Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Ayer fuimos a ver la segunda parte de El hobbit. Buscar un único responsable resultaría mezquino y simplificador: es una de esas cosas que ocurren por una malhadada concatenación de circunstancias, como despertarse sin pantalones sobre el mostrador de un club de carretera o transformar los ahorros de cuarenta años en participaciones preferentes.   

La película trata —como la anterior, como la siguiente— de unos enanos que se afanan por recuperar el reino de sus padres, la cultura material de varias generaciones, la memoria histórica enterrada en la cuneta, o más precisamente en el corazón de una montaña. Los enanos buscan la entrada a la ciudad subterránea de sus ancestros, y se desesperan palpando los cortes escarpados de la montaña, con una capacidad de percepción que no envidiaría un interventor del Banco de España: Bilbo —ese ciudadano medio de país periférico, de escasos posibles pero con sentido común— encuentra enseguida la entrada, que tiene las dimensiones de una pirámide azteca. «Tienes buena vista, hobbit», le dice el jefe de los enanos dándole palmaditas en el hombro.

Curiosamente, no bien encuentran el acceso secreto al reino de sus mayores, los enanos deciden que lo que necesitan es una piedra de color irisado que sus tatarabuelos perdieron en algún rincón de la cámara del tesoro. ¿Por qué? ¿Desde cuándo? ¿Para qué? Los españoles nos empezamos a oler que los enanos son compatriotas mandamases, pues reconocemos en ellos la agenda voluble y la ideología movediza. 

El cambio de planes habría resultado anecdótico y hasta cierto punto inocuo si la cámara del tesoro no hubiera estado ocupada por un enorme dragón. Los enanos engañan a Bilbo para que sea él quien se entienda con el dragón capitalista. Imposible hacer entrar en razón a los mercados: cuando el dragón comienza a escupir llamaradas, se impone salir de naja. «Debemos correr a la galería tal y cual —dice el presidente de los enanos—; es nuestra única posibilidad». ¿Y no podrían también volver por donde han venido?, se pregunta el espectador; sería otra posibilidad. Por desgracia los enanos existen sólo en un mundo de ficción y no lo escuchan. Minutos después se descubre que la galería por la que pensaban huir ha quedado cegada por un desprendimiento de tierra.

La cosa se pone cruda. Los enanos deciden coger el dragón por los cuernos e improvisan un plan para matarlo. El que lo decide es sobre todo su jefe, a decir verdad, pero sus compañeros respetan la disciplina de partido; en cualquier caso el plan consiste en fundir en oro una estatua inmensa de uno de sus ancestros, y romper el molde en la cercanía de la bestia, antes de que el metal se haya solidificado. La idea no sólo es absurda, sino que además exige movilizar unas energías inverosímiles, dadas las circunstancias: poner en marcha las norias, encender los altos hornos, licuar la crisolada en gigantescas fraguas y verterlo en el molde, todo ello en poco más de cinco minutos y en un lugar escasamente iluminado. Consiguen llevarlo todo a cabo con una facilidad pasmosa, pero como era de esperar al dragón el desplome de la estatua apenas le hace cosquillas.

Y así todo. Uno sale del cine y se dice «desde luego, nos toman por imbéciles». Pero precisamente por eso los creadores de El hobbit han producido una obra maestra, en la que queda plasmada con singular perfección la cultura política de ese país que algunos llamamos nuestro, pero que al final siempre es de otros; un país lleno de enanos, de feos, de bigotes, de ruinas, de tesoros enterrados y de paisajes en tres dimensiones.