Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 25 de febrero de 2020

Una carroza del carnaval de Colonia, después de los atentados racistas que Alemania ha sufrido estas última semanas: una cabeza iracunda de cuya boca sale una pistola, y la inscripción «Aus Worten werden Taten!»: «las palabras se convierten en hechos» ¿Las palabras se convierten en hechos? Unas veces más y otras menos. Los hechos tienen una irritante independencia de las palabras. Normalmente cuando los políticos dan su palabra de hacer algo, los hechos se hacen los suecos. Otras veces hay hechos que llegan sin anunciarse, y los intelectuales se pasan décadas tratando de encajarlos en palabras.

Al rapero César Strawberry unas veces lo condenan y otras lo absuelven de enaltecimiento del terrorismo: su boca no contiene una pistola, sino el gato de Schrödinger.

martes, 18 de febrero de 2020

Todo ocurre a la vez. La mudanza, la edición del libro, el niño, el proyecto de Kathleen, la otra mudanza, el otro libro, las veinte horas de clase semanales, el plan estratégico plurianual —que es el tercero que nos mandan hacer en tres años y que, como los otros dos, no es probable que llegue a entrar nunca en vigor—. Para planes estratégicos, los que tengo que hacerme yo por las mañanas para no volverme loco.

Este año me he pasado a la agenda electrónica, y ahora mi día está lleno de cajas de colores, que son las cosas que tengo que hacer. En los huecos de mi agenda hago cajas de cartón, o pido más cajas por correo, porque siempre creo tener suficientes para la mudanza y siempre me confundo. Pasados ciertos días, casi todo lo que me rodea son cajas. Desayuno sobre cajas, doblo la ropa sobre cajas, los cactus sestean sobre cajas, lleno más cajas sobre otras cajas mientras veo una película de Kieślowski con el ordenador puesto sobre una caja.

En teoría todo es cuestión de organizarse. Pero solo en teoría. En la práctica, la organización más inocente tiene una irrefrenable tendencia a estallar en un enjambre de puñetas exterminadoras.

Pongamos, por ejemplo, que tiene que venir el fontanero a hacer el mantenimiento del calentador. Podría pensarse que basta con llamar a un fontanero, pero no, porque uno llama a un fontanero y no viene; llama a un segundo fontanero y solo salta el contestador; llama a un tercero y este sí descuelga y dice que va a venir, pero el día que tiene que venir se retrasa, y luego escribe diciendo que está a punto de llegar, y luego que somos los próximos clientes, pero cuatro horas más tarde no ha llegado aún y al día siguiente nos escribe indignado preguntándonos por qué no había nadie en casa a la hora a la que habíamos quedado que se iba a pasar. Exasperado, llamo a un cuarto fontanero, que sí viene, y que nos vacía el calentador, pero en el momento crucial sa da cuenta de que la pieza que ha traído tiene un código de producto ligeramente incorrecto y no encaja en un calentador de la marca del nuestro; tendrá que pedirla de nuevo, venir una semana más tarde y comenzar da capo con brio.

En teoría, el mantenimiento del calentador no necesita pieza de recambio ninguna. Pero eso, claro, es en teoría.

Muchas tardes vuelvo a casa con la cabeza como una máquina del millón. Entonces, me siento sobre una caja y hago los ejercicios de respiración que le recomendaron a Kathleen para cuando empiecen las contracciones. A ella no sé cómo le irán, pero a mí me ayudan.

Cuando no estoy haciendo cajas o buscando fontaneros, vendo muebles de manera irreflexiva. Regateo conmigo mismo, y a la gente que llama le digo primero un precio, luego otro más bajo, luego un tercero, y generalmente es entonces cuando cuelgan, pensando que solo tengo trastos desvencijados. Entre los muebles que he conseguido vender se encuentra un armario imponente, una especie caballo de Troya que no sé cómo conseguimos hacer entrar en la habitación, y que no veo manera de tumbar porque llega hasta cuatro dedos por debajo del techo. A fuerza de devanarme los sesos consigo dar con el modo de desmontarlo en vertical. Para ello se revelará preciosa la colaboración de unas cajas llenas de libros que casualmente pasaban por allí. Tardo toda una mañana, pero cuando llego a la última tuerca doy el grito primordial del hombre que se impone a los elementos. O a Ikea, que a estas alturas ya casi es lo mismo.

domingo, 2 de febrero de 2020

Kathleen fue a la consulta de Monsieur Lecoq, el mágico osteópata, para que le colocase el hígado en su sitio, porque desde la vigésima semana de embarazo lo tenía atravesado en la clavícula. Monsieur Lecoq no solo la curó con un tirón de orejas, sino que también le recetó una visita a la exposición de escultura hiperrealista que, después de haber recorrido medio mundo, ha hecho parada y fonda en el museo de la Boverie. Y allá que nos fuimos.

Es sobre todo —esto conviene saberlo— una exposición de culos. De culos de silicona, pero de culos al fin y al cabo. Mucha gente que se creía pervertida ha descubierto que en realidad lo que le gusta es el arte. El museo, en un encomiable esfuerzo pedagógico, organiza visitas guiadas a las que los visitantes van en pelota picada, para que el museo contenga todavía más culos —o sea, más arte—.

La escultura hiperrealista ha evolucionado un poco desde los cristos con pelo natural. En los años 80, todas las obras de esta tendencia parecían cadáveres mal refrigerados. Las más recientes, en cambio, tienen mejor hematocrito que los propios visitantes.

La estatua que más me engaña es la que menos trata de parecer una estatua. Es una estatua que representa a un mimo al que hubieran contratado para estarse quieto en una esquina de la exposición. Solo su cara se anima, iluminada por la luz de su teléfono móvil. La estatua que parece un mimo haciendo de estatua mantiene una videoconferencia en inglés sobre su trabajo en el museo y sobre la cotización de las obras. De vez en cuando, desvía la mirada de la pantalla, como azorado de haber interrumpido su inmovilidad para atender esa llamada. Tardo casi un minuto en percatarme de que el teléfono es en realidad un proyector que imprime sobre una cara vacía unos rasgos humanos, sorprendentemente parecidos, por otra parte, a los de mi amigo Sven.
El hiperrealismo humano parece político y batallón porque nos habla muy explícitamente de cuerpos, de la representación de cuerpos, de lo que esperamos de los cuerpos, en un mundo en el que ya hay pocas cosas que importen más que los cuerpos... Que los cuerpos humanos, se entiende: los otros no le importan a nadie. En realidad, para los animales el hiperrealismo lleva inventado cientos de años y se llama taxidermia.

Algo paradójicamente, el hiperrealismo solo empieza a interesarme cuando deja de ser realista, cuando nos pone delante bebés gigantes como ballenas varadas, rostros en trance de ser absorbidos por un agujero negro, una viejecita con un recién nacido que es al mismo tiempo ella misma, amantes con cabezas de lobo, un torso humano destazado y refrigerado como un pavo listo para Acción de Gracias. Ardillas astadas y conejos penígeros, como los Wolpertinger de los antiguos embalsamadores. Las piezas adquieren entonces algo legendario, se convierten en portales hacia otro universo. La exposición deja entonces de tratar de polímeros y comienza a bombardearnos con ondas theta. Pasará mucho tiempo antes de que volvamos a estar tan cerca de una ficción.