Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 20 de diciembre de 2019

El otro día, cuando cruzaba el puente sobre el Mosa para asistir a un seminario, me topé con Anne D. Estaba irreconocible, porque unos días antes se había tropezado en el vestíbulo de un centro comercial y había caído a plomo contra el suelo. No se ha roto nada, pero asusta a los niños por la calle. Quedamos en ponernos al día el viernes en el café del Teatro.

En realidad el café del Teatro no se llama así, pero debería llamarse así porque está en el teatro. Es demasiado tarde para tomar un café y demasiado pronto para tomar una cerveza. «Bof», hace el camarero, restándole importancia. Pedimos dos cervezas sin, y nos mira con cara de incomprensión.
 
Conozco a Anne de cuando los dos —aunque sobre todo ella— éramos activistas de barriada en Tilff. Hace un año ella decidió mudarse a L***, porque comprende que dentro de poco tiempo Monsieur Parkinson la obligará a renunciar al coche, a las escaleras, a las excursiones. La ciudad le permitirá, algo paradójicamente, reducir la escala de su mundo. Pero Monsieur Parkinson no es su jefe, sino algo así como un pariente impertinente al que Anne debe dedicar cierto tiempo de su vida. Casualmente ha terminado viviendo a cinco minutos de mi facultad, justo al otro lado del río.

Le cuento que yo también estoy dándole vueltas a la necesidad de abandonar Tilff y de trasladarme a un estudio en la ciudad, lo más cerca que pueda de la estación, para acortar al mínimo el tiempo invertido en los largos viajes que, en adelante, tendré que hacer cada semana. Ella me interrumpe: justo ahora una vecina suya tiene que devolver el piso de su madre, que responde a lo que busco. La llama por teléfono de inmediato y concertamos una cita para la mañana siguiente, pero al final resultará que el piso es el tiro de una chimenea.

«Todo va a salir suficientemente bien». Esa es la frase que Anne suele decir a los padres primerizos. Anne es psicóloga especializada en el desarrollo cognitivo infantil, y durante muchos años su trabajo consistió en formar a los puericultores. Cuando empezó, la principal aspiración de los responsables de las guarderías era que estas fueran higiénicas y seguras; lo demás les parecía secundario. La cruzada de Anne consistió en hacerles comprender que había otros aspectos merecedores de consideración.
 
En cierto sentido se trataba de inventar la infancia —digo, recordando un libro célebre de Philippe Ariès. Anne titubea:

—Sería más lógico hablar del «descubrimiento» de la infancia. Las necesidades de los niños no son un invento.

Pago las cervezas y filosofo mientras me dirijo a la estación de Saint-Lambert. La infancia, como todo, es una concreción de potencialidades; ahora bien, una potencialidad que no se realiza ¿sigue siendo parte de la cosa en sí? La adolescencia ¿estaba programada en nuestros genes o es, en su duración y en sus manifestaciones sociales, el producto de una sociedad históricamente determinada? La cuarta edad ¿es el descubrimiento de la fase degenerativa que nos aguarda o el residuo de la vejez digna que han inventado las sociedades desarrolladas? La misma conducta adulta ¿no es ante todo una imposición legal?

«Descubrimiento» o «invención» no son metáforas. Entenderlas como metáforas implicaría la existencia de una literalidad, de un significado último, «natural», al cual, ante la dificultad de cernerlo exactamente, decidimos referirnos de manera parcial o aproximada. «Invención» y «descubrimiento» son, por el contrario, imágenes con las que decidimos lo que la infancia —o, para el caso, cualquier otra edad— será para nosotros, y el grado de autonomía que estamos dispuestos a concederle. Porque «en última estancia» —como dice una alumna mía—, quienes nos inventan y descubren son los niños.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Las obras del puente de Tilff han obligado a reformar toda la estación. El andén en el que normalmente tomo el tren está convertido en un patatal, invadido por palas excavadoras y tractores, interrumpido por zanjas, sobrevolado por los garfios de las grúas que recogen capazos llenos de tierra. Todo este último mes los trenes han compartido un solo andén, el único que era accesible. Hasta hoy.

El tren que debería tomar se detiene en el andén de enfrente. Aunque arriesgase una multa atravesando el paso a nivel con la barrera echada no sabría como llegar hasta el tren: entre la calle y los vagones se abre algo que bien podría ser la batalla de Verdún. Ni siquiera si fuera Indiana Jones y supiera cómo encaramarme a una grúa llegaría a tiempo, por lo que me limito a contemplar estupefacto cómo mi agenda para la mañana se transforma en The Road de Cormac McCarthy.

Del tren que debería haber tomado ha descendido una chica que camina haciendo equilibrios por una fila de losetas, que es la única parte transitable del andén. Se detiene al llegar a una trinchera de la que salen los intestinos de las nuevas canalizaciones. Da una vuelta completa sobre sus pies y comprende que no podrá abandonar la estación sin escalar algo.

Me dirijo cabizajo a la parada del autobús. Odio el autobús municipal, porque cuando salgo de él me siento como si hubiera pasado la noche en un establo rodeado de mendigos. El último, obviamente, ha pasado hace tres minutos.

—Nos dejamos engañar como pardillos —dice un tipo que está sentado en la parada. Lleva un pantalón de chándal lleno de lamparones y una gorra de visera que pone «New York». En una mano sostiene un aromático purito y en la otra una lata de cerveza Perlenbach. En el suelo, junto a él, tiene una bolsa de Lidl, dentro de la cual intuyo más latas. Me cae simpático porque tiene la cara abotargada del Dr. John. Luego descubro que ni siquiera está esperando el autobús, y me cae más simpático todavía. 

—Ahora —prosigue el Dr. John—,  te digo una cosa: bastaba con que todo el mundo sacase a la vez el dinero del banco para que el sistema se fuera a tomar viento.

Yo le digo que estoy de acuerdo, y que en lo que a mí respecta ya he sacado del banco la mayoría de mi dinero para dárselo a la compañía alemana de ferrocarriles. Lo que ocurre es que estamos rodeados de pequeñoburgueses que no quieren que el sistema salte por los aires. Él aspira de su purito y ríe con socarronería:

—Claro que no. Están bien engrasados.

Gracias a él me entero de que las obras del puente de Tilff, que llevan anunciadas doce años, se han interrumpido porque ha quebrado la empresa española que debía proporcionar un anclaje de acero imprescindible.

—Como te imaginarás, habían cobrado por adelantado. Échales un galgo. Y mientras tanto, dejan que nuestros altos hornos se cubran de herrumbre.

Al Dr. John le revienta que con cada caso de incompetencia inverosímil se llene los bolsillos un regimiento de intermediarios. Él ha vivido en otros países, y no de los mejores, y en ninguno de ellos ha encontrado una densidad de parasitismo comparable a la de Valonia. Los proyectos de obras públicas se esbozan y se entregan, se evalúan y dictaminan, se enmiendan y se objetan, se rechazan y se paralizan, pero entre medias los consejeros y los peritos y los aparejadores y los concejales cobran cuotas y primas y tasas, y se desgravan gastos, y tienen comidas de trabajo que se extienden hasta la cena de trabajo. Entre tanto, el puente de Tilff sigue sin construirse, y hace quince años que el municipio le alquila al ejército una especie de mecano gigante que hace de puente provisorio y que ha habido que remendar y reparar una infinidad de veces. Pero mientras la gente no saque su dinero de los bancos tendremos que jorobarnos. Y eso que, de todos estos enjuagues, al final solo se conoce la mitad de la mitad. Él ya hace tiempo que ha dejado de confiar en la televisión, y pesca personalmente la información en internet. El otro día, sin ir más lejos, vio un documental que explicaba cómo la antigua civilización egipcia ya había domeñado la energía solar. El calor del desierto servía para fundir arena en grandes bloques de geopolímeros, que era lo que en realidad utilizaron para construir las pirámides. A fin de cuentas, ¿qué sentido tiene traer piedras de canteras lejanas cuando puedes fabricarlas en tu casa con un sencillo molde? Lo mismo habrían hecho los aztecas, y los mayas, y los incas, y los habitantes de la isla de Pascua.

—¿También los habitantes de la isla de Pascua? —pregunto, extrañado—. Mi cuñada estuvo allí y me mandó fotos de moais que habían sido abandonados a medio extraer, con el cráneo aún sumergido en la roca.

El Dr. John deja escapar una risilla oxidada y me mira como a un caso perdido.