Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 20 de mayo de 2014

Según las encuestas, la mayoría de habitantes de Berlín votará por Ska Keller el próximo domingo. Varios barrios de la ciudad parecen haberse entregado al decrecimiento económico, a la slow food y a la jardinería de guerrilla. Alguno, como Prenzlauer Berg, ha producido su propia versión del bourgeois bohémien, que un periodista de Die Zeit ha bautizado genialmente como Bionade Biedermeier. Los bibis, que serían la traducción alemana de los bobos.

Después de un mes corriendo de un lado para otro me dejo el reloj en casa y, sintiéndome algo bobo, como un bocadillo de berenjena, tomate y mozzarella en Funk You, y me siento en un banco de Boxhagener Platz a terminar el libro de Regoyos. Al otro lado de la plaza las muchachas toman el sol en bikini, mientras a pocos pasos practica el mejor guitarrista de Armenia. Un macarra pasa frente a mí, se agacha, recoge una chapa que se le había caído y desanda siete metros para tirarla en una papelera. Más allá, un indígena amazónico con el torso desnudo cubierto de escarificaciones y tatuajes tribales empuja un carrito de bebé. 

En la Samariterstraße, enfrente de la imprenta del yerno de Renau, han abierto una heladería. Compro una bola de helado de yogur, y entro a cortarme el pelo en la peluquería que hay al lado. El suelo es de linóleo y las fotografías que adornan las paredes se hicieron antes de que que Boy George descendiera a los infiernos. Me acuerdo de Patricio y le pido a la peluquera que me deje un poco de flequillo, imaginando que el flequillo está relacionado de alguna manera misteriosa con la autoridad intelectual, que el flequillo confirmará mis afirmaciones con una oscilación subliminal y corroborará mis negaciones como un becario servil.  

Mientras la peluquera brega con mis greñas pienso en Chris, el marido de Julia, con quien cenamos bibimbap antes de ayer. Lo encontramos en la Mainzerstraße, haciendo fotografías de una zanja.

—Esto son los tres elementos fundamentales de la fotografía contemporánea: piedras, cuerda y arena.

Efectivamente, las piedras, las cuerdas y la arena han sido dispuestas junto a la zanja en tres montones perfectamente diferenciados: una cosa es que haya una fuga de agua en un barrio bohemio, y otra que no se ordenen los escombros. La cámara de Chris es una Nikos de los años cincuenta, sumergible, como la que usaba Jacques Cousteau. De hecho, Chris también lleva un gorrito de lana, pero, a diferencia del oceanógrafo, revela los negativos en la bañera de su casa:

—La luz que da en las personas es la misma que incide en la película. Es una cosa por completo fetichista, claro, pero que no tiene la fotografía digital.

El fetichismo se agota bastante rápido, porque luego escanea el negativo y sigue trabajando las fotos en el ordenador. Mientras la camarera coreana nos sirve tres botellines de Hite, Chris sostiene que muchas veces el ideal de lo digital es convertirse en analógico. Es algo menos que una teoría, y algo más que una observación casual. Yo le cuento dos anuncios que he visto hace poco, y que vienen al pelo. El primero mostraba un lápiz dispuesto sobre una mesa y a la altura de la cámara; el fondo cambiaba cada pocos segundos —una biblioteca, un hospital, una oficina, un aula—, mientras una voz en off iba desgranando las aplicaciones de tan simple herramienta: hacer cálculos matemáticos, escribir un poema, anotar un mapa, componer una sinfonía... Al final del anuncio aparece una mano que parece que va a coger el lápiz pero lo que en realidad levanta es algo que ha estado detrás del lápiz todo el tiempo, una tableta ultraligera, que es lo que se supone que querían vender en realidad.

También le cuento otro anuncio, que recuerdo todavía peor, porque sólo lo vi una vez en un intermedio de Salvados, que es prácticamente la única ocasión en la que veo publicidad televisada. En esta ocasión se presentaba a un caballerete dinámico, joven aunque sobradamente preparado, con zapatos de gamuza, que iba a pie de acá para allá, pedía un café para llevar, se montaba en una bicicleta de alquiler (esto ya no sé si me lo estoy inventando), corría a una cita con una chica... y en el último segundo se montaba en un coche y se iba.

Ya hasta los fabricantes de coches se han dado cuenta de que los coches no son guays.

En ambos anuncios la yuxtaposición aspiraba a un trasvase de atributos simbólicos entre lo orgánico y lo electrónico, entre lo analógico y lo digital, de la misma mágica manera que mi flequillo querría convocar alguna de esas virtudes que, precisamente, suelen adornar a quien se ha quedado calvo. Entonces la peluquera me pone un espejo en la coronilla y me pregunta ¿está bien así?, y yo le digo está perfecto, jefa, está que ni hecho con iPad. 

viernes, 16 de mayo de 2014

Hace muchos, muchos años, celebramos la primera comunión de mi primo Javi. Estábamos comiendo en un salón de banquetes y alguien —seguramente el propio Javi, que siempre ha estado al tanto de todo lo que se cocía— descubrió que en una sala contigua, en la que se celebraba otra primera comunión de otro niño, estaba José María Yuste. El de Martes y Trece. Esto hoy no significará demasiado, pero en 1989 encontrarte a Martes y Trece, o aunque solo fuera a Trece, era una cosa indescriptible y sobrecogedora. El humorista, entonces en el apogeo de su gloria, debía de estar hasta el gorro de autógrafos y elogios, pero aun así se enrolló y se dejó fotografiar con los siete u ocho chavales de nuestra familia, sonriendo como si fuera él el de la comunión. Por ahí anda la foto. Pues bien, desde aquel día no me ha vuelto a pasar nada emocionante. Hasta que ayer por la noche, medio de rebote, sintonicé en internet el debate sobre las elecciones europeas.

Resulta además —y viene muy a cuento— que yo volvía de ver la presentación de un libro de Jacobo de Regoyos. Es un corresponsal de Onda Cero y, sí, el tío abuelo de su padre fue el Regoyos que acompañó a Émile Verhaeren en la redacción de La España negra. Por extraña coincidencia, en la sala hay un tipo de ojillos roedores, bigotazo cano y gafas de alambre que bien podría ser el sobrino bisnieto del propio Verhaeren, lo que da al acto carácter de revancha diferida y casi mitológica. Porque Regoyos, este Regoyos, ha escrito algo así como La Bélgica negra, un libro titulado Belgistán que las Prensas de la Universidad de Corcho han traducido al francés. Su subtítulo presenta este país —esta Babel de techos bajos donde todo el mundo es presidente de alguna cosa— como el laboratorio de las políticas nacionalistas en Europa. «Pero es un laboratorio cuyas fórmulas no son nada novedosas», le digo al autor durante el piscolabis; «el trazado de fronteras en función de áreas lingüísticas o culturales ha sido una política consciente y hegemónica en Europa desde la II Guerra Mundial». Esto lo había leído esa misma mañana, mientras me comía el bocadillo, en un magnífico artículo de Álvarez Junco publicado en El País. «Lo chulo sería tratar de construir entidades políticas multiculturales, pues nuestras sociedades cada vez serán más heterogéneas» (esto también lo decía Álvarez Junco); y todavía tengo el cuajo de añadir: «desde estar perspectiva, podría darse la irónica circunstancia de que el auténtico laboratorio de Europa no fuera Bélgica, sino más bien Suiza, el único país centroeuropeo que no pertenece a la Unión». Regoyos me mira asombrado: «¡Es exactamente lo que yo digo en mi libro!» Y abriendo un ejemplar me demuestra que al final del capítulo siete, u ocho, figuran casi las mismas palabras.

Con ese prólogo, y el tono moral ya bastante reconfortado con las dos crêpes habituales del figón bretón de la calle Pont d’Avroy, llego a casa y recuerdo que es día 15, y que el día 15 se emitía el debate entre los candidatos a la presidencia de la Unión Europea. Me preparo una infusión de salvia y pongo la tele (es decir, internet) esperando encontrarme algo así como el Festival de la Canción de Eurovisión. Pero lo que veo me deja todavía más estupefacto.

Lo que veo es un debate con argumentos políticos, caras nuevas, proyectos económicos, política energética, ideas de futuro, calentamiento global, balances del pasado nada complacientes, uso de lenguas extranjeras, réplicas de contornos bien definidos —incluso por momentos contundentes— y toma de responsabilidad en la gestión del turno de palabra. Aun admitiendo que el formato resultaba artificioso y poco propenso a meterse en honduras, con temas forzados y respuestas de un minuto, resulta refrescante ver un debate político sin papeles barcenianos, sin derecho a decidir, sin conferencias episcopales, sin nada remotamente comparable a los bizantinismos belgas sobre demarcaciones electorales o espacios lingüísticos aéreos; un debate, en fin, en el que los participantes no arriman al ascua la sardina y, si hace falta, se comen la patata caliente. Y siento cómo, en mi interior, las crêpes dan saltos de alegría.

Entre los candidatos hay una muchacha morena, con el pelo a lo garçon, que reparte sopas con honda como una ninja de la dialéctica. Se trata de Ska Keller, la representante de ese Partido Verde continental que ha fagocitado sin complejos las propuestas más coherentes del socialismo. Como Kathleen, la candidata de los Verdes nació en 1981 en la RDA, como Kathleen conoce las aulas de la FU de Berlín, y como Kathleen no se anda con contemplaciones. La miro batirse el cobre en vivo y en directo para los cientos de miles de espectadores que de repente descubren una Europa que sí merecería la pena construir y de repente, por primera vez en la Historia, tengo ganas genuinas de twittear algo.

—¡Dales caña, Ska!

Enseguida se me pasa, porque las cacareadas redes sociales están demostrando una vez más su ilimitada capacidad de distracción. Un presentador toma la palabra de vez en cuando para resumir los hilos de discusión que se tejen en Twitter alrededor del debate, y se le ve bastante incómodo. El hashtag más seguido era uno sobre los derechos del pueblo romaní, pero inmediatamente después creo que iban #mistetas y #achilipún. Al final el presentador termina limitándose a decir que las redes sociales «están que arden», sin entrar en detalles que no harían más que sonrojarnos a todos. 

El de las redes sociales viene a ser exactamente el mismo plano en que evoluciona la prensa española, en la que al día siguiente no se decía una palabra del debate sobre la presidencia europea. Ni siquiera se comentaba la cagada antológica del candidato griego Tsipras, quien dijo que en Cataluña «tendrá que ocurrir algo, no sé, algo como lo que está ocurriendo en Ucrania». A lo que la prensa española dedicaba toda su capacidad de atención, que no es mucha, era a las vacuidades y a los desplantes de Arias Cañete.

(P. S.: Dos días después sí se publicaron algunos artículos sobre el debate europeo; uno de ellos, muy mal escrito, mencionaba que en España lo siguió el 0,9 % de la audiencia.)