Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 25 de julio de 2013

Qué cosa más notable: la novela que estoy leyendo hace el número 3.304 de colección «Folio» de Gallimard, que es exactamente el mismo que el de la habitación que nos ha tocado en cala Mesquida. Kathleen es la única cliente no embarazada del hotel, y yo el único español. Esto me hace muy popular entre los empleados, que no tienen otro con quien pegar la hebra. Uno de ellos se llama Chema, viene de Almería y trabaja aquí ocho meses al año para pagar el piso que se ha comprado con su novia.

—A ver, sentaos, chicos, que os invito a unos cócteles.

Pido un black russian, mientras en el escenario dos sádicos mutilan y desfiguran salvajemente grandes éxitos musicales de los años 80.

Unas mesas más allá hay un tipo calvete que me mira fijamente. Al cabo de varios incómodos cruces de miradas entiendo su curiosidad: resulta que llevamos las mismas gafas. Las mías las he comprado hace dos semanas, después de aguantar dos años con una graduación desfasada y los cristales rayados. Kathleen dice que no me debería extrañar que en el mundo haya otras personas con el mismo modelo, pero a mí me parece más lógico pensar que el tipo calvo soy yo dentro de veinte años, que he regresado al pasado para advertirme de un peligro inminente, o para salvar el mundo. Eso querría decir, además, que he hecho un gran negocio con la montura.

Chema vuelve a controlar cómo vamos:

—¿Qué tal los cócteles, chicos? ¿Os traigo otros?
—Mejor que no, Chema. Si nos tomamos otros pelotazos de estos, nos caemos a la piscina.
—No pasa nada, ¡también soy socorrista!

Al día siguiente visitamos el castillo de Capdepera, del siglo XIV, salvo las almenas, que se las pusieron unos tarados en el XIX. En una garita tienen una colección de aves de cetrería. «¿Están vivos?», pregunta Kathleen. Y da un respingo. Sí, están vivos. Tienen dos razas de halcones, dos aguilillas de Harris, una lechuza y tres búhos: dos reales y uno de Siberia. Este último puede matar y comerse un lobo pequeño, y de vez en cuando abre un ojo y lo dirige hacia Kathleen con intenciones algo turbias. Su dueña ha llevado a cabo un exigente programa de socialización; les habla en mallorquín, les da de comer ratones de laboratorio, y nos cuenta que uno de los búhos veía la televisión y no dejaba que nadie se acercase, no le fueran a cambiar el canal. «Es que son muy territoriales», dice. No sabíamos que los búhos también pueden emplearse en cetrería, aunque la legislación los sujeta a las mismas reglas que las armas de fuego, cuyo uso está prohibido por la noche. Pero de día, claro, los búhos no están de humor para cazar nada, se pasan el rato en una duermevela ligera, con un ojo cerrado y otro abierto. Así los dejamos nosotros, antes de que el sol de las tres de la tarde nos haga fosfatina.

Otro día nos echamos a andar, en busca de la playa del prospecto. El viento de levante ha puesto los pinos de rodillas. La vegetación restante —cardos, barrones y sabinas— se escalona por alturas como para una inmensa foto de grupo. El sol pega collejas y el aire huele a caramelo de abuelete. Después de la primera legua encontramos un nuevo orden vegetal, en el que dominan diminutas plantas reticuladas, líquenes cobrizos y palitroques con forma de lagarto. Entonces llegamos a la playa de algas, cuya descomposición produce gases alucinógenos. A continuación se encuentra la cala de confetti. Más allá está la playa de plástico, cuyos granos son muñecos de phoskitos pulverizados. Sigue la playa rosa, en la que no nos paramos porque esta temporada no se lleva. Tras ella viene una playa compuesta íntegramente de lajas de granito afiladas y dispuestas en ángulo de 45 grados. Después no hay nada durante tres horas de marcha a cielo abierto. Después se llega a una playa que parece la de la foto, pero que vista de cerca está enteramente cubierta por una espesa capa de algas transparentes, que la hacen impracticable. Y sólo después viene la auténtica playa del prospecto, espléndida y desierta, fiel a sus promesas e invulnerable al olvido.

Nos duelen los pies y la injusticia de que otros puedan llegar a este lugar inaccesible a bordo de un yate.

Ya hacia el final de las vacas cogemos el autobús para ver Palma. Tendríamos que haberle dedicado varios días, pero estamos en la otra punta de la isla y el viaje se nos lleva cuatro horas. Los postigos verdes y las fachadas torrefactas reconstruyen un ambiente veneciano. Los olmos humidifican el aire, pautado por los cables de la luz. Intentamos llegar a la Fundación Joan Miró, pero nos perdemos y acabamos tirando la toalla. A la vuelta de una esquina nos sorprende la Torre del Oro de Sevilla. Es el otro Pueblo Español, copiado del de Barcelona, en el que entramos sin pagar porque la taquillera está en Belén con los pastores. Menos mal, porque la cosa tampoco va muy allá: la casa del Greco junto al Patio de los Leones; pues bueno. Lo más auténtico y folklórico es la reproducción íntegra de Palma a tamaño natural. 

En una pañería de Palma venden la bandera de Mallorca por metros. En el viaje de vuelta vemos un toro de Osborne descabezado, sobre el que alguien ha pintado la señera, que a su vez otra mano ha tachado con espray morado. Y nos vamos, abandonando la isla bonita a su dialéctica visceral. 

jueves, 11 de julio de 2013

Kathleen ha llegado al final su tesis, y yo he llegado al final de mis correcciones y de tres coladas, de modo que aún nos queda una oportunidad para ver Coconut Island antes de abandonar Göttingen.

El cartel de Coconut Island, visto por casualidad detrás de una puerta del comedor universitario, nos ha seducido, pero en realidad no sabemos qué es, sino sólo que tiene lugar dentro de una carpa que ha brotado de manera discreta y poco fechable en un rincón del Cheltenhampark.

Llegamos cinco minutos antes de que comience, pero las tres filas de sillas que hay en el interior de la carpa ya están llenas, y todavía hay cuatro o cinco personas haciendo cola tercamente en el exterior. La situación es desesperada, así que nuestro primer reflejo es darnos media vuelta y caminar hacia nuestras bicicletas; sin embargo, nos cuesta resignarnos a alejarnos de allí, pues intuimos que lo que ocurre en esa carpa es algo incomparable y raro, que vale mucho más de lo que cuesta.

Una mujer vestida de cíngara consigue acomodar a las personas que estaban esperando delante de nosotros, sentándolos sobre trastos y taburetes. Regresamos corriendo a la puerta y suplicamos más de lo que aconseja nuestra dignidad, prestándonos a sentarnos en el suelo, a pagar el doble, a barrer el escenario, y sin que sepamos muy bien cómo conseguimos hacernos un sitio en el interior de la carpa antes de que la cíngara cierre la entrada con una cremallera.

El escenario lo componen cuatro tablas, y un telón de foro pintado con témperas que representa una puesta de sol y una palmera. El espectáculo lo componen la cíngara —que sale a escena un minuto después vestida de hawaiana— y un hombre alto, flaco, de ojos azules pero muy hundidos en las cuencas, con un bigotillo sutil y la mandíbula muy marcada, como un muñeco de ventrílocuo.

Los diálogos se hacen en una mezcla de innumerables idiomas, entre los que reconocemos el alemán, el inglés, el ruso, el francés y el español, aunque Kathleen cree que los artistas vienen de Checoslovaquia porque lo que tienen dentro de la nevera portátil son botellas de una magnífica pilsener checa, que pueden adquirirse sin ningún protocolo echando una moneda en una hucha.

Coconut Island parece el nombre de una película de los hermanos Marx, y la verdad es que su ambiente no resulta muy distinto. Podría definirse, aunque algo injustamente, como una revista musical sin argumento, ritmada por números musicales norteamericanos de los años 1930. La falsa cíngara toca sobre todo un ukelele con resonador dobro, pero para algunos temas emplea también la sierra, un bajo sin trastes de una sola cuerda o una cacerola. El hombre lleva el peso de la función; rasguea un ukelele barítono, hace punteos en una guitarra hawaiana, improvisa con un kazoo y marca el ritmo con los zapatos, en uno de los cuales lleva atada una sonaja, todo ello simultáneamente y mientras canta con una voz aterciopelada que recuerda a la de Maurice Chevalier, aunque esto último quizá sea efecto de la autosugestión.

Entre otras cosas, el público asiste entregado a un diálogo de diez minutos compuesto excluivamente por títulos de canciones, a una demostración de virtuosismo de la orquesta invisible, a una versión en tap dance del Rondo alla turca de Mozart, y a la traducción fulgurante de un estándar al double talk, que viene a ser epesepe ipidiopomapa quepe sopolopo lospos nipiñospos sapabepen. La carpa vibra como un bafle. Sólo en primera fila tres preadolescentes se aburren de forma manifiesta y piensan en sus teléfonos inteligentes. Al terminar la última canción el hombre orquesta —que ha sudado completamente dos camisas— se quita el sombrero y rasguea con él los dos últimos acordes. Así concluye el espectáculo más fabuloso del mundo, que dentro de dos días habrá levado el ancla y habrá alzado discretamente su carpa en otra ciudad de otro país, muchos de cuyos habitantes pensarán que ha estado siempre allí, y no entrarán a ver.

lunes, 8 de julio de 2013

Tobias B. me invitó a pasar el fin de semana hablando de zarzuelas en un coloquio que organizaba en la Universidad de Göttingen. La última noche los participantes supervivientes nos reunimos en un Biergarten a comentar las mejores jugadas. Entre una cosa y otra se contaron allí dos grandes anécdotas de venganzas sibilinas. La primera, de tono operístico; la segunda, más bufa y como de género chico. 

La víctima de la primera historia —por lo demás conocida— es Giuseppe Verdi. Cuando en 1863 visitó España ya era una leyenda viva. Francisco Asenjo Barbieri, que todavía no había escrito la música de Pan y toros, ni de El barberillo de Lavapiés, quiso entrevistarse con el compositor italiano para presentarle sus respetos y manifestarle su admiración. Verdi ni siquiera respondió a sus solicitudes con una mala excusa. Ya para entonces el compositor italiano lo había aparcado casi todo para consagrarse a la escritura de la que debía ser su obra maestra, la ópera Don Carlo; trabajó en ella durante veinte largos años, poniendo a prueba la paciencia del público y contrariando a los críticos más benevolentes. Llegado a cierto punto quiso documentarse sobre la música española del siglo XVI a fin de dar mayor color local a uno de sus números, y pidió que le pusieran en contacto con el mayor especialista en la materia. Irónicamente, el mayor especialista en la materia resultó ser Barbieri, quien debió de disfrutar mucho redactando la carta en la que decía que efectivamente tenía los materiales que Verdi necesitaba, pero que no le daba la gana mandárselos.

Las vendettas, aunque sean modestas, siempre hacen buena literatura. Tienen ese ingrediente patético que galvaniza y genera lazos de empatía irracional entre el protagonista y el lector. La historia de Verdi trae a la memoria de Tobias otra menos histórica pero no menos gloriosa. Su protagonista es un alemán había tenido muchos desencuentros con la administración de las ayudas sociales. Como antiguo solicitante de estas ayudas, a mí se me ocurre por lo menos media docena de faenas que los burócratas alemanes le pueden hacer al beneficiario, desde obligarle a pasar entrevistas de trabajo absurdamente desesperadas hasta declarar ilegal una de sus propias reglas para obligarle a devolver parte del subsidio recibido. El caso es que al protagonista de nuestra historia se la debieron de hacer bastante gorda, porque solicitó una ayuda para criar a sus trescientos hijos uruguayos. 

Efectivamente, el tipo (no sé por qué me lo imagino con la cabeza sin par de Georges Perec) se las había ingeniado para encontrar a trescientos niños uruguayos y convencer a sus trescientas madres de que le reclamasen la paternidad. Parece ser que el testimonio de la madre incapacita al Estado para ordenar una prueba de ADN, de modo que la administración estaba condenada a dar por bueno el vínculo. El tipo se presentó en la taquilla para solicitar una ayuda por familia numerosa con un formulario del tamaño de una tesis doctoral francesa. Es una venganza pírrica y desproporcionada, de las que hacen buenas historias. Porque una buena historia historia suele tener una buena venganza. Y un misterio. El misterio es aquí quién va a hacer los macarrones para los trescientos niños uruguayos.