Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 12 de diciembre de 2017

Como a nosotros, miembros del personal académico de la universidad de L***, no nos ata un contrato convencional sino un juramento solemne, el número de tareas que podemos asumir es indefinido. Por el mismo motivo no se prevén fondos para cubrir permisos de maternidad ni bajas por enfermedad. Aunque el personal administrativo duplica numéricamente al personal académico, somos nosotros los que revisamos los planes de estudio y resolvemos los problemas de las matrículas individuales, los que confeccionamos los contratos Erasmus de cada estudiante de intercambio, los que contratamos personal, los que redactamos y controlamos los reglamentos, los que hacemos los pedidos para la biblioteca, los que nos evaluamos a nosotros mismos, los que gestionamos los presupuestos, orientamos sobre becas, reservamos hoteles, elaboramos planes estratégicos, rellenamos formularios y hacemos fotocopias. 

Mientras tanto, el ministro del ramo se ha dedicado a desarticular los planes de estudio hasta convertirlos en algo así como una lista de boda, y el rector ha dedicado todas sus energías a multiplicar las instancias de decisión, de manera que las actas de la reunión más sencillita se han transformado en una dadaísta colección de acrónimos. Un filósofo que, ya sea por devoción o por precaución, anda metido en todos los fregados, me explicaba que una gilipollez que se dijera en el consejo de administración la acababa escuchando diez veces: «en la junta de departamento, en la asamblea del personal científico, en la reunión preparatoria del consejo de la Facultad, en la junta de Facultad propiamente dicha, en la comisión permanente de investigación, en la comisión permanente de enseñanza y en dos o tres consejos de estudios». La situación no tiene remedio fácil: como me dijo el otro día el decano, si se crease una comisión para la simplificación administrativa lo único de lo que podríamos estar seguros es de haber creado otra comisión.

Un día el rector publicó un plan estratégico que estaba medio plagiado de un documento canadiense. Otro día dijo que quien quisiera investigar podía hacerlo los fines de semana, ignorante —criaturita— de que ya pasamos los fines de semana preparando seminarios y poniendo al día el correo electrónico. Otro día anunció la creación unilateral de una Facultad de Educación. Otro día ordenó el cierre de las páginas web de ensayo y difusión cultural de nuestra Facultad. Y otro día unos cuantos profesores nos hartamos y dijimos que ya estaba bien y que esto se iba a acabar.

En un primer momento incluso pensamos hacer algo para que la cosa se acabase: desertar las reuniones, dimitir de algunas funciones, negarnos a poner notas o ir a la huelga con un par. Luego unos titubearon, otros apelaron al sentido de la oportunidad, otros se aburrieron y otros, más honestamente, se acoquinaron. La solución de consenso fue escribir un papelito. Yo dije aquello tan cañí de «¡dejadme solo!», y durante un fin de semana aparqué la correspondencia —aún tengo correos de entonces sin abrir— y redacté un texto furibundo sobre la precarización del personal científico, la creación de expectativas fraudulentas entre la población estudiante, la burocratización de la universidad, el reparto desigual de obligaciones, la imposibilidad fáctica de conseguir semestres sabáticos, la devaluación de los diplomas, la falta de transparencia en las decisiones institucionales y las porquerías que dan por comestibles en la cafetería. Todo el mundo dijo que era un texto fantástico, vigoroso, arrebatador y, tras felicitarme, lo metieron en un cajón.

Luego otro profesor redactó otro texto, mucho más bonito que el mío, pero que era algo así como un relato de Bernard Quiriny. Hablaba de las dos universidades que hay en L***: una que se vende en papel cuché, dinámica, estratega, adaptada al mercado laboral y en general a cualquier presión externa; otra que anda por ahí cargada de hombros, agobiada por las deudas, un poco renqueante, otro poco nostálgica. Estas dos universidades no se hablan, y ni siquiera comparten la misma lengua. La fábula terminaba con una llamada paradójica y surrealista a instaurar «un diálogo en adelante imposible».
Yo anduve pensando si me adhería o no me adhería a este documento. No me apetecía poner mi firma al pie de un refunfuño poético, pero tampoco quería debilitar la posición de mis compañeros conspiradores, que habían preferido este texto al mío. Pasó un día y otro día, y entonces alguien me dijo en el pasillo «ya veo que te has pasado a la resistencia». El cuento de las dos universidades había empezado a circular y yo lo había firmado sin saberlo. Debo de ser un caso raro de revolución hipnagógica o de sonambulismo sindical.

Tras mucho psicodrama, el texto acabó publicandose en La Libre Belgique con un centenar de firmas, casi todas de Filosofía y Letras. Parece que el rector tuvo una rabieta, y sólo por eso yo ya doy lo comido por servido. No parece, sin embargo, que hayamos ganado para nuestra causa a la opinión pública: los comentarios que figuran al pie de la edición digital del manifiesto revelaban muchas veces un desconcierto que me hizo reír a carcajadas durante un cuarto de hora.

«Yo, la verdad, no sé mucho de esto», admitía uno, «pero al principio pensaba que en L*** había dos universidades, y al seguir leyendo no estoy tan seguro. ¿Cuántas universidades hay? En fin, mientras lo entienda quien debe entenderlo...». Otro lector copiaba una frase particularmente abstrusa («[esta universidad] defiende una postura crítica respecto de las lógicas que subordinan la producción y la circulación de conocimiento a condiciones ajenas a las prácticas de saber»), y la presentaba a modo de enunciado de examen: «introducción, tesis, antítesis, conclusión; tienen dos horas». «¡Felicidades y gracias a los autores de este artículo, tan claro para todo aquel que haya hecho estudios universitarios!», decía un troll risueño. «¿Por qué no discutir la próxima vez del sexo de los ángeles?», proponía otro más allá; «así podrían crearse muchos empleos en Valonia».

El sindicalismo literario es un género arriesgado, porque las reivindicaciones pueden caer en un vórtice hermenéutico postmoderno y tener repercusiones tan poco solicitadas como la volatilización de los archivos, la inundación del paraninfo, el trance hipnótico de los estudiantes del máster en papirología, el tórrido romance entre un catedrático de latín y un dispensador automático de bebidas carbonatadas, la materialización del campus virtual o la transformación del rector en una cucaracha. Esto último, a la hora en que escribo, acaso ya haya sucedido.

jueves, 12 de octubre de 2017

Decía en la radio Àngels Barceló que la única serie que está siguiendo es una titulada Procés, que tiene mucho intríngulis. Si es una serie, lo que hemos visto esta semana llevaba guión de David Lynch. El señor que iba a proclamar la independencia de Cataluña saltó del anuncio de lo que haría a dejar sin efecto lo que había hecho, sin pasar por el momento de hacerlo. El inquilino de Moncloa salió de su letargo para preguntar por escrito, como hicimos mentalmente casi todos, qué es lo que había ocurrido realmente aquella tarde. Entre una cosa y otra, un portavoz del partido en el gobierno declaró con mucha pompa que no reconocía la no-declaración de independencia, lo que —como me hizo notar Patricio— fue lo más cerca que nadie estuvo aquella tarde de proclamar la independencia de Cataluña.

La única salida teórica a este atasco es el referéndum pactado, pero casi nadie quiere llevarla a la práctica: unos, porque pondría en cuestión el dogma de la integridad territorial; otros, porque no están tan seguros de que el sentimiento de pertenencia nacional que presentan como hegemónico sea tan hegemónico como lo presentan. Se están barajando muchas otras soluciones, a cual más delirante. Yo tengo una, desglosada en cuatro sencillos puntos, que no lo es menos.

En primer lugar, trasladar la capital de España a Gerona. Tal cual. Que —vamos a ver— tampoco es tan dramático. No se trata de llevarse el parque del Retiro con los patos y montaña artificial, sino de habilitar una nave industrial para el Congreso y otra para el Senado. Estoy seguro de que en Gerona hay algún bar donde pueden reunirse los ministros con las condiciones de seguridad y baratura a que están acostumbrados.

Al cabo de diez años, iniciando una dinámica de rotación por turno negociado, la sede del gobierno se movería a Badajoz. A ver si así de paso mejoran de una vez la línea de tren.

Segunda medida: un pacto de partidos por una educación nacional. Porque me pega que el concierto educativo actual cada vez se parece más a la prensa de provincias, donde, como me decía una vez Eduardo, el día del apocalipsis zombi la noticia de primera plana será «en Carbajosa se ha caído una vaca a una zanja». Una estudiante de San Sebastián, muy trabajadora y entusiasta, me decía esta semana que hasta el año pasado, y salvando los extractos recogidos en un manual de bachillerato, sólo había leído literatura escrita por vascos y en euskera. Doy por hecho que se la habrá leído toda. Si esto le resulta escandaloso a alguien, que se pare a considerar que en Madrid ni siquiera en las carreras de estudios hispánicos se lee literatura de expresión no castellana. O que es más fácil seguir cursos de catalán en Buenos Aires que en Madrid. Mi conclusión: hay que aprovechar la crisis territorial para solucionar el desbarajuste educativo, y viceversa. Lo que no consiguió Gabilondo acaso lo consiga Junqueras.

El siguiente punto es la renovación urgente de los símbolos españoles. Tenemos un himno que cada vez que suena nos crece el bigote: que lo quiten y pongan cualquier cosa. El «La la la» de Massiel (que tiene la misma letra), un cosita de Serrat o, qué sé yo, una canción del verano que no sea completamente intolerable. La bandera tampoco tiene arreglo: propongo sustituirla por un diseño ajedrezado que imite los manteles de los restaurantes populares, que es donde todos nos sentamos a hacer patria. Qué bonito sería ver la bandera de España y no pensar ya en el alcázar de Toledo, sino en ese menú del día por 9,50 que tiene gazpacho con guarnición, arroz con leche y un vinito (falso) del Penedés.

Por último, un referéndum. Pero no un referéndum de autodeterminación, sino un referéndum sobre la forma de Gobierno a escala nacional. Que ya va siendo hora. Si sale república, los independentistas catalanes habrán visto satisfecha de forma incruenta la mitad de sus reivindicaciones. Y si sale monarquía, los republicanos nos seguiremos jorobando otros veinte o treinta años, hasta que le llegue el turno a una de esas princesitas rubias, que no sé ni cómo se llaman, y por clemencia hacia sí misma o hacia el primero de los hijos que entonces tenga, se plante y deje que nos desgobernemos solos.

Post scriptum: La estudiante donostiarra me explicó otro día que en también en las clases de lengua española del instituto solían leer, traducir y comentar textos en castellano.

domingo, 8 de octubre de 2017

               PRIMEROS DE OCTUBRE

Convocados por octubre, en el minuto amarillo
de una ciudad sucia, rompe la oleada de vencejos.
Debe de ser confortante formar parte de una tribu
soldada, que evoluciona con movimientos parejos
entre los muros y aleros de un país ineficiente
y viejo. Pero sospecho que esta imagen está lejos
de ser cierta, y la bandada se mueve a espasmos de envidia
y rencor; que un ave piensa «nadie escucha mis consejos»,
y otra «menudos aires se da aquel», o «este aletea
sólo cuando le conviene», o «no estoy para festejos»,
«¿alguien sabe dónde vamos?», «cuando empezamos con esto
tenía gracia», y las más: «¡cuán gritan estos pendejos!».

viernes, 29 de septiembre de 2017

Suelo decir que en L*** no tengo ningún sitio preferido, pero ya no es cierto. Nunca lo fue, en realidad, porque estaba el Pot Au Lait, un pub de suelo irregular, lleno de recovecos, de hornacinas con santos de cabeza alienígena, de vírgenes deformes, de maquinarias incomprensibles, de lámparas votivas y de cuadros siniestros que en conjunto componen una casa-museo del surrealista desconocido o retículo de la amígdala de David Lynch. Pero el Pot Au Lait es para ir por las noches, y yo a las seis de la tarde completo mi diaria transformación en detritus y tomo el autobús del servicio municipal de basuras.

Enfrente de la facultad, en la planta baja de un espantoso aparcamiento de superficie, han abierto una tasca que se llama En Ville.  Tiene sillas de diversa procedencia, un banco corrido lleno de cojines, una estantería con libros infantiles, una estantería con vinilos de David Bowie y un florero maravilloso con forma de cabeza de señor simpático con bigote. La dueña es una chica muy despierta y enérgica; ahora ya nadie hace adaptaciones cinematográficas de Chaucer o de Boccaccio, pero si alguien las hiciera debería enviar a su director de casting a que la viese, porque tiene el tipo exacto de una de esas venteras de cuento con enredo: las caderas anchas, la pisada firme y la mirada irónica.

La carta de En Ville es una pizarra con cuatro cosas, pero bien ricas: huevos fritos con pan artesano, puré de verduras, un par de bocadillos de queso de granja y una ensalada. Ahora, que no es una de esas ensaladas-coartada que se ponen sin aliñar junto a un filete para dar la sensación de que uno no sólo come carne: la ensalada que hace la ventera de En Ville tiene berenjena al horno, pimientos asados, zanahoria, calabaza, cebolla caramelizada, endivias, coliflor, nabo, lentejas, crema de garbanzos y bayas. Que yo recuerde. Es la alegría de la huerta, la paleta de Arcimboldo, cornucopia de ocasión.

Me acerco a pagar y la ventera se llega a la caja metida aún en conversación con su compañera:

—¡...qué le voy a hacer yo si las atraigo!
—¿A quiénes, a las clientas? —pregunto yo, adulador como el señor antiguo que no tardaré ya mucho en ser.

Ella se sonroja y disimula una sonrisa, como cogida en falta.

—Eso es algo que no le puedo decir.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Otra vez España. Toda la vida social de un año concentrada en diez días. Es una estancia aturullada que me deja recuerdos curiosamente hortícolas. Al llegar a Ávila, el sobrino Jaime señaló la tomatera que tienen en un tiesto a la entrada y dijo: «¡Patates!». Otro sobrino, Martín, en el pueblito de La Cabrera en el que veranean, me enseñó a localizar unas plantas raquíticas y polvorientas que se comen:

—Es que son rastreras —dice, con unas erres borbónicas—; se llaman «verdulagas». 

Parece que se pueden picar y hacerlas en tortilla, lo que se aplica a muchas cosas que no juzgaríamos inmediatamente comestibles. Al volver a Madrid, en el alcorque de una acacia talada que hay justo enfrente de la casa de mis padres, descubro una matita de verdulaga, aderezada con colillas y residuos caninos.

En los días siguientes comí ochenta veces en el restaurante Superchülo, en la calle Malasaña, donde hacen un timbal de verduras fabuloso y un zumo de remolacha tirado de precio que creo que me produjo alergia. Y luego llega el día en que vuelvo a L***.

Vuelvo a mi casa, pero no tengo la sensación de volver a casa, sino de tomar el camino del destierro. Llevo semanas convocando en la imaginación, para animarme, los aspectos placenteros de la vida en L***, pero los martines pescadores son menos mágicos que el colibrí; la rivera del Ourthe palidece frente a los campos de nenúfares del lago Wingra; la mediateca cabría fácilmente en los luminosos lavabos de la biblioteca pública de Madison; el chef del Amirauté se pondría a hacer pucheros si lo llevásemos a cenar al Sardines. Eso sí: en L*** están algunos de los mejores semiólogos del mundo, y varios de los sociólogos culturales más pintureros, y Laurent, que acaba de publicar en Gallimard, y Parrondo, que ha sacado un libro titulado Rien.


Cuando el avión comienza a descender estoy leyendo un libro que me he comprometido a reseñar, pero que se me hace bola y no acaba ni a tiros. Un metro a mi izquierda, al otro lado del pasillo, un pasajero me hace señas y señala mi brazo, o mi mano, sin saber muy bien en qué lengua hablarme. Hace una seña de escribir o de pedir la cuenta, por favor, y entiendo que se refiere a mi lápiz. Como las azafatas acaban de anunciar las correspondencias, imagino que quiere apuntar el número de la puerta de embarque a la que debe dirigirse. Le presto el lápiz y, para mi total estupefacción, el tipo se agacha y lo emplea para calzarse los mocasines. Doy boqueadas buscando una réplica que no sea brutal pero que tampoco normalice la situación, cuando el hombre yergue el torso y congela la cara en una mueca ridícula de azoramiento. Luego alza la mano lentamente y me enseña medio lápiz astillado.

Sorry —dice. Y luego me tiende la otra mitad, la que tiene punta, por si quiero seguir subrayando con ella. Le digo que no es necesario, que puede tirarla, pero él insiste. Como no ha conseguido meterse los zapatos, aplasta el talón y se los pone como si fueran babuchas. En mi mano, el medio lápiz roto rubrica con elocuencia el final de un largo verano.

Aterrizamos en Bélgica. 

domingo, 20 de agosto de 2017

En el avión olía a gasolina y creí que había una fuga, pero no era gasolina sino ginebra, y luego bourbon, y luego ron. Mi compañero de asiento bebía un combinado tras otro mientras escuchaba música reggae. Era un hombre joven con la cabeza rapada y una barba hirsuta que estaba diciendo a gritos «interrogadme». Nuestro reloj interno marcaba las once de la noche pero en unos instantes la tripulación empezaría a repartir el desayuno. El nombre de mi vecino es Arthur y se ha hecho amigo de todas las azafatas.

—Esta vez ya me han hecho pagar la bebida. Las cuatro veces anteriores no tuve que pagar. Trabajo en la NASA. Es un buen curro, pero si en España hubiera trabajo me vendría aquí. Mi madre es de un pueblo del interior de Asturias, adonde intento ir de vacaciones cada dos o tres años. Es increíble que a estas alturas siga sin hablar ni una palabra de español. Pero el olor del ganado y de la vegetación es la leche. Deberían embotellarlo y venderlo. En Estados Unidos hay olores parecidos, pero no es lo mismo. Es una vergüenza lo que está pasando. No sé si has seguido la actualidad política. Yo soy conservador, creo que hay que controlar bien las fronteras, pero nuestra política exterior está bien jodida. Lo sé de buena tinta, soy un veterano. En nuestro centro de Houston —trabajo en la NASA— me ocupo de entrenar astronautas. Tenemos la mayor cisterna del mundo, con una estación espacial sumergida en la que simulamos la ausencia de gravedad. Pero soy militar, y he entrado en fuego cinco veces. Lo que hacemos es un disparate. Entramos en las ciudades con tanques. Yo he entrado en Irak montado en un tanque y he visto cómo enseñaban a disparar a niños de cinco años. Los ponían delante de una diana con forma de soldado norteamericano y les enseñaban a apretar el gatillo. Estas son cosas que no ven los políticos de Washington. Deberían mandarlos a todos allí, para que supieran de lo que hablan. Me han disparado ocho veces y me han herido dos. Pero lo que me ha tenido varios años en terapia fue otra cosa. Un día un muchacho de doce años me lanzó una granada. Yo la cogí antes de que explotase y se la mandé de vuelta. Y lo maté. No quiero volver allí: trabajo en la NASA, pero estoy en la reserva hasta que cumpla los 40. Ahora tengo 31. Está la cosa bien jodida. Ah, parece que empezamos el descenso, mi parte preferida. Lo que más me gusta es el despegue y el aterrizaje. Uno de los últimos vuelos que hice fue genial, el avión bajó de morro y estuvimos a punto de estrellarnos. La gente lloraba y se abrazaba, pero yo decía «esto va a ser genial». Una azafata me dijo que tenía mucha sangre fría. Ya te digo. Yo he pilotado aviones y he estrellado aviones. Nunca pasa nada. Quiero decir, ¿qué puede pasar? Esta es la parte divertida. En fin, te voy a apuntar mi dirección de correo electrónico, por si quieres mandar a algún estudiante al espacio. Trabajo en la NASA. Podemos hablar por Skype dentro de la cisterna de microgravedad. 



domingo, 13 de agosto de 2017

Con un estado de ánimo crepuscular me siento en el porche de nuestro bungalow de Madison a hacer una lista mental de lo que echaré de menos: las enchiladas de mole de la taquería Guadalajara; el museo Chazen, con su planta de monstruosidades hiperrealistas y no siempre ominosas; las excursiones en bici a un multicine del extrarradio mientras las luciérnagas disparan sus magnesios; los fondos inagotables de la biblioteca universitaria; el divertido tono de sorpresa de la voz que en el autobús anunciaba, al llegar a la esquina de Park y Erin, el Saint Mary’s Hospital; el café frappé de Everly, las pausas para jugar al frisbee, las canoas de alquiler, los cheese curds, el Comedy Club... Y, sobre todo, estar rodeados de plantas y de bichos.

A diferencia de las ciudades europeas, en las que primero se arrasa y luego se edifica encima, en muchos pueblos y barrios norteamericanos las casas parecen haberse construido en los claros que la vegetación dejaba naturalmente. Por supuesto no es eso exactamente lo que ha ocurrido, pero a esa sensación contribuyen dos cosas. La primera es el tamaño inmenso de muchos de los árboles, con copas que casi siempre se elevan muchos metros por encima de los tejados. El riesgo es evidente para el que vive debajo, pero hace muy bonito. A tres manazanas de nuestra casa, por cierto, hay un roble que es más antiguo que Estados Unidos. El segundo motivo de esa impresión es la fluidez entre ecosistemas, ya que las vallas de madera son fundamentalmente simbólicas y permiten que los animales pasen del bosque a los jardines y de una parcela a otra.

Sólo en nuestro exiguo jardín, que es poco más que una franja de césped, viven cuatro o cinco conejos y media docena de ardillas. Además nos han visitado dos mofetas, dos colibríes, una marmota, un pósum y más pavos de los deseados. También el gato Harvey sigue viniendo de cuando en cuando a darse pisto. Y una manzana más lejos, a tiro de piedra de nuestra casa, empieza el ecosistema lacustre del Monona. Muchas tardes, trabajando en el porche, hemos oído el griterío de los cuervos que avisan de que se acerca un águila; son asiduos de nuestro manzano los zorzales (robins), los cardenales rojos, los canarios, y no contamos los  ciempiés, cochinillas, mariquitas, cigarras, abejas, avispas, hormigas, escarabajos, libélulas y arañas que van de un lado para otro como si necesitaran una prima por productividad. Desde la cama, con la ventana abierta para recibir en la cara el aire húmedo de la noche, escuchamos las ranas y los grillos; el siseo de un transformador lejano parece un insecto más.

Muchas veces nos han preguntado este año si querríamos quedarnos en Estados Unidos. Puedo imaginarme viviendo en una casa de madera —en mi cabeza es idéntica a una iglesia noruega que vimos en Washington Island que desde lejos parece un dragón dormido—, ordeñando mis cabras (Ziggy y Petunia) y echando un parrafito con el cartero. Jueves y viernes iría a la facultad montado en mi burro e impartiría las dos clases preceptivas a mis siete estudiantes graduados, con los que tendría un trato entre apostólico y socrático. Por las tardes me sentaría en el porche y tocaría un rato el ukelele para mi público entusiasta de marmotas y mapaches; cenaría rebanadas de pan de hinojo —que, no tiene ni que decirse, yo mismo habría horneado—, una con queso de cabra y otra con mantequilla de cacahuete, vería el monólogo satírico de Stephen Colbert y me iría a dormir riéndome de la locura del mundo.

Pero ni siquiera en lugares tan apacibles puede uno considerarse a salvo de las innumerables desgracias que incuba Estados Unidos y que —estoy convencido— más tarde o más temprano nos atraparían. Ha de recordarse que este es un país que todavía no ha dado una respuesta clara a la primera pregunta de una sociedad: la de si debe regir la ley de la jungla o si es preferible que haya algún concierto entre los intereses y apetencias de cada vecino. Mientras acaban de resolver esa cuestión, el futuro de la seguridad social es incierto, los costes de la atención médica son arbitrarios, el precio de la educación es prohibitivo, los aires acondicionados crean problemas respiratorios, los coches pueden circular hasta que se caigan a pedazos, no está muy claro quién controla la calidad de los alimentos y los medicamentos se dispensan a lo loco. 

En cambio, hay un equipo de funcionarios que viene regularmente a medir el césped de tu jardín y si supera cierta altura te mete una amonestación por donde menos te lo esperas.

Y luego está el capítulo de las pistolas. Cada año se producen en el país más de ocho mil asesinatos con armas de fuego. La cifra de heridos, disparos accidentales y gente que se levanta la tapa de los sesos por iniciativa propia es siete u ocho veces superior; muchos de esos heridos y muertos simplemente pasaban por allí.

Hay sitios, como Madison, en los que las armas de fuego tienen una existencia más bien teórica. No hemos visto a ningún civil armado, y los dos o tres tiroteos de los que hemos tenido noticia a lo largo de este año se produjeron de madrugada en alguna gasolinera del extrarradio. Pero quién sabe. Cada vez es menos raro que cuando un policía pide los papeles del coche, apunte al conductor con la pistola y ponga el dedo en el gatillo. Hace un par de semanas una mujer llamó a la policía porque oía cómo en el piso de al lado golpeaban a alguien; cuando llegó el coche patrulla, salió en pijama a explicar lo que había oído y un agente la mató de un tiro.

Tengo la impresión de que si nos quedáramos a vivir en Estados Unidos estaríamos pintando el diablo en la puerta. Quizá una familia pueda vivir en placidez relativa durante varias generaciones sin sufrir los efectos adversos de la desregulación, pero si algún día uno de sus miembros sufriera una intoxicación alimentaria, o se arruinase por un defecto de forma en el formulario de la aseguradora, o tuviera que seguir trabajando con setenta años cumplidos, o no pudiera pagar los estudios universitarios de sus hijos, o le pegaran un tiro al ir a sacar la cartera para mostrar su carnet de conducir, o chocase contra un coche que tenía un faro averiado, o se sumase a los dos millones de trabajadores americanos que se han vuelto adictos a los analgésicos y, subsecuentemente, a la heroína, sería para decirle «macho, tampoco te extrañes».

miércoles, 9 de agosto de 2017

Una de las violentas tormentas de la semana pasada ha tirado la mitad del arce que hay delante de la casa de al lado. El tronco está abierto de arriba abajo, pero la otra parte ha quedado en pie. Si hubiera sido un rayo, el corazón del árbol estaría quemado y seguiría oliendo a chamusquina durante los días siguientes; pero ha sido la fuerza del viento. Brian teme que la próxima vez el resto del arce se caiga sobre su casa, pero como está en terreno público no puede tocarlo.

Kathleen me hace notar que casi todos los árboles de la calle han crecido en horquilla. El tendido eléctrico tiene que pasar por alguna parte, de manera que fueron podando los árboles año tras año para que sus copas crecieran a ambos lados de los cables. Luego sopla el viento y los desgaja.

Brian es el vecino. Tiene una barba blanca y lacia, y siempre lleva una gorra de béisbol. Trabaja de técnico en la televisión local y es muy tímido porque tiene soriasis y huele un poco raro. A lo mejor le ha caído un rayo. El otro día estuvo en casa tomando unas cervezas y nos dijo que no ve la hora de que el ayuntamiento corte el arce. Como proyecta una sombra tan tupida, no le crece nada de lo que planta delante de su casa; sólo brotan hierbajos, que, privados de luz directa, se llenan de mosquitos. El otro día le llegó un aviso del ayuntamiento porque los hierbajos había crecido por encima de las veinte pulgadas reglamentarias. Si fueran plantas de jardín, como adelfas, evónimos, lirios, gladiolos o girasoles, podrían superar esa altura, pero las plantas silvestres no.

En realidad sí, a condición de obtener el certificado oficial de «hábitat adaptado a los pájaros»; o sea, silvestre. Pero hay que rellenar muchos expedientes y pasar por muchas ventanillas para tener un jardín asilvestrado.

Brian nos dice que si el medio arce que aún se tiene en pie cayese sobre su casa, los jardineros municipales cortarían la parte que estuviera más allá de la acera y se la llevarían, pero él tendría que ocuparse de lo que quedase más acá de la acera (probablemente la copa y la mayor parte del tronco, que tiene un metro de diámetro), y además debería reparar a sus expensas los desperfectos.

Hoy ha venido por fin un camión del municipio a cortar el arce. Uno de los técnicos se ha pasado la mañana troceándolo desde una grúa, de arriba abajo. Algún vecino quería que les dieran la madera, pero un reglamento lo prohíbe. Otro técnico miraba nuestro manzano, que está ahora lleno de manzanas y de escarabajos esmeralda, no se sabe si con ganas de comerse una o de pasarle la motosierra.

Ahora que ya sólo queda el tocón del arce, se ve que Brian ha cortado muy mal el césped, como a bocados. Parece un solar, pero ya están todos contentos.  

lunes, 7 de agosto de 2017

Hace cerca de 250 días los que creían que la revolución digital daría lugar a un nuevo reino milenario de la democracia participativa descubrieron atónitos la capacidad de internet para crear realidades sustitutivas, mundos hechos a la medida de cada uno, con la música que a uno le gusta, las películas que ya conoce y las opiniones que lo confortan. En uno de esos mundos, y a despecho del resto del mundo, Donald Trump no era un mequetrefe descerebrado.

La lección era bastante nítida: no hay una opinión pública, ni un único imaginario colectivo, y si hay un discurso dominante es seguramente en el sentido menos discursivo: dominantes son algunas prácticas y estructuras sociales, más que el relato sobre la sociedad. Casi resulta divertido observar las cabriolas que tienen que hacer Fox para sostener su peculiar versión de los hechos, evitando las noticias que abren el resto de la prensa nacional a cinco columnas. Pero incluso cuando un acontecimiento recibe cobertura nacional —un bombardeo en Siria, una declaración en la rosaleda de la Casa Blanca—, la lectura que hacen unos y otros es completamente opuesta, poniendo en evidencia que la producción de sentido se realiza en diferentes espacios y comunidades.

Durante la semana que siguió a las elecciones, los medios liberales reconocieron con embarazo que habían vivido en una burbuja y que no tenían ni idea de qué hacían sus compatriotas de las áreas rurales, ni de qué les gustaba, ni de qué les preocupaba. Después, nunca más ha vuelto a hablarse del tema. A finales de julio salió en la tertulia de los domingos por la mañana un locutor de radio de un condado perdido, y explicó que a los votantes de Trump no les preocupaba lo más mínimo ninguno de los escándalos que aireaban las primeras páginas de los periódicos. Lo que ellos ven —explicaba el locutor— es que la depreciación del dólar favorece las exportaciones, que el paro ha bajado incluso por debajo del punto en el que lo dejó Obama, que se están construyendo nuevos oleoductos y que la gasolina raya en muchos lugares un irrisorio precio de dos dólares por galón.

—Bueno, hala, muchas gracias —le cortó la presentadora de la tertulia, antes de dar paso al siguiente tramo de ocho horas dedicado al título del e-mail que el hijo del presidente le mandó a su cuñado en relación con una misteriosa reunión que tuvo lugar hace un año y en la que según parece había algún ruso. Entiendo que la cosa es seria, pero después de ver con incredulidad que CNN dedicaba un día entero a comentar esa noticia, resulta difícil no desear que un luchador de lucha libre irrumpa en el plató y ponga un poco de cordura o, por lo menos, imponga un breve cambio de tema.

La prensa liberal (el Washington Post, el New York Times, la CNN, el semanario New Yorker) se ha abandonado al placer morboso de ofrecer justicia poética y fantasías de consolación. Los titulares se llenan de verbos modales que hacen volar la fantasía del lector o del espectador: «puede que», «parece que», «es posible», «se discute si», «hay indicios de que»... Se convierte en noticia el mal humor de los empleados de la Casa Blanca, el descontento manifestado en privado por republicanos anónimos, las especulaciones sobre un hipotético impeachment y la explicación de los motivos por los que la Asociación Americana de Psiquiatría no puede emitir un comunicado diagnosticando al presidente de narcisismo paranoide.

Entre tanto, del resto del mundo no se sabe nada, a menos que algún turista o soldado americano tenga la desgracia de fallecer en el extranjero. Poco puede extrañar que a los votantes de Trump no les importe el Tratado de París si para los medios de comunicación liberales el planeta acaba en New Jersey.

En las tertulias de televisión consideran que Trump ha puesto cara a una corriente populista dentro del partido republicano. «Populismo» es un término del que se hace frecuentemente un uso arrojadizo, pero que puede ayudar a definir el registro de ciertos partidos o movimientos más allá de su ideario. Me parece especialmente útil la definición que propuso Sagrario Torres en 1987, según la cual el populismo sería una «retórica de contenido fundamentalmente emocional y autoafirmativo, centrada en torno a la idea de “pueblo” como depositario de las virtudes sociales de justicia y moralidad, y vinculada a un líder, habitualmente carismático, cuya honestidad y fuerza de voluntad garantiza el cumplimiento de los deseos populares». Esta definición tiene el acierto de contemplar únicamente el discurso, dejando a un lado las políticas desarrolladas, que pueden ser harto volubles o, en casos como el del republicanismo norteamericano actual, estar diseñadas para beneficiar a las élites sociales.

La retórica de Trump es indudablemente emocional y apela al pueblo americano, pero ni siquiera sus más fervientes partidarios lo consideran honesto, y a día de hoy nadie puede creer sinceramente que sea capaz de liderar ningún grupo más complejo que una caja de zapatos llena de gusanos de seda. Como decía hace poco un artículo, me parece que en el New Yorker, no existe el «trumpismo»: lo que hay es un resentimiento al que podría haber dado cuerpo cualquiera que pasase por allí, fuera un mamarracho de la telerrealidad o, como en un episodio de _Black Mirror_ más profético de lo habitual, un dibujo animado.

No hay un plan maquiavélico detrás de una fachada de estupidez: en privado Trump se expresa de un modo todavía más errático, embarazoso y desinformado que en sus intervenciones públicas. Esta semana el Washington Post ha publicado la transcripción de las conversaciones telefónicas que el presidente sostuvo en sus primeros días de gobierno con los presidentes de México y de Australia: Trump se presenta allí como un tipo maleducado, que tutea a sus interlocutores, lanzándoles constantemente acusaciones y reproches que al otro lado de la línea corrigen con aplomo y cortesía. Esto puede constituir un oprobio para la nación, pero para la clase media blanca sin estudios superiores que es el caladero de votos de Trump se trata de un regalito del cielo: la política ha dejado de ser una discusión sobre asuntos complejos en un lenguaje codificado y se ha transformado en un reality más, lleno de monstruos de feria y de esos personajillos que la gente adora odiar. Por fin.

Los programas de televisión analíticos (el dominical Meet the Press o el diario de Rachel Madow) o satíricos —Samantha Bee, Stephen Colbert, Saturday Night Live, Trevor Noah, Jimmy Fallon— ejercen una función fiscalizadora y consoladora, pero también pueden verse como productos satelitales del gran circo Trump. El programa de Colbert, por ejemplo, se impuso sobre otras tertulias nocturnas cuando empezó a sacarles punta a las salidas de pata de banco del equipo presidencial. La declaración de James Comey, el director depuesto del FBI, ante la comisión de investigación parlamentaria fue minuto de oro a pesar de emitirse un jueves a las diez de la mañana.

La conclusión de estos 250 primeros días de Trump es que todo el mundo está ganando más pasta. Cada cual con su corralito, con su parroquia, con su burbuja.

domingo, 16 de julio de 2017

El capítulo musical es exuberante. Subsiste la tradición de bandas callejeras en la Plaza de Armas y en las esquinas de Frenchmen Street, donde se ubican varios locales míticos del jazz. En uno llamado d.b.a escuchamos a la electrizante Tremé Brass Band. En la cubierta del Natchez, uno de los dos últimos vapores auténticos que surcan el Mississippi, hace reclamo un organillo de viento, y en su entrecubierta tocan ragtime los Steamer Stompers. Varias noches recalamos para tomar una cerveza Abita en Spotted Cat, donde la mitad del público parece saber bailar lindy hop. Por supuesto, todos los hombres llevamos pork pie hats.

Hacemos la visita obligada al Preservation Hall, una sala vieja de siglos sin bar ni lavabos por la que parece que acaba de pasar el huracán Katrina, y en donde cada noche se opera una ceremonia arqueológica en la que durante tres cuartos de hora se insufla nueva vida al lenguaje contrapuntístico de Bix Beiderbecke y de Sidney Bechet. Los asistentes aplauden enfervorecidos cuando la pianista hace tremolar un acorde o cuando el clarinetista se pone de pie, cosas ambas que podría hacer un infante de corta edad. Al fondo, un cartel anuncia que las peticiones del público cuestan 5 dólares; 10 si se trata de una canción moderna y 20 en el caso de «When the Saints Go Marching In». Esto último es, como evidencia la lupanaria progresión de la tarifa, lo que el público turísitico más desea que le toquen y lo que los músicos menos ganas tienen de tocar. Alguien echa veinte pavos en el bote. Los músicos cruzan una mirada de inteligencia y se encogen de hombros, como diciendo «acabemos con esto cuanto antes».

Músicos mediocres hay en todas partes, también —o sobre todo— en varias de las esquinas de Nueva Orleans, que atraen a instrumentistas de toda laya. Es fácil que un mendigo dé con una trompeta y se dedique a atronar a los clientes que están comiendo buñuelos en la terraza del Café du Monde con la esperanza de que alguien vea en él a un genio bohemio y le dé un billete de 5. El coro de la parroquia de Guadalupe podría aplacar la ira del dios de Abraham y de Israel, pero no la de los hipsters de Frenchmen Street.

Una noche nos obligamos a hacer la acostumbrada ronda por los locales de aquella calle, pero estamos tan derrengados que para volver al hotel tomamos un rikschaw, que aquí llaman pedicab. Mientras pedalea, nuestro conductor nos cuenta que durante un tiempo intentó ganarse la vida como músico profesional, pero que se cansó de tocar canciones que no le gustaban con gente que no le gustaba. Es posible que en verano, cuando los cabeza de cartel están de gira por el extranjero, algunos de los mejores músicos de Nueva Orleans sean los camareros y los conductores de bicitaxi.

Desafiando la tormenta tropical que estalla puntualmente a las tres de la tarde corremos un día a ver el Backstreet Museum, dedicado a los funerales de jazz y a la singular tradición de los «indios» afroamericanos, que es más bien una peña de carnaval con aires trascendentes. Cuando llegamos, nos encontramos ante una casita frágil, de una planta, con el cartel de «cerrado». En el porche hay un banco donde un señor con bigote echa un parrafito con un amigo que sienta medio culo en una barandilla. El señor con bigote habla un inglés incomprensible y, según creemos entender, nos explica que el dueño del museo está trabajando en ciertos proyectos además está o ha estado enfermo. Bueno. Nos cede el banquito para que aguardemos a que escampe; cabemos los tres, pero —dice— el banco no lo soportaría. Para nuestro asombro, el señor del bigote abre tan tranquilo la puerta del museo y entra en él a buscar una silla de jardín.

Al rato llega una mujer arrugada y cheposa, con una larga cabellera rizada por la lluvia y una mirada alucinada. Nos dice que se llama Geraldine. Lleva treinta años haciendo crítica musical en Nueva Orleans y es amiga de muchos músicos locales, incluyendo a los miembros de la familia Marsalis, que son los principales responsables de la última resurrección del jazz en Louisiana. Todos los viernes por la tarde Geraldine se acerca al porche del Backstreet Museum a tomar una cerveza y a pegar la hebra con el señor del bigote. Como si fuera cosa propia, se excusa por el cierre inopinado del museo, pero Kathleen y yo llegamos a versiones diferentes de su explicación: para ella, se trata simplemente de una reunión familiar, mientras que yo creo haber entendido algo de un funeral que ha congregado durante tres días a la extensa parentela del dueño.
Esa misma noche vamos a Snug Harbor —otro de los locales de Frenchmen Street— a escuchar al quinteto de Ellis Marsalis, que es el padre de tres o cuatro de las luminarias del jazz actual, y profesor de celebridades como Harry Connick Jr. El patriarca parece masajear el piano, sacándole un sonido ligado y aterciopelado que no parece proceder de una colección de teclas. En la mejor tradición de las leyendas del jazz, no sigue un orden predeterminado en el repertorio, sino que toca una introducción y espera que sus músicos adivinen de qué tema se trata. Sus improvisaciones son sencillas, más rítmicas que melódicas, aunque de vez en cuando traza un arabesco sofisticado con el que nos recuerda que esa sencillez es una opción consciente, no una limitación de alguien a quien adularíamos si lo llamáramos viejo.

Todas las ciudades deberían tener un barco a vapor con un terceto que toque ragtime, y bandas callejeras de dixieland, y clases gratuitas de lindy hop, y un local en el que una vez por semana toque alguno de los muchos Marsalis que pueblan el mundo. Hasta entonces, que no me hablen de progreso.

viernes, 14 de julio de 2017

Nos montamos de nuevo en  el tren que une Chicago con Nueva Orleans siguiendo el curso del Mississippi. Sus vagones son de dos pisos y uno de ellos tiene ventanas altas y techo acristalado para ver mejor el paisaje. Los bosques se vuelven cada vez más frondosos, invadidos por una especie alóctona que forma lianas alrededor de los troncos. Plantaciones de soja y de maíz, pantanos, ríos de aguas marrones, carreteras de tierra y vías abandonadas. Una tienda de una planta, con las paredes de hormigón visto, está cubierta de grafittis sin maña que dicen «open open open», pero los desmiente una plancha de madera claveteada al marco de la puerta. Algo más allá, un letrero municipal conmina con una sintaxis ambigua: «quiet sick zone». Las garzas alzan el vuelo entre arrayanes y pinos cubiertos de líquenes, y cuando nos queremos dar cuenta el tren se está deslizando sobre las aguas grises del lago Pontchartrain, sostenido por pilotes de madera carcomida. Al otro lado del lago se insinúan los espectros de los hoteles de Nueva Orleans, adonde todavía tardaremos otra hora en llegar.

Junto a nosotros viaja una mujer que no puede levantar las piernas, y su hijo, que no puede alzar los brazos. Están rodeados de bolsas. La mujer tiene el pelo blanco y varios dientes de menos, por lo que parece más anciana de lo que seguramente es. En pocos minutos y de forma desordenada nos cuenta la saga de su familia. Su abuela, que se apellidaba Marx, pertenecía a una dinastía de artistas circenses; acaso de otra de las ramas de su árbol genealógico colgasen Groucho, Chico y Harpo. Esta abuela Marx azotaba a sus nietos y les forzaba a comer raciones imposibles de chucrut. Una vez su propia hija la llamó nazi y ella le tiró un tenedor desde el otro lado de la mesa y se lo clavó en la mejilla.

Nuestra amiga Julia, que ahora trabaja en Noruega, nació en Nueva Orleans, por lo que cuando supo de nuestros planes contactó con sus amigas Tara y Veronica, que aún viven allí y que se apresuraron a ofrecernos su ayuda. Veronica nos recibió en la estación; en las horas siguientes nos llevaría en coche a los principales barrios de la ciudad y nos haría probar las especialidades de sus locales preferidos. Empezamos por Parkway Bakery, donde supuestamente se ofrecieron por primera vez poor boys, los extravagantes y por completo sobrevalorados bocadillos que hoy figuran en la primera página de cualquier guía turística. Como esos bocadillos se inventaron para suministrar calorías a los conductores de tranvías y a los trabajadores de la vecina fábrica de conservas, hay que hacerlos bajar consumiendo cantidades imprudentes de una espectacular cerveza pilsen de grosella.

Veronica nos lleva también al Lower Ninth Ward, la zona en la que más estragos produjo el huracán Katrina. Estando allí es fácil comprender lo que sucedió. Muchas calles desembocan en un muro elevado de cemento que cierra un canal de navegación industrial; la lluvia llenó el lago Pontchartrain, el viento hizo remontar el agua del Mississippi y, como el dique del canal padecía defectos estructurales, reventó. Han reconstruido muchas casas, pero el barrio conserva un aspecto devastado. Algunos vecinos siguen cortando el césped de sus terrenos por imperativo municipal, aunque de la casa que allí había sólo perdura un dintel, un trozo del fundamento o un montón de chatarra; en otras parcelas la naturaleza ha vuelto por sus fueros perdidos y las plantas, más altas que un hombre, han engullido hasta las aceras. Mientras visitamos esa zona cae un aguacero y enseguida se forman charcos que cubren por encima del tobillo, porque el barrio está por debajo del nivel del mar y tiene un drenaje pésimo. 

La gente en Nueva Orleans tiene a gala ser muy hospitalaria y extrovertida. A veces, demasiado. Veronica nos cuenta que una vez su hermano fue a recoger a un amigo antes de salir de marcha; el amigo le dijo «espera un segundo: le preparo un huevo a JFK y salimos». El hermano de Veronica dio por hecho que JFK era un perro u otro animal de compañía que por extraño capricho respondía a las iniciales del presidente Kennedy, y se impacientó porque su amigo se entretuviera en hacerle huevos fritos. Iba a echarle el sermón cuando se abrió la puerta del sótano y salió un negro diciendo: «eh, colega, ¿dónde está mi huevo? Me prometiste que me freirías un huevo». Luego, se dio media vuelta y cerró la puerta.

—¿Qué leches ha sido eso? —preguntó el hermano de Veronica.

—Oh —respondió el otro—, es JFK. Un día descubrí que estaba viviendo en mi sótano, y desde entonces lo alimento.

martes, 11 de julio de 2017

«Parecían chicos blancos escuchando música negra, pero era algo más: era el nacimiento del rock and roll». Esto decía un viejo guitarrista en un documental sobre la música en Memphis, pero obviamente no se trataba sólo de chicos blancos escuchando música negra, sino de chicos blancos saqueando las tradiciones musicales e indumentarias afroamericanas, inyectándoselas al country y haciéndose millonarios. Es posible entender, por lo tanto, que el rock and roll constituye no el primero pero sí el más notorio caso de apropiación cultural, ese mecanismo fundamental de la cultura popular occidental que hace poco ha encontrado una soberbia síntesis alegórica en la película Get Out. El debate es controvertido y, aunque quizá sea imposible o pretencioso darle una solución teórica, sí puede resolverse en la práctica comprobando la articulación entre estilos y grupos sociales. ¿Es la cultura del rock and roll un espacio de diálogo entre etnias?

Visitamos primero Sun Studio, el lugar en donde se grabaron muchos de los primeros éxitos de Elvis Presley, Jerry Lee Lewis Carl Perkins o Jimmy Cash. Para llegar hasta allí debemos atravesar un barrio abandonado por la municipalidad, donde las libélulas revolotean entre solares llenos de basura y almacenes en ruinas. Un autobús acierta a detenerse junto a nosotros y aprovechamos para preguntarle al conductor si falta mucho para llegar a Sun Studio. Es sintomático que el conductor, que es afroamericano y pasa todos los días por esa calle, no sepa de qué le estamos hablando. Cincuenta metros más allá avistamos un grupo de gente que se hace fotos delante de un chiribitil e intuimos que hemos llegado.

Efectivamente, Sun Studio es una pequeña construcción de una planta que en los últimos cincuenta años ha recibido varias funciones, entre ellas la de bar y la de peluquería. Por extraño milagro, la precaria sala de grabación de su entresuelo nunca sufrió alteraciones sustanciales. Hay visitas turísticas cada media hora, y todos los visitantes somos blancos. Algunos llevan bigote.

Salimos y recorremos el sector histórico de Beale Street, con míticos tugurios en los que paraban a tocar los músicos negros que emigraban al norte desde el delta del Mississippi. Yo ando, como siempre, silbando, y alguien que no tiene pinta de músico elogia mi silbido («¡qué flipe, tronco!»), lo que en aquel lugar es prácticamente una consagración. Entramos en la abarrotería de Schwab, uno de los comercios más antiguos del país, donde aún se venden tirachinas y pistolas de pistones. Voy en busca de un sombrero que me defienda de la canícula, pero comprar un sombrero también es un asunto con cargas políticas de profundidad. El fedora era el preferido de los blancos segregacionistas; el kangol es de jubilado aficionado al golf; el panamá pone nerviosos a los elefantes; el canotier es resistente a la ironía; el stetson requiere licencia de armas, y llevar una visera de béisbol equivale estos días a una defensa pública de Trump. Considero un instante el salakof. Revolviendo entre el género doy con un pork pie hat, uno de esos sombreros con forma de tarteleta que llevaron Lester Young y Thelonious Monk (aunque éste podía ponerse cualquier cosa en la cabeza, desde un fez hasta un gato). Es un sombrero británico que emplearon artistas de vodevil antes de ser adoptado por músicos de jazz negros y por su público de hipsters blancos; un sombrero que va de guay pero que también es algo chorras. Parece que he nacido con él en la cabeza.  

A dos pasos de allí está el museo del Blues y el Soul, donde nos mezclamos con una clientela muy cosmopolita y multicolor: hay indios de la India y de los otros, bastantes orientales, muchos afroamericanos y unos cuantos europeos. El mismo tipo de público es el que acude al museo del Movimiento por los Derechos Civiles, término consagrado por el uso que remite a la lucha contra la esclavitud y la segregación de los afroamericanos. Y luego vamos a Graceland.

Vamos a Graceland sin saber muy bien por qué, como dice una canción de Paul Simon. Se trata de la casa que Elvis Presley compró en las afueras de Memphis cuando empezó a amasar dinero de verdad. Junto a ella se alza hoy un hangar con tantas exposiciones como tiendas; estas últimas ofrecen las más excéntricas baratijas estampadas con la cara de pan de Elvis the Pelvis: toallas, sudaderas, tocadiscos, lamparillas, bolas para el árbol de navidad, púas de guitarra, barajas, puzzles o una guitarrica de plástico transparente rellena de palomitas de maíz caramelizadas. Pero sobre todo, Graceland es la experiencia más parecida al apartheid que tendrán muchos de sus visitantes europeos. De los cuarenta o cincuenta empleados que nos cruzamos a lo largo del día, sólo tres son blancos, y uno de ellos va caracterizado de gerente: una relación descomedida en una población con un 63% de habitantes afroamericanos. Mayor aún es la desproporción entre los turistas: no habremos visto a menos de 300 o 400, entre los cuales cuento a cuatro o cinco asiáticos y a seis o siete latinos; a veces oigo hablar en francés, en alemán o con acento rioplatense, pero casi todos los demás son sin duda estadounidenses, y sólo una mujer, pareja de un señor de apariencia caucásica, podría ser afroamericana, aunque varios detalles —el tipo de pelo, las elecciones indumentarias— sugieren más bien una procedencia caribeña.

Los empleados de Graceland, negros vestidos con un uniforme sencillo y funcional de color azul marino, dirigen a la multitud de turistas blancos con gestos y palabras automatizados, como inevitablemente realizaría cualquiera una tarea tan mecánica como la suyo: el trabajo especializado de explicar y dar forma verbal a los espacios en los que vivió y murió el rey del rock lo hacen unas tabletas que debemos colgarnos al cuello como un ronzal. Las pantallas ofrecen fotos panorámicas en 360º de la habitación en la que uno se encuentra. Los comentarios, grabados en seis idiomas, componen una leyenda en tonos pastel que mataría de hiperglucemia a la sirenita de Disney. Es posible y aun probable que quien pase cinco horas en Graceland salga convencido de que Elvis Presley nunca se divorció, de que gozó toda su vida de un prestigio incontrovertido y de que un buen día, después de tocar el piano durante varias horas y de jugar al squash como un campeón, cayó fulminado por un síndrome misterioso.

Si alguien acudió ese día a la cuna del rock buscando, como yo, el diálogo entre etnias, lo más interracial que habrá encontrado será mi sombrero.

miércoles, 5 de julio de 2017

Han venido mis suegros a pasar dos semanas con nosotros, y aprovechamos para visitar otras partes de Wisconsin con un Ford de alquiler. Hacemos una parada en Two Rivers, una pequeña población en la que se encuentra el mayor depósito de tipos de imprenta de madera que existe hoy en el mundo. Aunque es casi la hora de cerrar, una trabajadora nos hace una demostración de virtuosismo con el pantógrafo y en quince o veinte segundos talla una H pequeñita. Los trabajadores de esa antigua fábrica, casi todos voluntarios jubilados, reciben encargos de diferentes países, aunque es obvio que no les reportan más que unos ingresos simbólicos; el procedimiento es un retorno voluntarioso y militante a la tecnología analógica, ya que los patrones se diseñan primero en pantalla, se imprimen con láser y se envían a Two Rivers para que allí los tallen manualmente en maderade de arce.

Mientras yo compro una cantidad excesiva de láminas, Kathleen y sus padres esperan en el coche y buscan en el mapa la heladería en la que se inventó el sundae. No es que hubiera mucho que inventar —chocolate caliente sobre una bola de vainilla— pero el local está en un curioso edificio con paredes de hojalata y techos de cobre. Yo, que no soy muy goloso, me derrito comiendo un helado de ruibarbo con anarcardos y caramelo fundido. Lo que a mí me parece una receta ridículamente cosmopolita se compone de ingredientes locales y debe de ser un estándar tradicional que lamería sin ironía el republicano más patriota.

Seguimos por la carretera bordeando por el oeste el lago Michigan, viendo pasar una granja detrás de otra. Atravesamos un pueblo llamado Alaska. De vez en cuando hay paneles de anuncios con proclamas reaccionarias: «el aborto y la eutanasia son opciones que matan», «aquí apoyamos a Scott Walker» (el gobernador que ha reducido impuestos y rechazado el dinero que Obama le ofreció para recuperar la red ferroviaria en Wisconsin), «toda vida importa, hasta la más pequeña» (de las humanas, se entiende: a las demás las puede partir un rayo) o «más granjas familiares y menos fábricas de animales». En conjunto, esos carteles delatan una relación conflictiva con el Estado: se deplora que cobre impuestos pero se exige que intervenga para regular la producción de carne, se propugnan políticas neoliberales deseando que hagan regresar la producción tradicional, se convoca el valor de la vida humana al tiempo que se celebra al gobernador que redujo la seguridad social pública. No es tanto un pensamiento contradictorio como un pensamiento parcial, del que vemos cada día nuevos y chocantes ejemplos. La lucha contra el terrorismo es la prioridad nacional, pero en ciertos estados se acaba de aprobar una ley que admite la tenencia de armas por parte de psicópatas diagnosticados (y no es una figura de estilo). Los autobuses escolares llevan luces intermitentes que pueden verse desde el espacio exterior y cada vez que se baja un niño sale un brazo mecánico con una señal de stop que para el tráfico en ambos sentidos, pero los conductores se contratan al buen tuntún y con frecuencia son los locos armados del ejemplo anterior. Como si el razonamiento, perezoso, se hubiera detenido nada más salir de casa y hubiera dado media vuelta para pasar el resto del día delante del televisor.


Llegamos a Sister Bay, un pueblo vacacional cuya principal atracción es el restaurante de Al Johnson. El Al de marras ha cubierto el tejado con césped y hace pastar allí cada día a tres o cuatro cabras, que posan para que los turistas les hagamos fotos. Otra tienda, la Cremery, vende helado y mantequilla de leche de cabra. La manteca de cabra, untuosa y salada, es superior a la de vaca por muchos conceptos, y confirma que el que pensó la gastronomía occidental también lo dejó a medias.

Visitamos la granja de la Cremery, que está a apenas dos kilómetros de distancia. Durante la visita nos siguen varias cabritillas de pocas semanas, que mordisquean los bajos de los pantalones y las correas de los relojes. Si uno les pone delante el dedo lo chupan tratando de sacarle leche. En cinco años la granja ha pasado de ordeñar siete cabras a ordeñar un centenar. Las hembras enseguida se desentienden de las chivas, y éstas corren por la granja y pegan brincos con sus patillas temblequeantes de taburete cojo, cayendo como peleles, unas veces patas arriba, otras de costado y las menos de pie.

Como las heladas en Wisconsin son tempranas y el deshielo llega tarde, la hierba cría pocas bacterias, por lo que la morbilidad de las cabras es ínfima. En invierno comen más heno que hierba, y eso le da al queso un sabor recio a nuez moscada. En la granja hay un señor muy flaco y algo arisco al que sólo vemos de lejos. No es el propietario, ni es el que trae y lleva a los turistas. Es el señor que les pone de comer y les da el biberón a las más pequeñas. Yo me fijo en que a veces se queda mirando a una cabra a los ojos y acerca la frente a la suya. Le preguntamos quién es a uno de los muchachos que nos enseñan la granja. «Es el hombre que habla con las cabras», nos dice. Muchas veces pensamos en el lenguaje de los animales en términos humanos, como si los animales operasen con conceptos y tuvieran un código lógico que nosotros no atinamos a descrifrar. Yo creo que no, que el lenguaje de los animales es más empático que lógico, y  que a veces consiste en darle a una cabra un beso de esquimal.  

De un establo sale trastabilleando una cabritilla de pocas semanas.

—Esta todavía no tiene nombre —nos dice nuestro pastor—; si se os ocurre alguno...

Dado que «Ziege» es cabra en alemán, ¿por qué no Ziggy, como el personaje de David Bowie? A veces, señalar un parecido equivale a crearlo. Todos ríen y los cabreros me aseguran que la llamarán Ziggy, aunque no sé si cumplirán. De todos modos no importa, porque como es un macho dentro de un par de meses se lo habrá comido alguien en el mesón del Segoviano. 

A la vuelta paramos en otra granja para ver y ordeñar más cabras, y luego seguimos atravesando el condado por una región en la que se instalaron muchos belgas en el siglo XIX. Nos detenemos en Bruselas para comer en un restaurante. La camarera es de una antipatía excepcional y tiene unos brazos más largos de lo común. Para que no nos escupa en la comida trato de hacérmele simpático contándole que vivo de Lieja, pero ella me explica que, aunque es belga, no ha nacido en Bélgica. Mientras estoy digiriendo la respuesta, que se explica seguramente por la hipertrofiada necesidad identitaria de los estadounidenses, la camarera añade:

—Si quiere, puedo llamar a mi colega, que habla belga.

Si esto pasa en Bruselas, ¿qué no pasará en provincias? Seguimos conduciendo y dejando atrás granjas, viveros, depósitos de tractores, carteles reaccionarios. Siempre que bordeamos el lago Michigan nos parece que el horizonte queda más lejos de lo normal. Sólo estamos a medio continente, y ya a nosotros mismos nos parece que Washington queda en Laponia y que allí nadie tiene nada que decir sobre lo que suceda aquí en Bruselas. En dirección contraria cruzamos cada vez más coches: son los que se adentran en la América rural para celebrar el día de la Independencia. Según una encuesta reciente, un tercio de ellos ignora de qué país se independizaron.

domingo, 11 de junio de 2017

—Perdone, ¿es usted Jonathan Safran Foer?

Estoy sentado leyendo mientras espero que comience la conferencia. La sala tiene capacidad para sesenta o setenta personas, y diez minutos antes de que llegue uno de los escritores norteamericanos más celebrados de los últimos tiempos aún quedan muchas sillas libres. Quien emite la pregunta es una mujer de entre sesenta y setenta años, de aspecto amistoso, con un vestido demasiado veraniego para el aire acondicionado de la sala, que en realidad es una sinagoga. «No», respondo, y como no quiero decepcionarla enseguida añado: «pero puedo fingir que lo soy».

Me dice que se llama Estelle y que hace seis años estuvo en Madrid, donde vio una exposición de Picasso. Se dedica a organizar itinerarios didácticos para niños de primaria, en parques o en bosques. También es intérprete de cuadros clínicos; esto quiere decir que finge tener enfermedades para que los estudiantes de medicina averigüen de cuál se trata; «sin necesidad de hacerme análisis fisicos», aclara enseguida. Una semana tiene un linfoma difuso de células B, otra, diarrea crónica producida por hipertiroidismo, y otra una sinusitis crónica con pólipos nasales. A veces los estudiantes acaban olvidando que no es una paciente real y se sorprenden de verla comandando una columna de niños por el jardín botánico, en lugar de estar zapeando en cuidados paliativos.

Jonathan Safran Foer, con el que efectivamente comparto retrato robot, lee pasajes de su último libro, que se titula Here I Am. El ejemplar es el primero que le mandó la imprenta para corrección de pruebas, y ha dado tantas conferencias con él que se desintegra a ojos vista. Mientras lee, pedazos de Here I Am van desprendiéndose y posándose suavemente en el suelo bajo una reproducción de las Tablas de la Ley escritas en caracteres hebreos.

Cuando termina de leer los pasajes que había seleccionado, se me han pasado todas las ganas que pudiera tener de leer la novela. Pero una novela titulada Here I Am parece admitir desde el título su carácter vicario de la presencia física de su autor.  Cerrada la novela, Jonathan Foer habla cómo estos últimos años hemos ido simplificando las experiencias, y hacemos cosas como estudiar sin ir a clase o ir de compras sin salir de la cama. Son lo que él llama «sustitutos disminuidos». WhatsApp es un sustituto disminuido del correo electrónico, que a su vez es un sustituto disminuido de la carta, que a su vez es un sustituto disminuido del encuentro personal.

Pero ¿debemos restringir este razonamiento a los inventos del siglo XXI? Estelle es una sustituta disminuida de un enfermo terminal, del mismo modo que yo he sido esta tarde para ella un sustituto disminuido de Jonathan Safran Foer, que a su vez es un sustituto disminuido del rabino que alguna vez predicó en esa sinagoga, que a su vez era un sustituto disminuido de Moisés, que a su vez era un sustituto disminuido de Jehová, que a su vez es un sustituto disminuido de los esfuerzos de la especie humana por conocer nuestro lugar en el universo. Que a su vez es una pálida sombra de la experiencia pavorosa e inenarrable que sería comprender en su exacta magnitud nuestra cósmica insignificancia.

lunes, 5 de junio de 2017

Este asunto del vegetarianismo produce siempre mucha guasa y mucho jollín, hasta que la cosa se pone seria y termina uno mandando a alguien al hospital. Como hice yo ayer.

Resulta que ayer hicimos una barbacoa e invitamos a Jonathan y a su familia. Trajeron gazpacho y nosotros echamos a la parrilla mazorcas de maíz, salchichas de soja, hallumi, patatas y verduras con queso feta envueltas en papel de aluminio.

«¡No hay gatos en América y las calles están empedradas con queso!». Abby canturrea la canción de Fievel y el Nuevo Mundo, una película de dibujos animados sobre un ratón que llega a Manhattan y no lo pasa peor que los inmigrantes humanos. Jonathan ya no es uno de esos ratones, porque acaba de obtener la nacionalidad estadounidense, aunque también conserva el pasaporte de Canadá. Lo tranquiliza saber que no van a retenerlo en la frontera, ni en un sentido ni en otro, en caso de que el futuro se vuelva un poquitín más distópico. Y hablando de futuribles, me explayo sobre una ocurrencia genial que he tenido y que consistiría en que House of Cards terminase con un capítulo de crossover con The Handmaid’s Tale, de modo que la intriga política contrafactual se leyera como una precuela de la distopía mormónica. En un nivel metadiscursivo podría interpretarse también como el matrimonio endogámico de Netflix y Hulu, los delfines de la nueva era televisiva. Pero para cuando llego a esta parte, a quien todo el mundo está escuchando es a Abby: Jonathan la ha sentado sobre sus rodillas y le ha preguntado qué haría si fuera invisible, y ella ha respondido sin vacilar que haría caca invisible y la pondría en una silla para que otro niño se sentase encima. 

De postre Mónica ha traído unos merengues muy curiosos.

—Ah, está rico.
—¿A que no sabes qué tiene? El líquido que hay en una lata de conserva de garbanzos.
—¡¿En serio?! ¿Y esto cómo va? ¿Lo bates a punto de nieve?
—Sí, eso es. Es el santo grial de la repostería vegana. Lo llaman «aquafaba».

De manera casual Jonathan nos pregunta si las salchichas tienen huevo. Nunca se nos habría pasado por la cabeza que una salchicha lo llevase, pero en estos tiempos nada de lo que comemos es lo que parece, y menos aún una salchicha vegetariana. Como no se encuentran en cualquier parte, hemos hecho provisión, así que en el frigorífico tenemos otros siete paquetes. Saco uno para leer la lista de ingredientes. Enseguida encuentro la mención a la clara de huevo, y para entonces he recordado con sobresalto que es una de las doscientas cosas a las que Abby tiene alergia, y que si Mónica hace postres con el agua de los garbanzos no es por esnobismo sino por intolerancia química.

Kathleen y yo nos habríamos puesto histéricos si nuestros invitados no hubieran reaccionado con tanta normalidad: mientras nosotros nos mordemos las uñas y echamos a Abby miradas de consternación, esperando que sus últimas palabras no sean sobre caca invisible, Mónica saca de su bolso un jarabe antihistamínico y le sirve un chupito en uno de esos vasos de plástico que se encajan en el tapón. Jonathan nos asegura que no pasa nada, que es sólo una pequeña reacción, aunque a Abby se le han empezado a hinchar los ojos y le sale clara de huevo de la nariz. No se suena como todo el mundo, sino que primero expele aire y cuando ya tiene los mocos colgando los envuelve cuidadosamente en un pañuelo de papel con el que luego nos amenaza haciendo ruidos de animal salvaje.    

Nuestros invitados se despiden poco después. Esa misma noche escribimos un e-mail para saber cómo anda Abby, y a la mañana siguiente Jonathan responde que en el trayecto de vuelta pararon en el hospital, donde le administraron a Abby una dosis de refuerzo y la tuvieron una hora en observación. Lo leemos con el corazón encogido y empezamos a pensar que pasaremos a la Historia como los Herodes de Madison, aunque el correo también decía que cuando volvieron a casa los síntomas habían remitido, y que esa mañana nuestra víctima estaba correteando igual de feliz que siempre. Para expiar la culpa le mando un dibujo en el que ella sostiene el frisby de goma que tanto le gusta —sus padres le compraron tres, después de la mañana que echamos jugando con el nuestro—, y en el que también salimos Kathleen y yo, animándola con nuestra mejor sonrisa. Según parece, pidió inmediatamente que se lo imprimieran para colorearlo, lo que comprendemos como una forma de absolución. 

Si esta crónica ignominiosa puede evitar que alguien le dé una salchicha vegetariana a alguien con alergia al huevo, el mal rato que pasó Abby no habrá sido en vano.


domingo, 21 de mayo de 2017

Alarmado ante alguna de las imprecisiones que cometí la semana pasada en este diario tan poco íntimo —y tan poco diario—, uno de sus numerosos lectores me manda copia de unas páginas muy interesantes de un libro sobre la evolución del género humano. Sus autores son el biólogo Francisco J. Ayala, que no es pariente del literato Francisco Ayala, y el antropólogo Camilo J. Cela Conde, que tampoco es pariente de Francisco Ayala. Como resume nuestro lector —que tampoco es pariente de Francisco Ayala, aunque por curiosa coincidencia se apellide como yo—, el australopitecus era mucho más pequeño que el hombre actual, andaba a cuatro patas y eventualmente comía pequeños mamíferos. Total, que el hombre procede del gato.

En esas páginas Cela y Ayala cuentan muchas otras cosas y advierten que, evolutivamente hablando, la expansión del córtex cerebral gracias a la cual resolvemos sudokus conlleva una mayor exigencia metabólica, es decir, que requiere más comida, o comida más energética. En determinado momento, andar ramoneando por la sabana dejó de ser suficiente para sostener un cráneo de considerables dimensiones, tan lleno de ideas como pudiera tenerlo el hombre de Cromañón. Este humanoide cabezón, esta especie de prehistórico opositor a notarías sin oficio ni beneficio llevaba siglos comiendo cacahuetes y polvo, o excrementos de foca y nieve amarilla en los momentos glaciales. En esas condiciones, es lógico que se juntase con otros dos opositores para matar una foca a dentelladas. De haber vivido en el barrio berlinés de Friedrichshain, en cambio, lo más probable es que hubiera pedido una hamburguesa de seitán, que tiene mejor rendimiento metabólico —y ecológico— que las de cerdo.

Confieso que mi afirmación sobre el amigo australopitecus era una simplificación bastante crasa y no hacía justicia al original. Como tantos colegas del gremio, he sido antes homo scriptens que homo sapiens. En realidad, Aymeric Caron sintetizaba bastante bien un debate complejo: añadía que los autralopitecus eran carnívoros oportunistas, explicaba que el homo habilis comenzó a mendigar carne a otros animales carroñeros, y que, como no se la daban, el homo erectus y su primo de Neandertal se asociaron para tender emboscadas a los mamuts (pp. 142-143). O algo así. Ciento y pico mil años más tarde, al volverse sedentario y cultivar cereales, el hombre primitivo redujo de nuevo su consumo de carne, por lo que el divulgador francés concluye: «la carne no está en modo alguno ligada intrínsecamente a la naturaleza del hombre, sino sólo a fases de su evolución». Y para terminar llama la atención sobre un detalle elocuente: sólo con el descubrimiento del fuego por parte del homo habilis —que no debía su apellidio a Francisco Ayala, precisamente— nuestros tatarabuelos se pusieron a comer carne en plan Trump. Lo cual quiere decir que, si el ser humano es por naturaleza carnívoro, lo es a condición de que se lo pongan bien pasadito y con ketchup.

sábado, 13 de mayo de 2017

La excedencia me ha procurado muchos meses de vida sosegada, merced a lo cual he ganado un par de kilitos y hasta mi madre, que siempre me ve hecho un palo, dice cuando hablamos por Skype que tengo mejor cara y que ya no parezco un desenterrado. Es, por lo tanto, el momento idóneo para salir del armario. Del armario del vegetarianismo.

En efecto, soy vegetariano desde hace algo más de año y medio. En ese periodo he vuelto a comer carne en varias ocasiones: cuando he visitado a mis padres, para que no se preocupasen; cuando Toño y Adelaida vinieron al pueblo y Toño cocinó una merluza maravillosa; también comí pescado de manera bastante sistemática durante los cinco días que Kathleen y yo pasamos en Fuerteventura, ya que de otro modo habría malvivido a base de ensalada mixta y patatas hervidas, que era lo que el hotel entendía por una «opción vegetariana» (hay mucho que contar sobre estos brindis al sol de los restaurantes; quede para otra vez). Salir del armario del vegetarianismo es una manera de forzarme a una mayor coherencia, y de compartir una preocupación.

No se lo había dicho a mi familia porque siempre andan inquietos por lo flaco que estoy, y creen, como tanta gente, que si no comes carne pierdes peso indefinidamente y te mueres. La realidad es más bien la contraria: la asociación APSARES, que reúne a profesionales de la salud franceses, insta desde 2008 a que se informe mejor a las personas no vegetarianas de los riesgos para la salud que conlleva su modo de vida, y a que reduzcan su consumo de carne. La única vitamina de la que uno puede carecer si adopta una dieta vegana es la B12; no así cuando, como es mi caso, uno continúa comiendo lácteos y huevos. Aunque sabía por artículos y documentales que la dieta vegetariana es perfectamente saludable, consulté personalmente con dos médicos y un nutricionista si era necesario un complemento vitamínico. ¿Quizá en invierno? ¿Quizá cuando uno tiene un índice de masa corporal bajo? Su reacción fue la misma que si les hubiera preguntado si por hacer muecas uno se puede quedar bizco para siempre.

Esta superstición de las propiedades nutritivas de la carne salta por los aires con un argumento sencillísimo que leí hace unos meses en el libro No Steak, de Aymeric Caron: ¿cómo es posible que la carne de animales fundamentalmente herbívoros —como la vaca, el cordero, las aves de corral y hasta cierto punto el cerdo— tenga nutrientes que no podemos conseguir si no comemos carne animal? El toro o el caballo mueven cientos de kilos a toda pastilla sin comer nada más que hierba, y nosotros asumimos, en una demostración paradigmática de pensamiento mágico, que comiendo la carne de esos animales heredaremos sus propiedades. Lo cierto es que cada vez aparecen más atletas de élite que siguen dietas vegetarianas o veganas. De manera proporcional, parece que hay más vegetarianos entre los deportistas profesionales que entre la población general occidental, quizá porque se han dado cuenta de que, además de la fibra y las vitaminas, los alimentos con más proteínas son de origen vegetal. Así es: la soja tiene el doble de proteínas que el mejor filete (40% de su peso, frente al 15-20% del segundo), y muchos cereales (entre otros el arroz y el trigo) pueden tener casi tantas proteínas como la carne de vacuno (entre 10 y 15% de su peso).

Tras muchos años comiendo poca carne —algo de charcutería, algún codillo de cordero y algunos bisteques cuando salía uno por ahí—, declararse vegetariano es una forma de obligarse a serlo, y de darle nombre y forma reconocible a las motivaciones éticas que subyacían a esa reducción paulatina del consumo cárnico. La primera de esas motivaciones es el impacto que el consumo de carne tiene sobre el medio ambiente. Esto, por suerte, es ya archisabido, y uno tiene que haberse pasado los últimos años metido en una cueva para no conocer la relación entre la ganadería y la deforestación galopante del Amazonas, o para ignorar que el agua necesaria para producir un kilo de carne de vacuno equivale a la que una persona gasta en duchas durante todo un año. La producción de carne y pescado para consumo humano es, a día de hoy, la principal causa del cambio climático, al generar un 38% más de gases de efecto invernadero que todos los medios de transporte juntos (según el informe 2007 del Intergovernmental Pannel for Climate Change y el informe 2006 de la Food and Agriculture Organization de Naciones Unidas). No tengo coche, no compro casi nunca agua embotellada, no me gusta hacer daño a los animales (salvo a los perros, pero sólo de pensamiento), no tiro basura en el campo y apago las luces cuando salgo de una habitación, así que cuando descubrí que nada de esto tiene importancia comparado con la carne que uno come, la reacción se imponía por sí sola.

El segundo motivo lo entenderá cualquiera que se haya sorprendido de la inteligencia de un perro, o cualquiera que haya visto el vídeo ese en el que un loro bailotea a los acordes de un rock-and-roll de Elvis Presley. Me refiero a cierta cautela o a cierta vacilación ante una separación tajante entre los hombres y los animales. Esta distinción remite a argumentos tan difundidos como incorrectos: el hombre es el único animal que ríe (falso), el único animal que juega (falso), el único que fabrica herramientas (falso), el único que pinta cuadros (falso), el único que se suicida (falso), el único capaz de actos altruistas (falso), el único capaz de reconocerse a sí mismo en un espejo (falso), el único que emplea el lenguaje (falso), el único que utiliza iPads (falso). Desde luego, el hombre se diferencia de los animales —o de los demás animales— por muchos conceptos, como conducir coches de carreras, llorar al enterarse de la muerte de Prince, reclamar la supresión del impuesto de bienes inmuebles u organizar concursos internacionales de canción lírica a los que cada país envía a individuos que han sido condenados a muerte social; pero ninguna de esas cosas le confiere autoridad moral para asar un cochinillo y trocearlo dándole golpes con un plato. Queda sólo un argumento tan irrefutable como indemostrable, el acto de fe judeo-cristiano reformulado por Descartes: el hombre es el único animal provisto de un alma inmortal. Un dogma teológico viene a justificar el holocausto anual de miles de millones de animales criados en sentinas y atiborrados de antibióticos. Como dice Slavoj Zizek, «si Dios existe, todo está  permitido»: el dogma da autoriza a obviar un dilema moral que de otro modo debería resolverse asumiendo una responsabilidad individual. 

Aymeric Caron, en el libro mencionado más arriba, explica que los ancestros del homo sapiens no siempre fueron tan carnívoros como el hombre de Cromagnon. El australopitecus, por ejemplo, era vegetariano. En realidad, la mitad de los humanos del planeta sigue, según el Penguin Atlas of Food (edición del 2003), continúa respetando una dieta virtualmente carente de carne, y uno de cada diez del total es completamente vegetariano por motivos éticos o religiosos.

La primera frase de Eating Animals, de Jonathan Safran Foer, es la siguiente: «los norteamericanos eligen comer menos del 0,25% de todas las especies comestibles sobre el planeta». Quizá el de Estados Unidos sea un caso extremo —no hay día que compre puerros y que los cajeros del Pick’n Save no me pregunten qué son—, pero recuerdo haber leído en alguna parte que de los miles de especies animales y vegetales que se comían hace unos pocos siglos en Europa, nuestra dieta actual apenas contiene más de 100 o 120. Hacerse vegetariano lo invita a uno a ampliar esa variedad exigua y a comer más cosas que sabe que existe pero que no se suele comer: aguacate, alcachofas, algas, batata, brócoli, calabaza (no calabacín), cebolleta, coles, coliflor, cúrcuma... Casi todas están llenas de fibra y vitaminas. También se descubren alimentos que uno no conocía en absoluto y que tienen sabores más explosivos que el mejor solomillo: el bulbo de hinojo asado, el pan de espelta, la raíz de perejil al horno con aceite y romero, la sopa de chirivía, la pasta con hongos shitake, la hamburguesa de seitán con mantequilla de cacahuete...

—Bueno —siempre hay alguien que interrumpe al llegar a la hamburguesa de seitán—. Bueno, bueno, bueno. Eso sí que es de gilipichis total. Vale que quieras ser vegetariano, pero ¿para qué andar imitando entonces el sabor de la carne con salchichas de tofu y hamburguesas de chichinabo?

Ahora que nadie nos oye, revelaré un secreto: la carne no sabe a carne. Cualquiera que, como yo, haya sido entusiasta del sashimi, del carpaccio y del steak tartar, sabe que el sabor de la carne cruda es bastante sutil y no particularmente agradable, y que lo que nos hace salivar es, en realidad, el olor de lo que uno hace con ella, de cómo se la cocina y se la condimenta. Antes de reírse de las salchichas de tofu, recomiendo que se pruebe el mondongo con el que se fabrica el chorizo antes de adobarlo y de curarlo y de añadirle toneladas de pimentón.

sábado, 6 de mayo de 2017

Se pone un cacillo de agua en el fogón, se mete dentro un manojo de menta y hierve durante un buen rato, añadiendo más azúcar de lo que parece prudente y removiendo para que no se caramelice. Cuando se enfría se mezcla con bourbon a partes iguales y se sirve con hielo. El misterio del julepe de menta no es cómo se hace, sino cómo desaparece.

El derby de Kentucky es una institución, pero una institución en la que los caballos importan menos que el julepe. A fin de cuentas, la carrera sólo dura dos minutos. Monica, la mujer de Jonathan, creció en Louisville, a seis manzanas del hipódromo donde se celebra la carrera, y su abuela trabajó un tiempo en la taquilla. Por eso, cuando no le coincide con ningún congreso, Monica pone la menta a hervir, llama a todos sus amigos y hace una porra.

Jonathan nos recibe desde el porche con una camiseta que dice «Get bourbon». Según vamos llegando, los invitados ponemos dos dólares a uno de los caballos. Éstos tienen nombres maravillosos. El mío se llamaba Practical Joke. Había otro llamado Scotland Cries War, y otro llamado Hence. Al iniciar el segundo julepe Kathleen y yo fantaseamos con lo genial que tiene que ser el trabajo del señor que se inventa esos nombres. Se nos ocurren varios geniales, como «Almost», sobre todo en el supuesto de que quedase primero o segundo: «Almost won!», o bien «Almost almost won!». También nos gusta «Your Name Here» o «It Never Rains in Sunny California How True How True How True».

De la carrera propiamente dicha veo poco porque Abby decide participar y el caballo, lógicamente, es un servidor.

—¡Más rápido! ¡Más rápido!

Ganamos el derby de Kentucky sin salir del comedor. Practical Joke queda quinto, y por una serie de combinaciones que sólo Monica entiende gano ocho pavos. Abby se baja de su caballo y se pone el chubasquero de Kathleen, su foulard y sus botines, que le llegan hasta el muslo. Así vestida, recorre la casa dando traspiés y gritando «where is my moneeeyyy?!» Parece que no la hubieran dejado entrar en Hogwarts.

sábado, 29 de abril de 2017

El anfitrión de Kathleen en Madison es un profesor del departamento de Comunicación que se llama Jonathan. Como hacía tiempo que no nos veíamos, nos invitó a cenar el pasado viernes. Más bien debería decir que nos invitó a que lo invitáramos a cenar, porque su mujer está de viaje y él tenía que ocuparse de su hija de cinco años, así que no tendría tiempo para preparar nada más elaborado que un bourbon con hielo.

Así que el viernes a las seis llegamos a su casa con una cazuela de pulao. La hija de Jonathan se llama Abby y hoy ha ido a la escuela en su pijama de Frozen. Esto del día del pijama creo que es una forma de irlos preparando para la universidad, donde los estudiantes van en pijama y en zapatillas de andar por casa.

Mientras dábamos cuenta del pulao, Abby pasaba las hojas de un cuaderno de dibujo y yo jugaba a advinar lo que representaban. Los primeros dibujos eran muy esquemáticos, garabatos incoherentes realizados rápidamente con rotuladores de un único color. Hay que adiestrarse a reconocer su contorno, como si fueran palabras en otro idioma, distinguiendo sus acepciones. Un puente, un niño sonriendo, un perro redondo y algo que también parece un perro redondo pero que es un poney sin patas. Una de las páginas está llena de líneas más o menos onduladas que con algo de optimismo podrían representar las olas del mar o de uno de los muchos lagos de Madison.  

And that? —pregunto—. What’s that? A sea?

No, that’s woo –responde Abby–.

No entiendo qué quiere decir. Woods, quizá: las líneas de abetos de un bosque.

Nooo, wooo!

No, ya lo tengo. En realidad, si se piensa es evidente: gusanos (worms).

Nooo, wooo!, wooooooooooooo!

Mis siguientes hipótesis son descabelladas, pero quizá no tanto como un perro redondo o un poney sin patas: heridas (wounds), vientres (wombs), capuchas (hoods). Supongo que la palabra está en plural porque las rayas no parecen guardar relación entre sí y porque Abby cuando me corrige no emplea artículo.

No! Like «trees» and «flowers»! Wooo!

—Oh, quizá es que no me he expresado bien la primera vez; so it was «woods», was it? With trees and plants... 

Abby me mete el dibujo en las narices, se pone de pie en la silla y grita a dos centímetros de mi cara, con esa exasperación impostada y divertida de los niños:

NO, WOOOO! WOOOO! WOOOO!

Desesperado, miro a Jonathan, quien piensa un instante y enseguida cae en la cuenta:

—Ah, claro, son palabras, words.

Abby me mira con incredulidad, como quien se pregunta qué lleva diciendo desde hace diez minutos. Luego seguimos pasando páginas del cuaderno. Los dibujos se vuelven un poco más elaborados, con más colores, y a veces continúan un pie forzado dibujado por la maestra: un camaleón con alas y dientes, un caballo ensillado cuya cabeza tiene forma de W, un monstruo de cuello largo y rabo largo que no es un dinosaurio ni una jirafa... De repente llegamos a una hoja con rayas idéntica a la de la primera vez.

More words —digo con suficiencia. Abby deja caer los brazos en el gesto universal de la desesperación.

Nope —me explica armándose de paciencia—, these are worms