Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 25 de octubre de 2019

El viernes de la semana pasada me encontré sobre la mesa del despacho un sobrecito que parecía recién sacado del archivo de Simancas. El sobre, azul un día, había adquirido un color cetrino por la acción del tiempo y de la humedad. Al rasgarlo, saqué un papel amarillo y crujiente, en el cual una caligrafía vacilante se dirigía a mí con una mezcla de confianza y cortesía de la que trascendía un tufillo irónico. Supe quién era el remitente mucho antes de empezar a leerla.

Roger se había despedido de mí hace un año diciendo que lo más probable era que no regresase nunca a Bélgica y que no volviéramos a vernos en esta vida. Yo, por descontado, no le di ningún crédito, porque era la cuarta o quinta vez que le escuchaba lamentaciones parecidas. Desmintiendo nuevamente su pronóstico, me escribía para que lo llamase por teléfono, pero ocurrió que, antes de que pudiera llamarlo, me llamó él.

—A ver si lo entiendo —me dice Kathleen, cuando le cuento la anécdota—: ¿va a la universidad a entregar en mano una carta para pedirte que lo llames, pero al día siguiente te llama él?  

Así es. El sábado a primera hora de la mañana. Me dijo que estaba pasando unas semanas en Bélgica y que le gustaría verme antes de regresar a Perú, donde vive la mayor parte del año. Por desgracia, sus movimientos estaban cada vez más limitados, y le resultaría imposible salir de casa: tendría que ir yo a verlo allí.

Unos días después, a última hora de la tarde, tomé un taxi y me acerqué a su casa de la rue Longue. Roger me recibió en pantuflas y batín. Al cuello llevaba un collarín de gomaespuma, mal ajustado.

Su cuarto de estar es intransitable. Hay que internarse en él saltando literalmente sobre trastos viejos. Las tres mesas están atiborradas de papeles, libros, cajas de medicamentos y vasos sucios. Me ofrece una silla en cuyo respaldo cuelga una chaqueta raída. La puerta del dormitorio está abierta y muestra impúdicamente la cama deshecha y un busto femenino, de celuloide verde, desnudo, como de maniquí corniveleto.

Lo primero de todo, me devuelve un libro que, cuando estaba aún en Perú, me había hecho sacar prestado de la biblioteca, y hacérselo llegar, y que luego resultó que no necesitaba. Ni una palabra del importe de los dos tomos de la Biblioteca Carmelitaba que me rogó le comprase por internet y le enviase a Lima, porque a él la editorial Monte Carmelo había dejado de hacerle caso. Esto lo vivía como una auténtica afrenta conspirativa, cuando lo más probable era que hubiera irritado a alguien con sus mensajes erráticos e imprecisos.

Le pregunto por su familia. Tiene aún dos hijos en Bélgica, pero no se habla con ellos. De sus nietos no ha visto más que fotos: unos están a pocos kilómetros, en Dinant, y el más pequeño en Madagascar, pero ambos lugares se le figuran igual de inaccesibles. Las relaciones con su hijo peruano han mejorado un poco, aunque se queja de que todo el día se lo pasa delante del ordenador, no sale con chicas y está engordando mucho. Deplora el estado de las librerías limeñas, pero le gusta mucho el español de Perú. El acento peruano es suave y melódico; en cambio, el acento peninsular es muy cortante, muy feo: «suena un poco como el alemán, ¿no te parece?». No me da tiempo de decidir qué respuesta darle, porque cambia de tema, aleteando con sus manos apergaminadas:

—Bueno, vayamos a lo de los libros...

Roger se ha pasado cinco años haciendo llamadas intempestivas y persiguiendo a profesores, doctorandos y aun estudiantes hasta conseguir que el simple hecho de legar seis o siete cajas de libros —la mayoría de bolsillo y anteriores a 1980— resulte más complicado que formar un gobierno de coalición. Luego se extraña de no hallar nunca al bibliotecario de Románicas, y yo apuesto a que este, en cuanto lo otea por el pasillo, apaga las luces del despacho y se esconde debajo de la mesa.

—Yo lo de los libros lo daba ya por concluido —le digo, y era verdad: después de muchos sinsabores, la biblioteca recogió y dio entrada en el catálogo a los volúmenes que Roger había seleccionado.

—Ah, perfectamente —replica él con sorna—, ya está concluido, qué alegría. No, no, no. He hecho una nueva selección de lo que me quedaba, y quiero que me digas si la biblioteca estará interesada en ellos.

Bajamos al garaje. Tiene menos cachivaches que la última vez que lo visité, pero no obstante me da la sensación de que está aún más desordenado. Avanzamos pisando viejas revistas y tapas de libros. Busco con la vista la estatua de la mocita gachona, que no se me ha borrado de la memoria. Sigue allí en medio, con una sábana bajera echada por la cabeza como la Virgen de Guadalupe. Alguien le ha arrollado al torso uno de esos cables con diodos para árboles de navidad. Tiene la mirada insolente, pero sus labios de piedra parecen dispuestos a todo. A espaldas de Roger la empujo un poco, calculando su peso, y confirmo lo que temía: no iba a haber manera de meterla en un taxi.

De todos modos, nadie iba a creerse que una estatua semejante se fuera con un tipo como yo.
Roger me muestra allí, repartidos por el suelo, los libros de los que no quiso desprenderse en un primer momento, los que quería conservar hasta el final. Me guardo mucho de decirle que, en mi opinión, no habría librero de viejo que diera más de 50 euros por todos ellos juntos. El más notable, por lo inesperado, es un volumen de obras selectas de Silverio Lanza. Roger me pregunta si los querrá la biblioteca, y yo no sé que decirle. Separo media docena de los que sé positivamente que ya tenemos ejemplares. Del resto, no sabemos qué se hará. Lo ideal sería que, tras su muerte, fuera a recogerlos el bibliotecario, pero añade, apesadumbrado, que lo más probable es que su hijo los bote a la basura. Ah, en un armarito destartalado quedan tres tomos sueltos de Clásicos Castellanos. Habrá que hacer un papelito para que el bibiliotecario sepa que están allí. ¿Y no sería más fácil —pregunto yo— que los sacásemos del armario y los pusiéramos en el suelo con los otros? Roger se hace el sueco y se sienta con gran parsimonia a escribir su voluntad póstuma. Luego señala una caja de mandarinas en la que ha apilado unos cuantos volúmenes relativos a los místicos españoles:

—Y estos son los libros que tomé prestados cuando aún trabajaba en la universidad, y que no puedo devolver.

Yo asiento y le confirmo a Roger que el bibliotecario ya está avisado de que, por motivos de salud, él no podrá devolverlos, y que la biblioteca deberá tomar disposiciones. Roger me mira con incredulidad.

—Muy bonito, hombre, muy bonito. Ahora te dedicas a delatarme.

—¡Pero Roger, si fuiste tú quien me pediste que se lo dijera!

Era verdad, era una de las instrucciones que me había comunicado por teléfono el sábado anterior. Roger me clava sus ojillos desconfiados y transparentes. ¿Cómo iba él a pedirme algo así?

—Para, para —dice Kathleen mientras comemos bibimbap en el coreano de nuestra calle—. ¿Os ha estado mareando todo este tiempo para ceder unos libros suyos a la biblioteca y no se le ha ocurrido devolver a la biblioteca los que había sacado en préstamo cuarenta años atrás?

—Sí, la verdad es que la cosa tiene bemoles. Él le quita hierro, diciendo que ningún estudiante parece haberlos echado en falta, pero yo creo que los tiene desde hace tantos años que ni siquiera figuran en el catálogo informático.

Salgo de la casa de Roger bien entrada la noche, extenuado e irritado por las mañas y las susceptibilidades de nuestro prehistórico filántropo. Con tal de hacer un favor, Roger es capaz de crearse docenas de enemigos.