Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 24 de diciembre de 2012

A primeros de mes pasaron unos días en Tilff Eduardo y Laura. Vimos una exposición sobre Salvador Dalí y sus empresas periodísticas y publicitarias, organizada en un centro comercial. Era una colección muy decente de revistas, litografías y otros impresos, algunos decididamente raros. Eduardo de vez en cuando se quedaba mirando el techo y nos decía entre dientes «oye, tú, que no hay cámaras de seguridad»... Quizá no habían instalado cámaras porque no habían previsto que hubiera visitantes, lo que explicaría la cara de estupefacción que puso la cajera al vernos.

En el camino de regreso se me ocurre que podríamos cenar en L’Amirauté, un restaurante que hay cerca de mi apartamento, enfrente del río Ourthe, donde podríamos asomarnos a la gastronomía valona, si por casualidad tuvieran una mesa libre. Es sábado por la tarde y no tenemos suerte, por lo que decidimos sin demasiados remordimientos remplazar la cuisine du terroir por una pizza del padrone. «Claro que —dice Eduardo— ya que estamos aquí podemos reservar mesa para mañana». Y al día siguiente nos ponemos tibios: paletilla de cordero, endivias rellenas al horno y las famosas albóndigas gigantes de la región, con salsa de cebolla caramelizada y uvas pasas. Esto era el domingo, y el lunes, al pasar por delante del restaurante, Eduardo se acordó de la «cocina del terror» y de lo solo que estaría el cordero, y reincidimos, aunque con más moderación porque la digestión no fue precisamente fácil.

Siguieron unos cuantos días de mucho agobio, en cuyas madrugadas me despertaba regularmente sobresaltado por la cantidad de cosas que tenía pendientes. La única garante de mi estabilidad emocional era la mosca, que entre tanto había terminado comiendo en la palma de mi mano. No recuerdo cuándo llegó, ni creía que una mosca pudiera ser tan longeva; es una mosca centenaria. Cuando salgo por la mañana me sigue hasta la entrada, y allí está cuando regreso por la noche; luego se instala discretamente en una esquina del pasillo desde la que puede verme dormir a través de la puerta entornada del dormitorio.

El viernes me levanté a las cuatro para acabar de preparar mis clases, y después de darlas tomé un tren para Amberes, donde me esperaba el colega y amigo inmediato Jacques de B., una leyenda del hispanismo, cuyas memorias escribe en el aire de la conversación, pues puestas sobre el papel levantarían ampollas. Umbral lo hizo esperar en un café de Argüelles mientras terminaba de escribir su cuartilla diaria; Delibes jugó con él al tenis en su casa de Chamartín; Cela lo anduvo buscando durante quince años para partirle la cara. Me lleva a cenar a un restaurante próximo al hotel, adornado con acuarelas de muchachas en volátiles atuendos veraniegos que apenas dan trabajo a la imaginación.

—De antes había unos cuadros que eran mucho peores.

Es decir, mucho mejores. Compartimos un faisán, que es algo que no había comido nunca antes, y que sabe a lo que parece: al aborto de una gallina que hubiera sido violada por un pato. En cambio el vino y el carpaccio están deliciosos. El Sr. de B. insiste en que pida más platos, aunque sólo sea un postre. Me excuso diciendo que soy de poco comer.

—Yo tampoco como mucho, pero usted mañana tiene que dar una conferencia de tres horas y necesita energía, mientras que yo me pienso dormir en cuanto empiece a hablar.

El Sr. de B. lo arriesga todo por una buena carcajada. Como aquella vez que comenzó una conferencia en Inglaterra con las palabras «yo, señores, soy un racista». Esta noche me explica que también es partidario de la pena de muerte.

—Pena de muerte para los profesores que aburran a sus alumnos —añade tras unos inquietantes segundos de silencio—. Los alemanes, como tienen ese sistema de clases magistrales que leen de cabo a rabo, son en esto los peores y merecen la muerte, con dos o tres excepciones honrosas. Cuando vienen a dar conferencias el público se va marchando poco a poco, y luego tengo que inventarme excusas, y decir que el uno se ha ido a un entierro, que al otro lo ha llamado la mujer para un asunto urgente, que el de más allá se ha acordado de pronto de que tenía que recoger a sus hijos...

Por el Instituto de Estudios Hispánicos han pasado a lo largo de 25 años figuras grandes y medianas de las letras hispánicas, como Mario V. Ll., siempre cortés y brillante, o Alfredo B. E., que como conferenciante resultó ser bastante malo. Le pregunto si cree verídica aquella anécdota, ya sabe, aquélla en la que Alfredo B. E. se queda dormido nada más intervenir en un congreso, y cuando presentan al gran filólogo Manuel Alvar se despierta súbitamente y exclama «¡Eso, eso, al bar, al bar!».

—Sí debe de ser cierta —responde mi anfitrión—, y hasta juraría que fue el propio Alvar quien me la contó.

En total, dos premios Nobel, cinco premios Cervantes y la mayor parte de los académicos de la Lengua. Sólo un drástico recorte del presupuesto puede explicar mi inclusión en esa nómina. Después de oír todas estas batallitas y de imaginarme vívidamente hablando delante de un atril con forma de guillotina, me apresuro a volver al hotel y, aunque estoy deshecho por el viaje y los madrugones de los últimos días, me pongo el despertador a las 6 para darle aún otra vuelta a las conferencias y aprenderme su estructura de memoria, no vaya a ser que me pase como a los alemanes.

Al final todo salió razonablemente bien: por lo menos durante la última hora y media las punch lines cayeron en gracia y no se me durmió nadie. Hoy es lunes, no tengo la menor idea de qué hice ayer, son las seis y cuarto de la mañana y estoy esperando el primero de los cinco trenes que me llevarán a una pequeña ciudad en la frontera con Polonia. El río Ourthe ha crecido hasta doblar su caudal, y ha arrancado de cuajo un haya de medio metro de diámetro. Viajo mentalmente desde el andén hasta mi apartamento, al otro lado del río, en el que he apagado la calefacción, el calentador y el agua corriente. La pobre mosca me buscará en vano los primeros días, se preguntará por qué ya no le dejo su plato de miel, por qué he sacado la basura, y poco a poco la realidad se irá abriendo paso con un resplandor boreal entre las tinieblas de sus nódulos nerviosos. La mosca que estas últimas semanas ha sido mi única amiga se retirará a rincones cada vez más interiores, musitando un reproche largo y reiterativo, conforme la temperatura vaya descendiendo. Cuando llegue a los 17 o a los 18 grados Celsius su odio se habrá transformado en una indiferencia fatalista y tocará la trompeta por última vez (un blues lento de una sola nota) antes de que se enturbien sus trescientos ojos.