banda kletzmer en una boda judía que se celebrase durante la festividad del Purim. Durante la siguiente hora y media las vibraciones acompasadas que impelen el suelo y las paredes del Badehaus Szimpla lo convierten en la válvula mitral de la ciudad.

sábado, 25 de enero de 2014

¡Postcontemporáneo chucho!
Su ladrido tiene mucho
de estropeado y de afónico.
Es
el perro cónico.

Cuando cantas en la ducha
«Girl on fire» él te escucha
con su tímpano ultrasónico.
Es
el perro cónico.

Con su fiel acompañante
el palomino mutante
y el jubilata pirrónico
es
el perro cónico.

Su tarjeta de memoria
borra datos aleatoria-
mente. O es Johnny Mnemonic o
es
el perro cónico.

La herrumbre pone a su cuello
ruido análogo al resuello
del harmonio que tocó Nico.
Es
el perro cónico.


Aunque no salvará el mundo,
vela al pie del moribundo.
Ciberpunk, mezcla de Tron y Co-
bi, es...
¡¡¡ E L   P E R R O   C Ó N I C O !!!

domingo, 19 de enero de 2014


«Es usted exactamente igual que mi dentista». Esto ya me lo había dicho el Sr. de B. la última vez que me invitó a Amberes. De entonces a ahora ha hallado la manera de escribir y publicar una nueva gramática del español, en neerlandés, de más de mil páginas.

—La cosa tiene cierta lógica. A fin de cuentas soy jurista de formación, y una gramática viene a ser el código legal de la lengua.

El Sr. de B. primero estudió, a instancias de su padre, Filogía Románica; luego hizo Derecho, obtuvo la titulación suplementaria para opositar a notarías, y, quizá por inercia, obtuvo una tercera licenciatura, esta vez en Criminología. «No sé muy bien por qué lo hice; no tenía ninguna intención de convertirme en prefecto, y visto con cierta perspectiva debería haberme hecho notario. Pero ya está bien, pasemos al capítulo siguiente: ¿qué quiere comer?»

El Sr. de B. siempre trae a sus invitados al mismo restaurante, el De Markgrave, y a veces acude también sin invitados, con su esposa, o sin esposa. Desde que me recogió en el hotel hemos venido hablando de lo que íbamos a pedir para beber, y palideció cuando dejé caer que mi úlcera desaconseja los vinos tintos.

—Podemos hacer como quiera, desde luego, pero sería una lástima: esta semana tienen un Rioja excepcional.

Pedimos el Rioja, carpaccio, bacalao y foie gras, aprovechando que aquí todavía no está prohibido. Sin duda, esta es la parte de las conferencias que más le gusta. Mañana estará alicaído y mirará el reloj a cada poco.


Las varias carreras posibles del Sr. de B. quedaron en suspenso durante los veintiún meses que duró su servicio militar. Supongo que es lo que uno debe aceptar cuando vive en un país que ha sido el esclavo sexual de Europa. La primera mitad de la vida de cuartel consistía, para los jóvenes universitarios, en ser humillados sistemáticamente por sargentos que apenas sabían hacer la O con un canuto. La segunda mitad, una vez que los universitarios habían alcanzado el grado de lugartenientes, consistía en vengarse cruel y no menos sistemáticamente de los sargentos.

—Pero yo no era de esos —se apresura a aclarar el Sr. de B.—. La disciplina es saludable y forma el carácter. Creo que fue un enorme error acabar con la mili. En fin, cerremos este capítulo. ¿Quiere algo de postre?
 
El tiramisú de té verde no sabe ni a lo uno ni a lo otro, pero está bueno igual. Volviendo a mi anfitrión, al terminar el servicio militar quedó en espera de recibir un destino diplomático, pero fue en los días en que se anunció la inminente creación de una cátedra de Hispanismo en la universidad de Gante, lo que le animó a doctorarse rápidamente en la disciplina para poder solicitar el puesto. Obtenerlo no debió de suponer grandes esfuerzos para alguien que ya había sido capaz de vivir tantas vidas en una sola; desde entonces, ha honrado su cátedra con una dedicación intensa y omnívora que hace de él, dentro del hispanismo, el equivalente del mayor general de Pirates of Penzance: es crítico, gramático, filólogo, políglota, ensayista, lexicólogo, simpático, estrambótico. Se ha leído todo Delibes, todo Umbral y todo Cela, que se dice pronto. ¿También Cajón de sastre? Sí. ¿También Oficio de tinieblas 5? También.

—Y al final —le pregunto, a propósito de Oficio—, ¿trataba de algo?
—No. Bueno, ya está bien, se acabó el capítulo de Cela, ¿está seguro de que no es usted mi dentista?

lunes, 6 de enero de 2014

El 3 fui con Kathleen al mercado de San Antón, y pedí unas ostras francesas tan grandes que sacaron de sus goznes el cascanueces monstruoso con el que intentaban abrirlas.

El 4 bailé un tango con la fiebre y le di al retrete un apasionado beso de tornillo. Puede decirse que sacó lo peor de mí mismo. Parece que era una hamburguesa de pollo.

El 5 la fiebre había remitido, pero no tanto como para que no tuviera la sensación de arrastrarme durante las nueve horas que duró mi viaje a la ciudad leprosa. Me recibieron docenas de cadáveres de abetos abandonados por las aceras, sacrificados a una cursilería de usar y tirar. 

Disfrazados de secretarias, los Reyes Magos me han traído hoy, día 6, setenta exámenes sin corregir. En un correo electrónico Christine P. nos invitaba a compartir con ella una galette des Rois, a las tres y media. Llego tarde, y me encuentro a los cuatro héroes que se han atrevido a venir el primer día en que se vuelve a encender la calefacción. Les pregunto, por mera fórmula, qué tal las fiestas. Todos miran para otro lado. Recuerdo entonces que el padre de uno murió a mediados de noviembre; que el padre de otra intentó suicidarse poco antes del verano, después de que lo abandonase su mujer; que la de más allá huyó de su casa cuando era joven por motivos suficientemente sórdidos como para no habérselos confiado nunca a nadie. Para levantarnos el ánimo empezamos a hablar de crímenes.

Es que estos días se pasean por la ciudad dos tipos con disfraces de peluche, uno de elefante y otro de canguro, que forman parte de una campaña de prevención contra los carteristas. Les acompañan otras dos personas disfrazadas de policías. Mientras el elefante distrae a los peatones, el canguro les mete la mano en el bolsillo. Si el peatón se queja, le entregan un folleto.

Louis G. cuenta con mucha gracia la historia de un amigo suyo que, alarmado ante una ola de robos en el barrio, compró una pistola de calibre 38. Cuando los ladrones entraron en su casa sólo se llevaron una cosa: ¡la pistola! También en su propia casa, de noche, le robaron a Christine el ordenador portátil y la bicicleta. Bicis, en realidad, ya le han robado seis, hasta el punto de que en el Decathlon siempre le tienen reservada una de su tamaño. La última fue porque había olvidado cerrar con llave la puerta del garaje; esto quiere decir que alguien se dedica a recorrer la ciudad probando a abrir las puertas de los garajes, porque sabe que alguna vez suena la flauta.

Céline —una profesora de alemán— cuenta que el pestillo de la puerta de su coche no funcionaba bien, y que un día entraron, le abrieron la guantera y se llevaron el GPS y algunos de sus CDs. Sólo algunos: dejaron los de música electrónica. Esto significa que alguien, quizá el mismo que revisa las puertas de los garajes, intenta abrir también las puertas de los coches, uno a uno, calle a calle, hasta que una noche da con una puerta mal cerrada, como la de Céline, y se lleva al Kronos Quartet.

También en la facultad —dice Christine—, a última hora de la tarde, hay alguien que intenta abrir las puertas de los despachos, aguardando el día en que uno haya olvidado cerrarlo con llave. Si al entornar ve que la luz está encendida, cierra inmediatamente. Pero no tan rápido como para que el sufrido profesor que hace horas extra no vea, asida al picaporte, una mano desproporcionada, siniestra, azul, de peluche.