Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 11 de marzo de 2019

Hay lugares en los que todos se han equivocado de lugar. El cabaret Knutschfleck, a tiro de piedra de Alexanderplatz, es uno de ellos. Al menos hasta que uno llega al cuarto cóctel: después del cuarto cóctel ya encontramos más natural que el vecino de la mesa de al lado se nos acerque peligrosamente y nos grite, como si fuera un mensaje expresamente dirigido hacia nosotros, la letra de la canción que suena en ese momento por los altavoces.

—¡¡99 globos van volando al horizonte!! ¡¡Los confunden con platillos volantes!!

Qué bonita era esa canción antes de que me la gritase un borracho. De vez en cuando se corta el hilo musical y sube al escenario un artista que casi siempre podría hacer exactamente lo mismo en el metro de Berlín, y seguramente lo haya hecho hasta unos minutos antes. Un saxofonista sin fuelle, una maestra de ceremonias con el carisma de un percebe, un gordo pelirrojo con una casaca de licra que pretende ser un crooner aunque antes del cuarto cóctel era indiscutiblemente un espontáneo de karaoke. «Dios —me digo—, si mi amigo Rafa estuviera aquí hace tiempo que se habría disuelto sobre la barra como la bruja mala del Oeste». Claro que si mi amigo Rafa estuviera aquí, y si no estuviéramos celebrando el cumpleaños de Kathleen con su familia, llevaríamos ya dos horas en algún concierto de zydeco balcánico neo-bop. Hay que pagar un precio alto por vivir en sociedad. Uno podría decir, con Rimbaud, que ha perdido la vida por delicadeza; que es, añade Sergio del Molino, una forma poética de decir que la ha perdido por imbécil.


Tras una hora y media de autoengaño, vergüenza ajena y comida de microondas, entran las coristas. Las cuatro coristas. Bailan el can can y ponen el culo en pompa con un gesto que quiere ser de picardía pero que sólo traduce obligación. El público se divide entre los que graban la actuación con sus teléfonos móviles y los que buscan el chiquero con la mirada mientras remueven nerviosamente la pajita en el hielo de sus vasos. Hay varias mujeres entre los primeros y varios hombres entre los segundos. Todos hemos ido allí engañados, y algunos incluso hemos ido allí en compañía de nuestros suegros, con unas entradas regaladas por un cuñado desaprensivo que encima ha tenido el cuajo de quedarse en su casa aduciendo —esto es más verídico aún que el resto— que estaba algo dolorido porque había salido despedido de una motonieve en las estepas del círculo polar ártico. 

«Knutschfleck» significa «chupetón» y, como los chupetones, este cabaret ofrece un simulacro de placer que al día siguiente sólo produce sonrojo. Hay en Knutschfleck un único momento auténtico, que altera el ritmo concentrado de los barmen y entretiene incluso a los que todavía vamos por el cóctel número 2 (no necesitaron más, después de todo, en la mesa de las que están celebrando el divorcio de una amiga). Es cuando ponen por los altavoces «YMCA» y la señora que limpia los retretes se sube al escenario y mueve su culo gigante con más espontaneidad y convencimiento que las cuatro coristas juntas. No sé si por falta de coordinación, o por falta de alfabetización, o porque es la persona con más dignidad de todo el local y puede reírse de nosotros en nuestra puta cara, la mujer de la limpieza no forma con los brazos las letras «YMCA», sino «CCCP».

viernes, 8 de marzo de 2019

Un día miro la agenda y se me ocurre que puedo acercarme a celebrar el carnaval en los mundos resbaladizos del Super Mario Cars, disfrazado de avatar. Para llegar al reino Champiñón no tengo más que tomar el Thalys a París y pedirle a Eduardo y Laura que pongan la consola. Ni eso, en realidad, porque la consola está puesta a priori.

(Decir «consola» en lugar de la marca que la industria ha escogido para ella le pone a uno más años que dejarse barba. Dentro de poco será tan antiguo hablar de estas consolas como de las otras).

Apenas he terminado de admirar la edición de greguerías de Ramón que ha hecho Laura para la colección de clásicos de Garnier cuando me encuentro, no sé cómo, con un mando en las manos. Echamos el domingo recorriendo a toda mecha unos espacios insólitos que al propio Ramón Gómez de la Serna —que fantaseó con una playa llena de pisapapeles y un pueblo habitado exclusivamente por muñecas de cera— lo habrían dejado cortado y tartamudeante. El desierto de los quesos. Mansión fantasma con un bypass de scalextric. La venganza de los raviolis aztecas. San Francisco a vista de Lego. El circulito de Montecarlo. 2001, odisea en el Imaginarium. Pero yo apenas alcanzo a fijarme en estos decorados de delirio, ocupado como estoy en perder todas las carreras disfrazado —virtualmente— de Shy Guy y montado en una motocicleta loquísima. Cuando al fin nos vamos a dormir, cerca de las dos de la mañana, cierro los ojos y veo una bola de discoteca.

Al día siguiente nos pasamos del tirón varias pantallas, pero esta vez en el mundo físico. Deriva situacionista en torno a la colegiata acribillada. Jeremiada académica. Duelo de titanes con tofu. Submarinismo boulevardier. Carrera de relevos por Gibert Joseph. Supermario Metropolitain. Y al hacer transbordo en Châtelet pasamos por un puesto de fruta.

—¿Has visto qué pinta más estupenda tienen esos aguacates? —le digo a Eduardo.

—Me va que eran de plástico.

Paro en corto, driblo y centro el balón:

—Yo creía que todos los aguacates eran de plástico.

—De hecho —remata él—, alguno todavía no se ha enterado de que si abres el hueso sale una sorpresa de Kinder Sorpresa.