Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 17 de abril de 2015

Indescriptible frustración: he llegado a Madrid demasiado tarde para comer torrijas, y demasiado pronto para las rosquillas de San Isidro. Lo compensa —un poco— el poder asistir a la exposición temporal de la fundación Mapfre, titulada «El canto del cisne». A partir de los fondos del Musée d’Orsay, la exposición presenta al público una antología de los lienzos que la Académie des beaux-arts admitió a concurso en la segunda mitad del siglo XIX. Esos cuadros que las historias del arte despachan rápidamente como anodinos, repetitivos, vulgares, pomposos, aburguesados, insulsos, acomodaticios y, en definitiva, insultantes para la inteligencia de los espectadores.

Sin embargo, nada más entrar el visitante se da con un desnudo de Ingres que le corta el aliento. Salvando al mencionado Ingres, Courbet, Alma-Tadema y algún otro (¡Moreau!), los nombres de los pintores representados serán hoy desconocidos incluso para los habituales de los museos: Cabanel, Blanc, Meissonier, Guillaumet... A despecho de lo que uno cree que sabe, en esos cuadros hay drama y discurso, perspectivas aéreas audaces, contrastes arriesgados, composiciones estudiadas y una comprensión, una interiorización del paisaje que no tienen las fotografías.

El más complejo es probablemente Los guardacostas galos (1888), de Lecomte de Noüy. Vienen a ser tres cuadros en uno: la esquina superior izquierda es una reedición de Impressions de Manet; el centro es un paisaje simbolista, una naturaleza desatada a lo Caspar David Friedrich; el tercio inferior derecho —donde están los galos propiamente dichos— constituye un testimonio ejemplar de realismo historicista sobre el origen mítico de la nación.

Visito la exposición dos veces: una solo, a media hora del cierre, y otra al día siguiente con Eva, Nacho, Kathleen y Nora. A todos (salvo a Nora, que tiene dos añitos y además anda pachucha) nos embelesa La araña de Léon Comerre (1905), donde la araña es una rubia en escorzo, frescales e impúdica, con una mirada sonriente que Comerre aprendió seguramente en Murillo y en los garitos de Montmartre. Es una representación demasiado fácil de la mujer fatal, probablemente ya algo lúdica —el cuadro es de 1905—, y me arriesgaría a decir que al artista lo que más le interesaba era el alarde técnico de una telaraña que se ve a pesar de no haber sido dibujada, casi como la aguja de la bordadora de Vermeer que obsesionaba a Dalí. El centro de la tela —y de la telaraña— es el ombligo.

Mis cuadros preferidos son La pucelle! de Craig y Les oréades de Bouguereau. El título del primero lleva un signo de exclamación que a Eva no se le escapa. Sobre un borrón ensangrentado se desboca el caballo de la doncella de Orléans, que espanta la mirada —alucinada— en un mikado de lanzas rojas. De lejos, el cuadro se descompone en un estudio de vectores como los de Paul Klee. 

Les oréades presenta una escena disparatada con una seriedad que sólo muchos años más tarde recuperaría Dalí: cuarenta y dos mujeres desnudas volando por los aires como si las hubieran disparado con un cañón de confetti. Revisando luego catálogos en casa, descubro que el cuadro de Craig (>1907) y el de Bouguereau (1902) estaban contenidos (en potencia) en una arrebatada y abigarrada alegoría política del polaco Malczewski, pintada a principios de los años 1890, en la que una multitud erizada en lanzas es propulsada mágicamente desde un lienzo que el pintor está pintando dentro del propio cuadro.
¿Era este el arte aburrido que barrieron las vanguardias? ¿Era este el enemigo de los impresionistas, los expresionistas y los nabis? Es verdad que mis cuadros preferidos de la exposición pertenecen ya al siglo XX, pero la Mélodie du soir de Jean Jacques Henner data aproximadamente de 1872. Encontramos allí un cielo pintado con espátula, contornos difuminados, rostros apenas esbozados y un título que dispara el conjunto a través de dos sinestesias consecutivas: la sensación de la tarde es traducida a una melodía y retraducida a lenguaje pictórico. A ver si los cuadraditos de Piet Mondrian saben hacer eso.

Henner es un ejemplo trucado, ya que no fue el artista que más cómodo se sintió en los salones de la Academia; el último cuadro que remitió al finalizar su beca en Roma —la Susana que también acoge la fundación Mapfre— fue desdeñado como «un esbozo», y pocos años después su obra sería elogiada por artistas excluidos de la Academia como Renoir, Degas o Manet. Pero no se trata sólo de Henner: toda la exposición en su conjunto mantiene una llamativa sintonía con el modernismo, ese movimiento literario que pasa por ser una pica hispánica puesta en el Flandes de la modernidad. Mujeres ideales, faunos, pegasos, centauros, náyades, representación mítica y transtemporal de personajes bíblicos, cristianismo tolstoiano, paisajes del alma, reverencia ante las ruinas de la Antigüedad, neoclasicismo impostado... Es el mundo de Prosas profanas pintado con el mismo virtuosismo formal que también se exigía Darío; virtuosismo que admitía una exageración epatante de ciertos contornos y colores, y que incluiría en una fase posterior una simplificación artificiosa.

Esta pintura academicista es más representativa que ninguna otra de los valores artísticos imperantes en la época en la que fue producida, y sin embargo se resiste a las categorías que hoy explican esa misma época. El propio catálogo de la exposición confiesa su desconcierto en numerosos epígrafes interrogativos: «¿sabemos mirar la pintura académica?»; «¿crónica de una decadencia programada?»; «¿un tema olvidado?»; «¿hijos del museo?»; «¿examen o revisión?».

Una clase de primaria visita la exposición y se sienta frente al Persée de Paul-Joseph Blanc. La profesora, de acento porteño, lo hace muy bien:

—¡Fa! ¡Pero qué enoooorme es este cuadro! Va del techo hasta el suelo. ¿A que no cabría en vuestra casa?

La tela representa a Perseo a lomos de Pegaso («no, no es un unicornio», corrige la profe); el héroe tiene en la mano la cabeza de Medusa. «¿Por qué sólo aparece la cabeza de la chica?», pregunta la profesora, y un párvulo contesta: «¡porque la chica tiene dos cabezas!». Efectivamente: en la cabeza de este niño el cuadro se titula «Mujer de dos cabezas sufre operación radical a manos de cirujano nudista». Los niños que van al museo son hematocríticos natos; qué pena que no les dejen redactar el catálogo. No aprenderíamos menos, y nos divertiríamos más. 

sábado, 11 de abril de 2015

Estuve trabajando el Viernes Santo hasta cerca de la medianoche, y cuando ya no quedaba prácticamente nada de la Semana Santa nos dieron las vacaciones de Semana Santa. El sábado me reuní con Kathleen en Hamburgo para celebrar el cumpleaños de su hermana, y luego habíamos acordado pasar tres días en Málaga para recuperar la cordura y quitarnos ese color de langostino a medio descongelar que da el invierno belga.

En el aeropuerto tuvimos la cada vez más frecuente trifulca del suplemento de equipaje. Ya hasta aerolíneas serias como British Airways han perdido el rubor y les cobran las maletas a sus pasajeros: el recargo es moderado si has leído la letra pequeña y facturas por anticipado a través de la página web de la compañía, y disparatado si no eres un globe-trotter y la cosa te pilla de nuevas. Vueling, que es la compañía que hace el trayecto Hamburgo-Málaga, cobra por las maletas, por elegir asiento y por los centímetros extra de los asientos de emergencia. Obviamente nosotros habíamos intentado facturar las maletas por internet la noche anterior, pero Kathleen no recordaba su contraseña de Paypal; quiso volver a la página precedente para pagar con tarjeta y el interfaz se quedó colgado; desde entonces, la página de nuestra reserva incluía las dos maletas pero por algún motivo no nos permitía completar el pago.

«Qué le vamos a hacer, ya se lo explicaremos mañana en el aeropuerto», dije ingenuamente. Y luego dicen que la edad da sabiduría. En el mostrador de check-in una azafata cogió nuestras maletas, nos dio las tarjetas de embarque y nos envió derechos al mostrador de atención al público. Allí, una becaria a la que habían dejado sola ante el peligro nos explicó en un alemán aproximativo que nuestra única opción era pagar casi el cuádruple de lo que habríamos debido pagar si hubiéramos completado el pago en línea.

La gente que dice que Kathleen es muy dulce nunca le ha cobrado un recargo de equipaje. Traté de contenerla, pero no pude evitar que mutilase atrozmente a dos azafatas y que se comiese una de esas máquinas de autocheckin que nunca reconocen el número de reserva. Cuando los antidisturbios estaban ya sacando nuestras maletas de la bodega del Boeing, le entregué a la becaria mi tarjeta de crédito y le juré a Kathleen que no descansaría hasta que los directivos de Vueling nos pidieran clemencia de rodillas. 
Kathleen aún humeaba cuando desembarcamos en Málaga. Nos metimos en un taxi y dijimos con desenvoltura el nombre de nuestro hotel. El taxista arrancó y mantuvo el suspense durante varios segundos antes de preguntarnos dónde estaba. Joder, y yo qué sé dónde está, si supiera dónde está me haría taxista y llevaría a los turistas de un lado para otro.

—Bueno —dijo el taxista con filosofía—, pondremos la maquinola.

La maquinola era el GPS, que me prestó para que escribiera yo la dirección. Cuando se lo devolví me preguntó si sabía cómo funcionaba. Le respondí que literalmente era la primera vez que tenía un GPS en la mano. Luego me giré hacia Kathleen, que tenía el pánico pintado en la cara, y traté de tranquilizarla diciéndole que ahí fuera, en el espacio exterior, había un satélite que sabía adónde queríamos ir y que buscaría para nosotros el camino más rapido y seguro. Cuando casi había conseguido tranquilizarla, el taxista giró 180 grados.

—Me he despiztado un poco —ceceó—, pero enceguida llegamos.

Un minuto después se paró bruscamente en un carril de aceleración para poner de nuevo el GPS, porque como lo había estado toqueteando se había vuelto loco. El taxímetro estaba apagado. «No pasa nada —nos explicó, señalando una cartela compulsada que lleva pegada al parabrisas—, la tarifa es fija». Una voz de mujer inexistente pero absurdamente segura de sí misma daba indicaciones: «siga a la izquierda trescientos metros y póngase a la derecha»; «gire a la derecha, Avenida Velázquez».

—¡A la derecha! ¡A la derecha! —gritó Kathleen.
—¡Yo me bajo! —grité yo.

El taxista pegó un volantazo y entramos derrapando en la avenida Velázquez. Desde entonces, fueron seis ojos los que siguieron el itinerario trazado en la pequeña pantalla del GPS, y seis orejas las que atiendieron a las instrucciones de nuestra guía virtual: «en la próxima rotonda tome la cuarta salida, Guadalmar». Kathleen y yo señalamos la flecha que marcaba la desviación, y la cantamos a voz en cuello: «¡Guadalmar! ¡Guadalmar!». Aun así, al taxista le pilló desprevenido, pero dio marcha atrás en medio de la rotonda y cogió la salida correcta.

—Joé, chicos, perdonar, que es que no cé qué me paza hoy.

Tras pasar tres cuartos de hora dando vueltas, llegamos a nuestro hotel, que tiene un gigantesco letrero luminoso; si fuera mucho más pequeño todavía habría sido visible desde la parada de taxis del aeropuerto, que está a menos de un kilómetro en línea recta. El taxista se deshacía en disculpas.

—Nada, hombre, nada; lo importante es llegar.

En aquel momento lo dije con sinceridad y alivio, porque varias veces temí que no llegásemos, pero visto en retrospectiva tampoco era tan importante llegar o no llegar, ya que en Málaga hacía exactamente el mismo tiempo que en Hamburgo. Lo único por lo que merecía la pena el viaje era por el chiringuito de Servando, que estaba enfrente del hotel, y en el que hacían pescado a la brasa por unos precios ridículos. A lo tonto a lo tonto hemos pasado allí las tres noches y buena parte de sus correspondientes días.

—No hagas tanto ruido al comer —me decía Kathleen—, que la gente está mirando. 

Eran ruidos de placer, como los de Meg Ryan en aquella película. La última noche pedimos una selección de grandes éxitos: almejas al vino blanco, espeto de sardinas a la brasa, jurielitos fritos, conchas finas con limón y unas berenjenas rebozadas con jarabe de remolacha que tiene algo de realidad trascendente, de «cosa en sí» kantiana.

Viendo los despojos de la batalla, los rabos de los boquerones, las valvas de las almejas y las raspas de las sardinas me digo que he contraído una deuda con el Mediterráneo, que ahora deberé emplearme a fondo para hacer que su sacrificio no haya sido en balde: deberé ser mejor persona, poner mejores notas, bajar la tapa del váter y escribir más a menudo mi diario.