Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 25 de abril de 2013

A veces me encuentro a Jesús, que es un andaluz un poco pelma que vivió en L*** muchos años, y que a día de hoy no tiene domicilio fijo, y duerme en el sofá de algún amigos. Por eso trato un poco de no tratarlo mucho. Hoy hemos coincidido en el mesón de Gregory, un nutricionista que todo lo cocina con vegetales de la región cultivados sin pesticidas. Gregory se apellida Boonen, lo que tiene gracia porque se pronuncia igual que «alubias» en alemán.

Jesús me dice que está agotado porque lleva veinte días sin comer. Es decir, algunos días no come nada, y otros sólo toma zumos. Es verdad que se le ve bastante más flaco que antes, aunque la barba y las greñas lo disimulan.

—Es que el tumor que tengo en el intestino se me ha reproducido, así que he dejado de comer.

Me quedo estupefacto.

—¡Pero hombre, pero cómo! ¡Te habrán tenido que operar...!

Pues no, no ha querido que lo operasen. Me dice que le tiene tirria a la medicina convencional, porque tardaron mucho en diagnosticarle una enfermedad infantil que tuvo. Se la diagnosticaron a los cincuenta años. Bueno, de acuerdo. Pero una terapia que proponga el ayuno como remedio del cáncer no inspira más confianza.

Jesús le pide a Gregory un vasito de agua sin gas. No sé muy bien cómo sale el tema de las verduras desaparecidas. Gregory se acerca y nos habla de muchas especies locales pero algo trabajosas, que con el tiempo dejaron de producirse: calabazas de cosecha bianual, judías enanas, manzanas reineta, cardos, algarrobas, porongos, tupinambures... Algunas de esas variedades sobreviven hoy sólo gracias a algunos coleccionistas que las cultivan con unción en huertos inaccesibles. Jesús cuenta que su madre hacía azúcar de algarrobo en la posguerra, y que todavía hoy en algunos comercios turcos venden un gofio de algarrobas que contiene, en una sola cucharada, todos los nutrientes que uno necesita a lo largo del día.

Esto me recuerda que en Alemania aún se ve algún huerto frutal, u Obstwiese: terreno público sembrado de árboles frutales endémicos —manzanos, perales, ciruelos, cerezos—, hoy también amenazados de extinción, cuya fruta puede recoger libremente el excursionista. Hasta hace pocas décadas tuvieron gran relevancia ecológica y social, como biotopo de numerosas especies animales y reducto de una explotación tradicional.

Una idea saca otra —como las cerezas, precisamente—. Los vegetales desaparecidos están siendo recuperados igualmente por «Incredible Edibles», que es algo de lo que alguien habló la semana pasada en la asamblea de vecinos de Tilff. Se trata de un movimiento que se inició en un pueblucho cerca de Manchester, y que en español ha sido traducido con acierto como «Comestibles Increíbles». El principio es simple: plantar verdura en jardines privados y públicos, y ofrecer la cosecha gratis a todos los vecinos. El pueblucho inglés ha recuperado hoy la vitalidad; atrae a numerosos ecoturistas y el 83% de su consumo de alimentos es local. La práctica de los comestibles increíbles es contagiosa, y en pocos años ha conquistado muchas localidades europeas. En un pueblo de Bretaña fueron los niños los que emprendieron la cruzada horticultora y, mapa en mano, fueron decidiendo qué iban a plantar en cada calle. Ahora los increíbles comestibles y las verduras desaparecidas han llegado hasta Esneux; esta misma semana han tomado L***. Nada parece resistirse a su avance; las poblaciones belgas los reciben con vítores como a un ejército liberador.


(Cuando estuve en Madrid me levanté un día especialmente temprano y vi a un tipo zarrapastroso que inspeccionaba los alcorques de mi calle armado con un pequeño rastrillo. En uno había un puerro; en otro una col, desteñida por los orines y los tubos de escape. Pero no tenía pinta de pertenecer a las fuerzas regulares de los Comestibles Increíbles, sino que debía de ser más bien una especie de francotirador.)

viernes, 19 de abril de 2013

Esta tarde mi colega Kristine y yo hemos ido a cenar con un profesor invitado de la universidad de León. Al terminar nos despedimos y, como faltan veinte o veinticinco minutos para que salga mi tren, decido acercarme a ver qué ha sido de mi antiguo barrio.

Tras comprobar que los dos solares de hierba donde los niños jugaban al fútbol hace cuatro años han sido definitivamente ocupados por estacionamientos de superficie, he continuado hasta la bocacalle de Saint Séverin, y la he seguido unos metros hasta la plazoleta que forma al confluir con Agimont, que es una calle de personalidad fuerte y malhumorada. Junto a una fuente seca charlaban sin aspavientos un jubilado y una yonqui, y unos metros más allá, dentro de una casa okupa, los anarquistas conspiraban a media luz. La noche caía con lentitud protocolaria y el ambiente era sorprendentemente apacible; no obstante, no he querido adentrarme más en el vientre de la bestia, y he dado media vuelta, pero antes de llegar a la estación, como aún tenía que matar algo de tiempo, he dado un rodeo y he caído en una calle en la que no había estado nunca antes.

Es una calle en la que hubo un colegio regentado por jesuitas ingleses perseguidos por los anglicanos; hubo también, como he sabido más tarde, un convento dedicado a Santa Clara. Ambos han sido sustituidos por esos edificios graves que tienen en Valonia, no agrupados en manzanas aireadas, sino puestos uno detrás de otro como a disgusto. Así y todo, los edificios de esta calle, llamada «de los Ingleses», resultan muy abigarrados y singulares.   

Uno tiene una galería de vidrios emplomados, y una cochera imponente. Otro es de una tosquedad verdaderamente espantosa, pero junto a él se levanta algo que debe de ser una vieja capilla, porque su fachada la ocupa casi por entero un gran arco de medio punto presidido por una advocación mariana. Al lado opuesto la sólida mole de la Academia de Bellas Artes intimida a los escasos peatones. Varias casas tienen cortinones pesados; otras, visillos mugrientos, detrás de los cuales no cuesta suponer que alguien parecido a Anthony Perkins se afana en vicios aberrantes o en negocios abocados al fracaso.  

Un hombre ha salido de una de estas casas, y ha tirado una botella en un cubo de basura municipal; por la puerta entreabierta he tenido tiempo de ver un pasillo completamente granate, y unas escaleras interrumpidas por un rellano innecesario que ocupaba en su mayor parte una estantería labrada con ostentación. Enfrente de esa casa queda un salón tenebroso en el que dos bombillas arrojan una luz irreal sobre los objetos expuestos en una vitrina. Desde la calle puede observarse claramente, en ese ambiente de museo, un Napoleón de cerámica esmaltada, un imponente busto de piedra que representa a una joven con el pelo recogido, un pequeño ídolo congoleño, varias fotos descoloridas —quizá también de África—, un jarrón de porcelana y, compitiendo en protagonismo con los demás tesoros de esa desquiciada galería, un bote de lejía o de limpiacristales, sin etiqueta.

Luego leería que en esta calle, hace unos pocos años, un hombre se cayó a un hoyo, se rompió las costillas y lo encontraron muerto siete días más tarde. Todavía no se ha terminado de aclarar si se cayó o lo tiraron.




El último tramo de la calle es más grato, con algunas construcciones neogóticas en distinto estado de conservación. Hay una finca más grande que las demás, con un jardín que apenas puede sino intuirse desde el exterior; sobre la sillería del edificio decimonónico han levantado un extraño capricho sueco, con revoque de madera y ventanas irregulares. Al final de la calle, una abrupta talanquera casi vertical y de muchos metros de altura da al conjunto un aspecto siniestro de callejón o de muelle, e imprime una curva abrupta que interrumpe la observación. 

Como en el célebre cuadro de Magritte, la oscuridad ha invadido las aceras aunque por encima de los tejados aún es de día. Esta calle de los Ingleses me hace recordar algunas páginas que he leído sobre edificios prodigiosos, excesivos, elevados con capital colonial, que fueron destruidos por dos guerras mundiales y —sobre todo— por sucesivas generaciones de tecnócratas desaprensivos. Las viejas postales y los viejos mapas de L***  demuestran la existencia de canales donde hoy hay plazas, de plazas donde hoy hay iglesias, de iglesias donde hoy hay parques, de parques donde hoy hay fábricas, de fábricas donde hoy hay teatros, y de teatros donde hoy no hay nada. En el imaginario valón todos esos espacios desaparecidos se idealizan y fusionan hasta conformar una extraña y pintoresca Venecia industrial que contrasta crudamente con el mapa actual de casuchas mezquinas, adosadas unas a otras sin interrupción, tras las cuales se esconde la dicha doméstica de un patinico miserable, asfixiado entre dos tapias, en el que con el paso del tiempo se han apilado multitud de objetos inservibles.

Entre derribo y derribo, antes de que se edificasen los banales edificios que hoy pueblan las ciudades valonas, se construyeron en el aire castillos formidables, proyectos de ensueño que pronto fueron abandonados: estaciones de cristal, residencias de voladizos insensatos, exquisitos interiores de Victor Horta, estanques navegables, rascacielos de formas orgánicas coronados por cúpulas llenas de volutas de las cuales partiría un ingenioso sistema teleférico. Esa ciudad fantasmagórica que surge entre el pasado demolido y el futuro imposible es, según me va pareciendo, la auténtica patria de los belgas, el lugar donde se inventan las sutilidades y los ergotismos de la identidad nacional. Es por esos espacios metafísicos, por esas inexistentes arquitecturas piranesianas —alimentadas por las villes tentaculaires de Verhaeren, por las ciudades muertas de Rodenbach, por el talento aparejador de Edgar P. Jacobs y por las cités obscures de Schuiten y Peeters— por donde pasean muchos belgas a la caída de la tarde.

sábado, 13 de abril de 2013

Esta mañana, apurando mis últimas horas en Madrid, he desayunado con Rafa en una cafetería de la calle Santa Isabel: tostada con tomate, café con leche y zumo natural. Rafa abarca con las manos el interior de la cafetería y dice: «Esto es el futuro». Hombre, pues eso espero.

Parecidas unas a otras, las estancias madrileñas se me confunden, como se le confunden los días al tendero o al burócrata. ¿Hoy es miércoles o jueves? Ahí está, por ejemplo, la cafetería en la que me tomé un café con Fulanita hace un par de años. No, no puede ser, hará más bien cinco, seis... —echo cuentas ayudándome con los dedos— ¡quince años! El filtro del fiti aquel que Fulanita se fumó en 1995 nos enterrará a todos y sobrevivirá a los hijos de los hijos de sus hijos.

En Madrid he vivido últimamente años de tres o cuatro semanas que, puestos uno detrás de otro, producen una sensación vertiginosa de fugacidad. En mi cabeza, por ejemplo, la Puerta del Sol es agujereada, peatonalizada, acondicionada y recorrida por pacifistas, comunistas, indignados y antidisturbios a una velocidad insensata, mientras el oso de bronce salta de un lado a otro como un endemoniado.

(Hablando de esto, Toño me dice que a muchos hispanoamericanos, en cambio, las ciudades europeas se les hacen inmutables, acostumbrados como están a fulminantes procesos urbanizatorios y gentrificadores. Alguno se ha encontrado, al regresar a su pueblo después de unos años en el extranjero, que la casa en que nació era un centro comercial o un scalextric.)

Entre esas experiencias breves y alejadas se establece una continuidad ficticia. Mis sobrinos aprenden a hablar, a andar, a leer, a mentir y a ser los mejores en cuestión de minutos. Pero eso, claro, es imposible. Oigo cantar a un canario y me digo: «¿si será el de mi abuela?» Pero eso también es imposible. Mi abuela, casi centenaria, dice que no sabe qué le pasa hoy que se siente como si fuera muy vieja. Todo esto lo vemos mi abuela y yo desde la ventanilla de un autobús cuántico, y nos resulta muy curioso. Por eso me apresuro a tomar cumplida nota de todo.

El otro día estuve con unas amigas de Rafa en una reunión de escépticos anónimos: una especie de masonería o de escuela entre epicúrea y peripatética que se reúne en un pub de Arturo Soria. Se trataba a la sazón de hacer un análisis filológico de los evangelios canónicos y apócrifos, para demostrar la inconsistencia del relato. Uno suponía que cualquier instituto de enseñanza media —por no hablar de la universidad— debería ser suficiente escuela de pensamiento crítico, sin que hiciera falta entrenar estas destrezas en la taberna los domingos por la tarde; pero parece que sí hace falta y que la cosa está peor de lo que creíamos. Fue todo muy instructivo, aunque si me acuerdo ahora de eso es porque después de la charleta filológica, entre cerveza y cerveza (Murphy’s y Guinness), una amiga de Rafa me reveló la existencia de un ser vivo inmortal.

La turritopsis nutricula es una medusa que clausura su ciclo vital convirtiéndose de nuevo en pólipo, y regenerándose a sí misma. Si la turritopsis tuviera aspecto humano, perdería los dientes, se le caería el pelo, se le encorvaría el espinazo, perdería la memoria y, en lugar de diñarla, se convertiría en un recién nacido que volvería a crecer, volvería a aprender, volvería a desperdiciar su juventud y volvería a firmar una hipoteca fáustica. Es posible que en las profundidades marinas viva aún una turritopsis que haya asistido a la evolución de las especies, a la desaparición de los dinosaurios, a la extinción de los volcanes, a la sucesión de las glaciaciones, al nacimiento y a la destrucción de las civilizaciones antiguas, y que todavía sobrevivirá al último hombre que conduzca su monovolumen sobre la faz de la tierra.

Quizá haya existido esa turritopsis vieja como la corteza terrestre, pero no es muy probable, porque la Providencia, en su infinita ironía, ha querido que los únicos seres vivos inmortales tengan un diámetro de 4 milímetros. Las ballenas los absorben por millares, inconscientemente, mientras emiten extrañas melodías que suenan a theremín. Y llegando a la T4 me digo que esta prolongada decadencia de la realidad quizá se deba a que a nosotros también nos deglute poco a poco una ballena descomunal, inconmensurable, que nos filtra con sus barbas radiactivas y nos va gastando como si fuéramos caramelos.



martes, 2 de abril de 2013

Estos últimos días he terminado de reunir una colección de estudios de varios colegas y amigos, que publicará dentro de unos meses una conocida editorial madrileña. Como es habitual en el libro científico, esta editorial me propuso que solicitase ayudas a la edición por valor de X €. Me pareció una suma algo elevada, pero les contesté que vería lo que se podía hacer. Sólo ahora, meses más tarde, reunidos y corregidos los textos que compondrán el volumen, la editorial me envía un presupuesto de gastos de edición por un total de X – 200 €; es decir, inferior a las ayudas que he solicitado.

Lo hablo con una colega que participa en las comisiones de atribución de subvenciones de una de las instituciones que financian este tipo de obras. Me dice que no, hombre, que no puedo pedir ayudas por el total de gastos de edición, que estas instituciones están cansadas de que las editoriales cubran todos los gastos de producción material con ayudas públicas y luego se embolsen todos los beneficios por ventas de ejemplares (casi siempre a instituciones también públicas, como bibliotecas universitarias).

Tiene razón. Esto es algo que sufrí en carnes propias cuando edité mi primer libro: la editorial cobró una subvención de varios miles de euros, puso un P.V.P. cinco veces más elevado que el precio medio del libro español y después de cuatro años aún no me ha informado de los derechos de autor devengados, a pesar de que el volumen está en muchas bibliotecas. Quizá por eso esta vez no me parecía tan aberrante pedir ayudas por una cifra algo menos exorbitante; por eso y porque —me dije— contra el vicio de pedir está la virtud de no dar: las comisiones públicas de evaluación sabrán mejor que yo cuál es la ayuda razonable para un libro de estas características.

Pese a todo, para quitarme el complejo de ingenuo escribí a un colega de Bruselas que publicó un libro hace un par de años con la misma editorial que ahora se interesa por el mío. Me respondió a vuelta de correo que efectivamente este tipo de obras «sólo se publican con pasta: los editores no se comprometen». Un minuto después le di un telefonazo a mi cuñada, que también tuvo que ver con la misma editorial cuando coordinó la edición de un libro muy vistoso, con ilustraciones en color, que acabó costando una pasta, y me confirmó que, aunque no estaba segura del todo porque había pasado algún tiempo y la cuestión de los números la siguió de lejos, tenía la sensación de que la editorial tampoco había arriesgado un duro.

A mi amiga Birte le ha sucedido hace poco algo que delata la existencia en Alemania de esa misma concepción parasitaria de las partidas públicas. Resulta que Birte, por motivos que sería tedioso detallar, tenía que imprimir cien copias de un trabajo académico bastante espeso. En internet encontró varias empresas que se ofrecían a hacer la impresión por Y €, aunque al final, por prisas y por comodidad, decidió dirigirse al establecimiento reprográfico que hay en el campus de la universidad en la que trabaja, al que su departamento suministra encargos regularmente. Poco después, esta empresa le envió a Birte un presupuesto de Y + 500 €. Como Birte no se muerde la lengua, fue a hablar con ellos y les explicó que pidiéndolo por internet le saldría mucho más barato. Los de la reprografía ponen cara de desconcierto, hacen sus deliberaciones y le acaban diciendo que lamentablemente ha habido un error en la aplicación de baremos, y que le pueden hacer el trabajo por Y €. «Es todo algo complicado de calcular —le explican a Birte—, los precios por copia varían en función del gramaje del papel, del tipo de encuadernación, del número de copias... y además la dirección de correo electrónico desde la que nos escribiste era de la universidad, ¿no es cierto?»

Es, curiosamente, algo complicado de calcular pero fácil de comprender.