Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 19 de febrero de 2018

Veinticinco minutos en Bitterfeld, una ciudad perdida en Sajonia donde por un curioso capricho para el tren de alta velocidad. He llegado esta mañana para el entierro de la abuela de Kathleen y tomo esta noche de nuevo el avión a Bruselas. Edificios burgueses desconchados y vacíos, entre los cuales se entrevén los esqueletos tubulares de las fábricas químicas que durante décadas apestaron la región. Doris cuenta que los veranos, cuando bajaba en tren a visitar a sus padres, los viajeros subían las ventanillas al atravesar esta ciudad. El olor se colaba de todos modos.

El entierro de la abuela de Kathleen es oficiado por una predicadora profesional que hace una simpática semblanza biográfica de la difunta. En los funerales católicos se habla sobre todo de Jesucristo, de Lázaro y de la resurrección de la carne. Hay veces que el nombre del difunto se pronuncia sólo de pasada, durante el ofertorio y por compromiso. En esta región descreída, en cambio, se cuenta casi de más. Para cuando me toque a mí voy a dejar un papelito con lo que quiero que se diga. Desde luego, de aquella vez que quise hervir un huevo en el microondas, ni palabra.

Al terminar descuelgan la urna en una tumba pequeñita. Un músico ciego toca el acordeón. Pasa un minuto de novela de Baroja. Luego nos vamos todos a comer.

Entramos en un reservado del restaurante local. Allí los asistentes se secan las lágrimas, cuentan viejas anécdotas y bromean a cuenta de la difunta. Mientras, se sirven emparedados o trozos de pastel, y beben sorbos de café de filtro. «Era la bebida preferida de la abuela», dice alguien. A decir verdad, fue la única bebida que se le conoció, pues la abuela era una caso raro de hidrofobia. Se mantuvo durante cuatro o cinco décadas con dos tazas de café al día.  

También ha venido al piscolabis la predicadora. «Lo ha hecho usted muy bien», le decimos, como si hubiera toreado un novillo. Algo de eso hay: quien profesa ese oficio trata a diario con la muerte y tiene a sus espaldas el riesgo del ridículo. En este caso, el ridículo que acecha a quien dice banalidades en tono solemne y sin la red de seguridad que da una teología: «nos mira desde arriba», «sigue viviendo dentro de nosotros», «ya ha llegado al destino de nuestro viaje», etc.

La predicadora de Bad Düben no ha resuelto el misterio de la vida después de la muerte. Quien sí lo ha resuelto es la región italiana de Lazio, como enseguida se verá.

Cuando regreso a Tilff encuentro encima de los buzones dos sobres grandes y una tarjeta postal dirigidos a la señora Zaina y a su marido. Sobre la postal el cartero ha escrito a lápiz: «Tout 2 D.C.D.». Alguien que no sabe escribir «ambos» en francés bien puede creer que «dé-cé-dés» es un código sacado de una serie de policías, algo así como «definetly cold dead». Con código o sin código, lo cierto es que la señora Zaina la espichó, casi tan sorpresivamente como la abuela de Kathleen, hace dos años. Para entonces llevaba cinco o seis de viuda. Los sobres portaban un membrete de la región de Lazio, y la tarjeta postal, de idéntico remitente, convocaba a mis ex vecinos a las elecciones de un pequeño municipio cerca de Roma. El matrimonio Zaina no nos mira desde arriba ni sigue viviendo dentro de nosotros, sino que prosigue su viaje en los archivos de una administración regional italiana. Quizá todos nos encontremos allí dentro de unos años. Parece que hacen un risotto rico rico.