Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 17 de septiembre de 2022

—¿Hasta dónde puede llegar la estupidez de este municipio? —nos preguntamos muchos de cuantos habitamos en esta ciudad triste y oscura—. ¿Hasta dónde?

Durante siglos —desde la época, quizá, del imperio borgoñón— esta pregunta había sido un arcano, pero ahora, gracias al alcance del nuevo telescopio James Webb de la NASA, se ha podido al fin fotografiar el punto hasta el cual puede llegar la estupidez de este municipio. Gracias al telescopio y, por supuesto, a Calatrava.

Como todo el mundo sabe, Calatrava es un señor que hace unas raspas de pescado muy grandes, muy grandes, a las que muchas ciudades han intentado dar alguna utilidad pública, generalmente sin éxito. Las raspas de Calatrava no sirven como puentes, ni como bocas de metro, ni como aeropuertos, ni siquiera como pabellones para exposiciones efímeras, pero el buen hombre sigue haciéndolas en tamaños cada vez más inmanejables y con precios cada vez más prohibitivos. Pues bien, una de esas raspas ocupa el lugar que antes había ocupado la estación de L***. Es verdad que de lejos parece más bien un baciyelmo puesto del revés, pero por debajo se ve que es la misma raspa de pescado de siempre.

Para limpiarla, un cuerpo de élite del ejército debe descolgarse con cables desde alturas espeluznantes. Consecuencia lógica: los cristales no se habían limpiado en diez años. Y esto era bueno, porque esa pátina de roña ponía la estación a tono con la ciudad, la retrotraía al presente desde ese futuro absurdo y posthumano del que procede y del que nunca debería haber salido. Pero ahora ha habido que despertar a las fuerzas de élite, porque la municipalidad ha tenido una ocurrencia.

La ocurrencia consiste en cubrir toda la estación con tiras de celofán de colores, para transformarla en una vidriera abstracta. No en una vidriera como las de la catedral de Metz, por supuesto; ni siquiera en una vidriera como las que hizo Gerhard Richter para la catedral de Colonia, sino algo que recuerda más bien un juego de parchís, la carta de ajuste en un monitor CGA o un proyecto para clase de plástica realizado por un niño sin ayuda de sus padres.  

La idea, igual que se le podía haber ocurrido a un niño, se le ocurrió a uno de esos artistas especializados en envolver cosas. El ayuntamiento le dio cuartelillo, quizá creyendo que la gente vendría a hacerse selfies. Puede ser —ya sabemos, gracias al telescopio, hasta dónde llega la estupidez municipal—. Puede ser que lo creyera, digo; lo que de ningún modo puede ser es que la gente venga a hacerse fotos delante de algo que es el Cristo de Borja de las vidrieras.

(Sí vendrían, por supuesto, si aquí estuviera el verdadero Cristo de Borja, al que yo tengo una particular y nada irónica devoción).  

Mi tren entra en la estación —por llamarla de algún modo—, y un tipejo de aspecto patibulario que no tiene pinta de ir a ninguna parte como no sea esposado me pregunta si es el tren de Verviers.

Dudo un instante: me gustaría decirle que sí, y que desembarcase en Colonia y entrase, por hacer algo, en la catedral, y contemplase las vidrieras de Gerhard Richter, y se llevase las manos a la cabeza, gritando él también, ignorante de los últimos adelantos astronómicos, «¿hasta dónde, Dios mío de mi vida, puede llegar la estupidez de algunos municipios?».

—No —le digo—. No es el tren de Verviers.

Y lo veo alejarse desalentado, bajo la luz rosa y verde que tamiza la raspa engalanada.

Quizá como resultado de otra instalación artística, más minimalista y económica, mi tren, que suele llevar en el lateral una banda roja, la lleva hoy azul. Mira qué bien —me digo—; es de piña.

viernes, 2 de septiembre de 2022

Es uno de los anocheceres más hermosos que jamás se hayan columpiado en las catenarias de la estación de Hamm (Westfalia). Precisamente he levantado la vista de los exámenes que estoy corrigiendo para contemplarlo unos instantes cuando nos llega uno de esos anuncios por megafonía:
 
—Señores pasajeros: lamento comunicarles que nuestro tren sufre un problema difícil de solventar. En cuanto los técnicos que intentan solventarlo me transmitan más información, les daré una estimación aproximada de cuándo se solventará.
 
Normalmente necesito mucho menos que eso para comprarme un botellín y bajarme al andén. En ese andén desabrido de Hamm (Westfalia) he cazado yo muchas veces un rayito de sol de propina, o me he comido el bocadillo del recreo.

Lo que no suele ocurrir en Hamm (Westfalia) es que detrás de mí se baje una banda de música. Uno, dos, tres, cuatro golpes de baqueta y los metales prorrumpen en un rugido sincopado y sampleable. Los saxofonistas estrujan sus instrumentos, la caja busca en cada compás una salida de emergencia, el bombo se mete en un vagón y sale por otro, la cantante se revuelca por el suelo, la tuba tiene instintos depredadores y el trombonista hace de Puck en este sueño de una noche casi póstuma de verano. A la segunda canción, la banda baila en línea; a la tercera, salimos en Twitter; a la cuarta, la mitad de los pasajeros se ha bajado del tren, se ha olvidado del tren, salta, da palmas, se hace selfies y no quiere estar en a ningún otro sitio que no sea Hamm (Westfalia), convertida de repente en una sucursal de Berlín.

Yo pienso que esos músicos van a llegar a sus casas bien pasada la medianoche, que alguno de ellos tendrá también niños chicos y que mañana a las siete de la mañana estarán removiendo el chocolate, fregando orinales, limpiando mocos, explicando incansablemente los motivos por los que uno no puede salir a la calle con el culo al aire, y eso hace que este concierto improvisado resulte todavía más improbable y milagroso.  

Al llegar a la recta final de una canción especialmente furiosa, en la que los metales suenan casi como los silbatos de los trenes de vapor, vemos cómo la otra mitad de los pasajeros comienza a descender de los vagones, arrastrando sus maletas con cara de derrota, con cara de que no los hemos invitado a nuestra fiesta, cuando las mejores fiestas son estas en las que no hay invitación, en las que pasárselo pipa es sencillamente algo que pasa. Por megafonía nos indica la interventora que el problema que estaban solventando no ha podido solventarse y que tendremos que apretujarnos en el siguiente tren de la misma línea —ya es una hora más tarde—, que está entrando en la estación por la vía de enfrente.

Hace unas semanas me topaba en un parque con una especie de vagón dentro del cual había una banda de Laponia —o, más probablemente, de un lugar imaginario que también se llama Laponia, al modo de esas revistas que se llaman Polonia o Mongolia o Kamchatka—. Ahora somos nosotros los que estamos en el vagón y la banda la que está fuera, tratando de entrar para viajar con nosotros a otro lugar imaginario, que es el único tipo de lugares al que la compañía de ferrocarriles alemana parece capaz de llevarnos en un tiempo razonable.