Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 19 de noviembre de 2016

La primera consecuencia de la victoria de Trump no fue la supresión de Obamacare ni la construcción del muro de México, sino un avalancha de buenismo que provocó diabetes tipo 2 a esa estatua tan grande de Lincoln que hay en Washington. ¡Es tan fácil encontrar en internet gente con la que estar de acuerdo! Yo no uso Facebook, pero con lo que me lee Kathleen tengo de sobra: «id a abrazar a vuestros hijos...», «hacedme un sitio en Europa...», «pensad que hoy sigue existiendo en América toda la gente buena que había ayer...».

Esto último es una interpretación optimista de lo sucedido. La interpretación pesimista es que la gente buena que había ayer en América en realidad no era tan buena, o era buena en algunos aspectos pero de todos modos está dispuesta a que se hunda el mundo con tal de que su ventorrillo salga adelante y le quede algo para la jubilación. «Liberalismo» y «socialismo» son ideologías demasiado sutiles para representar la disyuntiva que se les propuso a los estadounidenses el pasado día 8. Más bien se trataba de escoger entre «vamos a intentar vivir juntos sin matarnos» y «que me den un trabajillo aunque tenga que arder Roma». Y quien dice Roma dice Líbano, Teherán o Nueva Orleáns. 

Parece que la victoria de Trump se debe sobre todo a aspectos de ethos y retórica, y en materia de ethos y retórica está claro que han perdido los valores que las intervenciones públicas de Hillary Clinton, sinceras o no, han representado admirablemente: respeto del adversario, dignidad en el ejercicio del cargo, articulación en la exposición de ideas y racionalidad en el análisis.

Estos días se les ha dado el micrófono a algunos votantes de Trump, y lo que ha salido de sus bocas era cualquier cosa menos racional: mineros con las manos llenas de carbonilla decían que el magnate era uno de los suyos; madres solteras pluriempleadas aseguraban no sentirse ofendidas por los modales de Trump porque ellas son mujeres fuertes; viejecitos completamente dependientes del sistema se alegraban de que viniera alguien a zarandear el sistema.

También en el New Yorker de esta semana sale el artículo de un tipo fue a hablar con varios votantes de Trump. «No creo que vaya a construir el famoso muro —decían—; yo creo que es más bien una especie de metáfora». La respuesta casi me descabalga de la silla. La releo varias veces y termino por encontrarle una lógica bastante sutil. Si uno no ve la política como un debate racional entre diferentes modelos de sociedad, sino más bien como un espectáculo o como un deporte cuerpo a cuerpo, ¿por qué iba a regir en ella el pacto pragmático de una discusión académica? Lo que esta respuesta delata es una pragmática de grada de fútbol. Los hinchas gritan «¡vamos a patearles el culo!, ¡nos los vamos a comer!», y es verdad que cada cierto tiempo hay algún pirado que coge el rábano por las hojas e intenta comerse de verdad a un hooligan del equipo contrario, pero esto pasa pocas veces. Por lo general, patear el culo, hacer picadillo, romper el bautismo, dar leches hasta en la foto del carnet de identidad no son, en ese contexto, sino expresiones genéricas de aliento y de solidaridad grupal. Los dos bandos se enseñan los puños y desean que les rompan las piernas a los del equipo contrario, pero cuando se pita el final todos abandonan el estadio ordenadamente, lamentan el juego sucio y resumen las incongruencias con aforismos inanes como «fútbol es fútbol».

Esta es también la lógica de las relaciones virtuales: según me cuenta un joven aventurero que ha estado en internet, allí la gente se desahoga profiriendo insultos que nadie osaría decir a la cara de su peor enemigo. Hay una anécdota legendaria sobre una política —británica, en la versión que me contaron— que fue a visitar a su casa a un chico que, en un foro de internet, la había llamado «puta zorra de mierda», o algo así. Lógicamente, el chico no sabía dónde meterse. Lo mismo le pasó a Donald Trump cuando fue recibido en la Casa Blanca por un señor que, según él había reiterado hasta ese día, tenía aspecto ridículo, estaba chalupa, era un líder incompetente y, «literalmente», fundó el Estado Islámico.
 
Esto de «literalmente» es algo que Trump dice mucho, lo que sugiere que sus afirmaciones son para él menos metafóricas que para muchos de sus votantes, y que cuando asuma el cargo seguirá haciendo las mismas propuestas de la campaña. Una de las primeras instrucciones que dio, el jueves o el viernes de la semana pasada, fue la de establecer un censo de musulmanes. Un periodista le preguntó en qué se diferenciaba esa medida del censo de judíos que los nazis hicieron en los años 30. «No sé —respondió Trump—, dímelo tú».


Ante el escándalo de una prensa ya suficientemente escandalizada por el resultado de las elecciones, el registro de musulmanes fue suspendido —o aplazado— casi de inmediato, lo cual no hizo que el ambiente fuera menos lúgubre. En el periódico local, Isthmus, leo: «Para la liberal ciudad de Madison, la victoria de Trump ha sido un cataclismo. Mucha gente se desmorona y se echa a llorar en el trabajo o en el colegio; otros se despiertan aterrorizados en mitad de la noche. Los hay que temen por su seguridad o la de sus amigos. Unos hacen manifestaciones, otros abrazan a desconocidos o se encuentran para desahogarse en el campus y la ciudad […]. El miedo y la repugnancia son ubicuos». 

¿Qué haces el sábado por la noche si los nazis han llegado al poder? Puedes salir a abrazar a desconocidos —a mí todavía no me ha tocado nada—, pero también puedes irte a escuchar un concierto de kletzmer. Claro que no es sábado por la noche, y tampoco vamos a un concierto de kletzmer, sino a uno de las Pussy Riot; y en realidad no se trata de un concierto, sino de una mesa redonda, y no están todas las Pussy Riot, sino sólo una, Masha Aliójina. La acompaña su mánager y la jovencísima directora de MediaZona, una plataforma periodística fundada por Aliójina para denunciar el sistema jurídico y penal.

En conjunto, el encuentro resulta interesante. Se enfatiza la tradición rusa de protesta política a través de intervenciones simbólicas, como aquel santo que, en lugar de recibir al zar arrojándole sal y panecillos, le mostró un pedazo de carne, con lo que quería significar que se alimentaba de la carne de sus súbditos. Esa tradición contestataria e iluminada se encarna hoy en los impactantes trabajos —entre la performance, el body art y la autodestrucción— de Piotr Pavlenski, de los que proyectan varias fotos. Las intervenciones de Pavlenski son posteriores —y en ocasiones respuesta— a las del colectivo Pussy Riot, pero aquél las explica y defiende con un discurso más organizado.

El encuentro contiene, sin embargo, varias incoherencias que desconciertan y hacen aún más incómodas las butacas. Algunos son detalles casi inapreciables. Sasha, la joven periodista, tiene un gesto reflejo muy común que consiste en recogerse el pelo detrás de las orejas con un movimiento rápido de los dedos; el gesto cae en el vacío, porque lleva los laterales de la cabeza rapados. Más delicado es el hecho de que las dos muchachas pierdan el hilo o divaguen en varias ocasiones y que entonces recupere el micrófono su mánager, que es también quien ha decidido las primeras preguntas y quien ha escogido los materiales de proyección. ¿Es sencillamente alguien con más experiencia vital y mayores conocimientos de inglés que añade información contextual? ¿O es un hombre que está mansplaining a dos mujeres lo que ellas mismas han hecho?

En cualquier caso es el mánager quien habla de la abrupta reducción de libertades en la Rusia de Putin. A principios de los noventa —recuerda— el país vivió una auténtica explosión de libertad cultural, social y artística. Para ejemplificarlo proyecta varias fotos de un pito gigante que dos artistas pintaron con spray sobre el asfalto de un puente levadizo; cuando pasaban los barcos, un rabo icónico rivalizaba en altura con el edificio más próximo, que casualmente era el cuartel general de la KGB. Los autores del grafitti no sólo no fueron perseguidos sino que ganaron un premio nacional de innovación artística. Un par de años después la situación se había degradado de forma tan radical que tres muchachas fueron condenadas a dos años de cárcel por cantar en una iglesia.

Cuando el público puede al fin hacer sus propias preguntas, éstas trazan analogías, inevitablemente, entre Trump y Putin, entre la Rusia rural y la América rural, entre la coalescencia de cristianismo y ultranacionalismo que se ha producido en ambos países. Todas las intervenciones terminan solicitando a las Pussy Riot consejos o pautas de actuación.

You stay together —dice Masha—; you stay in your community. Keep doing what you do.

Ante unos deberes políticos tan fáciles de cumplir, el público que abarrota el Memorial Union Theater aplaude entusiasta, pero yo creo que ella no ha entendido la pregunta. Lo que le pedían no era que explicase por qué estamos donde estamos.

martes, 8 de noviembre de 2016

En ninguna otra noche se come más pizza que en la noche electoral. Nosotros vamos a seguir el escrutinio en el Majestic, uno de los teatros de Madison. Habrá que llegar a las ocho con un par de cervezas en el cuerpo, porque la recta final se anuncia muy reñida.

No he seguido demasiado las campañas, pero sí he visto en la tele spots en los que ambos candidatos se descalificaban en términos bastante brutales. En uno sale Hillary poniendo cara de perro, y en otro Trump se contonea como si se le hubiera metido una cucaracha en los calzoncillos. Lo que sí seguí con atención fue el tercer debate, en el que Hillary nos sorprendió con declaraciones que en España sólo se han oído en boca de comunistas declarados: «¡Tenemos que subir los impuestos a los ricos! ¡Hay que apoyar a las clases medias y populares para que puedan salir adelante! ¡Hemos de impedir que los bancos vuelvan a ver compensadas sus políticas irresponsables con dinero público!». Unos días después le pregunté a Jonathan G., el colega de Kathleen, si se lo creía.

—¡Claro que no! Son cosas que Hillary tiene que decir, y todo el mundo sabe que las tiene que decir. Es parte del teatro de la campaña. Lo más probable es que el día anterior se encontrara en una recepción con varios magnates de las finanzas y les avisara de que tenía que salir en televisión y decir que son muy malos. Ellos la tranquilizarían y le firmarían otro cheque para su fundación.

El tercer debate parecía confirmar un lugar común según el cual lo único que Hillary tiene que hacer para ganar las elecciones es dejar hablar a su oponente: en algún momento soltaría algún disparate que le haría quedar como un descerebrado. Antes de ayer el New York Times llevó esta hipótesis a la práctica, reservando dos páginas enteras a Donald Trump. En ellas recopiló los 282 insultos que ha Trump ha prodigado en Twitter desde junio. Allí podía leerse que los líderes europeos son débiles, que Bill Clinton está sobrevalorado, que Obama no tiene ni idea, que Mitt Romney fracasó como un perro porque no tiene agallas, que los políticos son incompetentes, que Samuel L. Jackson hace demasiados anuncios, que los comentaristas de la CNN son aburridos, que el servicio de T-Mobile es muy malo y que Neil Young es un completo hipócrita.

Quedarse en el desconcierto por el tirón electoral de estas afirmaciones no es sino una modalidad arrogante de la ignorancia. El cuarenta y tantos por ciento de la población que votaría a Trump seguramente esté algo peor informada que los demás, pero no han pasado los últimos meses en una cueva. Es gente que se escucha con agrado los exabruptos de Trump, unas veces por lo que dice —los supremacistas teóricos, fundamentalistas bona fide, libertarios vocacionales u homófobos genuinos—, y otras por el modo de decirlo. En este último caso seguramente se encuentren muchas personas que no han formalizado su ideario político más allá de la simpatía o antipatía epidérmica:

—Normalmente no me gustan los negros / ateos / sociatas / invertidos, pero tú eres una excepción (de momento).

Y resulta que muchas de estas personas se aburren viendo la CNN, se sienten estafadas por los contratos de T-Mobile, creen que Samuel Jackson hace demasiados anuncios, detestan la música de Neil Young y ven con cierta satisfacción que un vándalo entre en el exclusivo club de la alta política y se cague en la piscina.


La semana pasada el New Yorker publicó un artículo muy esclarecedor sobre esto, sobre la construcción de algo parecido a una conciencia de clase en la «basura blanca», sobre la desilusión de quienes han perdido la seguridad vital por el entusiasmo globalizador de Bill Clinton, sobre el hecho paradójico de que se entusiasmen por la retórica de un partido que va contra sus intereses. En un artículo de esta mañana Isaac Rosa insistía en alguno de estos aspectos y sugería que «[e]l mismo pasmo que sentimos por el auge de Trump, lo podrían sentir muchos norteamericanos con la victoria electoral del PP».

Rosa señalaba asimismo curiosas coincidencias entre el candidato norteamericano y el partido conservador español. ¿No encajaría perfectamente en este último un millonario que quiere acabar con el Estado, que ha reconocido defraudar a Hacienda, que ha mentido repetidamente, se ha contradicho en ocasiones sin cuento y sólo reconoce un logro cuando es suyo, o unas elecciones cuando las gana?

Trump y el PP tienen algo más en común: la ventajosa fidelidad del voto cristiano. Para las confesiones más radicales hay opciones legislativas que se sobreponen a todas las demás y las relativizan hasta la insignificancia. El aborto, por excelencia. Quien mantenga férreas posiciones pro-vida y crea necesario proteger el embrión aun en el caso —por desgracia no siempre hipotético— de una madre adolescente violada cuya vida se pondrá en peligro si lleva a término el embarazo, votará a Trump aunque esté en desacuerdo con él en todo lo demás, igual que en España ha votado (hasta ahora) al PP.

Un ejemplo paradigmático de la primacía de la retórica sobre el contenido es el caso de los e-mail. Aparte de la insólitamente inoportuna intervención del FBI, ya mencionada, parece disparatado que se emplee como arma política la acusación de que Hillary Clinton escribió cientos de miles de e-mails, y que muchos acabaron en un ordenador de un colaborador suyo. Lo alarmante sería lo contrario: que no escribiera e-mails, o que no acabara recibiéndolos el destinatario. El contenido de esos correos electrónicos era desconocido la semana pasada y hace un par de días fue oficialmente calificado de irrelevante. Parece que hubo un uso ligeramente inapropiado de un servidor público desde un espacio privado, o viceversa, pero elevar todo este asunto a la categoría de conspiración criminal desacredita mucho más al acusador que al acusado, ¿no? Jonathan me explica por qué no:

—Piensa en toda esa gente que ha quedado excluida de la educación superior, y que ve la tecnología digital como una nueva forma de sector terciario que ha permitido la deslocalización de empleos y ha arrasado formas de producción tradicionales de las que hasta ahora dependía. Toda esa gente oye la palabra «e-mail» y empieza hiperventilar.

Esa es, quizá, la única forma de que la escandalera de estos días tenga algo de sentido. No se trataba de incriminar seriamente a Hillary Clinton, sino tan sólo de presentarla como «uno de esos mequetrefes que escriben e-mails».

Es imprudente, por lo tanto, creer que lo que dice Trump son sandeces desconectadas de la estrategia política de su partido, aunque ciertamente cortejan a un electorado muy distinto del que hasta el año pasado formaba sus bases naturales. Como explicaba el Washington Post esta semana, es el Partido Republicano, y no Donald Trump, el que ha anunciado el bloqueo incondicional a Hillary en el Senado y en el Congreso, el que impide que se cubran vacantes en el Tribunal Supremo, el que ha propuesto paralizar el gobierno con una pila de demandas judiciales, el que ha apartado de su función original instituciones como el FBI para ponerlas al servicio de —en sus propias palabras— una guerra sin cuartel contra Hillary. Varios de los republicanos más significados han devuelto su apoyo a Trump en las últimas semanas, tras un discreto psicodrama dedicado a sus clientes menos radicales. 

Las últimas encuestas acercan la intención de voto de ambos candidatos, y parece que todo lo van a decidir algunos Estados en los que la lucha es ya cuerpo a cuerpo. Yo temo que la columna de indecisos e incluso la de demócratas encubra a votantes de Trump, precisamente porque apoyar a Trump es políticamente incorrecto y porque las encuestas las hacen mequetrefes que escriben e-mails a los que sería placentero engañar alguna vez.

—En última instancia —dice Jonathan—, lo que a mí me da miedo no es Trump, sino el Congreso, que es y va a seguir siendo republicano. Hasta ahora estaba Obama lanzando balones fuera, de manera que cuando el Congreso salía con alguna gilipollez Obama la vetaba y punto. Pero si el Congreso propone una gilipollez y Trump es el presidente, dirá «¡adelante!», y allá se irán todos.

martes, 1 de noviembre de 2016

Alquilamos durante dos horas un coche y fuimos a comprar algunos productos que no encontramos cerca de casa. Por ejemplo, disfraces de Halloween. Cuando uno está en América no puede dejar de hacer algo sólo porque sea una americanada; además, hasta ahora la gente se ha limitado a amontonar hojas secas en las esquinas y a adornar los porches con calabazas, creando así una simpática atmósfera de festejo agrícola.

—Y si no celebráramos Halloween —me advirtió Kathleen— nos llenarán la puerta de espuma de afeitar.

Así que fuimos a una nave industrial de las afueras en la que sólo se venden disfraces y complementos para la ocasión. Había máscaras de stormtroopers, sangre artificial, tatuajes que simulan cicatrices, barbas postizas, sombreros de bruja y esqueletos autómatas que tocan el banjo. No queríamos nada que tuviera demasiado plasticurrio, lo que simplificaba nuestro dilema reduciéndolo a una estantería. Yo compré una especie de peluca de felpa con cuernos y Kathleen un gorro peruano con aspecto de monstruo fosforescente sorprendido en el momento de morderle la cabeza. Mi intención era disfrazarme de diablo, echándome por encima una manta de punto naranja, pero unas veces parecía una cabra y otras la abuela de Caperucita después de que se la hubiera comido el lobo. El caso es que pusimos un disco de canciones goliárdicas interpretadas con instrumentos medievales, que dan mucho canguelo, y nos sentamos a esperar.

De acuerdo a una estimación conservadora recibimos la visita de 53 niños. Un ninja, dos diablos, tres esqueletos, dos víctimas de un accidente de tráfico, un murciélago, un jugador de béisbol zombi, una princesa, una mariposa, un ratón Mickey, una vaca, un búho, otro zombi, una hamburguesa y un miembro de una banda de heavy metal que de todos modos no conoceríamos. Casi todos los niños llaman al timbre y nos miran en silencio, con cara de pasmo. Sólo alguno musita tímidamente la consabida contraseña de «truco o trato», como si ya nos hubiera llenado la puerta de espuma de afeitar y sus padres —que contemplan la escena desde la acera disfrazados de minions— les hubieran obligado a venir a disculparse.


Entre dos visitas Kathleen me enseña un comentario que Jonathan, su anfitrión en la universidad, acaba de publicar en Facebook. En él cuenta con cómo ha acompañado a su hija de cuatro años a pedir golosinas por el barrio. Ella iba vestida de superheroína, con un mono violeta —su color preferido— y una estrella cosida en la pechera. Cuando le abrían una puerta señalaba a su padre y explicaba: «yo soy Super-Abby y este es Superpapá. Es mi némesis, y estoy protegiendo de él a todo el Estado. Y a mi mamá». Su hija —confiesa— no le deja en muy buen lugar, pero le enorgullece que haya usado la palabra «némesis».

A la hora de cenar llaman a la puerta dos chicas de unos dieciséis años. Una lleva puesto un mameluco y se ha pintado con desgana pecas en las mejillas, como se supone que es un niño pequeño en las tiras cómicas. La otra no parece llevar ningún disfraz.

—¿Y tú de qué vas? —le preguntamos.

—De persona de los años 80.

Bebés y personas de los años 80: dos terrores mucho más pandémicos y cotidianos que los esqueletos, los diablos y las vacas.