Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 24 de diciembre de 2012

A primeros de mes pasaron unos días en Tilff Eduardo y Laura. Vimos una exposición sobre Salvador Dalí y sus empresas periodísticas y publicitarias, organizada en un centro comercial. Era una colección muy decente de revistas, litografías y otros impresos, algunos decididamente raros. Eduardo de vez en cuando se quedaba mirando el techo y nos decía entre dientes «oye, tú, que no hay cámaras de seguridad»... Quizá no habían instalado cámaras porque no habían previsto que hubiera visitantes, lo que explicaría la cara de estupefacción que puso la cajera al vernos.

En el camino de regreso se me ocurre que podríamos cenar en L’Amirauté, un restaurante que hay cerca de mi apartamento, enfrente del río Ourthe, donde podríamos asomarnos a la gastronomía valona, si por casualidad tuvieran una mesa libre. Es sábado por la tarde y no tenemos suerte, por lo que decidimos sin demasiados remordimientos remplazar la cuisine du terroir por una pizza del padrone. «Claro que —dice Eduardo— ya que estamos aquí podemos reservar mesa para mañana». Y al día siguiente nos ponemos tibios: paletilla de cordero, endivias rellenas al horno y las famosas albóndigas gigantes de la región, con salsa de cebolla caramelizada y uvas pasas. Esto era el domingo, y el lunes, al pasar por delante del restaurante, Eduardo se acordó de la «cocina del terror» y de lo solo que estaría el cordero, y reincidimos, aunque con más moderación porque la digestión no fue precisamente fácil.

Siguieron unos cuantos días de mucho agobio, en cuyas madrugadas me despertaba regularmente sobresaltado por la cantidad de cosas que tenía pendientes. La única garante de mi estabilidad emocional era la mosca, que entre tanto había terminado comiendo en la palma de mi mano. No recuerdo cuándo llegó, ni creía que una mosca pudiera ser tan longeva; es una mosca centenaria. Cuando salgo por la mañana me sigue hasta la entrada, y allí está cuando regreso por la noche; luego se instala discretamente en una esquina del pasillo desde la que puede verme dormir a través de la puerta entornada del dormitorio.

El viernes me levanté a las cuatro para acabar de preparar mis clases, y después de darlas tomé un tren para Amberes, donde me esperaba el colega y amigo inmediato Jacques de B., una leyenda del hispanismo, cuyas memorias escribe en el aire de la conversación, pues puestas sobre el papel levantarían ampollas. Umbral lo hizo esperar en un café de Argüelles mientras terminaba de escribir su cuartilla diaria; Delibes jugó con él al tenis en su casa de Chamartín; Cela lo anduvo buscando durante quince años para partirle la cara. Me lleva a cenar a un restaurante próximo al hotel, adornado con acuarelas de muchachas en volátiles atuendos veraniegos que apenas dan trabajo a la imaginación.

—De antes había unos cuadros que eran mucho peores.

Es decir, mucho mejores. Compartimos un faisán, que es algo que no había comido nunca antes, y que sabe a lo que parece: al aborto de una gallina que hubiera sido violada por un pato. En cambio el vino y el carpaccio están deliciosos. El Sr. de B. insiste en que pida más platos, aunque sólo sea un postre. Me excuso diciendo que soy de poco comer.

—Yo tampoco como mucho, pero usted mañana tiene que dar una conferencia de tres horas y necesita energía, mientras que yo me pienso dormir en cuanto empiece a hablar.

El Sr. de B. lo arriesga todo por una buena carcajada. Como aquella vez que comenzó una conferencia en Inglaterra con las palabras «yo, señores, soy un racista». Esta noche me explica que también es partidario de la pena de muerte.

—Pena de muerte para los profesores que aburran a sus alumnos —añade tras unos inquietantes segundos de silencio—. Los alemanes, como tienen ese sistema de clases magistrales que leen de cabo a rabo, son en esto los peores y merecen la muerte, con dos o tres excepciones honrosas. Cuando vienen a dar conferencias el público se va marchando poco a poco, y luego tengo que inventarme excusas, y decir que el uno se ha ido a un entierro, que al otro lo ha llamado la mujer para un asunto urgente, que el de más allá se ha acordado de pronto de que tenía que recoger a sus hijos...

Por el Instituto de Estudios Hispánicos han pasado a lo largo de 25 años figuras grandes y medianas de las letras hispánicas, como Mario V. Ll., siempre cortés y brillante, o Alfredo B. E., que como conferenciante resultó ser bastante malo. Le pregunto si cree verídica aquella anécdota, ya sabe, aquélla en la que Alfredo B. E. se queda dormido nada más intervenir en un congreso, y cuando presentan al gran filólogo Manuel Alvar se despierta súbitamente y exclama «¡Eso, eso, al bar, al bar!».

—Sí debe de ser cierta —responde mi anfitrión—, y hasta juraría que fue el propio Alvar quien me la contó.

En total, dos premios Nobel, cinco premios Cervantes y la mayor parte de los académicos de la Lengua. Sólo un drástico recorte del presupuesto puede explicar mi inclusión en esa nómina. Después de oír todas estas batallitas y de imaginarme vívidamente hablando delante de un atril con forma de guillotina, me apresuro a volver al hotel y, aunque estoy deshecho por el viaje y los madrugones de los últimos días, me pongo el despertador a las 6 para darle aún otra vuelta a las conferencias y aprenderme su estructura de memoria, no vaya a ser que me pase como a los alemanes.

Al final todo salió razonablemente bien: por lo menos durante la última hora y media las punch lines cayeron en gracia y no se me durmió nadie. Hoy es lunes, no tengo la menor idea de qué hice ayer, son las seis y cuarto de la mañana y estoy esperando el primero de los cinco trenes que me llevarán a una pequeña ciudad en la frontera con Polonia. El río Ourthe ha crecido hasta doblar su caudal, y ha arrancado de cuajo un haya de medio metro de diámetro. Viajo mentalmente desde el andén hasta mi apartamento, al otro lado del río, en el que he apagado la calefacción, el calentador y el agua corriente. La pobre mosca me buscará en vano los primeros días, se preguntará por qué ya no le dejo su plato de miel, por qué he sacado la basura, y poco a poco la realidad se irá abriendo paso con un resplandor boreal entre las tinieblas de sus nódulos nerviosos. La mosca que estas últimas semanas ha sido mi única amiga se retirará a rincones cada vez más interiores, musitando un reproche largo y reiterativo, conforme la temperatura vaya descendiendo. Cuando llegue a los 17 o a los 18 grados Celsius su odio se habrá transformado en una indiferencia fatalista y tocará la trompeta por última vez (un blues lento de una sola nota) antes de que se enturbien sus trescientos ojos.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Hay días en los que no pasa nada. Y días en los que pasa todo.

Hoy ha habido alguien que ha entrado a formar parte de nuestra vida, y alguien que nos ha dejado para siempre, y alguien que ha regresado aunque nunca se había llegado a ir.

Hay alguien que había venido a trabajar y a quien una resolución administrativa con la fecha de hoy no le deja trabajar, ni terminar de venir.

Un amigo termina hoy de escribir un libro y me menciona en una nota al pie, que es el lugar en el que uno siempre ha querido verse inmortalizado.

Quien ha entrado a formar parte de nuestra vida no es una persona, sino una mosca. Nos sigue, nos observa y nos escucha. Nosotros le dejamos las migas en el plato.

Puesto en el trance de citar ejemplos de escuelas de vanguardia, un estudiante ha mencionado el futurismo, el dadaísmo y el onanismo.

En lo que a mí respecta, me he levantado demasiado pronto y me he acostado demasiado tarde. He trabajado más de lo corriente, me he divertido más de lo corriente, y he llevado todo el día una fiambrera bajo el brazo con un trozo de pastel, que no me he comido hasta las diez y media de la noche. Dejo las migas en el túper.

Una muchacha ha abordado el primer tren que ha visto para escapar de un maniaco que la perseguía, y yo no sólo estaba en ese tren, sino que también le había dado clase, y la había olvidado por completo. Ahora está a punto de licenciarse de intérprete.

Kathleen me regala una botella de ginebra hecha con pepinos destilados y pétalos de rosa damascena.

Es que, además, cumplo años.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El universo de posibilidades sociológicas de Coprópolis es así:
Puede haber diferencias de grado, pero no desviaciones. Si alguien cree que en todas partes es igual, que salga a la calle y trate de situar a cada viandante en un punto de este espectro. Ya verá que no es tan fácil. En L***, sin embargo, siempre sale.

martes, 20 de noviembre de 2012

Göttingen ha cambiado mucho últimamente. Ya se puede comer pho, aunque no sea comparable al que hacen en Ratisbona o en París (o en Vietnam, lo más seguro). En menos de seis meses han abierto no menos de tres bares de bubble tea. Hay uno en el que cada vez que entro la parroquia se gira hacia mí y grita «Nooorm!». Pero el Ratskeller ya no es lo que era, y para comer un ganso en condiciones hay que ir a Herberhausen, lo que por otra parte tiene el atractivo de atravesar el bosque municipal y de la Altbier de la región, que posee la serenidad pero también el carácter inesperadamente risueño de la lírica medieval en latín.

Paso estos días absorto en varios trabajos de edición, a los que me he propuesto dedicar el mayor tiempo posible. Uno de ellos es la antología de Luis de T., cuyas galeradas me acaban de llegar, y que tienen, como todo lo que sale de las prensas de Renacimiento, una elegancia juanramoniana. Las tareas de corrección provocan una satisfacción elemental, porque el rendimiento salta a la vista. Evitar una errata en la portadilla es lo más cerca que he estado del heroísmo desde hace mucho tiempo.  

Esta noche quedamos con Sven en Zack; viene de hacer unos cálculos en su oficina: «he llegado a un resultado, pero no sé qué demuestra». Los físicos se toman estas cosas con bastante filosofía. Dentro de ocho horas sale mi tren. Más Altbier, esta vez Diebels.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Parece como si, en menos de un día, todo y todos se me hubieran puesto en contra. Tengo, al mismo tiempo, la seguridad de estar del lado de la razón y del juego limpio. 

En primer lugar, la reválida de la reforma de los planes de estudio, ahora ya tan imparable como una riada de lemmings. De nada ha servido que los departamentos, consejos y representantes de estudiantes se opusieran, o pidieran siquiera un aplazamiento: las posiciones consensuadas, a veces de manera unánime, sirven para que los capitostes se hagan mangas y capirotes. En la junta de Facultad, varias personas alrededor de mí cuchichean: «esto es una locura, hay que pararlo como sea» —y diez minutos después votan a favor—.

Al día siguiente, el primer correo electrónico: una acusación absurda y ad hominem de exceso de gasto en correos, que se nos dirige casualmente a los colegas extranjeros, en un mensaje con los demás destinatarios ocultos. Bajo inmediatamente a que la secretaria me dé la lista completa de destinatarios del correo anterior. «He debido de liarme un poco con el correo, le he dado a reenviar y no sé qué ha ocurrido». Sí, claro. Inmediatamente escribo un correo de tres puntos como tres catedrales, en el que me defiendo al más puro estilo calderoniano, y que no puede ser contradicho si no es el campo del honor.

Con esto hago cruz y raya y abro una etapa nueva, una etapa sine die de Biedermeyer académico: de la biblioteca al aula, del aula al despacho, y allí, con pocos —pero doctos— libros juntos, hacer algo que valga más que las intrigas y el tartufismo del último mes.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Coincidimos en Göttingen con Enrique, ambos de paso y por unos pocos días. Propone que vayamos a ver ciervos en una reserva que está a una hora escasa de su antigua casa. Además de nosotros tres vienen Doris, María, Cristian, Paula y un chico que escribe una tesis —otra— sobre Roberto Bolaño. Todos seguimos en las aulas, y quizá por eso busco inconscientemente revivir el tipo de conversación que uno tenía en la Facultad; ésta es más interesante e informada, pero también menos emocional, o emocionante.

El bosque, desmigajado, con el color y la textura de una biblioteca dieciochesca arrasada por algo peor que el tiempo.

Enrique corta manzanas con una navaja suiza, y les tira los trozos a los cervatillos. «Son manzanas de cultivo ecológico», puntualiza. Los cervatillos se alejan, muerden la manzana con la precaución de quien juega al escondite inglés, y se alejan con un respingo. A veces los pedazos de manzana no les entran en la boca, y los hacen pasar mirando a lo alto, como el cormorán que ha pescado un pez demasiado grande. A lo lejos se oye mugir —es el tiempo de la berrea— a los ciervos adultos. En realidad son gamos. Más adelante encontramos un viejo ejemplar, imponente de talla y cornamenta, que se deja morir apaciblemente. Las manzanas que ruedan a su alrededor no tienen para él más entidad que la de un recuerdo.

Pocos minutos después llegamos a una granja, donde una piara de jabalíes hoza el fango. Las manzanas y las nueces biológicas de Enrique tienen entre ellos un éxito clamoroso. Se disputan el alimento con violencia, y es espeluznante el ruido que hacen al triturar las nueces enteras con los dientes.

Todo esto ocurre ya como de lejos, mientras llueve cada vez con mayor intensidad.

sábado, 27 de octubre de 2012

Mi clase de introducción a la literatura española la imparto en francés. Ayer comentaba un poema de San Juan de la Cruz y dije un par de palabras que nadie pareció comprender: «prédicat», en el caso de unas estrofas del Cántico espiritual que no tenían predicado verbal, y «ascèse» a propósito de la vía de progreso espiritual contraria a la mística. Como el francés no es mi lengua materna, en cuanto veo caras de perplejidad supongo que lo que he dicho no existe, y busco un sinónimo. En esta ocasión, además, mi entregado público me aseguró que esas palabras no existían y que debería emplear el derivado «ascétisme», y de paso retirar todo lo dicho sobre el predicado.

Casualmente esa mañana yo le había escrito a mi amigo Patricio que estaba entusiasmado con Los idiotas de Ermanno Cavazonni, y él me había respondido, a vuelta de correo, con un resumen de otro libro del mismo autor, Los escritores inútiles. Tan vivo y cómico era su resumen que en cuanto salí del trabajo compré una traducción francesa. Cuando llegué a casa me dejé caer en la chaise longue y abrí mi nueva adquisición —que ya había desflorado en el tren— para toparme casi de inmediato con la frase siguiente: «D’après lui l'inquiétude produisait une incessante sensation de faim, et à cause de celle-ci la société du dix-septième siècle avait perdu l’élévation d’esprit, la disposition à l’ascèse, la métaphysique...». Hay que jorobarse. «L’ascèse». Una palabra que, como enseguida comprobé, aparece cientos de veces en las hemerotecas digitales de los periódicos francófonos (Sarkozy, por ejemplo, la empleó hace poco en una declaración). Por supuesto, «prédicat» también existe, con el mismo sentido y frecuencia que en español. Así que ya entrada la noche, desoyendo los sabios consejos de Wendy Cope («don’t answer emails when you’re drunk»), escribí un correo electrónico a todos los estudiantes, diciendo que esto es el colmo, que desde luego hay que ver, y que tiene bemoles la cosa. No porque realmente estuviera enfadado —que lo estaba—, sino porque creo haber entendido que parte de mi trabajo consiste en mostrar enfado de vez en cuando.

Hoy he recibido varias respuestas de estudiantes, aparentemente conmovidos por mi filípica, aunque revelan más contrición que propósito de la enmienda. Le enseño a Kathleen una de ellas, carente de sintaxis, de ortografía y de sindéresis: «Je ne sais pas si sa sa le “fait” de répondre, j’avais juste envie de dire merci de partager ce petit texte. Je trouve sa très intéressant, et je suis d’accord avec vous».

—¿Pero es que esa gente no ha hecho la selectividad? —me pregunta, sorprendida, Kathleen.
—Pues no, ahora que lo dices aquí no hay selectividad.

martes, 23 de octubre de 2012

Aunque generalmente soy un tipo duro, hoy he llorado.

Ha sido por culpa de una mala mujer.

Esa mujer tenía un bote de colirio en una mano, y con la otra me separaba los párpados del ojo.

Apenas unos segundos después de secarme los lagrimones empecé a notar una extraña sensación en los ojos, y al poco pude quitarme las gafas: veía perfectamente sin ellas. ¡Estaba curado!

Me disponía a abandonar la sala de espera con el firme propósito de llevarle un exvoto a Santa Lucía cuando observé que mi mano se desenfocaba. Mi ojo parecía encogerse como Alicia en la madriguera, sin ser capaz de detenerse en el momento preciso: en cuestión de segundos había pasado de miope a astígmata. Me dije que quizá sí debería esperar a que me viera el doctor.

Previendo un buen rato de lectura me había llevado tres libros diferentes (la Carajicomedia, una historia social del humor y el último poemario de Wendy Cope), pero cada vez tenía que alejar más el libro para distinguir las letras. Entonces volvió la enfermera con el colirio, y lo que ocurrió después fue curioso, porque si bien aún podía distinguir algunas palabras —«perfunctorio», «garlito», «entre», «Weltanschauung» y algo así como «saakgh»—, el libro se había vuelto por completo indistinguible. Volví a llorar.

El oftalmólogo me hizo mirar primero el haz de luz de un proyector cinematográfico, o de algo que semejaba un proyector cinematográfico, y me pidió mirase sucesivamente hacia todos los puntos cardinales. Por un extraño fenómeno óptico en determinado momento pude contemplar mi propia retina, en la que se distinguían con nitidez los vasos sanguíneos. Después me aplicó una especie de grafoscopio directamente sobre el globo ocular izquierdo, y me instó a mirarle su oreja, pero yo no podía ver nada, sólo lloraba a moco tendido y llamaba a mi madre a gritos, unos gritos que conmovían a las piedras.

Pronto había pasado todo y el oftalmólogo y yo reíamos como viejos camaradas. Mi sufrimiento había sido en balde, pues el fideo que veo continuamente desde hace meses está en el interior del globo ocular. Es una afección común y más o menos inocua. Tan sólo debería hacerme vigilar la retina una vez al año. Le aseguro que no dejaré de hacerlo.

Como no podré trabajar hasta que mi iris recupere sus antiguos reflejos, me digo que podría aprovechar para donar sangre en la misma clínica, pero resulta que los martes lo de sacar sangre está cerrado. Salgo a la calle y descubro que puedo ver sin necesidad de abrir los párpados. Me doy una vuelta por la Facultad, recojo el correo y algún libro, y me miro en el espejo del cuarto de baño: lo que veo me recuerda el videoclip de Life on Mars. Hace un día radiante, con toda probabilidad el último del año, y todo el mundo me parece envuelto en gasa, como en una película de 1964. Alguien me saluda. No sé quién es.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Qué edificio más bonito tiene todavía el Instituto Cervantes de Bruselas.
Allí se ha inaugurado hoy el congreso bianual de la Asociación de Hispanistas del Benelux. (¡Y yo que creía que esto del Benelux era una marca fallida de la que nadie se acordaba desde 1991!). Congreso, conferencias, volumen de actas: es el paradigma de la actividad académica. De la actividad, digamos, extraescolar. A la larga —e incluso a la corta— resulta bastante limitado. Máxime en estos tiempos de universidades adimensionales y de revisión de cánones culturales. Se conoce que una cosa es revisar el canon cultural y otra  es que la revisión adopte una forma no canónica.

La conferencia inaugural era interesante, trataba de coproducciones cinematográficas hispánicas de los años 1950, pero no he podido evitar distraerme pensando en nuevos modelos de actividad científica. Me digo que no se trata de abandonar los congresos especializados para lanzarse a la divulgación, ni de dar un giro populista a la investigación, sino de explorar otras articulaciones entre la investigación en Humanidades y la sociedad. Por ejemplo, tebeos. Un, dos, tres, responda otra vez:

a) Tebeos. Mi colega Luciano C. ha publicado hace pocos meses un ensayo de historia cultural italiana bajo el aspecto de una novela gráfica. ¿Por qué no hacer una colección de divulgación de humanidades en cómic?

b) Clases ejemplares. Pensando en lo poco que se habla de la didáctica en la enseñanza superior, se me ocurre que podría filmarse una serie de «clases ejemplares», que propongan dinámicas de grupo novedosas en el acercamiento a los textos de siempre.

c) Un repositorio de reflexiones para crítica cultural. Esto ya está cerca de esas ideas que a uno no se le ocurren porque son prácticamente impensables. Se trataría de facilitar el periodismo cultural, creando una catálogo en línea de ideas que son moneda corriente en el ámbito académico pero que no llegan al periodismo generalista, porque obviamente los periodistas no tienen tiempo para asistir a cada coloquio y para leer cada volumen de actas. El repositorio contendría numerosas unidades ideológicas (¿memes?) de apenas dos párrafos de extensión, agrupadas por áreas de conocimiento. Un amplio comité científico se encargaría de seleccionar las que deben integrar la base de datos, en base a los sólidos dossieres de candidatura, que el texto a repertoriar en los artículos y volúmenes que el periodista no tendrá tiempo de leer.

d) Una agencia de noticias culturales. Esto puede entenderse como un spin off de la propuesta anterior pero, en lugar de poner una herramienta a disposición de los medios, lo que se haría es venderles un reducido elenco de noticias culturales inauditas y sexis.

e) Pecha kucha. Congresos interdisciplinares y lúdicos en los que las ponencias deben someterse a dos normas: no más de 20 diapositivas y no más de 20 segundos por diapositica. El modelo procede, obviamente, de Japón, y de una época en la que aún no existía Prezi, pero merece la pena adaptarlo a otras geografías y épocas. Quizá Kathleen y yo vayamos a un pecha kucha el próximo sábado. Como los fines de semana sólo tenemos un tren cada dos horas, nos lo pensamos dos veces antes de bajar a L***.

f) Una productora. Que hiciera reediciones críticas de películas antiguas descatalogadas, y todos esos documentales y entrevistas a Foucault, Bourdieu o Habermas que a veces aparecen en YouTube editados de manera artesanal, fragmentaria y con subtítulos en danés. 

g) Entrevistas. Disfruto mucho de las entrevistas y de las clases magistrales disponibles en línea. Pienso en las conferencias que albergan las páginas web de la Fundación Juan March o del Collège de France, pero también y sobre todo en el podcast que una lectora de Göttingen ha estado haciendo estos últimos años sobre didáctica del español, y que cuya existencia se ha divulgado de boca en boca y de foro en foro.

h) Aparte de todo esto, una medida fundamental para la utilidad pública de las viejas filologías sería la estabilización y dignificación de la didáctica de la lengua en el ámbito universitario. Esto es algo en lo que que justamente insiste nuestra lectora siempre que tiene ocasión. ¿Por qué hay lectores y no catedráticos de didáctica de la lengua? ¿Por qué los lectores están casi siempre sometidos a contratos temporales? Hasta ahora no se han escrito demasiados doctorados en didáctica del español, razón por la cual tampoco hay catedráticos (y como no catedráticos, tampoco se dirigen tesis en la materia); debería haber más, pues quedan realmente grandes descubrimientos por hacer y grandes discusiones por plantear en relación con la manera más eficiente de enseñar un idioma.

lunes, 15 de octubre de 2012

Algunos tenemos el privilegio de poder trabajar desde casa. Es un privilegio del que yo disfruto dos horas los sábados, cinco o seis los domingos y la mayor parte de los lunes. Aunque en honor a la verdad he de decir que cuando esta mañana han llamado al telefonillo yo no estaba trabajando, sino que en ese momento remendaba la presilla de un pantalón que se me rompió el otro día al engancharse con un picaporte. Estos vaqueros de hoy en día son una M.

Era el cartero, que traía un enorme paquete de Amazon. Yo sabía que Kathleen había pedido un par de libros; lo que no sabía es que tuviera la intención de regalarme el último tebeo de Chris Ware. Mis padres tienen razón: no me la merezco. El tebeo se llama Building Stories, lo que puede traducirse como «historias de edificios», pero también como «pisos de un edificio» o «construyendo historias». Consiste en una caja de medio metro de largo, como de juego de mesa, que contiene cerca de veinte comics de distinta complexión. Unos son pequeños cuadernillos apaisados; otros están encuadernados en grueso cartoné; otros tienen el formato inmanejable de un periódico alemán; otros se abren en acordeón como leporellos y otros, en fin, pueden desplegarse para formar un tablero de más de un metro de lado. La protagonista es la muchacha tullida que ya aparecía en alguno de los números anteriores del mismo autor. Y, según revela el título, también el edificio en el que vive.

Supongo que la narración es más o menos unitaria, y que no importa demasiado el orden en que se lean, a modo de traducción al cómic de lo que Rayuela o Juego de cartas fueron para la novela. Claro que uno también podría desplegar todos los materiales, pegarlos con cinta adhesiva y construir una casa de papel con una superficie habitable de 34 metros cuadrados, balcón y plaza de aparcamiento. Esto podría concebirse como otro de los innumerables itinerarios de lectura posibles —propuesto también, en cierto modo, desde el título—. Y si el precio resulta más que asequible tratándose de un tebeo de cerca de 200 páginas (sumadas las de todos sus componentes), como estudio o picadero está claro que no tiene competencia.

¿Cuánto tiempo tardará Muñoz Molina en escribir sobre esto?

domingo, 7 de octubre de 2012

Es la primera vez que los estudiantes se ponen toga y birrete para la entrega de diplomas. Hasta ahora los únicos togados eran los profesores. (Algunos profesores, porque otros nos resistimos, aunque dicen que abriga.)

A mí estas cosas me dan mucho rubor, sobre todo cuando el rector agradece sus esfuerzos al cuerpo académico, como si fuéramos bomberos o redentores de la patria. No tiene uno la sensación de haber influido demasiado en los estudiantes. Algunos ya eran buenos estudiantes antes de llegar; uno les presenta un par de autores y de conceptos, les corrige la puntuación y cuando salen siguen siendo personas avispadas y razonablemente informadas. Otros son menos buenos, o decididamente malos; uno les da buenos consejos, corrige sus redacciones, les enseña pronunciar la R y a argumentar de manera más o menos objetiva, les obliga a repetir exámenes, les da clases de refuerzo, y tras muchos esfuerzos y algo de manga ancha les consigue poner a la altura justa para ponerse la toga famosa y recibir el canuto —quiero decir, el título—. En cambio, que un estudiante malo acabe siendo bueno es una posibilidad infrecuente y casi hipotética. Yo podría mencionar sólo dos casos. Ambos me producen una gran satisfacción, pero no sé si la suficiente para compensar tanta licenciatura pírrica como hay en el mundo.

El rector lleva una toga impresionante, con armiño, medallas y pasamanería. Me topo con él después de la ceremonia, y no puedo dejar de preguntarle:
—Oiga, ¿y detrás de cada medalla hay una batalla?
 Lo que dice el rector casi siempre podría cincelarse en mármol:
—Las batallas universitarias no dan medallas, sino que dejan cicatrices.

Luego mete la toga en una bolsa y se la lleva, como el violinista se lleva el violín.

sábado, 6 de octubre de 2012

El Festival Literario continúa, esta vez con intervenciones de Felicitas Hoppe, Laurent Mauvignier, Alessandro Barbero y el novelista mexicano David T., además de traductores, libreros y editores, en general menos internacionales. Barbero es un políglota consumado, y además un tipo muy divertido y muy teatral. A David T. recuerdo haberlo oído en Göttingen hacia el año 2004; no fue memorable en aquella ocasión, y tampoco lo ha sido en esta. Dice que en sus novelas prescinde de guiones y comillas porque la lengua oral no tiene puntuación; es una afirmación de una simplicidad inaudita. Pese a todo, hay que reconocerle que ha mejorado las anécdotas. Cuenta dos, y una era buena. Resulta que los escritores del norte de México nunca se habían considerado a sí mismos escritores del norte de México, sino simplemente escritores, o todo lo más escritores de México. Pero un buen día alguien los invitó a un congreso de escritores del norte de México, y bebieron cerveza, contaron historias absurdas y se divirtieron mucho, a tal punto que cuando alguien propuso repetirlo al año siguiente todos se alegraron mucho, hubo más cervezas, cantaron corridos y se lo pasaron bomba, y no pasó mucho tiempo antes de que una revista cultural escribiese el primero de una larga serie de artículos sobre los escritores del norte de México, se hicieron tesis en las universidades extranjeras sobre la nueva ola de escritores del norte de México y para entonces los propios escritores del norte de México se denominaban a sí mismos «escritores del norte de México». Pero en realidad era por la cerveza.

(Al final la anécdota no era tan buena, y eso que yo la cuento mejor que él).


Pero curiosamente lo mejor de este día tan lleno de conversaciones ha sido un encuentro casual en el pasillo con Laurent D., profesor de literatura francesa y gestor del archivo Georges Simenon. No sé qué le digo que enseguida se suelta a hablar con cajas destempladas del cambio de paradigma cultural que estamos viviendo, y al que inútilmente tratamos de domar con herramientas desfasadas. Todo viene de mayo del 68, dice, que fue el fin de una era, la vulgarización de la rebelión. La dimisión de De Gaulle fue la muerte del padre, el asesinato edípico definitivo: después ya es imposible estar a la contra de nada, ni subvertir de ningún modo. Si se piensa, lo alucinante de las consignas sesentayochistas —«dessous les pavés c'est la plage», «mangez vos professeurs» o, mira tú por dónde, «enragez-vous», tan parecido al actual «indignez-vous»—, lo verdaderamente alucinante, dice, es que fueran una práctica tan generalizada. No sé, me digo yo más tarde, no sé yo si la aceptación sería tanta como para que la compartieran los huelguistas de clase obrera, trataré de leer algo sobre ello, creo que tengo en casa un hors série sobre el mayo francés. Para Laurent, en cualquier caso, ése fue el momento en que la heterodoxia se convirtió en doxa de manera definitiva y general.

De todos modos la situación ha sufrido aún varias vueltas de tuerca desde entonces. Hoy, por ejemplo, no hay cultura académica contra la que reaccionar. En la escuela, en el instituto y en muchas de las universidades el canon de lectura propuesto es democrático, incluso populista. Cyberpunk. Novelas de vampiros. Remakes. Eso, que es lo opuesto al elitismo, no deja de ser —dice Laurent— una forma de reduccionismo. Además la posibilidad de acceder a documentos de forma ilimitada parece haber conducido, paradójicamente, a una estandarización y jibarización de la cultura. De antes echaban una peli de Bergman el sábado por la tarde y no te quedaba más remedio que verla. Si te cansabas apagabas la tele, pero al menos habías visto media peli de Bergman y sabías por qué no ibas a ver ninguna más. O bien te gustaba y buscabas otras en el videoclub. Mientras que ahora, con eso de ir a tiro hecho, resulta difícil llevarse sorpresas, buenas o malas. Por eso Laurent se define como postmoderno, en el sentido de que no quiere tener que renunciar a nada del pasado. Es una definición personal y de pasillo, que no le gustaría ponerse a justificar por escrito.

—¿Y ese eclecticismo —le pregunto— no será una manera de justificar el consumo cultural indiscriminado?

—No, yo lo veo más bien como una forma particular de presentar batalla a lo que no deja de ser una nueva forma de uniformización cultural. Para mí ser postmoderno significa acercarme a objetos culturales muy diferentes sin sentir la necesidad de jerarquizarlos. Me gusta algo de la literatura barroca, algo del neoclasicismo, una parte de lo escrito durante el romanticismo... Con lo que cada vez trago menos es precisamente con la literatura moderna; que no me hablen de Rimbaud, de Baudelaire, de Mallarmé, que no me hablen de tanta literatura de lo inefable. Si de verdad es inefable, que se callen y nos dejen tranquilos.

jueves, 4 de octubre de 2012

Dije que me quitasen del comité organizador del Festival Literario porque realmente no he hecho nasti de plasti, y me da palo darme pisto.

Esta tarde había una charla con Ian Sinclair, escritor y psicogeógrafo. Esto de psicogeógrafo viste mucho, aunque en resumidas cuentas viene a ser como un zahorí con jersey de cuello vuelto. La lectura es aburrida, y no sólo es culpa del libro; uno de los presentadores está borracho, o parece borracho, y pierde el tiempo con comentarios absurdos aunque al mismo tiempo mete prisa para terminar antes y —presumiblemente— salir a beber. Sinclair dice que, viniendo a L***, ha incumplido su divisa, que es la siguiente: «if you can't walk, don't go». Es un zahorí con algo en la cabeza, después de todo. El libro del que hoy lee es la crónica de sus caminatas por la autopista de circunvalación de Londres, por donde uno, de buenas a primeras, no tiene mucho sitio para andar. Así que imagínense cómo será esto si alguien que ha recorrido a pie los 200 km de la M25 dice que aquí no puede andar. A lo mejor es que no le dejamos, con tanta charla y tanta pregunta y tanto borracho. Cuenta que con frecuencia hace fotografías del suelo —debe de ser cosa de su formación situacionista— y que, como Londres está vigiladísimo por cámaras de seguridad, enseguida llega la policía a ver qué está haciendo. Yo aquí tuve una vez el proyecto de hacer fotos a las mierdas de perro, pero al final lo dejé de lado porque no tengo cámara. Y para escribir un libro como que tampoco me daba.

Querría haberle hecho un par de preguntas al Sr. Sinclair, pero como mañana me levanto a las 5:30 decido darme una vuelta rápido por el restaurante bretón y volver a casa a una hora decente. Resulta que la propietaria del restaurant no es bretona, sino normanda, de Ruán (de Mont-Saint-Agnan, concretamente); su marido sí es bretón fetén. Otro día tendremos que hablar más de esto, en términos psicogeográficos. Luego tomo el autobús y tengo que hacer esfuerzos conscientes para que la galette de trigo sarraceno con salmón y vinagreta no se me salga por las orejas en las curvas.


viernes, 28 de septiembre de 2012

A última hora me he acercado al Carrefour que hay al lado de la facultad para comprar algo de cena, porque volví ayer de Göttingen y como era el día de la Comunidad Francesa estaba todo cerrado. (Otro día habrá que hablar de esto de la fiesta valona de la Comunidad Francesa.) Compro verduras para una sopa y una pequeña barra de pan, hay que ver qué caro está aquí el pan, hoy no me da tiempo a hacerlo yo mismo. Total, que apenas me he puesto a la cola cuando veo en la caja a una de mis estudiantes.

Durante uno o dos segundos he pensado en cambiar de caja, porque la situación me resultaba inexplicablemente embarazosa. Pero enseguida he pensado que más embarazoso sería si la estudiante me viera pasar a la cola de al lado aparentando que no la había visto. Esas cosas me pasan continuamente. Además, es una estudiante que conozco bien, porque ha hecho por lo menos cuatro de mis asignaturas. Puede que cinco, ahora que lo pienso, qué barbaridad, hasta yo pierdo la cuenta. Sé cómo se llama, sé que su novio es historiador y sé que ha estado a punto de perder la beca en varias ocasiones pero al final siempre aprueba por los pelos en septiembre. Ahora también sé que trabaja en un Carrefour, en turno de tarde.

En Die Zeit viene esta semana un pequeño reportaje sobre el desconcierto que experimentan los estudiantes de clase trabajadora al comenzar los estudios. Comienza así: «Sin haber oído hablar nunca de Pierre Bourdieu y de sus teorías, Nicole sabía instintivamente qué significaba el habitus»; y algo más adelante la propia Nicole recuerda: «no sabía cómo matricularme, no sabía cómo pedir una beca, no sabía cómo escribir un trabajo». No sé si mi estudiante se encuentra en el mismo caso de Nicole, quizá el choque cultural del primer año universitario sea mayor en Alemania, donde la secundaria es muy clasista. De lo que sí estoy seguro es de que hace tres años ella no sabía cómo matricularse, no sabía cómo pedir una beca, no sabía cómo escribir un trabajo.

Me pregunto —me lo pregunto ahora, en casa, comiendo la sopa, porque en la cola no me ha dado tiempo a pensar en nada—, me pregunto qué opinión tendrá de la universidad un cajero de Carrefour. No de la universidad en abstracto, sino concretamente de nuestra facultad de Filosofía y Letras, de la carrera de Lenguas Modernas y de todas las entelequias que les metemos en la cabeza a los pobres estudiantes: la fonética histórica, las crónicas de Indias, el sistema de referencia de la Modern Language Association, la pasiva refleja, la teoría postcolonial, la gramática generativa, el narrador intradiegético, la lógica deductiva formal, la revuelta de las comunidades de Castilla, los alejandrinos asimétricos. Me pregunto qué tiene que ver todo eso con el arqueo, los reponedores, la tarjeta de descuento, los cheques restaurante o el código de las chirimoyas. Probablemente nada, probablemente mi estudiante me odie por no haberle enseñado nunca que la manera de ordenar los productos en el estante es por fecha de caducidad, probablemente sí fuera oportuno cambiarse de cola después de todo. 

Y me respondo —me respondo ahora, lavándome los dientes, porque mientras me tomaba la sopa sólo me hacía preguntas y veía el último capítulo de la serie sobre Isabel la Católica, que hay que ver qué moldeado me lleva—, me respondo que es verdad, que esos dos conjuntos de cosas no tienen nada que ver, que la ventaja de la facultad estriba precisamente en que no tiene nada que ver con el supermercado. Por supuesto, una cosa es que no tenga nada que ver con el supermercado y otra que no tenga nada que ver con la realidad: hay otras realidades, no sé si mejores o peores, pero definitivamente distintas del Carrefour: un archivo, una escuela, una editorial, una redacción de periódico, un centro cultural, una biblioteca de barrio, una academia de idiomas, un departamento de recursos humanos, una cabina de interpretación simultánea. Como bien sabe Nicole, el paso de una realidad a otra no se produce sin humillaciones ni sin adiestramiento. Por lo tanto, merece la pena prever estrategias que consideren la problemática específica del estudiante que llega a clase después (o antes) de seis horas de caja, estrategias que reduzcan, desde luego, el coste económico, pero también las fricciones simbólicas, las incompatibilidades de horarios y la desventaja de salida en la carrera universitaria. En la oceánica oferta de formación continua para personal docente no recuerdo que hubiera ningún seminario sobre esto. La reforma del plan de estudios en la que nos ha embarcado el decano tampoco tiene en cuenta nada de esto. Quizá porque admitir que las diferencias económicas tienen un reflejo inmediato en la competencia cultural imprime a la voz discursiva un incómodo tinte paternalista, el mismo tinte que mucho me temo acusan estas líneas.  

Llega mi turno, la verdura y el panecillo son escaneados por el láser y al pagar le digo a mi estudiante que no sabía que trabajase en Carrefour.
—Hoy es mi último día —responde. Fíjate tú, también es casualidad.

martes, 25 de septiembre de 2012

En Bélgica hay elecciones municipales, y los carteles florecen en ventanas, escaparates, marquesinas y balcones: en todas partes menos en los expositores que han instalado para ese propósito. De acuerdo a las nuevas consignas de formato los carteles deben seguir un modelo estandarizado que los asemeja a grandes fotos de carnet. Como hay listas abiertas, los candidatos son infinitos; yo creo que casi todos los belgas son candidatos, y se hacen unas fotografías promocionales sin Photoshop y hasta sin flash.

Hay carteles que sacrifican el eslogan por una indicación de dónde encontrar al candidato sobre la papeleta: «Fulanito van Tal, último de la 2ª columna». Es un candidato honesto y pragmático.

Una candidata ha prometido posar desnuda si obtiene más de mil votos. Quien crea que sus miras no eran muy altas, que recuerde que mil votos en Bélgica son medio país, o al menos media región lingüística. Más tarde la candidata ha dicho que era broma, lo que ha provocado que durante varios días ardieran papeleras y cajeros automáticos. 

En otro de los carteles sale un perro. Lo juro. Luego no hay que extrañarse de que los planes urbanísticos salgan como salen.

Es una curiosa experiencia votar en un país que no se conoce, ni se aprecia, ni se entiende, y que da pereza tratar de comprender, porque uno se huele que acabaría llegando a una conclusión tópica sobre las arbitrariedades o los agravios de los nacionalismos, y para ese viaje no hacen falta alforjas. Es preferible fantasear sobre la identidad política de las siglas. Hay, por ejemplo, un «Partido Humanista», que imagino imprimirá su programa en tipos elzevirianos y hará obligatoria la lectura de Ovidio en las escuelas. Hay un partido llamado «MR», que podría significar «Mal Rollito», o «Maravillosas Rebajas», o incluso «Meg Ryan». Hay un partido nuevo llamado Vega que pide «pan, fuego y acordeón para todos», lo que la prensa local interpreta como un regreso a los valores tradicionales, aunque yo me lo tomo al pie de la letra y trataré de que me cambien el acordeón por un ukelele, si no les importa. Hay un partido rojo y un partido verde, y seguramente también un partido negro, pero no parece que haya un partido amarillo, ni un partido marrón, ni —qué pena— un partido a cuadros, que sería el partido de los ramonianos y de los que nos hemos quedado frappés, y cuya bandera podría ser un mantel de mesón o un trapo de cocina. Toma regreso a valores tradicionales. 

domingo, 23 de septiembre de 2012

Después de un mes de recogimiento monacal, resulta que este fin de semana que paso en Göttingen estamos invitados a varias fiestas. A una de ellas había que ir disfrazado de basura. Kathleen diseñó para la ocasión un traje de noche palabra de honor hecho con bolsas azules de desechos plásticos, fruncido en la cintura con cinta de embalar y adornado con rosetones de envases de yogur despachurrados. Yo me puse mi levita de las grandes ocasiones con hueveras de cartón a modo de charreteras, faja y sombrero de papel de periódico, y me transformé en un Napoleón de la inmundicia.

Hacía siete u ocho años que no iba a una fiesta en un piso de estudiantes. Esas fiestas en las que la bañera está llena de botellas, aunque en esta ocasión no era la bañera sino un carrito de supermercado. No quiero saber qué había en la bañera. Uno de los invitados llevaba un casco hecho con un barril de cerveza y una escobilla de váter; otra iba vestida con un saco de patatas, y le colgaban chapas de botella de las orejas. Le pregunto dónde puedo dejar mi cazadora; me mira con cara de no entender la pregunta, coge mi cazadora y la tira a un sofá que estaba inmediatamente a su derecha, encima de un coreano completamente embalado en polietileno. Al poco aparece alguien con una bandeja llena de vodka jelly shots. Yo tampoco sabía qué eran, a pesar de haber oído mil veces el disco de Momus que lleva ese mismo nombre. Espero haber cumplido por los próximos siete u ocho años. 

La otra fiesta fue la celebración del doctorado de Alexander; allí sí conocíamos a más gente, pero había menos disfraces; sólo uno de los asistentes se confundió y fue vestido de intelectual. Conocemos allí a dos amigos de Alex que, casualmente, habían pasado unos días en L***. Sus recuerdos son de una elocuencia que hace ocioso cualquier comentario. Uno de ellos no recordaba absolutamente nada, aunque observadores imparciales afirman que una noche lideró una conga de cientos de personas que recorrió el centro de la ciudad durante horas. El otro recordaba que las fiestas de estudiantes valones solían celebrarse en salas con el suelo y las paredes alicatadas: cuando a la mañana siguiente se retiraban los supervivientes, llegaba el servicio de limpieza con pistolas de agua a presión.

martes, 18 de septiembre de 2012

El domingo hicimos un pan.
Durante los primeros minutos creí mantener una ventaja relativa, aunque visto retrospectivamente es evidente que estábamos finteando, midiendo nuestras fuerzas. La masa estaba en baja forma, pero no me dejé llevar por el entusiasmo y mantuve una actitud defensiva, con ocasionales golpes cruzados. Consiguió desconcertarme en el segundo round, y cuando me quise dar cuenta me había hecho una half nelson. La campana me sacó del apuro, y de vuelta en mi esquina mi entrenadora me recomendó que impusiera mi propio ritmo; aprovechando una distracción del árbitro, restregó los guantes con harina. Remonté el combate a base de juego de piernas y de golpes bajos, tratando de cansar al contrincante, pero no vi llegar la fermentación y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando di con mis huesos en la lona. Pero fingí estar más noqueado de lo que estaba y así, al iniciar el cuarto asalto, enlacé sorpresivamente varios ganchos, le eché granos de comino en los ojos y cerré la puerta del horno.
Nos lo comimos con queso de cabra y mermelada de higos.

sábado, 15 de septiembre de 2012

La catedral de L*** se construyó laboriosamente a lo largo de tres siglos en el lugar exacto donde a principios del siglo VIII, de acuerdo a la leyenda, fue decapitado y enterrado el obispo San Lamberto. Ese mismo terreno había sido ocupado anteriormente por una mansión galorromana, y antes aún por un poblado neolítico, a orillas de un arroyo que en latín recibió el nombre de Legia.
Tras la desintegración del Imperio, la provincia cayó bajo la férula de un obispo con prerrogativas de príncipe, que edificó un palacio opaco e impenetrable junto al santuario carolingio de San Lamberto, que crecería de manera apenas interrumpida durante los periodos románico y gótico. Nada hacía presagiar que la Ilustración llegaría allí con la potencia e inmediatez de una riada: situada enfrente del palacio del príncipe-obispo, la catedral era sobre todo un símbolo de opresión política. Los revolucionarios prendieron fuego al coro, y cuando éste se extinguió desmantelaron los tejados y derribaron la mampostería, y cuando ya nadie podía reconocer que allí se había erguido la nave más grande de occidente demolieron lo que quedaba en pie, y durante quince años desbarataron sistemáticamente las ruinas, y sobre terreno que quedó al descubierto no se construyó nunca más nada, y luego hubo algo parecido a una plaza, y más tarde la arrasaron y acabaron construyendo un intercambiador de autobuses.
Algún iluminado municipal quiso conservar, pese a todo, una actualización constante de la destrucción, y fue así como se erigieron catorce pilares de acero en los lugares exactos que doscientos años antes habían ocupado las columnas del templo, catorce obstáculos sin utilidad ni estética que evocan las dimensiones estremecedoras de aquel refugio de la venalidad y la superstición. 
El terreno dejado por la catedral sigue siendo el corazón simbólico de una ciudad descorazonadora, y es en ese preciso lugar, en el que según la tradición cayó el cuerpo sin vida de San Lamberto, donde hace unos días, volviendo del cine, encontramos lo que parecían ser tres grandes turbinas.
(Esto lo dice alguien que no ha visto en su vida una turbina, ni sabe para qué sirven, ni dónde se compran.)
En cualquier caso eran tres grandes objetos de un material desconocido, con el aire leve e inconsútil del plástico, y el brillo oscuro del metal. De ellos emanaba una fuerza gnóstica perceptible incluso para el más escéptico. Cada uno de esos objetos tenía el tamaño de un hombre y estaba dividido en tres lóbulos diferenciados, con simetría axial. Recordaban las hélices sin aspas de un submarino atómico, cuyo dibujo creo haber visto en alguna parte. El conjunto —la alineación de tres ojivas trilobuladas en la nave de una catedral inexistente— era de un tomismo sobrecogedor.
Alguien se aproxima con paso inseguro. Es un joven huesudo con deportivas de marca, ropa de todo a 100 y una gorra de visera tan ajustada que parece levitar tres centímetros por encima de su cráneo. Otro hombre se ha materializado en la luz incierta de la tarde; ambos se aproximan a uno de los objetos desde ángulos opuestos, sin mirarse, con el automatismo de un rito masónico; parece que van a tocarlo, pero no lo tocan. Cada uno se detiene a pocos centímetros de uno de los lóbulos y durante un minuto le dedica una ofrenda inesperada que no es necesario explicar, y que al mismo tiempo lo explica todo.
Sólo entonces reparamos en que alrededor de los tres falsos monolitos, recorriendo el perímetro exacto de lo que antaño fuera el coro occidental de la catedral —dedicado a San Cosme, a San Damián y a la Santísima Virgen María— se alinean veintisiete cabinas, que uno ha tenido el nervio y la paciencia de contar, veintisiete cabinas que seguramente constituyen el evacuatorio más grande de la cristiandad occidental.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Fin de semana ferroviario. Para empezar, ocho horas de tren a Leipzig, entre Thalys e ICE. La compañía alemana de ferrocarriles vende por separado el billete y la reserva de asiento; como me he cansado de discutir con los interventores y me niego a pagar los 4 euros suplementarios de la reserva, he resuelto llevar siempre conmigo un taburete plegable —que, por cierto, sólo costó 3 eurípides del año 2004—. Me repantingo, abro el portátil y empiezo a trabajar. Unas adolescentes me hacen fotos con el móvil, los universitarios que vuelven a casa para el fin de semana me aplauden y me dan lo que se conoce como muestras de su apoyo, la revisora no puede evitar enamorarse de mí visiblemente. Mentira: la revisora me cobra 15 euros de recargo porque —explica— en Bélgica me vendieron un billete para un trayecto con más transbordos. ¿No puedo evitar pagar más si me bajo antes? Imposible: la siguiente parada ya es Frankfurt, donde debo coger el siguiente tren. Paso por las horcas caudinas, con la arrogancia de un Séneca o un Espartaco, y la seguridad de haber obtenido de todos modos la victoria moral. Una mujer me ofrece su asiento, que rechazo olímpicamente: aquí estoy bien. A pocos metros un niño me señala con los ojos desorbitados: «¡Mamá, ¿qué es eso?! ¡¿Por qué nosotros no tenemos uno?!» Claramente en esto de los taburetes plegables hay un nicho de mercado para el español que lo sepa explotar.
Llego a Leipzig ya de noche cerrada, y me reconfortan con sopa de gulash. Al día siguiente celebramos el aniversario del tío de Kathleen, que se llama Jürgen. Esto de los cumpleaños en Alemania es cosa seria, sobre todo cuando la cifra es redonda y simbólica, como es el caso. Muy de mañana cogemos un cercanías hasta Oschatz. Allí abordamos otro, con una locomotora de vapor. Jürgen ha reservado un vagón entero, en el que nos aguardan dos cajas de cerveza Krostitzer y botellines de licor. Sus amigotes toman posiciones, y aún no son las 10 de la mañana. En el vagón correo despachan salchichas grandes como el brazo de un párvulo. El maquinista me deja subir a la locomotora, mirar dentro de la caldera y tocar el silbato.
La locomotora atraviesa con paso trotón varias localidades endomingadas, y al cabo de una hora o cosa así nos suelta en un apeadero, entre campos de labranza. Caminamos hasta una taberna en la que comemos soljanka y schnitzel. Cuando retiran los platos un reloj provinciano da las doce. Nuevo tren, esta vez con tracción diesel, hasta Glossen. Allí hubo una mina de cuarcita, que hoy gestiona una asociación de voluntarios como atracción turística. Para visitarla hay que montar en un trenecito minero que parece salido de un parque de atracciones: lo tira una máquina de gasóleo con apenas veinte o treinta caballos de potencia, fabricada en 1956 por la fábrica «Karl Marx» de Babelsberg; discurre por una vía de 60 cm de ancho, a través de un hayedo, hasta lo que un día fueron los yacimientos de superficie. Estas instalaciones proletarias, arruinadas tras la Reunificación, suscitan hoy la curiosidad y el orgullo locales. Jürgen y sus amigos adquieren y restauran maquinaria industrial de hace cincuenta años con nostalgia indisimulada. A las seis de la tarde estamos en el tren de vuelta, y se han agotado las cervezas.
Domingo: dos horas de lectura, otro schnitzel, IC a Hannover, ICE a Colonia, veinte minutos para comer tallarines con pollo, ICE a L***, una hora y media de espera absurda en la absurda estación de Calatrava, y el último tren regional a T*** ya pasamos de cogerlo y nos vamos en autobús.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Me encuentro a Michel W. en una defensa de tesina. Alguien lo definió hace poco como «una persona que se quiere mucho», y quien lo conozca entenderá de inmediato que es un rasgo característico, como para otros un lunar velloso o unas cejas picudas. Hoy me ha contado, dándose mucho tono, un par de hazañas traductológicas. Una vez tradujo un largo y complejo texto jurídico alemán, corrigiendo lo que previamente le había traducido un negro. El autor del original no daba crédito:
—¡Es increíble, Michel! ¡Has entendido el texto exactamente, casi mejor que yo mismo!
—Ah —respondió Michel—, es que yo comprendo las palabras.
En otra ocasión le enviaron algo de Tabucchi: recibió el original a las 4 de la tarde, y a las 8 envió la traducción.
—Es una cuestión de sensibilidad. Mi mujer me preguntaba «¿es que tú nunca miras el diccionario?» No, nunca lo miro: lo importante es compenetrarse con el texto.
Y mientras dice estas cosas hace como si amasase con las manos un pan invisible.
En otra ocasión tuvo un mes en casa al autor argentino Daniel Esteban H., mientras traducía un libro suyo. De vez en cuando se le acercaba con el volumen y le preguntaba qué quería decir un pasaje concreto. El novelista lo releía, afilaba un lápiz, tachaba el pasaje y escribía otro encima.
Aprovechando una pausa que ha hecho Michel para respirar, le he dado las gracias por sus sabios consejos y me he despedido hasta otro rato. Luego he terminado de recolocar el despacho, para lo cual he aplicado sin contemplaciones mi teoría de que el desorden es directamente proporcional a la extensión de las superficies horizontales.
Hasta ahora creía que el edificio se había construido alrededor de una mesa que había en mi despacho, pero después de mucho bregar he conseguido sacarla por la puerta. La he dejado en el descansillo de la escalera, donde no molesta porque es el último piso; le he preguntado a Martine si tengo que llamar a alguien para que la recoja, y me ha dicho que mejor que la deje donde está, porque así los estudiantes tendrán un sitio en que sentarse.
Después me he puesto a trabajar de nuevo, espantándome a manotazos una mosca que había entrado mientras ventilaba. De repente he oído un chasquido y la mosca ha caído muerta sobre la alfombrilla del ratón. Muerta pero de pie, como el Cid Campeador. Era una mosca verde y enorme; se conoce que con tanta inmundicia como hay aquí se había puesto rolliza. Pero ya se le ha acabado el jolgorio. La causa de su muerte es misteriosa y digna de investigación.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El otro día me encontré a Danielle B. en una cafetería enfrente de la facultad.
Cuando «el otro día» significa «el año pasado» es que uno ya está talludito. Si «el otro día» significa «en 1996», lo más probable es que al alcance de la mano encontremos un botón para llamar al celador y pedir que nos traiga la cuña. Total, que el otro día me encontré a Danielle B., una catedrática de literatura francesa que ya se pintaba los ojos como Amy Winehouse treinta años antes de que Amy Winehouse (q.e.p.d.) viniese al mundo. Le pregunté que qué tal andaba, y me dijo que mal, que odiaba corregir exámenes.
Es natural que uno sienta mala conciencia al traducir en cifras la compleja multiplicidad de saberes, aptitudes y potencialidades de los estudiantes; la infalibilidad del catedrático es esencialmente anti-universitaria, y hacer de la evaluación la culminación del aprendizaje tiene efectos didácticos nefastos. Algo así debí de responderle, ya digo que hace tiempo de aquello, y desde entonce he tenido muchas ocasiones de comprobar que después de todo también hay algo de pedagogía en el cerapio. Sea como fuere, Danielle se echó a reír y me dijo:
—No, no es eso. Es que me aburre.  
Luego he descubierto que esto le pasa a mucha gente, que le aburre corregir exámenes. En cambio son muchos los profesores a los que les gusta leer tesinas. Dicen que tienen más intríngulis, y que están mejor escritas. Yo esto lo entiendo, pero no lo comparto.  
En un examen uno puede aprender cosas fascinantes. Por ejemplo que la zarzuela sigue a la jarcha y no sólo trata de chicas, sino que a veces también trata de paisajes; o bien que San Juan de la Cruz era un hombre que prefería estar solo; o incluso que la greguería es como se llama en España a la guerra civil. Un examen es una respuesta a una pregunta que yo he hecho, y lo leo y me parece bien o mal, y leo ochenta y siete y entro como en trance, y cuando me quiero dar cuenta empieza Informe Semanal. En cambio, al pobre autor de una tesina yo no le he preguntado nada. Una tesina me hace el efecto de una pareja de mormones que llama a tu puerta un sábado por la mañana, o de un mendigo alcoholizado que te para y te cuenta que cuando era chico su madre le daba todo el rato huevos moles porque creía que estaba anémico, y lo que pasa es que cada vez que salía a la calle y veía a una señora se le alegraban las pajarillas. Pues bueno, hay que ver, y a mí qué me cuenta. Con la misma indecisión con la que un galeote echaría mano al remo, abro la enésima tesina:
«En otro pasaje del ensayo, Aira prosigue, al aplicar su idea a la práctica literaria de Copi: “en Copi no se trata nunca de la vertical del sentido, sino de la horizontal del funcionamiento” (id. 68-69, subrayados nuestros) y al usar esta vez el presente de la afirmación, que permite al locutor dar la impresión de “faire entendre la vérité à travers un point de vue desincarné” (Amossy 2010: 194)».
Cien páginas así. Enseguida me entra la angurria y noto la tensión en los músculos oculares; si les diera rienda suelta se desbocarían y saltarían de una esquina a otra de la página. Para evitar distraerme me pongo a leer en voz alta, pero aun así una parte de mí, no sé si el cuerpo astral o qué, se desgaja y sale a dar vueltas por el piso, como al final de Contacto, cuando Jodie Foster viaja a Torremolinos a través de un agujero de gusano, y yo me puedo ver a mí mismo silabeando la tesina y entendiendo cada vez menos: «Primero: el continuo es una característica esencial del procedimiento y por lo tanto de la literatura. Tiene dos atributos que le están correlacionados: la velocidad y la facilidad...»

domingo, 26 de agosto de 2012

Ayer estuvieron a cenar nuestros amigos Fabrizio e Irene, profesores de italiano. Fabrizio apenas lleva un año dando clases nocturnas, pero Irene hace dos o tres que enseña en un instituto de Seraing. Un colegio elitista en la zona más chunga de una ciudad chunga ya de por sí. Incomprensiblemente el instituto se llama Aire Puro, y su director se da tono porque lleva a los alumnos como cirios. A los alumnos y a los profesores, porque de todos hace fichas que actualiza regularmente, y que guarda bajo llave en un archivo:
—Pone en rojo las cosas malas, y en boli negro las cosas buenas —nos explica Irene—. Yo vi un día de lejos mi ficha y sólo tenía una frase en negro.
Este año además han instalado cámaras en las aulas con un sistema de reconocimiento de imagen, que permite controlar en tiempo real si los estudiantes están sentados en el lugar que les corresponde.
Irene se ha dejado tupé flequillo para ocultar los piercings de las cejas, y se pone un fular para ocultar el pequeño tatuaje que lleva en la nuca. Un día lo vio, por casualidad, uno de sus alumnos: por algún motivo se obsesionó con el tatuaje y empezó a dibujarlo de manera compulsiva, primero en cuadernos, luego en la puerta del cuarto de baño, y al final en las paredes, acompañándolo de llamadas esotéricas a la rebelión. Casi los expulsan de la escuela. A los dos. 
Como Irene tiene la piel alabastrina, los ojos azules y el pelo liso, sus colegas no se creían que era italiana. Primero circuló la especie de que había nacido en un cantón alpino de habla alemana; más tarde se aceptó comúnmente que era eslovena de nacimiento, aunque de padre francófono, y que había hecho su doctorado en Trieste. Esto último era lo único cierto.
—Claro, ellos veían que yo no soy morena, ni tengo bigote, ni como espaguetis con las manos, y no se podían creer que de verdad era italiana. Traté de explicárselo, pero como por entonces yo aún no hablaba bien francés, no se creían que lo que decía era lo que realmente quería decir.
Así que al final Irene se hartó, se apuntó a un solárium y se dio cuatro o cinco sesiones de rayos uva. Y cuando al fin empezó a parecer un poco italiana se restableció el orden cosmológico y los profesores del instituto de secundaria Aire Puro pudieron respirar tranquilos.  
Oh, Dios, qué desastre soy. Se supone que participo en un grupo de investigación internacional sobre prensa satírica y no hecho absolutamente nada desde que mandé aquella bibliografía, a mediados de 2011. Debería sacar un momento, ahora que aún no estoy demasiado agobiado por la corrección de exámenes, para por lo menos añadir algunas de las referencias que he encontrado estos últimos meses. A saber cuántas cosas excitantes habrán hecho ya los demás miembros. Teniendo en cuenta que lo financia el ANR, es probable que hayan organizado congresos, quizá incluso han publicado algún volumen, y yo, como siempre estoy en Babia, ni siquiera me entero de lo que me pierdo. En fin, me contentaré con aportar mi granito de arena. Espero que nadie me odie. Veamos... ¿cómo funcionaba aquello del Dropbox? Qué barbaridad, si hasta lo tengo instalado ya en mi ordenador. Aquí está, «Prensa satírica», veamos... ¿Cómo? ¿Hay un solo archivo? ¡¿Y lleva mi nombre?! Ah, es la bibliografía que envié hace un año. Bueno, entonces todo va bien. O no. 

jueves, 16 de agosto de 2012

Estábamos como locos por ver la exposición de Gerhard Richter en el centro Pompidou, pero resulta que cierra los martes. También el Louvre. Como dice Montoro, «la vida es como es, y te la encuentras». Sí estaba abierta la exposición de Robert Crumb, pero la librería había cerrado excepcionalmente, con consecuencias tan malas para nuestro humor como buenas para nuestro bolsillo. En el Museo de Arte Moderno —del que nunca habíamos oído hablar a pesar de que está al lado de la torre Eiffel— se les ha ido un poco la mano con lo de Crumb en: dos horas y media tardamos en recorrer la exposición, y eso que apenas nos detuvimos a leer las historietas. Resulta que Terry Gilliam coincidió con Crumb en una revista que dirigía Harvey Kurzmann... Hay casualidades que parecen causalidades.
Regresamos a Tilff. Un mercadillo ha atraído a curiosos de toda Valonia y aun de Flandes. Cada semana hay rastrillos en los pueblos de la zona, y todos movilizan a increíbles cantidades de gente. En Bélgica los trastos viejos de los otros despiertan pasión, y fuerza es admitir todo lo que la brocante ha hecho por la unidad cultural nacional. No me extraña, porque aquí pueden encontrarse artículos inconcebibles, como una pulidora que parece una aspiradora; una ensaladera articulada y electrificada que resulta ser un secador de pelo; una especie de tocador infantil al que le suponemos un uso educativo... (tocador en el sentido de consola complicada, no en el sentido de «affaire Dutroux»).
Más que la cerveza y la fritanga, parece ser la basura de los otros lo que después de todo constituye un signo identitario en esta comarca de tan difícil conceptualización... Kathleen me interrumpe en mis reflexiones:
—Deberías hacer un esfuerzo por no sentirte superior a los belgas.
—No, si realmente me parece estupendo que la gente venga a estos sitios a echar la mañana. Cualquier cosa con tal de que no anden metiendo ruido con las motos, o mendigando para comprar alcohol, o meando por las esquinas.
Eh, un momento, ¿quién ha dicho eso?