Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Hoy el sol nos ha hecho un último guiño antes de dejarnos a merced del chubasco y de la niebla. Las últimas luces del verano coinciden felizmente con la fiesta anual de los gigantes, de la que ya escribí alguna vez. Lo que no me llamó la antención entonces es que muchos de estos gigantes que recorren Tilff son héroes locales y modestos: un boxeador que combatió en la I Guerra Mundial, un director de escuela, una mujer que se hizo célebre por sus tartas de albaricoque, un Till Eulenspiegel local... Por la mañana he salido a comer una salchicha en los puestos de la plaza, y por la tarde he ido en bicicleta hasta Hony, he hablado con las vacas y me he tumbado en un campo de hierba recién cortada a escuchar un audiolibro de Murakami.

También me he traído a Hony la antología de poesía catalana que tengo en casa, en este día de incierta trascendencia para la ordenación territorial española. Leo allí un poco al azar: «Per veure bé Catalunya, / Jaume primer d’Aragó / puja al cim de Sant Jeroni...». Es un poema en el que Jacint Verdaguer despliega una argumentación irredentista que exige el rescate de Mallorca y Valencia. Hay que ver... Paso unas cuantas páginas: «Déu nos do ser catalans, / gents de bella anomenada / la millor cosa del món...» ¡Mi madre! ¿Quién ha escrito esto? Atiza, es el venerable Josep Carner. Salto a los versos finales para ver si se trata de un poema irónico. No, no parece. Si donde pone «catalans» pusiera «castellans», el poema habría habría podido figurar sin desmerecer en las obras completas de Eduardo Marquina o de José María Pemán. En fin, pasemos a alguien un poco más moderno, como J. V. Foix:
No pas l’atzar ni tampoc la impostura
Han fet del meu país la dolça terra
On visc i on pens morir. […]
Clos segellat, oh perfecta estructura
De la mar a Ponent, u a l'alta serra
—Forest dels Pirineus—, on ma gent erra!:
a Ella els cors en la justa futura.
Pues estamos arreglados. ¿Será que el antólogo, también poeta, se propuso sonrojar a sus rivales pasados y presentes sacando a publicidad sus versos más patrioteros? Hay uno que, aunque también termina hablando del amor a la patria, lo hace en un tono resignado que me gusta; es de Salvador Espriu, y comienza así: «Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / i com m’agradaria d’allunyar-me’n, / nord enllà, / on diuen que la gent ès neta / i noble, culta, rica, lliure, / desvetllada i feliç»...

Al regresar me apetece mucho un batido, por lo que dejo atrás mi calle y sigo pedaleando hasta la plaza. La heladería de Tilff está completamente llena. La cola sale del establecimiento y serpentea entre las mesas de la terraza. Para no esperar en balde, nada más ponerme a la cola le hago seña a una camarera y le pregunto si también hacen batidos.
—Ah, sí, por supuesto.
—Pero ¿batidos de fruta natural?
—Claro —responde ella—. De todos los sabores que quiera.

Esta respuesta me desconcierta un poco: ¿puedo pedir cualquier fruta que se me ocurra? ¿O incluso cualquier sabor? ¿Podrán hacer batido de aguacate? ¿Es el aguacate una fruta? El aplomo de la camarera y el repugnante pabellón auditivo de un perro faldero que tiene en brazos la clienta de delante disipan pronto estas dudas. Dos años después llego al mostrador.
—Buenas tardes. Querría un batido de frutas del bosque.
—¿Cómo, de frutas del bosque? No hay batido de frutas del bosque.

Esta dependienta apenas es dos o tres años mayor que la anterior, pero se conoce que la vida ya la ha hecho mucho más realista. Yo trato de no enzarzarme con requerimientos extravagantes porque los ojos de las cuatrocientas personas que hacen cola convergen en mi nuca y me instan a no perder tiempo.
—Bien, de acuerdo; entonces, ¿de qué frutas pueden hacer batido?
—De ninguna.

Ah. Esto ya es estar completamente de vuelta, esto es puro pirronismo. Uno cree tener todas las frutas del mundo a los pies y en un par de años se desvanecen todas las ilusiones. Yo busco con la vista la lista de precios, detrás de la heladera:
—Ahí lo pone: «milkshake aux fruits», batido de frutas.
—Sí, claro. Lo que hacemos es echar frutas en el batido.

Ah. Ya empiezo a entender. Es decir, que se hace el batido por una parte y las frutas por otro. El batido de frutas es, en realidad, batido de helado con frutas. 
—Exacto.
—Un batido de fruta natural en el que la fruta no está batida.
—Eso es —la muchacha mira con aprensión la cola, y no me da tiempo a preguntarle por qué sería tan costoso batir la fruta una vez que está en el mismo recipiente que el batido—. ¿Le pongo uno?

Sí, venga, lo que sea, pero deprisa y de fresa. La dependienta echa una bola de helado en un cubilete metálico, le añade leche, fija el cubilete a la batidora y cuando ésta entra en funcionamiento toma un vaso de cartón y pone dentro una cucharada de la macedonia que tiene preparada en otro recipiente. Luego echa el batido por encima, le pone una pajita y me lo tiende junto con una cuchara de plástico. Irónicamente, al final de lo que más disfruto es del batido de helado, porque la macedonia tiene sobre todo tacos de manzana, que siempre se me hace muy pesada.

Cosas como ésta están ocurriendo ahora mismo en esos países del norte que Salvador Espriu imaginaba cultos, nobles y felices. Cosas de una estupidez verdaderamente admirable, que es inútil tratar de entender, y frente las cuales los mismos gigantes son de muy escasa ayuda.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Cuando firmé el contrato de nuestro apartamento actual en Tilff, el marido de la casera me dio la llave del buzón y me extendió una cuartilla fotocopiada:

—Ya tienes correo. Estaba dentro.

Se trataba de una invitación a la reunión fundacional del Comité de Barrio, a la que asistiría pocos días más tarde. Inmediatamente me integré en la célula de Movilidad Lenta, antes llamada de Usuarios Débiles, que se dedica a detectar y denunciar problemas de tráfico, aparcamiento y urbanismo. Hubo un momento en el que llegamos a tener una reunión quincenal de nuestra célula, más una o dos reuniones al mes del Consejo de Administración, del que formé parte durante cosa de un año. Era una situación completamente ridícula: no tenía tiempo ni para darles un telefonazo a mis hermanos una vez al mes, ¿cómo diablos podía permitirme participar cada una o dos semanas en conjuraciones nocturnas que se extendían hasta pasadas las once? Poco a poco he ido dimitiendo de mis funciones, hasta convertirme en algo así como un amigo político con derecho a roce, un simpatizante que echa una mano cuando se presenta algún imprevisto y que de vez en cuando se deja caer por una reunión.

A pesar de la irritación que me produjeran algunas discusiones bizantinas e innecesariamente largas, el Comité de Barrio ha hecho mucho por mi arraigo en el pueblo, y representa un simpático simulacro de vida social. Hay en él unas cuantas jubiladas estupendas y varios vecinos que organizan de manera altruista merendolas y excursiones. Hubo otro grupo que creó enseguida una cooperativa de consumo de hortalizas locales. Nuestra célula ha sido de las más activas, pero por desgracia de las que menos resultados tangibles ha conseguido, no tanto por culpa nuestra como por la heroica resistencia que ejerce el consistorio a cualquier propuesta razonable.

Esta semana pasada nuestro grupo de Movilidad Lenta convocó a los vecinos a una conferencia de un profesor de Lovaina. Este profesor, experto en modelos urbanísticos y responsable del pavimento de importantes plazas centroeuropeas, se llama Pierre V., lo que traducido al castellano quiere decir exactamente «Piedra Delacalle». Nomen omen: hay nombres que parecen profetizar el destino de quien los porta. En Alemania este fenómeno me sorprendía regularmente: recuerdo por lo menos un dentista Dr. Zahn («Dr. Diente»), un apicultor Bienenfeld («Campodeabejas») y una estudiante cuyo nombre era homófono de freier Vogel, «pájaro libre», y a la que efectivamente resultaba por completo inútil decirle lo que debía hacer.

El profesor Delacalle comienza enfatizando que la forma en que hoy usamos la misma no es natural, sino histórica. En Bélgica y, si he entendido bien, en Alemania, la obligación de caminar por la acera data sólo de 1936; significativamente, es en ese mismo año cuando se permite aparcar los coches en la calle: hasta entonces estaba prohibido abandonar un vehículo privado en el espacio público. Comenzó así a dividirse y especializarse la calzada, en zonas supuestamente seguras. Sólo supuestamente, pues está demostrado que la mayor frecuencia de atropellos se da en pasos de cebra, donde el peatón, creyéndose amparado por la ley, baja un poco la guardia. El conferenciante da varios ejemplos del fenómeno contrario, que él denomina «peligro tranquilizador»: cuando una situación de riesgo obliga a concentrarse y se traduce en una reducción del número de accidentes. Es lo que ha sucedido cada vez que un concejal ha suprimido las líneas de la calzada, o lo que ocurrió en Suecia cuando decidieron conducir por la derecha: el número de accidentes se redujo en un 19%, al menos hasta que los conductores se acostumbraron al nuevo régimen vial. En cambio, cuando en Inglaterra obligaron a instalar cinturones de seguridad en los asientos traseros, los conductores se sintieron menos responsables, bajaron la guardia y chocaron como nunca antes.

El modelo que predica Delacalle, y el que las superabuelas de nuestro Comité quisieran ver aplicado en Tilff, es el de «espacios de encuentro». Consiste en hacer tabula rasa de la calle, en suprimir las señales de tráfico, los semáforos y las aceras, en desmontar el régimen de segregación que rige hoy en día, con espacios separados para peatones, automóviles y ciclistas (que habría que multiplicar ridículamente si se quisiera hacer sitio a nuevos modos de transporte como esos artilugios circenses llamados segway con los que los turistas siembran el terror en los cascos históricos). Se trataría de regresar a una calle primigenia en la que los usuarios deban mirarse a los ojos y negociar en cada momento su prioridad, su velocidad, su dirección; en la que estemos expuestos a la alteridad, tengamos encuentros inesperados, conozcamos mejor nuestro entorno y utilicemos más el pequeño comercio. A pesar de que parezca utópico, es un modelo que se está ensayando con éxito en muchos cruces de todo el mundo, varios de ellos con un tráfico de más de 12.000 vehículos al día.

«La calle —explica el Sr. Delacalle con voz fatigada— debe decir a través de su mobiliario que no es una carretera. La lectura que hoy hacemos de calles como la avenida Labobulle, en Tilff, es la contraria: es un espacio hecho para coches, una autopista con aceras a los lados. Debemos reorganizar la ciudad para que se lea de otro modo».

Siempre encontré estimulante que Alan Moore o Ian Sinclair hablasen de leer la ciudad, pero cuando son mis huesos los que se la van a jugar en la operación hermenéutica la idea no me parece tan seductora. Si algo sabe un profesor de literatura es que los textos se leen a lo loco, de manera muchas veces fragmentaria e inexacta, y que con demasiada frecuencia el lector no encuentra en ellos sino la confirmación de su visión del mundo, a despecho de lo que el texto dice literalmente. Por lo tanto, la idea de que los automovilistas lean Tilff igual que leen textos —cuando los leen— hace germinar vertiginosamente en mi interior la agorafobia.

Si cambiásemos el lenguaje en el que se expresa la ciudad deberíamos hacer un esfuerzo educativo por alfabetizar a los usuarios en ese nuevo idioma, que no tiene nada de intuitivo y que no se adquiere por ciencia infusa. El conferenciante ha evocado varias veces con admiración nostálgica aquel espacio diáfano de las calles anteriores a 1936, en las que peatones, carros, niños, automóviles, tranvías, buhoneros y burras de leche se entrecruzaban milagrosamente. Pero si hubiéramos tenido más tiempo para preguntas, habría desafiado públicamente al profesor Delacalle a encontrar un número de periódico de los años 1920 en el que no se notifique el atropello de un niño. 

Los textos no se leen a sí mismos. Hay que leerlos, y saber leerlos. Lo mismo podría decirse de las ciudades, si aceptamos la metáfora. Quizá el gran fracaso del modelo urbanístico actual es que está planteado en términos puramente semánticos, pero es descifrado en términos pragmáticos. Es decir, que presupone para cada signo un significado único y literal, mientras que el usuario le da un significado traslaticio y contextual. Así, por ejemplo, el conductor que entra en Tilff desde el sur ve una señal de limitación de velocidad a 30 km/h, un paso de cebra, una verja pintada de rojo y amarillo que resguarda un islote en mitad de la calzada, dos farolas pintadas de rojo y con potencia suplementaria, un lápiz fosforescente de dos metros y medio de alto que le recuerda que se acerca a una escuela y le sugiere que reduzca la velocidad y, por último, un monitor conectado a un radar que le da las gracias si circula a menos de 50. Este conductor ve todos esos signos entre dos mensajes de WhatsApp, pero de un modo inconsciente y preverbal se hace una serie de reflexiones. Se dice que ya son las ocho de la tarde y no es hora de que salgan los niños del colegio; se dice que no hay ningún vecino esperando a cruzar la calle junto al paso de cebra; se dice que ha venido atravesando el valle a 80 por hora, por lo que nadie puede pretender en serio que reduzca a treinta un kilómetro antes de incorporarse a la autopista; se dice que si realmente quisieran que frenase le habrían puesto un badén; se dice que en Tilff todo el mundo se toma las señales a beneficio de inventario, y que él no va a ser el único gilipuertas que las respete; se dice, en fin, que puede vivir sin que la alcaldesa le dé las gracias anónimamente desde un monitor, y que de todos modos nunca pone multas para no irritar a sus votantes. Conclusión: una vez al mes hay que reponer la verja de colorines porque se la ha llevado por delante un coche que circulaba con excesivo nominalismo. En algún lugar de Valonia hay un hangar lleno de verjas rojigualdas en espera de la siguiente sobreinterpretación.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Anoche fui con Alfredo a la Cité Miroir, donde echaban un documental sobre El Mercurio, diario y emporio mediático chileno que lleva perteneciendo a la misma familia desde mediados del siglo XIX. Tras el golpe de Estado del 11 de septiembre del 73, El Mercurio, que ya había sido muy crítico con Allende, recibió casi dos millones de dólares de la CIA que de algún modo debieron de entenderse como indemnización por la cantidad de falsedades que publicaría desde entonces. Entre esas falsedades destaca lo que ha pasado a la Historia como «la lista de los 119». Estos 119 eran en su mayoría militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria que el nuevo régimen había hecho desaparecer. Ante las acusaciones de detenciones ilegales, torturas y ejecuciones sumarias, el servicio secreto de Pinochet, la DINA, tuvo una idea sórdida: mandó agentes a Argentina con la misión de sacar cadáveres de la morgue, meterles en los bolsillos cédulas de identidad de los desaparecidos y abandonarlos en los Andes. A continuación, dos números únicos de revistas hasta entonces inexistentes informaron en Argentina y Brasil de que esos cadáveres correspondían a militantes del MIR que habían muerto cruzando la frontera, o que se habían matado entre ellos. En Chile, El Mercurio y otros diarios de la misma familia dieron por válida esta información pese a lo turbio de su procedencia, y se resistieron a indagar más en el asunto a pesar de los insistentes requerimientos de los familiares de desaparecidos.

Algunos de ellos están hoy en la sala: la sobrina de uno, el cuñado de otro. Después de la proyección cuentan que uno de los argumentos más sólidos para contestar la explicación oficial sobre el fallecimiento de los 119 fue el testimonio de decenas de personas que habían coincidido con ellos en los calabozos secretos de la DINA. Muchos de esos testigos estaban presos en un campo de concentración cerca de Valparaíso. Ante la negativa de los medios a tomar en consideración su testimonio, iniciaron una huelga de hambre. Dos de ellos, que sobrevivieron y emigraron a Bélgica, están también sentados en las butacas de la sala de proyección.

Le dan el micrófono a uno de ellos, un señor todavía joven —debía de ser casi un niño en el 75—, con un acento ceceante que podría pasar por jienense. Tiene un nombre raro, visigótico, algo así como Wenceslao o Wilfredo. «Bonestard», dice, y enseguida explica: «ye ne parle bien francé, mas ci parlo nerlandés, es pior». Luego me enteraría de que vive en Amberes. Y prosigue contando lo que le han pedido que cuente:

—Nus estions dans le campo de concentración cuand viene un con el periodíc, le yurnal, e di: «aquí pon que ce an matao, que ce zon tués les uns a les otres». Pero nuzatres zavións que ceté fals, ceté pas correcte, l'información du yurnal, parsque quelques uns de les disparús avé eté compañóns de celda, e nus zabións que ellis ne eté partis al entrager, que cé lo que le yurnal dicié.

Hasta ahí, nadie había comprendido nada, salvo que aquel hombre nos estaba presentando una tragedia tristísima de una manera involuntariamente cómica, a la manera de Roberto Benigni en La vita è bella; y tras quitarle con la potencia de la imaginación las gafas, las canas, treinta kilos y veinte años, uno aseguraría que el viejo mirista había tenido un parecido razonable con el Roberto Benigni que ha quedado fijado en aquella película, las cejas apartadas, el pelo repeinado hacia atrás y rizado en los extremos.

—Entonz, nus avóns decidé que, como nadie nus creíe, nus alón fer la greve de la fam. Me primer, nus preguntames al Partí, parsque bocú dels prizoniers eran comunistes, e les comunistes han disciplina de partí. E le comité del Partí di que non, que une greve de la fam en un campo de concentración es un provocación inaceptable. Me de tut manier nus avón fe la greve de la fam, e nus navóns manyé plus rian de rian. Ah, me dans le cam de concentración avé un general muy farucho, avec le muztacho fachista, e il di que la greve de la fam era una traición a la patria e tut un serie de barbarités. Entonz, il nus a fe former en carré (la formación en carré es una especie de U avec la forme de un carré), e il di: «¡el que quier fer la greve de la fam, que eleve la man, parsque nus alón le fuciler! ¡A ver quién tié narices!». E un camará a elevé za man, e ye he elevé ma man ocí, e otro, e otro...

Aliviado al comprobar que Walterio era consciente del efecto chusco de su acento —y, por supuesto, calificarlo de acento es tan inexacto como generoso—, y al ver que él mismo se sonreía al improvisar una traducción o calcar un modismo, el público perdió el pudor y empezó a reír a carcajadas, como si Tip y Coll le estuvieran explicando las instrucciones para llenar un vaso de agua, aunque lo que en realidad nos estaban explicando era un truco mucho más difícil y arriesgado, que si salía mal podía hacer desaparecer al ilusionista sin dejar huella.


—E luego el general del muztacho a cherché otres presos, parsque nus etións en diferentes cabañes, e lo mesme: tus elevan la man, e a la fin il avé, ye ne sé, ochente, novente prisoniers dispuestes a cer fucilés. El general ne pué fusiler a la muatié del campo de concentración, e a la fin il nos a llevé a otro campo, u nus avóns fe la greve de la fam, e za a eté tres bien.

El moderador, que es un colega del departamento de Información y Comunicación, se impacienta un poco porque aún deben tomar la palabra muchos supervivientes, y se agita en el asiento:

—Vaya terminando la huelga, Wilfredo, por favor.

—¡Non! La greve de la fam ne ce termine, parsque ye tengo que racontar une cose plus. E cé que trua señoras, trua fames, veníen por turnos con mezages de apoyo de la famille de les disparús, e nuzatres les dabam artícules, poemas, cartes, e za a eté la chose que nus a permí de terminer la greve, parsque nus sabión que nostre greve eté entendú a Zantiago, e que il avé cet zolidarité. E una de eses fames —señala a la sobrina de uno de los desaparecidos, que está en la tribuna— era la mer... no, la gran-mer de esta señorita. Bué, ya se me acabó el francés. En fin, nus etións tres fin... ¿cómo se dice «flaco»?; tres megre, eso, pero tres content, e les soldats nus on regardé con respect, e le general del muztacho fachiste también, e no ha fucilé a ningú. Vualá.

La gente ríe y aplaude con un regocijo poco justificable dadas las circunstancias, pero que a una escala muy reducida constituye una nueva victoria de la vida sobre la destrucción.

martes, 1 de septiembre de 2015

Soñé que Almodóvar recibía el Óscar. Penélope Cruz sacaba la cartulina del sobre. Millones de espectadores contenían el aliento.

And the Oscar goes to... PEDRO!!

Again. El director subió al estrado emocionadísimo, no acertaba a decir nada, sólo «thank you, thank you», de un modo entrecortado, mientras lloraba y se mesaba los cabellos. El público aplaudía, íntimamente halagado por las muestras de reconocimiento que manifestaba ese cineasta extranjero y gordinflas.

Al cabo de un minuto Almodóvar dijo que tenía preparado un discurso pero que no se sentía capaz de leerlo. Sacó de su bolsillo una cuartilla, doblada en cuatro, y con un gesto elocuente me la tendió a mí, que estaba en una de las primeras filas. «Será un honor», dije.

Ajusté la altura del micrófono, desdoblé la cuartilla y empecé a leer, pero el texto, que parecía un impreso volandero, en tinta azul, estaba muy gastado, y había líneas enteras que apenas podía descifrar. «Harta de claustro... rezo y penitencia, puso fin una... monja a su exigencia, digo existencia...; que allí, para vivir en santa calma, o la materia... sobra, o sobra... o sobra el alma». Eran poemas contra los jesuitas, con referencias oscuras a la harina plástica y al magro en conserva. Había lo menos treinta estrofas. La Academia, que no entendía una palabra, guardaba un silencio respetuoso. ¿Por cuánto tiempo? Al pie de las escaleras, Almodóvar lloraba y lloraba de una manera que por momentos parecía una risa nerviosa.