Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 24 de enero de 2015

Un consejo académico viene a ser algo así como la junta de accionistas de la universidad, y en el de esta semana el nuevo equipo rectoral expone su proyecto de universidad. Los vicerrectores están repantingados en sus sillas, con aire suficiente; la mesa tiene aspecto más bien de sobremesa. El rector anuncia desde el principio que no habrá tiempo para preguntas, lo que me pone detrás de la oreja una mosca que tiene la cara estupefacta de Rajoy. Una tras otra nos van pasando las diapositivas, adornadas con imágenes presideñadas del Office y caricaturas de periódico. Tipo: Calibri; no digo más. El organigrama es una diapositiva prieta en la que apenas se distingue nada; recuerda peligrosamente el nivel 8 del Super Mario. Welcome to the warp zone! El plan ultrasecreto del nuevo rector consiste en crear varias instancias con acrónimos ocurrentes entre los departamentos y el rectorado. Vicedecanatos, consejos sectoriales, negociados de evaluación... El futuro se acerca a nosotros como una borrasca de papeleo de dimensiones continentales. Incluso me parece que en el anfiteatro ya ha empezado a oler a tóner.

Después de este embarazoso episodio de diarrea organigrámica, cacareada por Faemino y Cansado en sus papeles respectivos de primer vicerrector y de vicerrector de investigación, el rector propiamente dicho anuncia que la cena está servida. Caminamos en manada los pocos cientos de metros que nos separan del restaurante universitario, y hacemos cola para dejar los abrigos porque han habilitado un cuarto de servicio como guardarropa.

La cena constituye un fenomenal despliegue de falta de escrúpulos ecológicos: hígado de ganso, atún rojo, solomillo de ternera y faisana. Se conoce que el faisán resultaba demasiado vulgar. En cambio, en mi mesa la conversación trata de animales domésticos. Frente a mí, el vicerrector de la Evaluación de la Calidad expone una curiosa teoría sobre la doble lógica del profesorado, mientras devora el corazón de un koala: «Cuando están en su elemento —dice—, los profesores se comportan como gatos, pero cuando suben a vernos al rectorado se comportan como perros». Yo no sé muy bien cuál es el elemento de los profesores, muchos de los cuales parecemos casi siempre peces fuera del agua, pero creo que el vicerrector ha dicho una gran verdad que explica mucho de lo sobrenatural que pasa en las universidades. 

Apenas vi que retiraban el plato del postre traté de escabullirme por la escalera de incendios, pero Germain me agarró del brazo y me lanzó entre las fauces de una especialista en psicología del desarrollo, quien me asestó una clase magistral de tres cuartos de hora. Germain es un profesor de didáctica de lenguas germánicas con el que me llevo muy bien: todo el rato estamos insultándonos y riéndonos de la ropa del otro. Por el rabillo del ojo puedo verlo desternillándose de risa mientras la psicóloga llega al capítulo de la Gestalt.
 
Cuando sale Germain me encuentra esperándolo en la calle. Mi intención original era partirle las piernas, pero cuando empieza a llorar me da pena y le digo que le perdono si me acerca en coche a casa, porque ya es medianoche y de otro modo tendría que bajar a Tilff atravesando a oscuras el  bosque de Colonster. En el coche vamos comentando las mejores jugadas.

—Si la Facultad pasa a decidir sobre la financiación de proyectos, vamos a ir todos con el cuchillo entre los dientes.

—Y si se nos obliga a reagruparnos en departamentos de investigación tendremos que decidir quiénes son nuestros amiguitos, lo que tendrá por consecuencia enemistarnos con todos los demás. 

Los dos tenemos claro que de este reordenamiento universitario no puede salir nada bueno. Una subcomisión de evaluación no nos va a ayudar a dar mejores clases ni a escribir libros más relevantes. En cambio, por un semestre sabático o cincuenta horas anuales de becario le vendo mi alma al primer decano que pase.

—¡Minions! ¡Lo que necesitamos no son subcomisiones, sino minions que nos hagan fotocopias y nos metan las notas en las actas!

¿Quién dice esto? ¿Germain? ¿Mi subconsciente? Germain ha puesto una música supermierdera, pero ni siquiera me quedan ganas de meterme con él. Esta noche hemos sido unos cobardes sin dignidad, porque no hemos dejado plantado al rector y hemos partido el pan con el enemigo. Y si sólo hubiera sido el pan...

—Esta noche nos hemos comportado como unos perros —le digo.

Enseguida llegamos a Tilff, donde nada hace presagiar la manta de nieve que caerá en pocas horas. Le agradezco a Germain que me haya traído, y le digo que le invitaría a subir a tomar la última, si no temiera que se me insinuase.

—¡Vete a la mierda! —responde, y los dos nos reímos con una risa perruna.

lunes, 5 de enero de 2015

Pasan de las doce de la noche y nuestro sobrino Tristán —sonámbulo perdido— está copiando en una falsilla letras del alifato rasí. Estamos en el comedor de la casa de Molledo, y mi hermano Nacho nos ha dado la versión exprés del seminario sobre aljamías que impartió hace unas semanas en la Fundación Menéndez Pidal.

—Esto es la UIMP —digo—: la «Universidad Internacional Molledo-Portolín».

Portolín es la fábrica de hilaturas que había a la entrada del pueblo. Una copla montañesa que cantamos mucho en mi familia dice «es tanta la virulencia / que lleva el ferrocarril / que se planta en hora y media / de Molledo a Portolín».

Las aljamías hebreas serían la primera parte de un fin de semana de estudios hispánicos que para Kathleen ha revestido una intensidad especial, pues de paso le hemos enseñado a jugar al mus:

—Los reyes valen 10 puntos, como las demás figuras, pero los treses valen lo mismo que los reyes, por lo que los llamamos «cerdos», y los doses y ases son los «pitos», que también valen lo mismo.

Kathleen se pregunta, algo impaciente, por qué no imprimen una baraja especial para este juego, pero en la primera mano quita el mus y nos pega una tunda que nos deja temblando.

El domingo por la mañana bajamos a Silió para ver la Vijanera. Es una de esas mascaradas de año nuevo tradicionales que se celebran entre el solsticio de invierno y la Semana Santa, de las cuales los carnavales sólo son las más conocidas. Los disfraces más abundantes de la Vijanera son los llamados zarramacos, la encarnación local de esos personajes cargados de cencerros que constituyen «[l]’acteur le plus universel des carnavals de l’espace euro-méditerranéen», según leo en un catálogo de exposición titulado Le monde à l’envers. El ruido de los campanos es atronador y creo verosímil que puedan ponerlo a uno en estado de trance; oído de lejos recuerda el sonido, hoy ya infrecuente, de los rebaños de vacas que salen de la cuadra en las mañanas de invierno. 

Los danzarines blancos representan la primavera y abren la comitiva. Les sigue un personaje con falda-caballo, supuesto mediador entre el mundo de los vivos y el de los muertos, aunque en otras regiones es evidente su dimensión fálica. La simbología sexual, inevitable en los carnavales, me parece que aquí está representada por los trapajeros, unos personajes disfrazados con parches y retales; los trapajeros blanden unos zorros de tela que embadurnan en charcos y boñigas, y que luego restriegan por la cara de las mujeres.

Los disfraces más impresionantes son, desde luego, los de los trapajones, seres vegetales sacados de un Barrio Sésamo surrealista y pagano que, como avanzan más lentamente que los trapajeros y los zarramacos, se quedan rezagados y son rodeados por el público. A un niño le quieren sacar una foto con un trapajón espléndido, cubierto de arriba abajo con hojas de magnolio. El niño, a pesar de que ya es talludito, da gritos y trata de escabullirse.

—¡No tengas miedo, que es tu primo!

Algo había leído sobre estas máscaras, pero lo que no esperaba es que en la Vijanera hubiera también una novia travestida y el parto de un engendro, desórdenes ambos bien conocidos de los etnólogos de toda Europa. En «la raya», un lugar que marca el linde del pueblo, se escenifica la defensa del territorio, y más tarde se leen coplas que hacen un repaso satírico del año, y que acaban dando vivas a Cantabria y a Silió.

La Vijanera termina con la muerte ritual del oso en la plaza de la iglesia. Luego, las máscaras se van al bar a rehidratarse, porque llevan seis horas sudando bajo los disfraces y el día estaba como para ir en camiseta. Mientras tanto, un hombre disfrazado de cerda se pasea y da chanzas a las muchachas.

—Toca, niñuca, toca —dice, refiriéndose a las seis tetillas que lleva, enhiestas, en el vientre—; toca, ¡ya verás qué gusto da!

A las chiquillas lo que les da es la risa floja. Minutos después la cerda juega un papel destacado en una suerte de parodia del propio carnaval, o de su clímax, que es la muerte del oso: una comparsa de máscaras rodea a la cerda, la degüella, la asa y hace con ella chorizos, que quedan colgados en un cordel en medio de la plaza. Cada chorizo lleva un rótulo en cartulina: «Matas», «Arenas», «Bárcenas», «Monago»... Los matarifes cantan: «vamos a ver si podemos / a esos chorizos colgar».El fantasma de la revuelta agraria se cuela en la mojiganga. Si la revolución es una inversión del orden social, una nueva era, un carnaval en serio, el carnaval es una revolución en broma, con un Dantón de helechos, un Robespierre de paja y un Marat de garabojos.