Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

—«Álvaro»… ¿Eso es portugués? Ah, español. Estuve en España hace un par de semanas. Un clima estupendo…

—Qué suerte —respondí—. Nosotros tenemos previsto volver estas navidades por primera vez después de dos años. Mis hermanos todavía no conocen a su sobrino, y aún me quedan allí tres o cuatro amigos a los que querría volver a ver antes de consumar mi transformación en un misántropo cascarrabias…

Concluí la frase a un volumen inaudible: de todos modos, el dependiente de la tienda de ordenadores no me estaba escuchando, sino que miraba una tablet y la acariciaba con el índice.

—Mira, Álvaro —me dijo al fin. En un descuido le había concedido permiso para tutearme, aun a sabiendas de que era un truco pedorro de mercadotecnia para hacerme creer que estábamos en el mismo barco.— Mira, Álvaro, lo cierto es que en estos modelos el puerto USB está fundido a la placa base, así que va a haber que reemplazar todo lo que tu ordenador lleva dentro. Barato no va a ser.

En el siglo que corre, un ordenador es prácticamente un órgano más, así que salí de la tienda cariacontecido como si acabasen de endilgarme un positivo en el test del covid, lo cual resultaba irónico porque serían todos los demás los que, en las dos semanas siguientes, contraerían la enfermedad o tendrían contagiado a alguien próximo.

Los modelos matemáticos que extrapolaban la situación sanitaria para Año Nuevo iban de lo espeluznante a lo apocalíptico. Los gobiernos ordenaron de nuevo el toque de queda y el uso de mascarillas, pero nadie se acordó de pedir la suspensión de las patentes de las vacunas, que es lo único que podría impedir que esta situación se vuelva recurrente. Y, después de discutirlo durante horas con Kathleen, de consultar compulsivamente los periódicos y de dar vueltas y más vueltas en la cama, terminamos por aceptar que si viajábamos a España teníamos todas las papeletas para pasarnos el mes de enero encadenando cuarentenas. 

Pronto hará dos décadas que vivo fuera de España y hasta ahora nunca me había pesado, porque raro ha sido el año que no he podido juntar allí un mesecito. Pero no he vuelto desde mi excursión a Iria Flavia en enero de 2020, y, tras haber cancelado ya un viaje en julio, realmente había esperado poder pasar diez días con mis padres y mis hermanos, soltarles al niño para que lo disfruten y, de paso, refrescar mi español y recuperar una mínima parte de las lecturas que las constantes enfermedades de Óscar me han impedido hacer en las últimas semanas. Renunciar al viaje se me hace casi tan duro como renunciar al ordenador.




 «En fin, como suscribí un seguro de viaje a razón de cincuenta pavos por barba, al menos la anulación debería resultar sencilla», me digo en un acceso de optimismo. La agencia digital en la que compré el billete me remite a la aerolínea. La aerolínea tiene un contestador automático rizomático de arte y ensayo, en el que cada mensaje ha sido pregrabado con un acento y una intensidad diferentes, que van desde el cuchicheo turco al estonio estentóreo. Cuando doy por fin con alguien de carne y hueso, me dice que eso lo tengo que hablar con la aseguradora. La aseguradora me dice que ya veremos, pero que en cualquier caso necesito que la agencia me haga un certificado de cancelación. La agencia me dice que lo haga Rita —o sea, la aerolínea—. El teleoperador de la aerolínea dice que no puede cancelar el billete, pero sí anularlo. Le pregunto si no es lo mismo. El teleoperador considera que una risa sarcástica encapsula toda la información que necesito. Tres horas más tarde, en el número de teléfono de una oficina alemana de la aerolínea española, damos con alguien que nos dice que, como es Navidad, nos va a hacer un favor, y ese favor consiste en hacer lo que legalmente está obligado a hacer.


La crispación que me ocasionan estos trámites atenúa el duelo por esta nueva postergación de los reencuentros. Por el espacio de tres horas largas, mi aversión a las técnicas corporativas para escurrir el bulto y torear al cliente por lo fino pone en olvido a todas las personas a las que no podré ver. Para distenderme, y ya que la tarde está de todos modos perdida, me acerco en bici a la tienda de informática, donde, según me comunicaron ayer, por fin puedo recoger mi ordenador.  

El mismo dependiente de la última vez saca mi portátil de un sobre de material plástico con la textura de una galleta de arroz.

—«Álvaro» —me dice—, ¿eso es portugués? Ah, español. Estuve hace poco en Barcelona. Las playas, las tapas…

—Qué suerte —farfullo—.

—Bueno, pues aquí tienes —dice, abriendo el ordenador y pulsando el interruptor de encendido—. Prácticamente no ha habido que hacerle nada. 

—¿No? —pregunto, extrañado—. La última vez usted me dijo que habría que extraer la placa madre, el disco duro, la vesícula, la batería… 

—Nah —dice, pulsando de nuevo el botón de encendido—, tan solo era una cosa de actualizaciones. 

—Bien puede ser. Lo de actualizar, la verdad, me da siempre una pereza enorme, porque antes hay que liberar tropecientos gigas, que no sé yo por qué las actualizaciones siempre necesitan tantísima memoria, y mi colección de audiolibros ha crecido tan descontroladamente que…

Me callo, porque el dependiente, tras pulsar por tercera vez la tecla de arranque, ha dejado de prestarme atención y contempla la pantalla de mi portátil, que permanece sumida en una ominosa oscuridad. 

—Dame un minuto —dice. Y, sin esperar respuesta, cierra mi portátil, lo enfunda en la galleta de arroz y se mete en la trastienda. Media hora más tarde vuelve a salir y me dice:

—Mucho me temo, querido Álvaro, que tu ordenador no arranca, ni carga, ni ventila. Ahora bien, como es Navidad, te voy a hacer un favor…

jueves, 9 de diciembre de 2021

 Fuimos a una oficina municipal a hacerle el pasaporte a Óscar. Junto a la ventanilla había un expositor de tarjetas de donantes de órganos. El principio es simple: uno firma la tarjeta, la mete en la cartera y, en caso de accidente, el equipo médico cuenta con la aceptación expresa del interfecto para sacarle los menudillos. Le pedí a Kathleen, que estaba más cerca, que me tendiese una. Me dijo que no, medio en broma; sé que la espantaría aceptar ese procedimiento en sus seres queridos, que para ella se asemejan a una mutilación. 

Antes de salir, aprovechando una maniobra de distracción de Óscar, deslizo una tarjeta en mi bolsillo.
 
Al ir a firmarla, no obstante, vacilo. Me detienen varios considerandos. El primero de ellos, desde luego, es que la decisión no me compete solo a mí mismo. Creer que el cuerpo de uno sólo es de uno es igual de mentecato que creer que el cuerpo de los demás también es de uno. En algún lugar paradójico entre esas dos posiciones mutuamente excluyentes se encuentra la verdad de nuestra convivencia.

¿En nombre de qué bien mayor, en caso de tener una muerte violenta, le añadiría a Kathleen un dolor suplementario? En nombre de la Humanidad, por supuesto; pero por esa rendija se cuelan las demás preguntas. ¿Cuánta confianza estoy dispuesto a depositar en la Humanidad? ¿Cómo de incondicional sería mi donación? No tanto como propone la tarjeta, desde luego. La tarjeta permite reservarse algunos órganos, como cuando uno sale del restaurante y se lleva en una barquilla de aluminio los restos de la familia diciendo que son para el perro aunque en realidad son para la suegra. Para la suegra uno puede reservar, en caso de muerte sobrevenida, la vesícula biliar —es un ejemplo— o el intestino delgado. Hay quienes deberían donar su hígado a un museo, porque con él ejecutaron proezas verdaderamente épicas. Otros deberían donar a un museo... En fin, dejémoslo. 

Yo no querría reservarme órganos, sino reservar para mis órganos el derecho de admisión. Querría tener la opción de indicar el tipo de receptor que deseo para ellos. A un niño, por ejemplo, siempre le concedería el beneficio de la duda, pero temo que los niños calcen órganos varias tallas más pequeños.  

Es una lata estar muerto en el momento en el que uno mejor podría decidir sobre algo tan trascendente. Lo que a mí me gustaría es poder recorrer la lista de enfermos y tomar una decisión informada, con la misma parsimonia con la que los millonarios deciden el tipo de causa supuestamente altruista en la que piensan invertir parte del dinero que no pagaron al fisco.

Me imagino revolviéndome en mi tumba mientras mis pulmones van por ahí conduciendo un SUV, espantando a manteros, troleando a las escritoras y cortando cochinillos con el canto de un plato de loza. Mi mano se desenterraría mágicamente, como en la leyenda becqueriana, para hacer a ras de suelo un elocuente gesto de disconformidad.

Lo que yo desearía es poder customizar mi tarjeta de donante y añadirle cinco líneas rojas, cinco requisitos innegociables para mi coalición con el futuro legatario: que vote a la izquierda del centro izquierda, que no tenga coche, que no viva en una vivienda unifamiliar, que sea vegetariano y que no diga «es la tormenta perfecta». De lo contrario, amiguito —escribiría con mucha mala sombra en una nota al pie—, vas a tener pedirte los pulmones por Amazon.

—Menudo malqueda —dice mi interlocutor imaginario—. ¿Qué más te dará, si de todos modos vas a estar muerto? Piensa un poco en los demás.

Precisamente, yo pienso mucho en los demás. Me paso el día pensando en los demás, y en lo poco que los demás piensan en los demás. Pienso en cómo los demás aparcan su carro blindado en los pasos de cebra e invierten distraídamente en fondos buitre mientras mastican el penúltimo atún rojo. Quizá los demás acepten que les extirpen algunas vísceras cuando ya no puedan seguir dando la lata, pero eso no significa que alguna vez hayan pensado en los demás.



Como mi interlocutor es imaginario, lo transformo en interlocutora y la visto de Sakura Haruno, la heroína del manga preferido de mi sobrino.

—¡Si actúas así te convertirás en alguien idéntico a ellos! —me dice Sakura, componiendo un delicioso gesto de espanto.

Quizá; pero si pongo mis entrañas en dominio público me convertiré en algo peor que alguien idéntico a ellos, y es en ellos mismos.

Sakura, pensativa, se enrosca tras la oreja uno de sus mechones rosa. Pasados unos instantes de vacilación, se pone de pie y se ajusta las rodilleras, como disponiéndose a una ofensiva.

—Tienes razón —dice—. Hay una alta probabilidad de que donar tus órganos sirva únicamente a la lógica extractiva del neoliberalismo económico. Los pobres siempre han dado su cuerpo a los ricos. A los ricos, los cuerpos vivos les importan solo dentro de un reducido radio de clase.

—Bueno, bueno, tampoco hay por qué ponerse estupendos.  

—La donación de órganos es un simulacro de redistribución por el que los atropellados, los desinformados, los mal asesorados, los que se suben al andamio prolongan las vidas de quienes atropellan, de quienes informan, de quienes asesoran, de quienes trabajan en cómodos despachos de madera de cedro y sillones ergonómicos.

—Sakura, hija, te estás saliendo del guión…

—¡El momento de la filantropía ingenua ha terminado! ¡Quien aspire a heredar el corazón del prójimo debe preocuparse por el prójimo mientras su corazón aún late! ¡La socialización de los cuerpos muertos no es admisible mientras no se socialicen los medios de producción!

Sakura Haruno levita a un palmo del suelo. Un viento que parece surgido del centro de la tierra le revuelve la cabellera y arremolina en torno a ella hojas de cerezo. Sakura Haruno tiene la pose de un mural soviético y la mirada extraviada de una virgen mártir.

Esto se me está yendo de las manos.