Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 23 de abril de 2021

Me encuentro por casualidad en la intranet una de las clases que grabé en los primeros días de la pandemia, cuando aún no había nacido Óscar, y que corresponden al mismo punto del temario en el que me hallo ahora. Veo allí a un orador de locuacidad gabilonda, a un artesano de la orfebrería verbal que aquilata la terminología, hilvana perlas conceptuales y engasta ideas rutilantes en el equivalente retórico de un huevo de Fabergé. Estoy a punto de ponerme a tomar notas cuando recuerdo que aquel tipo soy yo; o, mejor dicho, fui yo, cuando todavía me hallaba en plena posesión de mis facultades físicas y mentales.

Muy pocas horas antes de encontrar ese vídeo he tenido que explicar ese mismo tema. Sin embargo, lo que esta vez ha salido de mi boca ha sido algo así como un discurso de Isabel Díaz Ayuso: una guirnalda de ruiditos que, cuando está a punto de significar, implosiona y estalla en una bonita nebulosa de martingalas.

Lo que ocurre es que en este último año he envejecido física y mentalmente varios lustros. Tengo las mejillas hundidas, los ojos como dos mejillones rebajados, el coronapelo lleno de mocos y del hummus que le ponemos al niño para cenar, una jaqueca intermitente del tamaño de una moneda de 10 céntimos encima de la ceja izquierda y una tortícolis que me va desde las gafas hasta el lumbago. Por las mañanas, después de tres horas y media sacrificadas a la intendencia, me siento delante del ordenador desaliñado, desalentado, con la cabeza a pájaros y la imaginación exangüe.

—¿Cómo te las apañas? —me ha preguntado hoy alguien, en los primeros minutos de una videoconferencia.

—Pues estafando —respondo. Y mi interlocutora, que tuvo que criar sola a un niño, sonríe como si acabase de decirle que somos del mismo pueblo.

La estafa consiste en que, aunque trabajo todo lo que puedo, trabajo bastante menos de lo que debo. Raro es el día en el que saco más de seis horas para algo que no sea la supervivencia y la puericultura. He suprimido varias actividades formativas, he dejado de intervenir en las reuniones, he regateado las horas de clase, he criogenizado la respuesta a muchos correos electrónicos, he rechazado ofertas de investigación apetecibles, he dejado morir el blog de divulgación que comencé hace un par de años, y allí donde anteriormente habría puesto inventiva y originalidad hoy me contento con no poner demasiada mierda.

Mientras las guarderías no abran doce horas diarias, la reproducción entraña esto: o se estafa a los abuelos, o se estafa al patrón —y el patrón, en mi caso, es la sociedad—.

—¡Pero es que los niños son tan monos! —escucho por todas partes, como cuando la selección nacional marca un gol en semifinales. Para mucha gente la monería lo compensa todo, igual que para mucha gente (el 40% de los madrileños, según las últimas encuestas) lo compensa todo una cañita con patatas fritas en una terracita. Luego, sale el sol por Antequera y se sorprenden.


  

domingo, 11 de abril de 2021

 Mis suegros han venido a vernos —otra vez— y nos han regalado unos cuchillos para mantequilla fabricados de forma artesanal en las islas Baleares. No sé de dónde los han sacado, porque ninguno de ellos ha estado nunca allí. Uno es de madera de olivo, otro de madera de enebro. Este último tiene un olor penetrante, lo que se dice embriagador. Últimamente, no sé si por efecto del confinamiento o por miedo inconsciente a que el coronavirus me arrebate de un día para otro el sentido del olfato, me sorprendo buscando activamente esos olores frondosos de los productos orgánicos. Cepillo las naranjas para hacer torrijas y permanezco un tiempo imprudente olisqueando su piel nimbada de éteres esenciales. Le compré a Óscar una bolsa de lana virgen porque me dijeron que protege la piel de la zona bikini, y sumerjo la nariz en ella —en la lana— con una delectación pecaminosa. Algunos días voy con Óscar a ver el conejo de la vecina, pero a lo que en realidad voy es a olerlo. 

(Me doy cuenta ahora de que esta es una frase de esas que, aun empleadas de forma literal, hacen que la gente al verte se cruce de acera metafóricamente). 

Cada vez que alguien llama al telefonillo doy un rodeo por la cocina para abrir el frasco de la nuez moscada e inhalar como si estuviera a punto de tirarme a una piscina de endorfinas. Y siempre hay alguien que llama al telefonillo porque, como vivimos en un entresuelo, cada vez que un vecino no está en casa el repartidor nos deja el paquete a nosotros. Unas horas después llama el vecino. Y una de cada dos veces, con la gracia, nos despiertan al rorro.

Nuestra amiga Ilka B., que vive a cuatro calles de nosotros, pasó el otro día por casa a dejar un regalo para Óscar, pero por miedo a llamar al timbre y despertarlo —eran ya las siete pasadas— lo dejó en el tirador de la puerta de entrada. Cuando, cinco minutos después, nos previno por WhatsApp, ya había volado. Nos sentó fatal, porque Ilka nos había anunciado que eran unos lápices de cera de abeja, y teníamos mucha curiosidad por saber cuánto tiempo tardaba Óscar en comérselos.

Toda la tarde nos la pasamos dándole vueltas al robo y haciendo listas de sospechosos: ¿cómo de bien conocemos a los vecinos del tercero?; ¿no vino un repartidor a dejar un paquete más o menos a esa hora?; ¿de qué empresa de mensajería era? Pero ni siquiera mis suegros, que se pasan el día espiando a los transeúntes y fichando a quienes entran y dejan de entrar, fueron capaces de darnos el más mínimo indicio.

Kathleen está fuera de sí. «¡Cómo es la gente! ¡No me lo puedo creer! ¿Quién puede ser tan mezquino como para robarle a un niño un juguete?». «¡Alma cándida!», respondo yo para mis adentros. El humor funesto que se ha apoderado de mí desde hace unas semanas me impide esperar del género humano nada que no sea fraude y devastación. Estas son las cosas propias de los hombres. Ninguna planta sería capaz de hacer algo así. Qué asco, la gente.
 
Dos días después, cuando vuelvo de hacer compras, oigo a mi espalda cómo alguien me llama a gritos:

—¡Para, papá de Óscar! ¡Para!

Es Nina, nuestra vecina, que lleva a su hija a la misma guardería que nosotros; luego, sale corriendo, se mete dos portales más allá y vuelve acompañada por una mujer vestida con lo que parece ser un traje de neopreno.

(«Lleva a su hija a la misma guardería que nosotros» es otra de esas frases en las que la semántica va por un lado y la sintaxis por el juzgado de lo penal. Escribir es un deporte de riesgo).

Nina me presenta, y me explica que la mujer del traje de neopreno tiene un regalo para Óscar.

—Pensé que conocía a todo el mundo en esta calle —dice, con el mismo soniquete irritado con el que lo dicen mis suegros. Y a continuación me tiende una bolsa de papel; en su interior hay un paquetito envuelto con un papel estampado de abejas.— Alguien dejó esto en mi portal, y lo único que ponía era «para Óscar».
 


Después de todo, a nuestra amiga Ilka nadie le había robado el regalo, pero quizá sí la capacidad de discernimiento, porque se confundió de número a pesar de que ha venido ya varias veces a buscarnos a nuestra casa. Su despiste ha debido de ser una jugada de la Providencia para revelarle al mundo que en nuestra calle vive el único ejemplar de nuestra especie que no es deleznable. (No obstante, me gustaría saber qué opina la Providencia de que esta buena samaritana vaya en traje de neopreno por las calles de Baja Sajonia).

Mis suegros, que lo han visto todo por WhatsApp (ya han vuelto a Neobrandenburgo, pero sacamos el móvil al balcón para que se entretengan vigilando), aplauden mientras yo entro en casa triunfante con los crayones en alto. Todos han hecho apuestas sobre el tiempo que Óscar tardará en comérselos, pero el olor a cera es tan delicioso y penetrante, su aroma es tan balsámico y umami, que nadie consigue arrebatármelos.