Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 28 de julio de 2014

Cosas de Washington que echaré de menos: las ardillas; la root beer; el old fashioned de Tryst; que todos los restaurantes tengan cilantro y pico de gallo; la ensalada especial de Burrito Brothers; el metro, que parece un set de rodaje de la primera Battlestar Galactica; la limonada de arándanos y albahaca de Sweet Green; las hamburguesas con gorgonzola; la banda de Dupont Circle; que la gente no me pregunte de dónde vengo cuando oye mi acento.

—¿Ves? —moraliza Kathleen, cuando concluyo de leerle mi lista—. Y luego dices que todo se puede aprender leyendo y no hace falta viajar.
—Bueno, la gente que lea mi blog podrá tener todo lo positivo sin nada de lo negativo.
—Ya, pero no habrán tenido la experiencia de ir en canoa por el Potomac.

Ni la de que el sol les produzca quemaduras en las piernas y luego se les hinchen los tobillos por un exceso de lidocaína. Al final, leyendo o sin leer, creo que la cosa se equilibra bastante.

sábado, 26 de julio de 2014

Otro día alquilamos un kayak y remontamos el río Potomac. Salimos a las diez y media porque el hombre del tiempo pronosticó tormentas eléctricas y tornados a partir de la una de la tarde, pero a las dos el cielo sigue completamente despejado. Cuando volvemos a tierra tengo las piernas al rojo vivo. Habíamos planeado ir a ver el cementerio de Arlington, pero lo dejamos y corremos —como el hombre de lata de El mago de Oz— hasta Dupont Circle; allí compramos un bote de after sun para casos desesperados que parece pasta de dientes. Nos la untamos en el parque mientras escuchamos tocar a la banda de músicos callejeros: siete trombones, una tuba, un trombón, un bombo, una caja y unos platillos. La leche. Y por la noche volvemos a Madam's Organ (genial anagrama del nombre del barrio, Adams Morgan), un local dedicado con obsesión al blues, al bourbon y a la taxidermia.

Otro día recorro la biblioteca de Jefferson, que está expuesta en una sala de la Library of Congress. Entre sus cinco mil volúmenes encuentro los nueve del Parnaso español de Sedano, obras de Rebolledo y de García de la Huerta, las Eróticas de Esteban Manuel Villegas, una colección de textos en dialecto de germanía de Hidalgo, La monarquía indiana de Torquemada, La Araucana de Ercilla, y todo Cervantes, salvo el teatro, todo en español, más una traducción francesa del Quijote.

Otro día vamos al museo aeroespacial. Nada más entrar me caigo de espaldas —metafóricamente—: ¡la cápsula del Apolo XI! Realmente la gente fue a la luna en un go-cart tuneado, con una brújula, un cuadernillo de espiral, una caja de aspirinas, un magnetofón de pilas y un maletín de bricolaje. Un poco más allá te dejan tocar una roca de la luna. Y luego vienen las fotos de Marte, que parece talmente Rivas Vaciamadrid. Como los museos son gratis, volvemos dos días después, y hacemos una visita guiada con un tipo muy divertido que parece Paul Giamatti.

Otro día el insinkerator se terminó tragando un pelapatatas de acero inoxidable y tuve que ir a comprar otro. 

Otro día vamos al cine de la calle E. Vemos Boyhood, de Linklater, que nos entusiasma: un Bildungsroman sutil y paciente. También vemos A Most Wanted Man, la última que rodó Philip Seymour Hoffman, que es tan aburrida que se duerme sola. Eso sí la sala estaba hasta la bandera. Para empezar, cualquier película en la que salga Daniel Brühl tiene todas las papeletas para resultar un bodrio. Vale, Tarantino hizo una en la que salía Daniel Brühl, pero tuvo la decencia de hacer que lo matasen. Por lo demás, A Most Wanted Man es uno de tantos episodios imaginarios e incoherentes de la guerra contra el terror. Esta vez tiene lugar en Alemania; los papeles alemanes se los han dado a actores americanos, que no saben pronunciar sus propios nombres, y sin embargo el cantante Herbert Grönemeyer hace de espía estadounidense, si he entendido bien. No se ha visto casting más absurdo. Kathleen lo resume con justicia cuando dice que es como Tatort pero sin muerto (Tatort es una serie alemana policíaca que echan los domingos por la noche; durante un tiempo solíamos llamar a Birte a la hora en la que empezaba, para comprobar que no cogía el teléfono, y le dejábamos mensajes en el contestador diciendo «Birte, sabemos que estás ahí viendo Tatort, sal de tu guarida y da la cara»).   

jueves, 24 de julio de 2014

El sábado, antes de ir al Museo de Historia Norteamericana, comemos en el mítico Ben's Chili Bowl. Pedimos lo que se anuncia como el almuerzo preferido de Bill Cosby: un perrito caliente con salchicha ahumada, mostaza, cebolla, chili y patatas fritas de bolsa. Resulta sorprendentemente comestible. Nos hacemos fotos con todo el equipo de trabajadores, y compramos la camiseta.

Enfrente del Barnes & Noble hay un restaurante llamado Ollie's Trolley. En su escaparate hay un cartel que promete las mejores hamburguesas del mundo. Claro que en el escaparate también hay una vieja motocicleta con un maniquí polvoriento, un bólido a pedales y una reproducción de las tartas tradicionales de fresa y ruibarbo acompañadas por una nota —escrita a rotulador en un plato de cartón— que aclara que ya no se hacen.

Pedimos dos de las famosas ollieburgers, una root beer y un batido de fresa. Y patatas fritas, que saben igual que las de Wendy. El batido es demasiado espeso y no sube por la pajita. En realidad no sale ni aunque se le dé la vuelta al vaso. Un buen día el viejo Macdonald y su amiga Wendy le debieron de decir a Ollie: «amigo, ¿por qué no abres una franquicia como nosotros?» Ollie, sin embargo, no tenía el nervio empresarial de sus compatriotas, y nunca salió del D.C.

—Deberían hacer de esto un museo —le digo a Kathleen.
—Ya es un museo.
Y tiene razón. La hamburguesa que nos hemos comido tenía méritos suficientes para estar en el Smithsonian, pero echándole mostaza daba el pego.

domingo, 20 de julio de 2014

Si uno pudiera volver a la Roma Imperial, ver el foro en todo su esplendor, multiplicar por dos sus dimensiones, por tres el número de peristilos y por cuatro el número de frisos, se sentiría como si estuviera en el centro de Washington.

Casi todos los edificios públicos de la capital de este Imperio fueron construidos a finales del siglo XIX conforme al paradigma neoclásico, que, por estar entonces ya desfasado, se cargaba de fe voluntarista en el buen entendimiento de toda la humanidad. El plano original de la ciudad fue trazado conforme a un programa simbólico fácil de leer: la numeración de las calles comienza en el Congreso; éste se halla protegido por Temis y Atenea —el Tribunal Supremo y la Biblioteca—; su entrada, en el lado oeste, da a una amplia explanada de museos y monumentos que compendian la historia y la cultura nacionales; algo más allá, a mano derecha, la Casa Blanca es un chalet humilde y accesible en apariencia, desde donde apenas hay que dar dos pasos para hacer uso de los recursos del Tesoro. 

La Explanada Nacional —el parque que abarca desde el Congreso hasta el monumento a Lincoln— incluye numerosos espacios de genuina religiosidad laica: los mausoleos consagrados a los caídos en varias guerras, los jardines de la amistad germanoestadounidense, los cerezos que regaló Japón a la ciudad, los monumentos a Jefferson, a Franklin D. Roosevelt, a Martin Luther King... Este último produce una emoción singular, pues consiste en un desfiladero de granito que se debe atravesar para llegar a un inmenso peñasco del que emerge, mirando al lago, la figura titánica del activista. El doctor King tiene en la mano unos folios enrollados, probablemente los de su discurso del 63. El ingrediente textual de lo demás monumentos es mucho más acusado, con páginas y páginas grabadas a mano en el mármol en un tipo basado en el de la columna de Trajano: varias declaraciones de FDR; el discurso completo que pronunció Lincoln al inaugurar su segunda legislatura; el preámbulo de la Declaración de Independencia, etcétera.

Son mensajes vibrantes que hablan directamente al pueblo, inscripciones solemnes pero con una prosodia casi radiofónica, muy distintas de las perogrulladas en latín que uno suele encontrar en la arquitectura monumental al uso. En estos días en que se disparan misiles contra niños palestinos y se abaten aviones cargados de médicos holandeses, resultan especialmente sobrecogedores estos textos que, desde el corazón político del mundo, exaltan el coraje civil de los seres humanos y nos llaman a derruir las fronteras para unirnos en la construcción de un mundo igualitario y libre.

Y entonces vienen los turistas con un sombrero de fieltro con forma de calamar azul y se hacen fotos delante de Lincoln sacando la lengua como Miley Cyrus.



El sancta sanctorum de esta ciudad construida como una gigantesca apoteosis de la textualidad democrática es la sala de lectura principal de la Library of Congress, una basílica de San Pedro consagrada al libro y a la razón. Hoy se entra a ella desde un pasillo de servicio que los habitués llaman sencillamente «the yellow corridor», pero hubo un tiempo en que el acceso se hacía a través de la entrada principal, atravesando un vestíbulo de varios niveles en cuyas bóvedas campaban las artes y las ciencias encarnadas en señoritas prerrafaelitas, alternando con rosetones decorados con los hierros de los principales editores humanistas europeos. Preside la sala de lectura un reloj coronado por una alegoría del tiempo: un viejecito alado que empuña una guadaña; dos jóvenes de bronce desnudos leen y reflexionan sobre la brevedad de la vida. Desde la galería alta los lectores somos observados por Heródoto, Platón, Shakespeare, Francis Bacon, Isaac Newton y dos docenas de turistas. Uno se siente bajo presión. De aquí no puedo salir sin haber escrito por lo menos La rama dorada de Frazer.

Así que aquí estoy, sentado en la biblioteca más grande del mundo, con casi 160 millones de libros, artículos, grabaciones y manuscritos a mi disposición, y ¿a qué me dedico? A cartearme con el servicio contable de mi universidad para explicar facturas. Creo que puedo oír a mi padre desde aquí:

—¡¡Eres gilipollas!!

Sí, pápá, gracias por recordármelo. Pero si no se admiten a trámite las subvenciones antes de que el administrador se vaya de vacaciones, el libro que debería haber salido en mayo no saldrá hasta noviembre o diciembre. Si de mí dependiera, ya los habría mandado a todos al cuerno hace tiempo, pero en el libro hay contribuciones de colegas inocentes, que esperan ilusionados a que se publiquen los resultados de sus investigaciones. Así que me tomo una pastilla contra la acidez y, mientras echo espuma por la boca, escribo e-mails de una cortesía extrema acerca del IVA en pagos de servicios intracomunitarios.

No voy a entrar en detalles porque me ata el sigilo profesional, pero cuando regrese a Bélgica pienso imprimir todos los correos electrónicos de estos días, subrayar con un rotulador fosforito las partes más kafkianas y archivarlos en una carpeta que ponga «por qué no voy a volver a organizar nada más en esta universidad». Durante varios días he sido un rehén de la administración, me he visto obligado a someterme a reglas que sólo en artículo de fe se compadecen con el derecho internacional, y a transmitir a importantes editores y escritores instrucciones contradictorias que me hacen pasar por un cretino. Ante la menor expresión de duda, los covachuelistas de la administración se revuelven ofendidos:

—Oiga, es que en el despacho de al lado me dijeron que había que rellenar este formulario así.
—Y a mí qué me cuenta.

Como al final el que tiene que ponerle el sello es él, al chupatintas todo lo demás se la refanfinfla. Y sin embargo, no es raro que, una vez tragada la rueda de molino, desde otro despacho otro administrativo nos devuelva el dossier completo, por alguna incorrección de forma.

—Oiga, es que en el despacho de al lado me dijeron que había que hacerlo así.
—Y a mí qué me cuenta.

viernes, 18 de julio de 2014

Poco a poco nos conformamos a una cierta rutina. Nos levantamos a las siete; hacia las 8:30 cogemos el 96, que viene todavía medio vacío, así que nos sentamos y vamos leyendo durante los cuarenta minutos que nos toma llegar hasta el Capitolio. Allí nos bajamos; yo suelo seguir leyendo unos minutos al sol para acumular calor entre el aire acondicionado del autobús y el aire acondicionado de la biblioteca. Trabajamos hasta las 12:30, nos sentamos en alguno de los bancos que hay frente al edificio Madison, comemos un emparedado que traemos hecho de casa —el mío de pavo, el de Kathleen de humus—, compramos un café en alguno de los establecimientos que hay en la zona, en donde almuerzan los becarios del Congreso y del Senado. Seguimos trabajando hasta las cinco y luego gestionamos de la mejor manera posible la tormenta de la tarde: si vemos que aún no ha empezado a llover, subimos en bicicleta hasta el Whole Foods de la calle P, hacemos algunas compras y volvemos a casa; si está ya chispeando, nos metemos en alguna librería o cenamos algo por ahí. Tras la tormenta, una intensa luz amarilla transfigura la ciudad.

Hemos contratado un abono mensual del servicio de bicicletas públicas de Washington, y sólo nos costó una tarde de trámites y un par de llamadas. Cuando obtuvimos nuestros identificadores quisimos sacar unas bicis del terminal más cercano, pero sólo le sacamos una luz roja y un pitido. Una mujer que venía detrás de nosotros nos prestó su móvil e hizo de mediadora con la centralita hasta que, veinte minutos después, se resolvió el problema. Fue sólo la primera de las muchas muestras de amabilidad extrema a las que estamos pudiendo asistir estos días. 

Una noche vamos a un club de jazz, en la calle U entre la 15 y 16, y nos quedamos boquiabiertos. Esto no lo habíamos visto nunca. Más allá de la apabullante calidad de los músicos, lo verdaderamente increíble es que el público daba palmas siguiendo el compás. No como suele hacerse en el viejo continente, con un desmayo que allí es considerado casi de buen tono, que suena a olas rompiendo en la playa de la inexactitud, sino casi con brusquedad, con precisión metronómica, tanta que a veces el sonido de las palmadas se asimilaba al del bombo. Asombroso. Otra noche subimos a un garito que está apenas dos manzanas más allá, en la misma calle 18, donde toca un trío completamente apático: los músicos están derrengados en una silla y dejan que sus dedos recorran el mástil mientras pasean distraídos la mirada por el techo del establecimiento. Pese a todo, son mejores que la mayoría de los grupos profesionales residentes en Europa. Uno termina por no saber para qué se estudia este tipo de música en Europa, si no es para entenderla y disfrutar más al escucharla. A los norteamericanos debemos hacerles el efecto de esos japoneses que aprenden a cantar flamenco.  

miércoles, 16 de julio de 2014

Vine leyendo en el avión un libro estupendo que me trajo Kathleen de Inglaterra hace unas semanas, exactamente de los que a mí me gustan: Just My Type. Es algo menos que una historia de la tipografía, y algo más que un simple anecdotario. Lo cual no quita para que —prosaico que uno es— al final me quede con las anécdotas. Así, leo completamente absorto la historia de Thomas Cobden-Sanderson, que diseñó un tipo precioso para imprimir la Biblia, y, para que nadie le diera un uso indeseado después de su muerte, lo destruyó a conciencia, arrojando al Támesis todos los tipos, las matrices y las formas tipográficas ya compuestas. Cobden-Sanderson tenía ya 76 años, y la ejecución de su suicidio tipográfico le tomó, noche a noche, cinco meses.

También está la historia de un app de reconocimiento tipográfico que era incapaz de identificar siquiera Georgia. O la de una campaña francesa contra la piratería de productos culturales que se imprimió con un tipo pirata. O la de Ecofont, un programa que apolilla otros tipos, llenándolos de agujeritos microscópicos para que se consuma menos tinta en la impresión. Pero ninguna tan sensacional como la biografía secreta de incesto y zoofilia de Eric Gill, que le da un aire súbita y cómicamente depravado a los rótulos de la BBC y a las cubiertas de Penguin.

Poca gente lo sabe, pero estamos rodeados de tipómanos. En internet basta con dar una patada a una piedra para que salgan tres o cuatro. Varios se han reunido para hacer «Type War», un videojuego muy simple en el que hay que identificar el tipo de una serie de letras. A la altura del nivel 9, bastante contagiado ya de tipomanía, dejo el juego para hacer un test de personalidad en línea cuyo diagnóstico no se expresa en temperamentos ni en términos freudianos, sino en familias tipográficas. Así, descubro con halago que soy un Lumos, un tipo extravagante, con unos palos más largos que otros, serifas asimétricas y trazos nerviosos, para el que sólo existen mayúsculas. Un tipo que parece hecho para rotular clubes de jazz de los años 40 o películas de Tim Burton.

Unos minutos después, Kathleen hace el test. El veredicto del programa es espeluznante e inapelable: ¡Futura! Racional, geométrica, alemana: letra de membrete oficial y de fábrica de automóviles. Por fortuna, los caracteres que en modo alguno podrían coexistir sobre el papel sí pueden hacerlo en un piso razonablemente espacioso y soleado. 


sábado, 12 de julio de 2014

Las primeras impresiones resultan injustas. No es razonable pensar que un turista puede hacerse una idea medianamente contrastada de la realidad de un país en un par de días. Pero quizá es igual de ingenuo pensar que con el tiempo y la convivencia uno puede reducir un país —sus habitantes, sus leyes, sus celebraciones, sus relaciones económicas, sus lenguas y su gastronomía— a una o dos fórmulas esenciales encerradas en oraciones copulativas. En comparación, una primera impresión que se presenta humildemente como lo que es, con el sombrero en la mano y la mirada baja, puede ser más verdadera que una generalización basada en la experiencia, aunque el ámbito de aplicación de esa verdad sea mucho más reducido.

Mi primera impresión es, además, una segunda impresión, ya que, como decía Romain Gary, es imposible hacerse una primera impresión de Nortemérica. «C’est probablement le seul pays qui est vraiment comme ça, tel qu’on le connaît avant d’y aller», gracias a las películas y a las series de televisión. Mi segunda impresión de Washington, pues, es que está compuesta de tres clases de personas: personas que llevan traje, personas que llevan uniforme y personas que hacen jogging. Como segunda impresión es bastante calamitosa, pues no tarda en imponerse una tercera impresión, esta vez ya inamovible: la de que sólo hay un tipo de personas, los que hacen jogging, que en ocasiones se ponen traje o uniforme. 
 La división del trabajo está sujeta a un criterio racial bastante obvio para cualquiera que no haya sido sumergido durante años en el discurso mágico estadounidense. Las ocupaciones menestrales y subalternas las realizan mayoritariamente negros; los ejecutivos y trabajadores de cuello blanco son mayoritariamente blancos. Por lo demás, Washington es una ciudad muy agradable, de casas bajas, con poco tráfico. Tiene una fauna urbana encantadora, en la que destacan las ardillas, los zorzales, los estorninos y, por la noche, las luciérnagas. Su esfera pública es muy verbalizada: allí donde podría transmitirse la información con un icono hay instrucciones textuales muy elaboradas. Por ejemplo, en lugar de las embarazadas y de los viejecitos esquemáticos con que en otros países se reservan algunos asientos del metro, en el de Washington hay: a) un rótulo de cuatro líneas, b) sendos dibujos con flechas rojas que identifican los asientos en cuestión, y c) un nuevo rótulo de cuatro líneas que dice lo mismo que el primero, pero en tipo más grande. Muchos de estos rótulos deberían ser innecesarios: «por el confort de todos, le rogamos que no abra las ventanillas del autobús cuando esté puesto el aire acondicionado»; «está prohibido escupir en el vagón de metro». La insistencia machacante tiene seguramente que ver con la necesidad de integrar en un mismo código de urbanidad a una población multiétnica y de hábitos culturales muy disímiles. También es frecuente que los rótulos contengan menciones a la ley y a las penas ligadas a su infracción. Uno puede acabar en el corredor de la muerte por hablar con el conductor del autobús.

La vida doméstica americana tiene dos elementos pintorescos y de mucha idiosincrasia. El primero es la root beer, literalmente «cerveza de raíz», en realidad una bebida fermentada que en algún momento se hizo efectivamente con cortezas de raíces, y que en la actualidad es un potingue muy azucarado y ligeramente adictivo. El segundo es el insinkerator, un botón que transforma un vulgar lavabo en Sarlaac, la sima dentada que estuvo a punto de devorar a Luke Skywalker y a sus alegres camaradas en El retorno del Jedi. El insinkerator se traga cualquier cosa, y los ruidos de su aparato digestivo hacen temblar la casa. Lo alimentamos con detritus, que empujamos desde lejos con el palo de la escoba.

martes, 8 de julio de 2014

El vuelo habría sido una pesadilla aun si no hubiéramos tenido delante a dos niños que lloraban sin parar. Tras pasar los controles de pasaportes del aeropuerto de Baltimore nos dirigimos a la parada de autobús. Un panel anuncia un autobús para cuatro minutos después, y nos advierte de que debemos preparar el precio exacto del billete: seis dólares. El autobús aparece, pero el conductor grita «only drop off!», y se va de vacío. Media hora más tarde —está atardeciendo, pero para nosotros son las tres de la madrugada— llega un nuevo autobús. Subimos y el conductor nos invita a introducir los billetes en una máquina. La máquina se los traga dócilmente.
—Te faltan dos dólares.

¿Cómo que me faltan dos dólares? Bastante potra hemos tenido con reunir doce dólares, viniendo de otro continente: en Bélgica me cambiaron sólo billetes de cien, y el siguiente más pequeño que le queda a Kathleen es de veinte.
—Faltan dos dólares.

Le explico que el cartel de la parada nos conmina a subir con seis dólares justos. El conductor tiene seguramente muchas virtudes, pero la paciencia no es una de ellas. Señala por encima del hombro un póster adhesivo y dice:
—En el cartel del autobús pone «7$».

Kathleen encuentra milagrosamente otro dólar más en su monedero, y le compramos otro por un euro a unos turistas alemanes. Los cuarenta y siete pasajeros que suben detrás de nosotros tienen el mismo problema, y es poco si sólo tardamos veinte minutos en arrancar. Ya es noche cerrada cuando llegamos a la parada de metro de Green Belt, a la entrada de la ciudad de Washington. Allí comienza nuestra siguiente prueba: los dispensadores de billetes proponen abonos de distinto tipo, y hay que modificar el precio con unos botones hasta obtener el que corresponde al trayecto preciso que queremos hacer a una hora determinada. Para ello, debe consultarse un esquema que deja tamañita la tabla periódica de elementos. A pesar de la ayuda solícita de los empleados, nos equivocamos y tardamos un cuarto de hora largo en obtener los tickets correctos.

Nuestro reloj biológico marca las cinco de la madrugada cuando llegamos al apartamento que ha subalquilado Kathleen. Está en un segundo piso, encima de una clínica veterinaria, en la calle 18. La propietaria es periodista y está en Brasil escribiendo un reportaje sobre el mundial de fútbol. Nos ha dejado las llaves en la verja del inmueble, dentro de una especie de candado gigante que se abre como una caja al marcar un código. En su interior encontramos cuatro llaves. Ensayamos las cuatro sin éxito. Con una de ellas conseguimos girar el cerrojo, pero la puerta permanece cerrada. En la cerradura del pomo encajan dos de las otras llaves, pero no giran, y una de ellas incluso se resiste a salir. Probamos las llaves por tercera vez. Estamos sudando como pollos.