También me he traído a Hony la antología de poesía catalana que tengo en casa, en este día de incierta trascendencia para la ordenación territorial española. Leo allí un poco al azar: «Per veure bé Catalunya, / Jaume primer d’Aragó / puja al cim de Sant Jeroni...». Es un poema en el que Jacint Verdaguer despliega una argumentación irredentista que exige el rescate de Mallorca y Valencia. Hay que ver... Paso unas cuantas páginas: «Déu nos do ser catalans, / gents de bella anomenada / la millor cosa del món...» ¡Mi madre! ¿Quién ha escrito esto? Atiza, es el venerable Josep Carner. Salto a los versos finales para ver si se trata de un poema irónico. No, no parece. Si donde pone «catalans» pusiera «castellans», el poema habría habría podido figurar sin desmerecer en las obras completas de Eduardo Marquina o de José María Pemán. En fin, pasemos a alguien un poco más moderno, como J. V. Foix:
No pas l’atzar ni tampoc la imposturaPues estamos arreglados. ¿Será que el antólogo, también poeta, se propuso sonrojar a sus rivales pasados y presentes sacando a publicidad sus versos más patrioteros? Hay uno que, aunque también termina hablando del amor a la patria, lo hace en un tono resignado que me gusta; es de Salvador Espriu, y comienza así: «Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / i com m’agradaria d’allunyar-me’n, / nord enllà, / on diuen que la gent ès neta / i noble, culta, rica, lliure, / desvetllada i feliç»...
Han fet del meu país la dolça terra
On visc i on pens morir. […]
Clos segellat, oh perfecta estructura
De la mar a Ponent, u a l'alta serra
—Forest dels Pirineus—, on ma gent erra!:
a Ella els cors en la justa futura.
Al regresar me apetece mucho un batido, por lo que dejo atrás mi calle y sigo pedaleando hasta la plaza. La heladería de Tilff está completamente llena. La cola sale del establecimiento y serpentea entre las mesas de la terraza. Para no esperar en balde, nada más ponerme a la cola le hago seña a una camarera y le pregunto si también hacen batidos.
—Ah, sí, por supuesto.
—Pero ¿batidos de fruta natural?
—Claro —responde ella—. De todos los sabores que quiera.
Esta respuesta me desconcierta un poco: ¿puedo pedir cualquier fruta que se me ocurra? ¿O incluso cualquier sabor? ¿Podrán hacer batido de aguacate? ¿Es el aguacate una fruta? El aplomo de la camarera y el repugnante pabellón auditivo de un perro faldero que tiene en brazos la clienta de delante disipan pronto estas dudas. Dos años después llego al mostrador.
—Buenas tardes. Querría un batido de frutas del bosque.
—¿Cómo, de frutas del bosque? No hay batido de frutas del bosque.
Esta dependienta apenas es dos o tres años mayor que la anterior, pero se conoce que la vida ya la ha hecho mucho más realista. Yo trato de no enzarzarme con requerimientos extravagantes porque los ojos de las cuatrocientas personas que hacen cola convergen en mi nuca y me instan a no perder tiempo.
—Bien, de acuerdo; entonces, ¿de qué frutas pueden hacer batido?
—De ninguna.
Ah. Esto ya es estar completamente de vuelta, esto es puro pirronismo. Uno cree tener todas las frutas del mundo a los pies y en un par de años se desvanecen todas las ilusiones. Yo busco con la vista la lista de precios, detrás de la heladera:
—Ahí lo pone: «milkshake aux fruits», batido de frutas.
—Sí, claro. Lo que hacemos es echar frutas en el batido.
Ah. Ya empiezo a entender. Es decir, que se hace el batido por una parte y las frutas por otro. El batido de frutas es, en realidad, batido de helado con frutas.
—Exacto.
—Un batido de fruta natural en el que la fruta no está batida.
—Eso es —la muchacha mira con aprensión la cola, y no me da tiempo a preguntarle por qué sería tan costoso batir la fruta una vez que está en el mismo recipiente que el batido—. ¿Le pongo uno?
Sí, venga, lo que sea, pero deprisa y de fresa. La dependienta echa una bola de helado en un cubilete metálico, le añade leche, fija el cubilete a la batidora y cuando ésta entra en funcionamiento toma un vaso de cartón y pone dentro una cucharada de la macedonia que tiene preparada en otro recipiente. Luego echa el batido por encima, le pone una pajita y me lo tiende junto con una cuchara de plástico. Irónicamente, al final de lo que más disfruto es del batido de helado, porque la macedonia tiene sobre todo tacos de manzana, que siempre se me hace muy pesada.
Cosas como ésta están ocurriendo ahora mismo en esos países del norte que Salvador Espriu imaginaba cultos, nobles y felices. Cosas de una estupidez verdaderamente admirable, que es inútil tratar de entender, y frente las cuales los mismos gigantes son de muy escasa ayuda.