Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 21 de mayo de 2017

Alarmado ante alguna de las imprecisiones que cometí la semana pasada en este diario tan poco íntimo —y tan poco diario—, uno de sus numerosos lectores me manda copia de unas páginas muy interesantes de un libro sobre la evolución del género humano. Sus autores son el biólogo Francisco J. Ayala, que no es pariente del literato Francisco Ayala, y el antropólogo Camilo J. Cela Conde, que tampoco es pariente de Francisco Ayala. Como resume nuestro lector —que tampoco es pariente de Francisco Ayala, aunque por curiosa coincidencia se apellide como yo—, el australopitecus era mucho más pequeño que el hombre actual, andaba a cuatro patas y eventualmente comía pequeños mamíferos. Total, que el hombre procede del gato.

En esas páginas Cela y Ayala cuentan muchas otras cosas y advierten que, evolutivamente hablando, la expansión del córtex cerebral gracias a la cual resolvemos sudokus conlleva una mayor exigencia metabólica, es decir, que requiere más comida, o comida más energética. En determinado momento, andar ramoneando por la sabana dejó de ser suficiente para sostener un cráneo de considerables dimensiones, tan lleno de ideas como pudiera tenerlo el hombre de Cromañón. Este humanoide cabezón, esta especie de prehistórico opositor a notarías sin oficio ni beneficio llevaba siglos comiendo cacahuetes y polvo, o excrementos de foca y nieve amarilla en los momentos glaciales. En esas condiciones, es lógico que se juntase con otros dos opositores para matar una foca a dentelladas. De haber vivido en el barrio berlinés de Friedrichshain, en cambio, lo más probable es que hubiera pedido una hamburguesa de seitán, que tiene mejor rendimiento metabólico —y ecológico— que las de cerdo.

Confieso que mi afirmación sobre el amigo australopitecus era una simplificación bastante crasa y no hacía justicia al original. Como tantos colegas del gremio, he sido antes homo scriptens que homo sapiens. En realidad, Aymeric Caron sintetizaba bastante bien un debate complejo: añadía que los autralopitecus eran carnívoros oportunistas, explicaba que el homo habilis comenzó a mendigar carne a otros animales carroñeros, y que, como no se la daban, el homo erectus y su primo de Neandertal se asociaron para tender emboscadas a los mamuts (pp. 142-143). O algo así. Ciento y pico mil años más tarde, al volverse sedentario y cultivar cereales, el hombre primitivo redujo de nuevo su consumo de carne, por lo que el divulgador francés concluye: «la carne no está en modo alguno ligada intrínsecamente a la naturaleza del hombre, sino sólo a fases de su evolución». Y para terminar llama la atención sobre un detalle elocuente: sólo con el descubrimiento del fuego por parte del homo habilis —que no debía su apellidio a Francisco Ayala, precisamente— nuestros tatarabuelos se pusieron a comer carne en plan Trump. Lo cual quiere decir que, si el ser humano es por naturaleza carnívoro, lo es a condición de que se lo pongan bien pasadito y con ketchup.

sábado, 13 de mayo de 2017

La excedencia me ha procurado muchos meses de vida sosegada, merced a lo cual he ganado un par de kilitos y hasta mi madre, que siempre me ve hecho un palo, dice cuando hablamos por Skype que tengo mejor cara y que ya no parezco un desenterrado. Es, por lo tanto, el momento idóneo para salir del armario. Del armario del vegetarianismo.

En efecto, soy vegetariano desde hace algo más de año y medio. En ese periodo he vuelto a comer carne en varias ocasiones: cuando he visitado a mis padres, para que no se preocupasen; cuando Toño y Adelaida vinieron al pueblo y Toño cocinó una merluza maravillosa; también comí pescado de manera bastante sistemática durante los cinco días que Kathleen y yo pasamos en Fuerteventura, ya que de otro modo habría malvivido a base de ensalada mixta y patatas hervidas, que era lo que el hotel entendía por una «opción vegetariana» (hay mucho que contar sobre estos brindis al sol de los restaurantes; quede para otra vez). Salir del armario del vegetarianismo es una manera de forzarme a una mayor coherencia, y de compartir una preocupación.

No se lo había dicho a mi familia porque siempre andan inquietos por lo flaco que estoy, y creen, como tanta gente, que si no comes carne pierdes peso indefinidamente y te mueres. La realidad es más bien la contraria: la asociación APSARES, que reúne a profesionales de la salud franceses, insta desde 2008 a que se informe mejor a las personas no vegetarianas de los riesgos para la salud que conlleva su modo de vida, y a que reduzcan su consumo de carne. La única vitamina de la que uno puede carecer si adopta una dieta vegana es la B12; no así cuando, como es mi caso, uno continúa comiendo lácteos y huevos. Aunque sabía por artículos y documentales que la dieta vegetariana es perfectamente saludable, consulté personalmente con dos médicos y un nutricionista si era necesario un complemento vitamínico. ¿Quizá en invierno? ¿Quizá cuando uno tiene un índice de masa corporal bajo? Su reacción fue la misma que si les hubiera preguntado si por hacer muecas uno se puede quedar bizco para siempre.

Esta superstición de las propiedades nutritivas de la carne salta por los aires con un argumento sencillísimo que leí hace unos meses en el libro No Steak, de Aymeric Caron: ¿cómo es posible que la carne de animales fundamentalmente herbívoros —como la vaca, el cordero, las aves de corral y hasta cierto punto el cerdo— tenga nutrientes que no podemos conseguir si no comemos carne animal? El toro o el caballo mueven cientos de kilos a toda pastilla sin comer nada más que hierba, y nosotros asumimos, en una demostración paradigmática de pensamiento mágico, que comiendo la carne de esos animales heredaremos sus propiedades. Lo cierto es que cada vez aparecen más atletas de élite que siguen dietas vegetarianas o veganas. De manera proporcional, parece que hay más vegetarianos entre los deportistas profesionales que entre la población general occidental, quizá porque se han dado cuenta de que, además de la fibra y las vitaminas, los alimentos con más proteínas son de origen vegetal. Así es: la soja tiene el doble de proteínas que el mejor filete (40% de su peso, frente al 15-20% del segundo), y muchos cereales (entre otros el arroz y el trigo) pueden tener casi tantas proteínas como la carne de vacuno (entre 10 y 15% de su peso).

Tras muchos años comiendo poca carne —algo de charcutería, algún codillo de cordero y algunos bisteques cuando salía uno por ahí—, declararse vegetariano es una forma de obligarse a serlo, y de darle nombre y forma reconocible a las motivaciones éticas que subyacían a esa reducción paulatina del consumo cárnico. La primera de esas motivaciones es el impacto que el consumo de carne tiene sobre el medio ambiente. Esto, por suerte, es ya archisabido, y uno tiene que haberse pasado los últimos años metido en una cueva para no conocer la relación entre la ganadería y la deforestación galopante del Amazonas, o para ignorar que el agua necesaria para producir un kilo de carne de vacuno equivale a la que una persona gasta en duchas durante todo un año. La producción de carne y pescado para consumo humano es, a día de hoy, la principal causa del cambio climático, al generar un 38% más de gases de efecto invernadero que todos los medios de transporte juntos (según el informe 2007 del Intergovernmental Pannel for Climate Change y el informe 2006 de la Food and Agriculture Organization de Naciones Unidas). No tengo coche, no compro casi nunca agua embotellada, no me gusta hacer daño a los animales (salvo a los perros, pero sólo de pensamiento), no tiro basura en el campo y apago las luces cuando salgo de una habitación, así que cuando descubrí que nada de esto tiene importancia comparado con la carne que uno come, la reacción se imponía por sí sola.

El segundo motivo lo entenderá cualquiera que se haya sorprendido de la inteligencia de un perro, o cualquiera que haya visto el vídeo ese en el que un loro bailotea a los acordes de un rock-and-roll de Elvis Presley. Me refiero a cierta cautela o a cierta vacilación ante una separación tajante entre los hombres y los animales. Esta distinción remite a argumentos tan difundidos como incorrectos: el hombre es el único animal que ríe (falso), el único animal que juega (falso), el único que fabrica herramientas (falso), el único que pinta cuadros (falso), el único que se suicida (falso), el único capaz de actos altruistas (falso), el único capaz de reconocerse a sí mismo en un espejo (falso), el único que emplea el lenguaje (falso), el único que utiliza iPads (falso). Desde luego, el hombre se diferencia de los animales —o de los demás animales— por muchos conceptos, como conducir coches de carreras, llorar al enterarse de la muerte de Prince, reclamar la supresión del impuesto de bienes inmuebles u organizar concursos internacionales de canción lírica a los que cada país envía a individuos que han sido condenados a muerte social; pero ninguna de esas cosas le confiere autoridad moral para asar un cochinillo y trocearlo dándole golpes con un plato. Queda sólo un argumento tan irrefutable como indemostrable, el acto de fe judeo-cristiano reformulado por Descartes: el hombre es el único animal provisto de un alma inmortal. Un dogma teológico viene a justificar el holocausto anual de miles de millones de animales criados en sentinas y atiborrados de antibióticos. Como dice Slavoj Zizek, «si Dios existe, todo está  permitido»: el dogma da autoriza a obviar un dilema moral que de otro modo debería resolverse asumiendo una responsabilidad individual. 

Aymeric Caron, en el libro mencionado más arriba, explica que los ancestros del homo sapiens no siempre fueron tan carnívoros como el hombre de Cromagnon. El australopitecus, por ejemplo, era vegetariano. En realidad, la mitad de los humanos del planeta sigue, según el Penguin Atlas of Food (edición del 2003), continúa respetando una dieta virtualmente carente de carne, y uno de cada diez del total es completamente vegetariano por motivos éticos o religiosos.

La primera frase de Eating Animals, de Jonathan Safran Foer, es la siguiente: «los norteamericanos eligen comer menos del 0,25% de todas las especies comestibles sobre el planeta». Quizá el de Estados Unidos sea un caso extremo —no hay día que compre puerros y que los cajeros del Pick’n Save no me pregunten qué son—, pero recuerdo haber leído en alguna parte que de los miles de especies animales y vegetales que se comían hace unos pocos siglos en Europa, nuestra dieta actual apenas contiene más de 100 o 120. Hacerse vegetariano lo invita a uno a ampliar esa variedad exigua y a comer más cosas que sabe que existe pero que no se suele comer: aguacate, alcachofas, algas, batata, brócoli, calabaza (no calabacín), cebolleta, coles, coliflor, cúrcuma... Casi todas están llenas de fibra y vitaminas. También se descubren alimentos que uno no conocía en absoluto y que tienen sabores más explosivos que el mejor solomillo: el bulbo de hinojo asado, el pan de espelta, la raíz de perejil al horno con aceite y romero, la sopa de chirivía, la pasta con hongos shitake, la hamburguesa de seitán con mantequilla de cacahuete...

—Bueno —siempre hay alguien que interrumpe al llegar a la hamburguesa de seitán—. Bueno, bueno, bueno. Eso sí que es de gilipichis total. Vale que quieras ser vegetariano, pero ¿para qué andar imitando entonces el sabor de la carne con salchichas de tofu y hamburguesas de chichinabo?

Ahora que nadie nos oye, revelaré un secreto: la carne no sabe a carne. Cualquiera que, como yo, haya sido entusiasta del sashimi, del carpaccio y del steak tartar, sabe que el sabor de la carne cruda es bastante sutil y no particularmente agradable, y que lo que nos hace salivar es, en realidad, el olor de lo que uno hace con ella, de cómo se la cocina y se la condimenta. Antes de reírse de las salchichas de tofu, recomiendo que se pruebe el mondongo con el que se fabrica el chorizo antes de adobarlo y de curarlo y de añadirle toneladas de pimentón.

sábado, 6 de mayo de 2017

Se pone un cacillo de agua en el fogón, se mete dentro un manojo de menta y hierve durante un buen rato, añadiendo más azúcar de lo que parece prudente y removiendo para que no se caramelice. Cuando se enfría se mezcla con bourbon a partes iguales y se sirve con hielo. El misterio del julepe de menta no es cómo se hace, sino cómo desaparece.

El derby de Kentucky es una institución, pero una institución en la que los caballos importan menos que el julepe. A fin de cuentas, la carrera sólo dura dos minutos. Monica, la mujer de Jonathan, creció en Louisville, a seis manzanas del hipódromo donde se celebra la carrera, y su abuela trabajó un tiempo en la taquilla. Por eso, cuando no le coincide con ningún congreso, Monica pone la menta a hervir, llama a todos sus amigos y hace una porra.

Jonathan nos recibe desde el porche con una camiseta que dice «Get bourbon». Según vamos llegando, los invitados ponemos dos dólares a uno de los caballos. Éstos tienen nombres maravillosos. El mío se llamaba Practical Joke. Había otro llamado Scotland Cries War, y otro llamado Hence. Al iniciar el segundo julepe Kathleen y yo fantaseamos con lo genial que tiene que ser el trabajo del señor que se inventa esos nombres. Se nos ocurren varios geniales, como «Almost», sobre todo en el supuesto de que quedase primero o segundo: «Almost won!», o bien «Almost almost won!». También nos gusta «Your Name Here» o «It Never Rains in Sunny California How True How True How True».

De la carrera propiamente dicha veo poco porque Abby decide participar y el caballo, lógicamente, es un servidor.

—¡Más rápido! ¡Más rápido!

Ganamos el derby de Kentucky sin salir del comedor. Practical Joke queda quinto, y por una serie de combinaciones que sólo Monica entiende gano ocho pavos. Abby se baja de su caballo y se pone el chubasquero de Kathleen, su foulard y sus botines, que le llegan hasta el muslo. Así vestida, recorre la casa dando traspiés y gritando «where is my moneeeyyy?!» Parece que no la hubieran dejado entrar en Hogwarts.