Salgo para la guardería con veinte minutos de antelación para comprar papel de impresora. Entro en una papelería de la Jakobistraße en la que llevo queriendo entrar desde que nos mudamos, pues tiene ese aspecto abigarrado y sensual de las viejas papelerías, en las que los folios tenían marca de agua, los lápices estaban ordenados según su dureza en grandes chibaletes y había cartulinas de todos los colores del arco iris. Como me parece que queda mal entrar allí para comprar algo tan utilitario como papel de impresora, añado dos lápices con motivos florales que me recuerdan otros que tuve hace casi cuarenta años, y retengo el impulso de llevarme un sello de caucho que me permitiría estampar lambrequines en todos los trabajos que debo corregir esta semana. Pero al ir a pagar, ay, la máquina no acepta mi tarjeta, porque es guiri.
Miro el reloj, me subo a la bici y me acerco al banco más próximo, una caja de ahorros del Lister Platz. Saco una suma excesiva de dinero pero no puedo volver a ponerme los guantes porque no me he traído el desinfectante, y es probable que varios cientos de enfermos hayan tocado el teclado de ese cajero antes que yo. Entro en una farmacia que hay al lado y me desinfecto las manos con el dispensador de la entrada.
—¿Qué desea?
—Un bote de gel hidroalcohólico —digo, por decir.
El bote cuesta dos euros y pico, pero solo se puede pagar con tarjeta a partir de 5€, así que digo que no tengo suelto y que volveré más tarde a comprarlo; me desinfecto de nuevo las manos con el dispensador gratuito y salgo tan campante.
Al menos eso es lo que hago en mi cabeza: como en el mundo real doy pena, pago el gel con un billete de 80 (o de algo así; con un billete, en cualquier caso, que no había visto nunca antes y que tenía impreso el puente sobre el río Kwai) y regreso a toda mecha a la papelería, solo para encontrar que ahora se ha formado una cola a la entrada. Una cola de una persona, pero cola al fin y al cabo. La pandemia ha obligado a restringir el número de clientes según el tamaño del local, y como la papelería es muy chica y está, además, invadida de expositores, no se admiten más de dos o tres clientes a la vez. Cada cliente debe coger una canastilla al entrar, y si no ve canastillas, es que no cabe; es una de esas paradojas que nos está dejando el control de epidemias casero: regular el aforo obligando a que los desconocidos se pasen cosas de mano en mano.
Los clientes de esta papelería somos pocos pero exigentes, así que la cola de una persona —ahora somos dos, en realidad— no se mueve, y yo veo cómo se me acerca por el carril de la izquierda la hora a la que tengo que recoger a Óscar en la guardería. Al fin sale alguien y puede entrar la persona que está delante de mí, pero durante otros cuatro o cinco interminables minutos no sale nadie más. Entonces veo que llega detrás de mí un tipo con un billete de veinte pavos en una mano y una de las canastillas en la otra.
—¡Menudo listillo! —le grito—. ¡Y yo aquí esperando como un imbécil!
Le arranco la canastilla de la mano, irrumpo en la tienda muy digno y por una vez lo que ocurre en mi mente es también lo que ocurre en el mundo real. Pago mis compras, pedaleo como un loco y llego a la guardería solo con cinco minutos de retraso, pero entonces me toca esperar veinte minutos porque todos los demás niños ya saben andar y salen antes que el mío.
Destapo el gel hidroalcohólico y echo un trago tonificante, mientras pienso en la larga lista de reglamentos, rutinas y adminículos que nos ha impuesto la pandemia. Casi como si fuera otro hijo más.