Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 20 de diciembre de 2019

El otro día, cuando cruzaba el puente sobre el Mosa para asistir a un seminario, me topé con Anne D. Estaba irreconocible, porque unos días antes se había tropezado en el vestíbulo de un centro comercial y había caído a plomo contra el suelo. No se ha roto nada, pero asusta a los niños por la calle. Quedamos en ponernos al día el viernes en el café del Teatro.

En realidad el café del Teatro no se llama así, pero debería llamarse así porque está en el teatro. Es demasiado tarde para tomar un café y demasiado pronto para tomar una cerveza. «Bof», hace el camarero, restándole importancia. Pedimos dos cervezas sin, y nos mira con cara de incomprensión.
 
Conozco a Anne de cuando los dos —aunque sobre todo ella— éramos activistas de barriada en Tilff. Hace un año ella decidió mudarse a L***, porque comprende que dentro de poco tiempo Monsieur Parkinson la obligará a renunciar al coche, a las escaleras, a las excursiones. La ciudad le permitirá, algo paradójicamente, reducir la escala de su mundo. Pero Monsieur Parkinson no es su jefe, sino algo así como un pariente impertinente al que Anne debe dedicar cierto tiempo de su vida. Casualmente ha terminado viviendo a cinco minutos de mi facultad, justo al otro lado del río.

Le cuento que yo también estoy dándole vueltas a la necesidad de abandonar Tilff y de trasladarme a un estudio en la ciudad, lo más cerca que pueda de la estación, para acortar al mínimo el tiempo invertido en los largos viajes que, en adelante, tendré que hacer cada semana. Ella me interrumpe: justo ahora una vecina suya tiene que devolver el piso de su madre, que responde a lo que busco. La llama por teléfono de inmediato y concertamos una cita para la mañana siguiente, pero al final resultará que el piso es el tiro de una chimenea.

«Todo va a salir suficientemente bien». Esa es la frase que Anne suele decir a los padres primerizos. Anne es psicóloga especializada en el desarrollo cognitivo infantil, y durante muchos años su trabajo consistió en formar a los puericultores. Cuando empezó, la principal aspiración de los responsables de las guarderías era que estas fueran higiénicas y seguras; lo demás les parecía secundario. La cruzada de Anne consistió en hacerles comprender que había otros aspectos merecedores de consideración.
 
En cierto sentido se trataba de inventar la infancia —digo, recordando un libro célebre de Philippe Ariès. Anne titubea:

—Sería más lógico hablar del «descubrimiento» de la infancia. Las necesidades de los niños no son un invento.

Pago las cervezas y filosofo mientras me dirijo a la estación de Saint-Lambert. La infancia, como todo, es una concreción de potencialidades; ahora bien, una potencialidad que no se realiza ¿sigue siendo parte de la cosa en sí? La adolescencia ¿estaba programada en nuestros genes o es, en su duración y en sus manifestaciones sociales, el producto de una sociedad históricamente determinada? La cuarta edad ¿es el descubrimiento de la fase degenerativa que nos aguarda o el residuo de la vejez digna que han inventado las sociedades desarrolladas? La misma conducta adulta ¿no es ante todo una imposición legal?

«Descubrimiento» o «invención» no son metáforas. Entenderlas como metáforas implicaría la existencia de una literalidad, de un significado último, «natural», al cual, ante la dificultad de cernerlo exactamente, decidimos referirnos de manera parcial o aproximada. «Invención» y «descubrimiento» son, por el contrario, imágenes con las que decidimos lo que la infancia —o, para el caso, cualquier otra edad— será para nosotros, y el grado de autonomía que estamos dispuestos a concederle. Porque «en última estancia» —como dice una alumna mía—, quienes nos inventan y descubren son los niños.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Las obras del puente de Tilff han obligado a reformar toda la estación. El andén en el que normalmente tomo el tren está convertido en un patatal, invadido por palas excavadoras y tractores, interrumpido por zanjas, sobrevolado por los garfios de las grúas que recogen capazos llenos de tierra. Todo este último mes los trenes han compartido un solo andén, el único que era accesible. Hasta hoy.

El tren que debería tomar se detiene en el andén de enfrente. Aunque arriesgase una multa atravesando el paso a nivel con la barrera echada no sabría como llegar hasta el tren: entre la calle y los vagones se abre algo que bien podría ser la batalla de Verdún. Ni siquiera si fuera Indiana Jones y supiera cómo encaramarme a una grúa llegaría a tiempo, por lo que me limito a contemplar estupefacto cómo mi agenda para la mañana se transforma en The Road de Cormac McCarthy.

Del tren que debería haber tomado ha descendido una chica que camina haciendo equilibrios por una fila de losetas, que es la única parte transitable del andén. Se detiene al llegar a una trinchera de la que salen los intestinos de las nuevas canalizaciones. Da una vuelta completa sobre sus pies y comprende que no podrá abandonar la estación sin escalar algo.

Me dirijo cabizajo a la parada del autobús. Odio el autobús municipal, porque cuando salgo de él me siento como si hubiera pasado la noche en un establo rodeado de mendigos. El último, obviamente, ha pasado hace tres minutos.

—Nos dejamos engañar como pardillos —dice un tipo que está sentado en la parada. Lleva un pantalón de chándal lleno de lamparones y una gorra de visera que pone «New York». En una mano sostiene un aromático purito y en la otra una lata de cerveza Perlenbach. En el suelo, junto a él, tiene una bolsa de Lidl, dentro de la cual intuyo más latas. Me cae simpático porque tiene la cara abotargada del Dr. John. Luego descubro que ni siquiera está esperando el autobús, y me cae más simpático todavía. 

—Ahora —prosigue el Dr. John—,  te digo una cosa: bastaba con que todo el mundo sacase a la vez el dinero del banco para que el sistema se fuera a tomar viento.

Yo le digo que estoy de acuerdo, y que en lo que a mí respecta ya he sacado del banco la mayoría de mi dinero para dárselo a la compañía alemana de ferrocarriles. Lo que ocurre es que estamos rodeados de pequeñoburgueses que no quieren que el sistema salte por los aires. Él aspira de su purito y ríe con socarronería:

—Claro que no. Están bien engrasados.

Gracias a él me entero de que las obras del puente de Tilff, que llevan anunciadas doce años, se han interrumpido porque ha quebrado la empresa española que debía proporcionar un anclaje de acero imprescindible.

—Como te imaginarás, habían cobrado por adelantado. Échales un galgo. Y mientras tanto, dejan que nuestros altos hornos se cubran de herrumbre.

Al Dr. John le revienta que con cada caso de incompetencia inverosímil se llene los bolsillos un regimiento de intermediarios. Él ha vivido en otros países, y no de los mejores, y en ninguno de ellos ha encontrado una densidad de parasitismo comparable a la de Valonia. Los proyectos de obras públicas se esbozan y se entregan, se evalúan y dictaminan, se enmiendan y se objetan, se rechazan y se paralizan, pero entre medias los consejeros y los peritos y los aparejadores y los concejales cobran cuotas y primas y tasas, y se desgravan gastos, y tienen comidas de trabajo que se extienden hasta la cena de trabajo. Entre tanto, el puente de Tilff sigue sin construirse, y hace quince años que el municipio le alquila al ejército una especie de mecano gigante que hace de puente provisorio y que ha habido que remendar y reparar una infinidad de veces. Pero mientras la gente no saque su dinero de los bancos tendremos que jorobarnos. Y eso que, de todos estos enjuagues, al final solo se conoce la mitad de la mitad. Él ya hace tiempo que ha dejado de confiar en la televisión, y pesca personalmente la información en internet. El otro día, sin ir más lejos, vio un documental que explicaba cómo la antigua civilización egipcia ya había domeñado la energía solar. El calor del desierto servía para fundir arena en grandes bloques de geopolímeros, que era lo que en realidad utilizaron para construir las pirámides. A fin de cuentas, ¿qué sentido tiene traer piedras de canteras lejanas cuando puedes fabricarlas en tu casa con un sencillo molde? Lo mismo habrían hecho los aztecas, y los mayas, y los incas, y los habitantes de la isla de Pascua.

—¿También los habitantes de la isla de Pascua? —pregunto, extrañado—. Mi cuñada estuvo allí y me mandó fotos de moais que habían sido abandonados a medio extraer, con el cráneo aún sumergido en la roca.

El Dr. John deja escapar una risilla oxidada y me mira como a un caso perdido.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Kathleen dice que es el milagro de la vida. A la vista de cómo crece su circunferencia, yo diría que es el milagro del osito de gominola que cae en un vaso de Fanta.

Vamos a que le hagan la ecografía y vemos, en blanco y negro, algo que da vueltas como una sardina en un tonel. Las ondas lo sorprenden y le atusan el lanugo, retransmitiendo entresijos y escorzos que generalmente no podemos identificar. A veces una mueca mal encuadrada, la coronilla, un manotazo fugaz, un pie. Es como hablar por Skype con mi padre.

La ginecóloga le toma las medidas para cortar el traje del sosiego. En uno de eso fogonazos se sintoniza la entrepierna. Acabamos de verlo y su vida ya ha tomado la bifurcación más decisoria. En nuestras cabezas, una cascada de viñetas descartadas, las escenas que nunca tendrán lugar, los nombres que ya no pronunciaremos. La proclividad a ciertas actividades, las oportunidades sociales, las edades más inquietas, las preferencias en el afecto, lo que pensará de nosotros: todos esos clichés son obstáculos que ya han empezado a arruinar nuestra relación intergeneracional.

La primera lección en la educación de los padres —más ardua que la de los hijos, como sabe cualquier hijo— es admitir que nada está escrito, que nada tiene garantías de ocurrir, que ninguna decepción es legítima, porque no tenemos derecho a ninguna expectativa.

Con los hijos ocurre algo curioso. Uno puede opinar sobre el tráfico aunque no tenga coche, opinar sobre el gobierno sin haber sido siquiera delegado de clase, opinar sobre la emigración sin haber salido de su pedanía más que para hacerse unos selfies en República Dominicana. Pero mientras uno no tenga hijos, no puede opinar sobre tener hijos sin quedar como un mamarracho.

—Ya me lo dirás cuando tengas hijos, ya...

Pues bien, ahora que he escuchado la pulsación adrenalínica de nuestro hijo, que he visto su silueta retransmitida desde un exoplaneta interior, tengo la inesperada autoridad moral para decirlo: no hacen falta más hijos. Lo que hace falta son más olivos milenarios. Más jungla. Más corales. Más elefantes también, hasta cierto punto. Más insectos. El otro día dijeron en las noticias que la población alemana de insectos se había desplomado en la última década tanto en las praderas como en los bosques, un 70% y un 40% respectivamente. Quienes necesitaban más incentivos a la natalidad eran, después de todo, los escarabajos y las libélulas.

No tenemos derecho a ninguna expectativa sobre los hijos, y ni siquiera creo que tengamos derecho a la expectativa de tener hijos. Si tener hijos es un derecho, se trata de un derecho inventado, fantasioso, como el derecho a decidir o el derecho de mis estudiantes a usar el teléfono móvil en clase. Un derecho que no se sustenta en la igualdad de todos, sino en la voluntad de un individuo.
 
El fomento de la natalidad en Europa es para mí una política sospechosa de racial profiling. La población está envejecida, la pirámide poblacional es una peonza a punto de desplomarse y peligran las pensiones de los ancianos incombustibles en los que no tardaremos en transformarnos. Hace falta gente joven que cotice.

—Perfectamente. ¿Qué le parece esta persona que acaba de llegar a nuestra playa y que podría trabajar a pleno rendimiento en cuanto haga un par de cursillos?

—No sé qué decirle, la verdad... —responde mi interlocutor imaginario, chascando la lengua—. Preferiría a alguien que se pareciese más a mí.

Mi interlocutor imaginario inspecciona la dentadura de mi menor-extranjera-no-acompañada imaginaria, le quita el hiyab para mirarle detrás de las orejas, le pone el pasodoble de «La banderita» para ver si se le aguan los ojillos.

—Yo le veo un aire como de terrorista.

Tener hijos no es un derecho. Sí eran un derecho muchas otras cosas que la gente ya no tiene y que, indirectamente, solían traducirse en tener hijos: contratos indefinidos, sueldos dignos, alquileres racionales. Y pensiones públicas: esas pensiones que, si fuera por los partidos de derechas, iba a pagar Rita la Cantaora.

Esta semana, un artículo de Die Zeit explica cómo el crecimiento de la población ya ha comenzado a ralentizarse a escala planetaria. No se ha detenido, ni mucho menos desciende, pero va frenando, acercándose al punto de inflexión. Cada día que pasa, más mujeres tienen acceso a la educación, y basta con que las mujeres accedan a la educación para que tengan muchos menos hijos. La tasa de nacimientos en muchos países está ya por debajo del «nivel de reproducción» —es decir, por debajo del nivel que haría falta para reemplazar a la población que lía el petate—. El artículo terminaba así (tomen nota los votantes de partidos casticistas):
 
«En algún momento la población de la Tierra disminuirá. En algunas regiones todavía aumentará la natalidad, pero a esas alturas la mayoría de la sociedades ya estará combatiendo el envejecimiento. Entonces, como muy tarde, se competirá para atraer a los inmigrantes. A los últimos jóvenes. Vendrán de África».

viernes, 25 de octubre de 2019

El viernes de la semana pasada me encontré sobre la mesa del despacho un sobrecito que parecía recién sacado del archivo de Simancas. El sobre, azul un día, había adquirido un color cetrino por la acción del tiempo y de la humedad. Al rasgarlo, saqué un papel amarillo y crujiente, en el cual una caligrafía vacilante se dirigía a mí con una mezcla de confianza y cortesía de la que trascendía un tufillo irónico. Supe quién era el remitente mucho antes de empezar a leerla.

Roger se había despedido de mí hace un año diciendo que lo más probable era que no regresase nunca a Bélgica y que no volviéramos a vernos en esta vida. Yo, por descontado, no le di ningún crédito, porque era la cuarta o quinta vez que le escuchaba lamentaciones parecidas. Desmintiendo nuevamente su pronóstico, me escribía para que lo llamase por teléfono, pero ocurrió que, antes de que pudiera llamarlo, me llamó él.

—A ver si lo entiendo —me dice Kathleen, cuando le cuento la anécdota—: ¿va a la universidad a entregar en mano una carta para pedirte que lo llames, pero al día siguiente te llama él?  

Así es. El sábado a primera hora de la mañana. Me dijo que estaba pasando unas semanas en Bélgica y que le gustaría verme antes de regresar a Perú, donde vive la mayor parte del año. Por desgracia, sus movimientos estaban cada vez más limitados, y le resultaría imposible salir de casa: tendría que ir yo a verlo allí.

Unos días después, a última hora de la tarde, tomé un taxi y me acerqué a su casa de la rue Longue. Roger me recibió en pantuflas y batín. Al cuello llevaba un collarín de gomaespuma, mal ajustado.

Su cuarto de estar es intransitable. Hay que internarse en él saltando literalmente sobre trastos viejos. Las tres mesas están atiborradas de papeles, libros, cajas de medicamentos y vasos sucios. Me ofrece una silla en cuyo respaldo cuelga una chaqueta raída. La puerta del dormitorio está abierta y muestra impúdicamente la cama deshecha y un busto femenino, de celuloide verde, desnudo, como de maniquí corniveleto.

Lo primero de todo, me devuelve un libro que, cuando estaba aún en Perú, me había hecho sacar prestado de la biblioteca, y hacérselo llegar, y que luego resultó que no necesitaba. Ni una palabra del importe de los dos tomos de la Biblioteca Carmelitaba que me rogó le comprase por internet y le enviase a Lima, porque a él la editorial Monte Carmelo había dejado de hacerle caso. Esto lo vivía como una auténtica afrenta conspirativa, cuando lo más probable era que hubiera irritado a alguien con sus mensajes erráticos e imprecisos.

Le pregunto por su familia. Tiene aún dos hijos en Bélgica, pero no se habla con ellos. De sus nietos no ha visto más que fotos: unos están a pocos kilómetros, en Dinant, y el más pequeño en Madagascar, pero ambos lugares se le figuran igual de inaccesibles. Las relaciones con su hijo peruano han mejorado un poco, aunque se queja de que todo el día se lo pasa delante del ordenador, no sale con chicas y está engordando mucho. Deplora el estado de las librerías limeñas, pero le gusta mucho el español de Perú. El acento peruano es suave y melódico; en cambio, el acento peninsular es muy cortante, muy feo: «suena un poco como el alemán, ¿no te parece?». No me da tiempo de decidir qué respuesta darle, porque cambia de tema, aleteando con sus manos apergaminadas:

—Bueno, vayamos a lo de los libros...

Roger se ha pasado cinco años haciendo llamadas intempestivas y persiguiendo a profesores, doctorandos y aun estudiantes hasta conseguir que el simple hecho de legar seis o siete cajas de libros —la mayoría de bolsillo y anteriores a 1980— resulte más complicado que formar un gobierno de coalición. Luego se extraña de no hallar nunca al bibliotecario de Románicas, y yo apuesto a que este, en cuanto lo otea por el pasillo, apaga las luces del despacho y se esconde debajo de la mesa.

—Yo lo de los libros lo daba ya por concluido —le digo, y era verdad: después de muchos sinsabores, la biblioteca recogió y dio entrada en el catálogo a los volúmenes que Roger había seleccionado.

—Ah, perfectamente —replica él con sorna—, ya está concluido, qué alegría. No, no, no. He hecho una nueva selección de lo que me quedaba, y quiero que me digas si la biblioteca estará interesada en ellos.

Bajamos al garaje. Tiene menos cachivaches que la última vez que lo visité, pero no obstante me da la sensación de que está aún más desordenado. Avanzamos pisando viejas revistas y tapas de libros. Busco con la vista la estatua de la mocita gachona, que no se me ha borrado de la memoria. Sigue allí en medio, con una sábana bajera echada por la cabeza como la Virgen de Guadalupe. Alguien le ha arrollado al torso uno de esos cables con diodos para árboles de navidad. Tiene la mirada insolente, pero sus labios de piedra parecen dispuestos a todo. A espaldas de Roger la empujo un poco, calculando su peso, y confirmo lo que temía: no iba a haber manera de meterla en un taxi.

De todos modos, nadie iba a creerse que una estatua semejante se fuera con un tipo como yo.
Roger me muestra allí, repartidos por el suelo, los libros de los que no quiso desprenderse en un primer momento, los que quería conservar hasta el final. Me guardo mucho de decirle que, en mi opinión, no habría librero de viejo que diera más de 50 euros por todos ellos juntos. El más notable, por lo inesperado, es un volumen de obras selectas de Silverio Lanza. Roger me pregunta si los querrá la biblioteca, y yo no sé que decirle. Separo media docena de los que sé positivamente que ya tenemos ejemplares. Del resto, no sabemos qué se hará. Lo ideal sería que, tras su muerte, fuera a recogerlos el bibliotecario, pero añade, apesadumbrado, que lo más probable es que su hijo los bote a la basura. Ah, en un armarito destartalado quedan tres tomos sueltos de Clásicos Castellanos. Habrá que hacer un papelito para que el bibiliotecario sepa que están allí. ¿Y no sería más fácil —pregunto yo— que los sacásemos del armario y los pusiéramos en el suelo con los otros? Roger se hace el sueco y se sienta con gran parsimonia a escribir su voluntad póstuma. Luego señala una caja de mandarinas en la que ha apilado unos cuantos volúmenes relativos a los místicos españoles:

—Y estos son los libros que tomé prestados cuando aún trabajaba en la universidad, y que no puedo devolver.

Yo asiento y le confirmo a Roger que el bibliotecario ya está avisado de que, por motivos de salud, él no podrá devolverlos, y que la biblioteca deberá tomar disposiciones. Roger me mira con incredulidad.

—Muy bonito, hombre, muy bonito. Ahora te dedicas a delatarme.

—¡Pero Roger, si fuiste tú quien me pediste que se lo dijera!

Era verdad, era una de las instrucciones que me había comunicado por teléfono el sábado anterior. Roger me clava sus ojillos desconfiados y transparentes. ¿Cómo iba él a pedirme algo así?

—Para, para —dice Kathleen mientras comemos bibimbap en el coreano de nuestra calle—. ¿Os ha estado mareando todo este tiempo para ceder unos libros suyos a la biblioteca y no se le ha ocurrido devolver a la biblioteca los que había sacado en préstamo cuarenta años atrás?

—Sí, la verdad es que la cosa tiene bemoles. Él le quita hierro, diciendo que ningún estudiante parece haberlos echado en falta, pero yo creo que los tiene desde hace tantos años que ni siquiera figuran en el catálogo informático.

Salgo de la casa de Roger bien entrada la noche, extenuado e irritado por las mañas y las susceptibilidades de nuestro prehistórico filántropo. Con tal de hacer un favor, Roger es capaz de crearse docenas de enemigos.

domingo, 29 de septiembre de 2019

El edificio en el que vivimos tiene dos tipos de inquilinos: los humanos y los árboles. Estos últimos crecen sobre la capa de humus que separa unos pisos y otros, y se nutre con los detritus generados por los inquilinos de tipo humano y con lo que queda de los inquilinos de tipo humano cuando han dejado de moverse y de respirar. Las plantas atraviesan las habitaciones y, si hace bueno, se asoman a la ventana a charlar con los pájaros. La azotea, en cambio, es el territorio de los musgos y todos respetamos su silencio.

Nuestra casa está compuesta por módulos articulados, montados sobre raíles, que en los días despejados pueden separarse, abriendo así la casa al jardín, o abrazando más bien el jardín para incluirlo en la casa, o, mejor dicho aún, desarticulando la casa en un conjunto de kioscos para que solo quede jardín. El cuarto de invitados es un cajón de madera diseñado por un arquitecto de la Bauhaus: tirando de aquí y de allá se transforma en un periquete en una pequeña estancia poliédrica con pupitre, sofá cama, tocador, mueble librería y perchero. El invitado es Le Corbusier y se sienta a atacar su pipa.

El jardín es muy extenso; una parte es cultivada por varias familias de inquilinos humanos y produce suficiente comida para abastecerlas, aunque los productos varían en función de la temporada. Otra parte es cultivada a su manera por las abejas, los gusanos y las babosas, que se encargan de mantener la diversidad de plantas y hongos.

Todos los inquilinos humanos vestimos la misma ropa, una prenda de una sola pieza que puede plegarse o desplegarse en función de las necesidades climáticas. Son trajes con corte de origami, que se abren y cierran como las flores anuales de los cactus, y uno no tiene más arrebujarse en sus dobleces para echarse a dormir. Le Corbusier se niega a andar con esas pintas y va de un lado para otro dando la murga con su idea de que el inodoro debe estar integrado en la ducha. Los únicos inquilinos que le siguen la corriente son los árboles.

Los niños van a una escuela que parece un invernadero de tres pisos, con paneles de cristal abatibles abiertos al bosque; los párvulos han pintado verduras y nabos sobre un saco de estera que ahora ondea en un mástil en el centro de nuestra comunidad.

Así es como, hace muchas décadas, Leberecht Migge, Johannes Duiker, Margrit Kennedy, Ludwig Klage, Ot Hoffmann, Friendensreich Hundertwasser y muchos otros arquitectos, ingenieros y activistas imaginaron que deberíamos estar viviendo en ese futuro que es nuestro presente. Lo descubrimos en «Licht, Luft und Scheisse», una exposición de la Neue Gesellschaft für bildende Kunst dedicada a esa noble «arqueología de la sostenibilidad». Pero fuera de la exposición no encontramos el kibutz que nos habían profetizado, sino una distopía lluviosa en la que la acción política ni siquiera ha consegido erradicar las pajitas de plástico.

martes, 13 de agosto de 2019

Nuestros ministros y rectores nos vuelven tarumbas con sus golpes de timón. Todos quieren que nuestras universidades suban en los ranking universitarios, pero tienen demasiada vergüenza de confesarlo abiertamente. Lo más cerca que están de ello es decir que «quieren que seamos como Harvard», lo que, por supuesto, no significa que vayan a darnos las condiciones de trabajo de los profesores de Harvard, ni a reducir las clases al tamaño de las de Harvard, ni a subir los precios de matriculación a la altura de los de Harvard. Quieren que, sin ser Harvard, seamos como Harvard en los rankings. No tienen en cuenta, en cambio, que los rankings están hechos para que la mejor universidad sea Harvard (o Standford, u Oxford, o Yale, pero no la nuestra).

Nuestros ministros y rectores nos reúnen en clusters de investigación artificiosos, fomentan colaboraciones contra natura, inventan estímulos para que publiquemos más de lo que nadie puede (ni, sobre todo, quiere) leer, tuitean exultantes cada acto que tiene lugar en el paraninfo, y todo ello lo hacen porque no han dedicado diez minutos a estudiar los criterios con los que se conforman los rankings universitarios.

Yo sí he dedicado diez minutos a estudiar los indicadores con los que se conforman los rankings universitarios y he dado con la solución. Lo que hay que hacer es una película.

Los criterios de jerarquización que más puntúan para las agencias QS y Times High Education son la reputación de una universidad entre el conjunto de profesores y la reputación de una universidad entre los empresarios; también importan las tasas de estudiantes y de profesores internacionales. (Con los rankings de CWUR y ARWU (Shanghai) mi plan no funciona tan bien, ya que su metodología es menos gilipollesca).

El problema de nuestra universidad no es que sea mala —que, a lo mejor, también—: el problema es que nadie ha oído hablar de ella. Un buen blockbuster la pondrá en el mapa y hará que los estudiantes potenciales se interesen por ella, y que los profesores encuentren molongui dar clase en sus aulas. Cuando los investigadores de otros países vean un artículo nuestro, lo citarán más, recordando que fue escrito en las trincheras de la última guerra mágica, entre humeantes boñigas de triceratops y la epidermis desinflada de calamares alienígenas. Cuando las agencias de ranking entrevisten a una directiva o a una catedrática y le pregunten qué universidades le parecen buenas, dirá «ah, sí, y también aquella de la película, donde salía un monstruo mutante y despedazaba con los maxilares de su culo al ministro de educación de un país centroeuropeo francófono».

sábado, 20 de julio de 2019

Hace cien años, los berlineses bajaban al humedal en la cuenca alta del río Spree para disfrutar de la vida campesina. Ahora bajamos a la misma región a disfrutar de la vida sin más. Antes los oficinistas cansados venían al Spreewald a beber leche recién ordeñada, recoger huevos frescos, pescar truchas y ver crecer los pepinos de la huerta. Por la noche se reunían a la luz de un pescado prendido, que era más barato que las velas, y contaban las leyendas del rey culebra, de los hombres del río y de la mujer del Mediodía. Ahora hacemos piragüismo por la mañana, bicicleta de montaña por la tarde y después de cenar un risotto de setas tomamos dry martini para anegar en alcohol el recuerdo de la última temporada de Stranger Things.

Casi todas las antiguas granjas se han convertido en pensiones, pero se adornan con las herramientas inservibles de una economía desaparecida. Solo en el jardín de la pensión Brodack, donde nos alojamos, hay varios peroles de leche, muelas de molino, rejas de arado, un trillo mecánico, una bigornia, una planchadora de rodillos y la mesa de una máquina de coser alemana. En otras pensiones ocurre lo mismo: en sus fachadas cuelgan, como escudos de armas de un linaje inesperadamente prestigiado, horcas y rastrillos, yugos y azadones. 

Hace poco leí, en un libro enrabietado y misceláneo de Michel Thévoz, una reflexión sobre esta «especie de neurosis colectiva conforme a la cual, cuando ya se ha arrasado el medio ambiente, cuando se ha abandonado la ciudad a los promotores y se ha asfaltado el suelo, se reponen por encima, decorativamente, los signos empáticos de aquello mismo que se ha destruido, un simulacro de naturaleza, un simulacro de convivencia, un simulacro de urbanidad». Lo veo a diario en Tilff: los nuevos edificios de apartamentos conservan en sus fachadas el trazado triangular de una fábrica, o las aspilleras que tenían los muretes de las huertas —ventanillas ciegas que ya no comunican sino sarcasmo—. En otros lugares más urbanizados los últimos testimonios de esa etimología cultural son los nombres de las calles.

Meanwhile back at the ranch, el heno se cosecha con tractores y se enrosca en balas cilíndricas, y los viejos almiares se han convertido en una seña de identidad regional. Aún queda gente que se dedica a recoger las semillas de abedul durante el invierno, con unos cedazos cuadrados que meten en el agua fría de los canales, pero quienes más frecuentemente surcan los brazos del Spree somos los canotiers de la ciudad. Nos dejamos deslizar bajo árboles que no conocemos y observamos animales que no podemos nombrar.

jueves, 11 de julio de 2019

Después de comer salimos a dar una vuelta y a tomar café con helado. De camino a la heladería pasamos delante de la sede de una empresa que fabrica pajitas de cristal. «Ideal a partir de los tres años».

—Hombre, tanto como ideal no diría yo. Si acaso, «pasable a condición de que nadie esté mirando».

Es una oficina con tres escritorios de diseño, atriles de bambú y varios expositores. Las pajitas se venden en cajas de distintos colores y parecen tubos de ensayo para experimentos erógenos.


Llegamos a la heladería y nos sirven los cafés frappés. En lugar de pajita, descubrimos —tras unos segundos de desconcierto— que nos han puesto unos largos macarrones. A Kathleen y a mí nos entra la risa floja pensando que los inventores de las pajitas de cristal seguramente vengan algún día a tomar un batido a esta heladería, y se encontrarán en el vaso una solución más ecológica, segura, barata e ingeniosa para el problema que ellos pretendían resolver.

Mientras sorbemos de nuestros macarrones, Kathleen me cuenta algo que le ha ocurrido hace poco a una colega suya. Ella —la colega— querría que fuera una anécdota de vidrio, pero en realidad es una anécdota de pasta. Resulta que estaba en un congreso y, al terminar, se fue a un bar con otros conferenciantes. Se puso a charlar con uno de ellos. Resultaba difícil porque, como ocurre tantas veces, la música estaba muy alta. Tenían una de esas conversaciones mundanas y repelentes de los cosmopolitas, acerca de los lenguajes gestuales y de la diferente gestión del espacio físico en otros países. Como apenas podía escuchar lo que él decía, ella se fue acercando cada vez más al conferenciante. Cada vez más. Y más. Tanto que el conferenciante, arrinconado y sumido en un gran desconcierto, acabó estampándole un beso en la mejilla.

Ella lo ha contado desde entonces varias veces, dando siempre grandes muestras de escándalo, haciendo de ello una nueva prueba pericial del sexismo sistémico. Sin embargo, parece que el tipo se deshizo inmediatamente en disculpas y se escabulló sin decirle nada a nadie. Como dicen en Yesterday, esto no es el inicio de una gran historia: es una historia pequeña y se acaba aquí.

domingo, 7 de julio de 2019

Habíamos dicho de ir al Kulturkaufhaus a comprar libros para el verano, pero de camino nos detuvimos en una tienda de artículos de deporte a comprar chubasqueros, y ya no pasamos de ahí.

La reacción alérgica que me provocan estos chubasqueros funcionales alemanes está tan fuera de proporción y de medida que merece análisis. Es el mismo rechazo fisiológico, la misma tirria primitiva que me provoca todo lo contrario a la razón cartesiana. (Bueno, depende: unas veces, lo que desafía la razón cartesiana hace que nos chisporroteen las neuronas, y otras insulta nuestra inteligencia; me refiero a este segundo caso).

Yo creo que, por lo menos en la indumentaria, no todo debe sacrificarse a la utilidad; pero en estos chubasqueros alemanes hay algo más siniestro que un pragmatismo incondicional: han refinado tanto su funcionalidad que han acabado adaptándose a condiciones a las que es improbable que nadie deba enfrentarse (a menos que vaya a buscarlas voluntariamente). En Alemania, un buen chubasquero tiene que ser impermeable, transpirable, ligero, cortavientos, isotérmico y plegable. Todas estas condiciones yo las entendería si uno no fuera a vestir ninguna otra cosa nunca más; unos amigos nuestros, por ejemplo, se fueron a Japón en bicicleta y se compraron unos calzoncillos especiales que no hacía falta lavar nunca. Eso es algo que encuentro perfectamente lógico. Pero si uno posee más de una prenda de ropa, tanta precaución resulta desmedida.

Estos chubasqueros inteligentes alemanes me recuerdan a un bolígrafo que tiene mi tío y que ha sido diseñado por la NASA para escribir en un entorno de gravedad cero.

—La tinta está metida a presión en el cartucho y se libera al ejercer presión sobre el portabala, de manera que podrías escribir sobre el techo de la carlinga en ausencia de atmósfera.
—Le recuerdo que está usted en Pastrana.
—También es verdad.

Estos chubasqueros termoactivos alemanes, de colores estrepitosos y tacto electrostático, son el uniforme perfecto para esos cuñados sabelotodo y para esos conocidos chinchones que te explican cómo desgravar los donativos de la declaración de la renta.

—Si yo lo único que quería era ayudar a los niños refugiados...
—Pues hijo, eres imbécil.

A los miembros de esta casta repelente les sentarían como un guante estos chubasqueros llenos de cremalleras, con elásticos estancos y bolsillos forrados de microfibra hidrófuga, diseñados para limpiarte las gafas con ellos cuando atravieses un huracán en parapente. Sus colores fosforito previenen seguramente contra la radiación de kriptonita, repelen los mosquitos tigre y te despiertan si te amodorras al volante.

Yo empezaría la discusión muchos escalones más abajo, preguntando, por ejemplo, qué necesidad tiene nadie de ponerse un chubasquero. Yo la última vez que me puse un chubasquero estaba en 3º de EGB y, pese a ello, he tenido un sobrevivir incómodo pero aceptable. Si hoy me pusiera un impermeable lo haría por puro esteticismo, no por una necesidad práctica en la que no creo, y sería sin duda uno de los que fabrica la marca sueca Stutterheim, que parecen hechos para ir a tomar té con la familia Mummin.

—Jolín, no te gusta nada —dice Kathleen—. Eres un plasta.
—No es verdad. Me gusta mucho el abrigo que me compré en Madison.
—¡Pero ese es un abrigo de invierno!

Y es que nadie puede salir tranquilo a trotar por el mundo sin haberse procurado antes un abrigo de verano, un monoquini de vestir, un frac de andar por casa, una visera nocturna, un coqueto chaleco de albornoz, delantal interior, batín de ducha, chanclas de montaña, botas de agua submarinas, un tutú de ciclismo, un mono de boda, un salto de cama de despacho y unas gafas de esquí de leer. Nunca se sabe lo que puede pasar, ni el tiempo que va a hacer fuera. 

Salimos de la tienda cuando están cerrando, y al final compro un impermeable azul pitufo por mero compromiso, y porque está rebajadísimo: no podíamos irnos de rositas después de haber mareado a la dependienta durante horas.

—¿Y este? ¿Qué le parece?
—Completamente ridículo, pero es igual, me lo llevo.

Termino tan deprimido que ya no vamos a comprar libros ni nada. Antes de volver a casa nos sentamos en un restaurante mexicano para cenar algo rápido, porque no hemos tenido tiempo ni de hacer la compra. Y es ahí donde encuentro la horma del zapato de esos chubasqueros incombustibles, espermicidas, hipoalergénicos y homeostáticos alemanes: pueden salvarle a uno la vida en mil situaciones hipotéticas diferentes, pero a la hora de la verdad uno no puede comérselos.

domingo, 30 de junio de 2019

Si esto fuera un cuento chino se llamaría «el origen de mi fortuna». Quedé con Ana, nuestra lectora, en la heladería de Esneux, porque no puede ser que lleve ya dos años trabajando con nosotros y no haya visto el valle del Ourthe más que desde la ventanilla del 377. No podíamos haber escogido un día más sofocante, de aire espeso y luz castellana. Las vacas se arriman a los árboles más frondosos, buscando la sombra angosta del mediodía. Nosotros también decidimos buscar la protección del bosque y subimos a Ham. Luego, bajando ya sobre la granja de Lhonneux, el sendero se desdibuja y acabamos dando un par de vueltas innecesarias, pero para entonces el sol nos pega de soslayo y sufrimos lo justo. 

En Hony estamos invitados a comer los gnocchi del 29 en casa de Patricia. Es esta una tradición argentina que consiste en comer gnocchi poniendo un billete debajo del plato para que le aumenten a uno la fortuna. Como el ratoncito Pérez y el ekeko peruano, los gnocchi del 29 me parecen sublimaciones simbólicas del capitalismo especulativo. En el mundo de los objetos físicos, los gnocchi son el tiempo: uno mete su cartilla de ahorros debajo de un plato que hay en el banco y la cifra impresa en el papel va aumentando imperceptiblemente.

Los gnocchi de ricotta forman en la encimera de Patricia como una colonia infantil en un día de excursión: pálidos, orondos, felices en su inconsciencia de budas liliputienses. Unos llevan rayas y otros sacan tripa sobre su playa de harina.

—Me cansé de hacerles el rulito —dice Patricia.

Recojo uno que se ha caído al suelo. Tiene consistencia de nalguita empolvada de polvos talco. Es una criatura dúctil, fresca y relajante.

Apenas caídos en el agua hirviendo, empiezan a salir a flote; Patricia los pesca rápidamente con la espumadera y los empapuza en la salsa de tomate. Han pasado por el puchero a pie enjuto, como si dijéramos. Yo no estoy muy convencido de esa cocción simbólica y creo que los gnocchi estarán, aunque bautizados, sin hacer. Más tarde, sin embargo, tendré que rendirme a la evidencia. Ese es el primer milagro de los gnocchi del 29.
Los gnocchi están, efectivamente, hechos y sabrosos. Intento tragármelos sin masticar para no lastimarlos. Al terminar me apresuro a buscar el billete que había puesto debajo, con la aprensión de habérmelo comido. El hecho de que continúe igual que lo puse me tranquiliza y me decepciona al mismo tiempo.

Patricia nos explica que el influjo de los gnocchi no se nota de inmediato, ni es proporcional al billete que uno les haya ofrendado. En esto, los gnocchi del 29 se conducen como todos los santos. No basta con rezarles una sola vez, ni con ponerles una sola vela. Todo el rato hay que estar haciendo novenas y diciendo misas, porque los poderes sobrenaturales son duros de oído.

A menos, claro, que la fortuna de los gnocchi del 29 no se mida en pesos ni en dólares ni en pesetas, sino en la frecuencia con la que uno pueda encontrarse con sus amigos, contemplar la caída de la tarde sobre las Ardenas, abrir un vinito picante, contar anécdotas chuscas y acabar brindando con grappa. Entonces sí, entonces la fortuna es inmediata y se renueva cada vez que uno asiste al sacramento de los gnocchi.

miércoles, 26 de junio de 2019

El escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya va a hablar en la librería Passa Porta, de Bruselas, y me acerco con mi colega Kristine a escucharlo. Chaqueta de payaso, camisa de trotskista, dedos de charcutero, visajes de predicador y testa de Mussolini. «Alguien que escriba en inglés no forma parte de mi tradición», sanciona olímpico cuando le mencionan la última novela de Valeria Luiselli. Esto es lo mismo que creen muchos autoproclamados sociólogos de la literatura: el terreno de juego literario estaría escindido en diferentes espacios, limitado por fronteras políticas o lingüísticas. Algunos, más sagaces, precisan que lo verdaderamente importante no es tanto la lengua ni la nación, sino el mapa editorial. Castellanos Moya, al decir que Luiselli no forma parte de su tradición, estaría diciendo que no pertenece al mismo mercado editorial en el que se gestiona el valor simbólico y comercial de sus libros.

Pero luego Kristine le pregunta con qué libros siente estar más en deuda, y Castellanos Moya suelta una retahíla de autores del final del imperio austrohúngaro: Stephan Zweig, Max Brod, Karl Kraus; pero también menciona los diarios y memorias de varias aristócratas francesas del siglo XVIII como Madame de Sévigné y otras madames cuyo apellido no reconozco y no sé cómo escribir. Hace una pausa, revuelve los ojos y admite —con un énfasis que tanto podría traducir vanidad como embarazo—: «cuando me bloqueo leo a Sófocles».

Más tarde le preguntan sobre otras cosas, la emigración, Trump, los personajes masculinos, los personajes femeninos, el periodismo, la seguridad, el espionaje. Se lamenta de que ya no tengamos espacios de silencio para meternos en nosotros mismos, y cuenta cómo el otro día estaba almorzando en un aeropuerto, en Suecia, y una mujer hablaba por teléfono sin parar. Harto, decidió ponerse él a leer, también en voz alta —muy alta— la novela que llevaba en el equipaje de mano. Era una traducción española de Robert Walser.

Y todo esto, de todas maneras, nos lo contaba en inglés.

viernes, 7 de junio de 2019

Ayer murió el Dr. John, un pianista de dimensiones mitológicas con aspecto de teleñeco, con voz de teleñeco y que, de hecho, inspiró un teleñeco.

Tuve la suerte y la desgracia de escuchar su disco Gumbo cuando ya era un señor con toda la barba. Si hubiese caído entre mis manos cuando tenía diecinueve años lo habría abandonado todo para hacer ese tipo de música, y esa obsesión me habría consumido.

No lo he abandonado todo, pero en cierto modo para mí ha dejado de existir cualquier otro género de música. No miro el dinero que gasto en discos, documentales, libros y transcripciones. El Dr. John fue el primero de una larga conga: detrás vinieron Allen Toussaint, Tuts Washington, James Booker, Ray Charles, Fats Domino, Huey Smith, las Dixie Cups, Betty Harris, Irma Thomas, Ellis Marsalis, Kermit Ruffins, John Cleary, Lil’ Queenie, Harry Connick Jr., Trombone Shortie y, por supuesto, el profesor Longhair. El Dr. John lo idolatraba a este último, pero cuando lo vi entrevistado en el documental Fess me pareció que su mayor aportación procedía de sus propias limitaciones como pianista. El profesor Longhair era incapaz de tocar fuera de cuatro patrones rítmicos y cinco progresiones de acordes, igual que era incapaz de silbar sin desafinar. 

Antes de llamarse Dr. John, el Dr. se llamaba Mac Rebennack y era guitarrista de estudio, heroinómano regular y proxeneta ocasional. Durante un tiempo ayudó a un médico que practicaba abortos y se encargó de tirar al río los fetos extraídos. Intentó asesinar a varias personas —en algún caso mediante el ritual vudú—. Por un extraño fenómeno, muchas de las chicas con las que se cruzaba acabaron siendo madres solteras. Una de sus canciones se llamaba «Women are the root of all evil»: las mujeres son la raíz de todo mal.

Mi amiga Julia me cuenta que, allá por los años 90, una buena amiga suya que trabajaba en la contratación de grupos de música se encontró en una calle de Manhattan con el Dr. John; charlaron un rato, le preguntó si sabía cocinar y, cuando ella respondió afirmativamente, el Dr. John le pidió que se casara con él. «Creo que tanto ella como yo siempre deseamos que hubiese dicho que sí, solo para ver qué pasaba», escribe Julia. Teniendo en cuenta que la primera mujer del Dr. John trató de matarlo de todas las maneras imaginables, no creo que hubiese pasado nada bueno.

Si aquel Dr. John hubiera sido medido por la vara del movimiento Me Too, la universidad de Tulane, en lugar de nombrarlo doctor honoris causa, le habría quitado el «Dr.» de su nombre artístico (que es el de un médico legendario de la Louisiana decimonónica). Por fortuna para él, la mayor parte de su vida transcurrió en tiempos más discretos y oscuros. 

Si bien el evangelio del Dr. John comienza con un descenso a los infiernos —saludando y estrechando la mano efusivamente a todos los diablos—, prosigue con una expiación en toda regla. Un disparo casi le arranca de cuajo el anular de la mano izquierda, lo que le llevó a abandonar la guitarra y a abrazarse aún más estrechamente al caballo (aunque no del mismo modo que lo hacía Nietzsche). El sindicato de músicos le reclamó una cantidad de pasta absurda. Estuvo en la cárcel, donde aprendió a esconder una cuchilla de afeitar entre las nalgas, por lo que pudiera pasar. Pero contra todo pronóstico acabó desintoxicándose y, animado por John Booker —el maharajá del delta—, concentró sus energías en el piano, que también había aprendido a tocar desde chico. Lo que hizo desde entonces con el piano no es para ponerlo en horario infantil.

Hay un vídeo en Youtube que me encanta escuchar. Es una demostración del clásico «When the Saints Go Marchin’ In», con una primera parte gospel, fúnebre, en tono menor, y otra en tono mayor, exultante, vertiginosa; el Dr. John se refiere a esta última en la entrevista editada por Homespun como «la parte de las Revelaciones». En los comentarios al vídeo muchos usuarios dicen haberse echado a llorar de la emoción (y, cuando son pianistas aficionados, también por la humillación). «Si la religión me fuera presentada así, sería capaz de creerme cualquier cosa», escribe uno; «¡este groove me ha curado!», exclama otro. La mano izquierda del Doctor avasalla intervalos de décima mientras la derecha ejecuta sobre las teclas un festival de micromagia. Algunos se preguntan por qué el propio Dr. John parece estar llorando en el vídeo; «debe de ser ese raro síndrome en el que las glándulas lacrimales gotean de forma discrecional», propone uno, a lo que otro responde: «¿llorando? ¡Tío, si yo pudiera tocar así me haría pis encima!».

De cabrón con pintas a teleñeco redentor: esa es la peregrinación que narra el evangelio del Dr. John. La moraleja que yo extraigo es que es importante seguir escuchando incluso a los canallas más despreciables, porque a lo mejor tienen algo trascendente que decirnos. No sé adónde le habrá tocado ir ahora al Dr. John, pero si me preguntan a mí, mientras él toque, I want to be in that number.

jueves, 30 de mayo de 2019

Las clases pudientes de Madrid han aupado a la presidencia de la Comunidad a una mujer de una incompetencia fabulosa, a una nini cuyo mayor mérito hasta ahora —explicaba Ignacio Escolar— ha sido gestionar en redes sociales el perfil del perro de Esperanza Aguirre. Es una de esas personas capaces de sostener con completa seriedad que la luna es romboidal si el contrincante político afirma lo contrario. Luego la peña se asombra de lo de Trump. Claro que, cuando uno tiene guita, el candidato y el discurso son lo de menos.

En el informativo alemán explicaron el otro día que, en estas últimas elecciones europeas, el partido más votado por las personas que tienen entre 18 y 60 años son los Verdes. La pera, oyes. Kathleen dice que entonces solo es cuestión de tiempo que los ecologistas consigan la hegemonía en la Unión. Yo soy menos optimista: llevo veinte años creyendo que la hegemonía de la derecha en España era también un problema generacional, y mira cómo nos luce el pelo. Igual es que en Alemania los conservadores se mueren sin dar la lata, mientras que en España se reencarnan en el heredero más próximo, al que de repente le entra un escalofrío y se echa el Barbur por los hombros.

Alberto Garzón hacía ayer en El Diario un diagnóstico que, de aperitivo, incluía un panorama histórico de la emancipación proletaria desde el Egipto faraónico. No estoy seguro de lo que quiere decir, pero entiendo que la culpa de lo que ha ocurrido en la Comunidad de Madrid este 26 de mayo la tienen el archiduque Francisco Fernando de Austria, el calientamiento climático y, por encima de todo, la división de la izquierda. Sin embargo, la derecha ha demostrado estos últimos meses que lo que importa no es la unión ni la división, sino la definición o la indefinición —donde el busilis, desde luego, no es definirse, sino indefinirse—.

La izquierda ganaba cuando se indefinía, porque en realidad lo que la izquierda propone son cosas de cajón que hay que ser un desalmado para rechazarlas: evitar la devastación del planeta, intentar que no mueran por nuestra culpa los habitantes de otros países y mantener, mediante unos impuestos razonables, la calidad de vida general que conocimos todos los que no somos millennials.

La definición de la izquierda como izquierda puede ser el principal problema de la izquierda. Esto no lo digo yo: esto lo decía, con los hechos, el primer Podemos. Ese que anda ahora con el hatillo al hombro sin Dios ni amo ni perro que le ladre. Me pregunto, por ejemplo, en qué medida la transformación de Unidos Podemos en Unidas Podemos, supuestamente más inclusivo, ha tenido un efecto excluyente, casi tan excluyente como la lección de física hidráulico-electoral con la que Alberto Garzón echaba ayer balones fuera. Es un debate que a muchos de izquierdas nos cansa sin que hayamos entrado resueltamente en él.

lunes, 22 de abril de 2019

Bueno, pues vamos a ver ese debate debuten con los cuatro ases de la baraja. A ver si me decido.

22:15 Pablo Iglesias nos está leyendo la cartilla, que resulta ser la Constitución. ¡La Constitución del Régimen del 78! Se conoce que ya pasó el momento destituyente, y nadie nos ha informado. Otra Transición que no nos hemos comido ni bebido.

22:22 Casado saca gráficos sin ejes de ordenadas. Es su especialidad.

22:25 Hombre, al fin sale el asunto del apocalipsis climático, de la extinción masiva de especies y del fin de la humanidad. No todo va a ser cantar el pasodoble de la banderita.

22:26 Poco duró. Ya hemos vuelto a España y al IVA de los tampones.

22:28 Hay que tener hijos, que hace falta gente. Gente no: ¡españoles! La gente, que se quede en Marruecos.

22:30 El curso de la ESO sobre Constitución que quiere imponer Rivera ya nos lo está dando Pablo Iglesias.

22:35 Qué pena que nadie haya dicho «prisis pilítiquis». No me va a salir el bingo del debate.

22:41 El problema del que compra un piso de 40 metros cuadrados por medio millón de eurípides no es que no pueda pagarlo sino que tiene un okupa dentro. Por ese precio, lo menos que puede tener es un okupa.

22:43 Sánchez le ha dado a Casado el mismo gráfico de antes con otro título y se lo ha tragado.

22:45 Inventazo de Albert Rivera: una tarjeta de la Seguridad Social con la bandera española.

22:49 Ya estamos otra vez contando naciones.

22:50 Previsiblemente, lo de la plurinacionalidad de España estaba en la Constitución de Pablo Iglesias. Verás qué disgusto cuando se dé cuenta Rivera.

22:53 «No es no» será el artículo único de la nueva Constitución socialista.

22:59 La emergencia nacional es un señor soso con la risa más falsa que un duro de madera.

23:00 Sin noticias de Gurb.

23:01 A Casado se le alegran las pajarillas cuando Iglesias recuerda que el PSOE indultó al general golpista Armada. ¿Se alegra porque lo recuerda o se alegra porque lo indultaron?

23:02 Rivera ha puesto un retrato de Torra en su atril. Igual se han casado de penalti y no nos hemos enterado.

23:04 ¿Son cosas mías, o los cuatro bloques del debate tratan de lo mismo?

23:05 Iglesias se sacrificará y aceptará ser ministro. Y luego dicen que no es un patriota.

23:06 ¿Sabe el señor Casado que la mitad del censo electoral cree —no enteramente sin motivo— que «batasuno» es un corte de pelo?  

23:13 Casado calla. Más le vale que se legisle lo que significa un silencio en este contexto. 

23:14 Casado tiene una carpeta de fotos de Rivera pactando con Sánchez, pero no las enseña porque hay niños delante.

23:15 Un consuelo nos queda, y es que Pedro Sánchez quiere ser presidente y no actor de televisión.

23:16 Creo que el señor de Unidas Podemas se ha ido a su casa.

23:18 Me he quedado traspuesto.

23:23 Minuto de oro. Casado pide que cuando nos pide el voto nos imaginemos que nos pide el PIN de la tarjeta de crédito.

23:24 Rivera se ha confundido de plató. Acacias 38 se rodaba en el de al lado.

Se acabó. Mañana echan el partido de vuelta. Pablo Iglesias ha dicho que debería haber más debates como este y ha perdido inmediatamente un millón de votos. Yo, por mi parte, echo mañana mi voto al correo y a las diez estoy en la cama. Ventajas del censo de votantes en el extranjero.

miércoles, 17 de abril de 2019

Me he ido acompasando insensiblemente al calendario litúrgico. Cuaresma de curro oleaginoso: mi agenda, miniada, es un libro de horas taylorista y el buzón electrónico mi escuela de ascetismo. Poco a poco he desarrollado pequeños gestos de resistencia, expansiones inocentes que apuntalan mi frágil salud mental: subirme las gafas con el dedo corazón, suprimir la fórmula de saludo en los correos electrónicos, mis calcetines en los que pone «this meeting is bullshit» y «sure I’m listening»... Durante todo el mes de marzo sólo podía conciliar el sueño si me imaginaba al ministro de Educación de Valonia sodomizado por un border collie.

Las dos semanas sin clase son un repecho al que llego desfondado y en el que mi cuerpo, que también es menda, aprovecha para cogerse el trancazo al que llevaba dando largas todo el invierno. Convalezco en Madrid. Allí está mi madre también hecha un cuadro. Resulta que se tiró en plancha en la mani del 8 de marzo y se desencuadernó; desde entonces ha tenido que estar tendida boca arriba, como Frida Kahlo, encendiendo un audiolibro con la colilla del anterior, hasta que le cuaje la cadera descuajeringada. Se suponía que Kathleen y yo íbamos a ayudarla a ella y a mi padre, pero al poco de llegar Kathleen dio un paso flamenco subiendo un bordillo y se hizo un esguince. Para entonces mi madre se empezaba a levantar y hacían las dos una conga de muletas por el pasillo, a ritmo de cofradía de San Ibuprofeno.

lunes, 11 de marzo de 2019

Hay lugares en los que todos se han equivocado de lugar. El cabaret Knutschfleck, a tiro de piedra de Alexanderplatz, es uno de ellos. Al menos hasta que uno llega al cuarto cóctel: después del cuarto cóctel ya encontramos más natural que el vecino de la mesa de al lado se nos acerque peligrosamente y nos grite, como si fuera un mensaje expresamente dirigido hacia nosotros, la letra de la canción que suena en ese momento por los altavoces.

—¡¡99 globos van volando al horizonte!! ¡¡Los confunden con platillos volantes!!

Qué bonita era esa canción antes de que me la gritase un borracho. De vez en cuando se corta el hilo musical y sube al escenario un artista que casi siempre podría hacer exactamente lo mismo en el metro de Berlín, y seguramente lo haya hecho hasta unos minutos antes. Un saxofonista sin fuelle, una maestra de ceremonias con el carisma de un percebe, un gordo pelirrojo con una casaca de licra que pretende ser un crooner aunque antes del cuarto cóctel era indiscutiblemente un espontáneo de karaoke. «Dios —me digo—, si mi amigo Rafa estuviera aquí hace tiempo que se habría disuelto sobre la barra como la bruja mala del Oeste». Claro que si mi amigo Rafa estuviera aquí, y si no estuviéramos celebrando el cumpleaños de Kathleen con su familia, llevaríamos ya dos horas en algún concierto de zydeco balcánico neo-bop. Hay que pagar un precio alto por vivir en sociedad. Uno podría decir, con Rimbaud, que ha perdido la vida por delicadeza; que es, añade Sergio del Molino, una forma poética de decir que la ha perdido por imbécil.


Tras una hora y media de autoengaño, vergüenza ajena y comida de microondas, entran las coristas. Las cuatro coristas. Bailan el can can y ponen el culo en pompa con un gesto que quiere ser de picardía pero que sólo traduce obligación. El público se divide entre los que graban la actuación con sus teléfonos móviles y los que buscan el chiquero con la mirada mientras remueven nerviosamente la pajita en el hielo de sus vasos. Hay varias mujeres entre los primeros y varios hombres entre los segundos. Todos hemos ido allí engañados, y algunos incluso hemos ido allí en compañía de nuestros suegros, con unas entradas regaladas por un cuñado desaprensivo que encima ha tenido el cuajo de quedarse en su casa aduciendo —esto es más verídico aún que el resto— que estaba algo dolorido porque había salido despedido de una motonieve en las estepas del círculo polar ártico. 

«Knutschfleck» significa «chupetón» y, como los chupetones, este cabaret ofrece un simulacro de placer que al día siguiente sólo produce sonrojo. Hay en Knutschfleck un único momento auténtico, que altera el ritmo concentrado de los barmen y entretiene incluso a los que todavía vamos por el cóctel número 2 (no necesitaron más, después de todo, en la mesa de las que están celebrando el divorcio de una amiga). Es cuando ponen por los altavoces «YMCA» y la señora que limpia los retretes se sube al escenario y mueve su culo gigante con más espontaneidad y convencimiento que las cuatro coristas juntas. No sé si por falta de coordinación, o por falta de alfabetización, o porque es la persona con más dignidad de todo el local y puede reírse de nosotros en nuestra puta cara, la mujer de la limpieza no forma con los brazos las letras «YMCA», sino «CCCP».

viernes, 8 de marzo de 2019

Un día miro la agenda y se me ocurre que puedo acercarme a celebrar el carnaval en los mundos resbaladizos del Super Mario Cars, disfrazado de avatar. Para llegar al reino Champiñón no tengo más que tomar el Thalys a París y pedirle a Eduardo y Laura que pongan la consola. Ni eso, en realidad, porque la consola está puesta a priori.

(Decir «consola» en lugar de la marca que la industria ha escogido para ella le pone a uno más años que dejarse barba. Dentro de poco será tan antiguo hablar de estas consolas como de las otras).

Apenas he terminado de admirar la edición de greguerías de Ramón que ha hecho Laura para la colección de clásicos de Garnier cuando me encuentro, no sé cómo, con un mando en las manos. Echamos el domingo recorriendo a toda mecha unos espacios insólitos que al propio Ramón Gómez de la Serna —que fantaseó con una playa llena de pisapapeles y un pueblo habitado exclusivamente por muñecas de cera— lo habrían dejado cortado y tartamudeante. El desierto de los quesos. Mansión fantasma con un bypass de scalextric. La venganza de los raviolis aztecas. San Francisco a vista de Lego. El circulito de Montecarlo. 2001, odisea en el Imaginarium. Pero yo apenas alcanzo a fijarme en estos decorados de delirio, ocupado como estoy en perder todas las carreras disfrazado —virtualmente— de Shy Guy y montado en una motocicleta loquísima. Cuando al fin nos vamos a dormir, cerca de las dos de la mañana, cierro los ojos y veo una bola de discoteca.

Al día siguiente nos pasamos del tirón varias pantallas, pero esta vez en el mundo físico. Deriva situacionista en torno a la colegiata acribillada. Jeremiada académica. Duelo de titanes con tofu. Submarinismo boulevardier. Carrera de relevos por Gibert Joseph. Supermario Metropolitain. Y al hacer transbordo en Châtelet pasamos por un puesto de fruta.

—¿Has visto qué pinta más estupenda tienen esos aguacates? —le digo a Eduardo.

—Me va que eran de plástico.

Paro en corto, driblo y centro el balón:

—Yo creía que todos los aguacates eran de plástico.

—De hecho —remata él—, alguno todavía no se ha enterado de que si abres el hueso sale una sorpresa de Kinder Sorpresa.

viernes, 25 de enero de 2019

Una vez al año, después del claustro académico, se nos ofrece un banquete. La intención es seguramente que conozcamos a otros colegas, hagamos equipo y desarrollemos un campechano esprit de corps. Me pregunto si nuestros sucesivos rectores han sido conscientes de que la mayor parte de las veces dan ganas de salir de allí y largarse con el primer circo que atraviese la ciudad.

No es como en las bodas, en las que los invitados se agrupan por familias o afinidades, aquí los compañeros del trabajo y allá los amigotes del Erasmus. A nosotros nos baraja y nos alterna una inteligencia superior de modo que en cada mesa no haya más de una persona de una misma facultad. A mí me ha tocado la número 9.

Cuando llego sólo hay un tipo, que debe de tener mi edad, con el pelo ensortijado y cara de alumno modoso. Viene de la facutad de Ingeniería y me dice que se dedica a la optimización.
—¿Y qué optimizas? —le pregunto.
—De todo —responde él.

Me siento en el lado opuesto de la mesa. Uno tras otro van llegando los demás comensales que nos han caído en suerte. Junto a mí se acomoda un señor grueso, con los ojos oscuros, pequeños y hundidos como los de un jabalí. Recuerdo haberlo visto durante el claustro, un par de filas por delante de mí: viste de manera excesivamente informal para la ocasión, casi con ropa de andar por casa, y entre el pantalón y la sudadera se le veía el escote del culo. Me saluda y me dice que viene de la Escuela de Comercio. Llamémosle en adelante Thierry.

—Encantado, Thierry. ¿Qué enseñas?
—Optimización.
—Ah, canastos, ¿tú también? ¿Y qué optimizas?
—Buf... de todo.

Más allá toman asiento una abogada, un veterinario y un neumólogo muy dicharachero que en algún momento contará una historia increíble sobre una urgencia médica en la que atendió a un tipo que se había atravesado el pecho de un tiro de carabina y sin embargo no sufrió más daño que una perforación de la pleura. Por desgracia, no alcanzo a oír ninguna otra de las anécdotas con las que entretiene su esquina de la mesa.

A mi izquierda se ha sentado la organizadora del bodorrio. Supongamos que se llama Lucille. Sea cual fuera su nombre, no lo había oído nunca hasta el día de hoy, aunque trabaja en mi mismo edificio. En el sótano. Debe de estar a puntito de jubilarse, pero tiene un cutis fino, hidratadísimo, las pestañas remolonas de máscara y todo el aspecto de una niña que se hubiera hecho vieja dentro de Disneylandia. 

Mientras esperamos que traigan los entrantes ella desgrana, con una vocecilla afónica de ratón Mickey, una larga serie de perogrulladas sobre la belleza, la cultura y la vida, tópicos extraídos de Dios sabe qué horrendos manuales de autoayuda, lugares comunes por los que ya nadie transita sin apresurar el paso.

Seguimos sin señales de los entrantes. En cuanto Lucille termina de disertar sobre lo feo que sería el mundo sin belleza, Thierry cambia de tema y corre la silla dirigiendo una fulminante Blitzkrieg contra mi espacio vital.

—De modo que español, ¿eh? Conozco a los profesores de español de la Escuela de Comercio. Hay un chico con los pelos así, que siempre tiene pinta de haberse acabado de levantar. Sólo con mirarlos de lejos ya sé qué idioma enseña cada profesor. Los alemanes son muy sistemáticos, todo el rato con su gramática dale que te pego; los ingleses están un poco chalupas, dicen que lo importante es hablar y que lo demás ya irá llegando; los españoles siempre llegan tarde, pero ponen mucha energía en lo que hacen.

De vez en cuando a Thierry lo acomenten unos violentos ataques de tos, que él ahoga unas veces en su servilleta y otras en la mía.

—Vaya —le digo, profundamente irritado por el fuego graneado de toses y estereotipos nacionales—, lamento entonces no haber llegado tarde a esta cena—. Y lo lamento muy de veras.

Tras uno de sus terribles expectoraciones Thierry se inclina aún más hacia mí y adopta un tono confidencial, maniobrando con mis cubiertos como si fueran los suyos propios:

—Una vez estuve en Andalucía y vi a dos individuos que hablaban y se escuchaban al mismo tiempo. ¿Te das cuenta? ¡Al mismo tiempo! ¡No paraban de hablar ni un segundo, pero se entendían!
Por estribor Lucille finge atragantarse, se lleva la servilleta a la boca y envuelve en ella con bastante discreción —pero no la suficiente— una bola de comida semimasticada, como las egagrópilas de las lechuzas. El neumólogo podría hacerle la maniobra Heimlich si fuera necesario, pero sin duda ha entendido que, de todos los problemas que tiene nuestra organizadora, la maniobra Heimlich no resolvería ninguno. Durante los siguientes diez minutos Lucille contempla con una sonrisa demente un punto arbitrario del espacio en el que parece hallar cierta forma de plenitud.

Thierry continúa acercándoseme. De seguir así, no tardaremos en lograr la unión hipostática. Hablamos de viajes de investigación, y él me confiesa con hilaridad que realizó su preceptiva estancia internacional en la universidad de Lille, que queda a cuatro kilómetros de la frontera belga. Para que no se diga, también me cuenta que en otra ocasión fue a un congreso en Estados Unidos. Nada más llegar le pidió algún tipo de indicación a una secretaria y, como no entendió la respuesta, pidió que le hablase «en british English». Imita el acento de la secretaria con una jerigonza pueril —«¡gua gua mua chi gua!»— y se ríe de su réplica, que encuentra muy ingeniosa. Luego le da otra vez la tos, sólo regularmente optimizada.

Empiezo a preguntarme si la mesa número 9 no es algo así como la habitación 237 de El resplandor. La cena se alarga más de lo que nadie habría esperado. A mí me sirven los lingüini pasadas las diez y media, que en Bélgica equivalen a las cuatro de la madrugada, pero desde mucho antes Thierry, sentado en mi regazo, escruta con ojos de maníaco el lugar por el que espera ver aparecer el postre. Sin apartar de allí la vista, arroja por sus fauces dos o tres hordas de bacilos y me pregunta cuáles son mis libros preferidos. Yo le respondo y luego le devuelvo cortésmente la pregunta.

—La verdad es que yo literatura no leo —dice—. Yo soy más bien de libros prácticos. Libros sobre cómo preparar reuniones, cómo gestionar situaciones sociales... Ahora bien, generalmente me basta con leer las tres primeras páginas para hacerme a la idea. Bastante lee uno ya en el ordenador...

Irónicamente, si alguien ha necesitado alguna vez pasar de la tercera página de un manual sobre cómo gestionar situaciones sociales en la vida cotidiana es ese este señor al que me resisto a llamar «colega».

Me escabullo antes de que llegue el postre, que de todos modos acaso no llegue nunca. Al abrir la puerta de un embate decidido me recibe un golpe de viento frío pero alborozado, como un amigo que me hubiera echado de menos. Cuando llamo al teletaxi salta el contestador automático, así que me calo bien la ushanka y emprendo la marcha a través del bosque de Sart Tilman. Es noche cerrada, mis zapatos crujen en la nieve y sólo se oye el ulular ocasional de algún ave noctívaga. Parece inminente la aparición de un platillo volante. O de una corza albina. O de un tipo con un agujerito en el tórax y una carabina en la mano. Este bosque ha sido compartido por los reinos humanos, animales y vegetales durante generaciones sin cuento. Una geografía desnuda, un tiempo blanco, un secreto inabarcable. Mi idea de universidad se parece mucho más a esto que a aquello.

sábado, 12 de enero de 2019

—Yo hasta junio no meto un pie en el agua —dice la camarera, que es asturiana pero lleva dieciséis años viviendo en Lanzarote. Si llevase el mismo tiempo viviendo en L*** se metería en enero y de cabeza, como he hecho yo.

A eso vinimos a Lanzarote: a tonificarnos y a que nos diera el sol antes de regresar a las provincias tenebrosas. Cinco días bien aprovechados valen por una primavera. Condujimos hasta Haría por una serpentina de asfalto; escalamos el volcán Tinaguache e hicimos equilibrismos sobre su cresta con los últimos rayos de sol; leímos varios libros que nadie nos obligaba a leer; nos reímos de que el representante de Jesucristo en la tierra responda al mismo nombre que un padre cañí y que las papas arrugadas con mojo.

En Lanzarote nuestro planeta parece más planeta. Por la playa pasean sin descanso vietnamitas ofreciendo masajes a 15 € y vendedores de alfombras subsaharianos. ¿Cómo de cándido ha de ser uno para comprar a pie de playa un reloj de imitación con garantía de por vida?

Los ingleses bromean de tumbona a tumbona, se echan al mar con la cerveza en la mano y pegan gritos a los niños. Tienen unos vientres de caricatura y unas tetas de parto múltiple; sobre todo los hombres. Ese perfil orondo ¿lo ha producido la plusvalía o la alienación?; ¿el bogavante o las barras de Mars fritas?; ¿Lanzarote o algún suburbio de Manchester? ¿Qué monstruos primordiales hibernarán en sus tensas barrigas? Da la sensación de que el día menos pensado se encerrarán en el aseo y expulsarán un huevo aborrecible. ¿Preferiría yo, en cambio, uno de esos cuerpos de pequeñoburgués culturista con andares de Terminator perdonavidas, sabiendo —intuyendo, más bien— la cantidad de horas de aparatos que hay que echar en un sótano con música estridente? (No: preferiría poner un huevo gigante y que de él saliera un ornitoide singular que escribiese por las noches cuentos sobrenaturales en una vieja Underwood).

Casi todos los ingleses llevan tatuajes carcelarios, de motivos inconexos, como los dibujos hechos en la escayola de un estudiante de Bellas Artes que hubiera llevado la performance demasiado lejos. Un motivo tribal. La etiqueta de Jack Daniels. Un diablillo simpático. Un corazón. Un idiograma. Una aforismo en tipo Zapfino. Uno de los turistas se ha puesto en un brazo, en letras góticas, «mamá»; en el otro, «papá», y en el antebrazo, «Cameron». Si no alude a David Cameron, ni a James Cameron, ni a Cameron Díaz, debería haber añadido una nota al pie. Aunque fuera en el pie. Si está en Lanzarote no es precisamente gracias a Cameron (David). Se dice que los ingleses están exprimiendo los chiringuitos de Canarias antes de que entre en vigor el Brexit. ¿Alarmismo? No tanto: para mucha gente no merece la pena viajar si no tiene roaming ni tarjeta sanitaria europea. 

Y, si bien me siento todo el rato metido en una película de Hanecke o en una novela de Houellebecq —«¡aquazumba a las doce!»—, siento también con la misma fuerza que la playa es un derecho que hay que preservar del plástico y del expolio hormigonero. Un derecho y casi un deber, como memento anemónico; como amnesia mundanal y momento de amontonamiento; como experiencia del hacinamiento animal abierta al espacio exterior y al espacio interior; como adiestramiento en la perspectiva geológica; como brindis al sol con vino y Casera. Yo me entiendo.

Es cierto que en nombre de esa democratización consumista se construyeron las ruinas inmobiliarias que han traído Detroit a algunas calles de Costa Teguise; pero cuando oigo a César Manrique —en una cinta de vídeo puesta en bucle en su casa-museo—, cuando lo oigo reclamar cuotas para un turismo sostenible y de calidad, lo que en realidad oigo es «¡hagan picaderos de lujo para la jet set y olvídense de todos esos muertos de hambre!». Recordemos que las casas de Manrique están construidas en burbujas volcánicas, y que no tienen lavadora ni cuarto de los niños.

En un Estado comunista ideal, irreal, maternal, que quisiese a todos —adeptos y disidentes— por igual, yo propondría la creación de un Directorio General de Sol y Playa, el cual se encargaría de garantizar la igualdad de oportunidades vacacionales mediante un sistema de turnos aleatorios. Lotería con chapuzón asegurado, aunque sea en enero.

Lo malo es que, para garantizar la sostenibilidad ecológica, el viaje se haría en un ómnibus tirado por mulillas con gualdrapas de cascabeles, y habría que regresar antes de haber llegado.

miércoles, 2 de enero de 2019

El otro día no sé qué me dio que dije «de seguir así, acabaré votando a los socialistas».

Mi amigo Rafa, que estaba metiendo la cuchara en un plato de dahl, se sobresaltó:

—¿Pero tú no eras comunista?

Ostras, es verdad. Esto que me ha pasado a mí le está pasando a mucha otra gente. La derecha española se ha puesto tan intratable que uno se conformaría con un poco de redistribución social, unas cuantas ministras y un astronauta. Esa derecha, además, se ha reproducido —asexualmente, como Dios manda— y ha parido trillizos de diferente dentadura, a cual más levantisco.

Todavía queda algún país donde la derecha es sosegada y razonable. Uno pide la revolución de los soviets y ella dice «vamos a hablarlo». En cambio, en España uno pide que suban los impuestos a las rentas altas y la derecha multicéfala lo acusa de andar provocando una nueva guerra civil.

—La verdadera cuestión —dice Rafa— es por qué no votarías a Podemos.
 
Ese es, ciertamente, el dilema hamletiano de 2019. O de 2020, ya se irá viendo. En mi respuesta (provisional) se barajan la nación de nacionalidades, la república transfigurada, la fagotización de Izquierda Unida, las portavozas y Pablo Iglesias, quien —como me dijo una vez David B.— «es un líder carismático al que todo el mundo detesta». Pero estas razones, que son más bien alergias, resultan livianas si en el otro platillo de la balanza ponemos las grandes contribuciones socialistas a  la privatización de empresas estatales, su creación de un sistema educativo clasista y confesional o las ayudas fraudulentas andaluzas. Para empezar.