Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 21 de junio de 2015

Patricia y Albert me invitaron ayer a cenar, porque iba a estar también Nil S., a quien tenía muchas ganas de conocer. Cuando estudiaba leí con devoción su antología de la primera ciencia ficción española, y unos años más tarde descubriría sus luminosos ensayos sobre Ganivet y el modernismo. Llego con antelación, porque resulta que las siete no era la hora a la que se me esperaba, sino la hora a la que Patricia me llamaría para decirme cómo iba la cosa, y cuándo debía ir. Han pasado casi todo el día en Lovaina y no han tenido tiempo de preparar nada, así que Albert y Marisol —la mujer de Nil— han bajado a comprar embutido y cervezas al súper de Tilff. Nos hemos debido de cruzar, no sé muy bien cómo.

Nil tiene una conversación remansada, con un acento raro y como traducido. Es un hápax prosódico, el acento probablemente único de un catalán que enseña español en Estados Unidos y se pasa el día leyendo en alemán. Parece frágil, pero su posición corporal y sus movimientos delatan una robustez que no era perceptible a primera vista. No es un godiflaco desgalichado como todo el mundo. Tiene una ergonomía romana, eso que se veía de antes en algunos curas, una como memoria muscular de la toga. Toga no lleva, pero de todos modos su ropa resulta anacrónica: lino, tirantes, zapatos de cuero en verde, todo muy Muji.

Hace un par de años Nil terminó un libro sobre la narrativa fascista, o más bien sobre la construcción del espacio en la narrativa fascista española. Lo escribió en inglés, dice, para que le resultase más entretenido. Lo que está haciendo ahora no tiene nada que ver, y ni siquiera es un tema de hispanismo. Dice que se cansa de los temas, que hay que acabar con el tema antes de que el tema acabe con uno, algo así. Yo le digo que tiene razón, y que alguien —no sé quién— distinguió entre el investigador lobo y el investigador zorro: el primero se mantiene toda la vida fiel a su dieta de carne de corza, mientras que el segundo ramonea lo que va encontrando, un día es un pájaro, otro un racimo de uvas, otro un par de escarabajos...

En realidad ser un investigador lobo tiene algo noble y épico; de antes había, efectivamente, investigadores que perseguían durante años a su presa, en una cacería a tumba abierta que luego dejaba libros como Mímesis, o Entre lo uno y lo diverso, o Literatura europea y Edad Media latina. Esto ya no puede hacerse porque hay que ganar sexenios y proyectos de investigación. No se puede esperar a cansar la presa, es todo más bien aquí te pillo aquí te mato. Por eso las cacerías intelectuales ya no se llevan. Lo más frecuente son los necrófagos que viven adheridos al primer objeto de estudio que se les cruzó por delante. Primero lo desuellan, luego se comen los menudillos, ponen la carne en salazón y acaban quebrando los huesos para chuparles la médula, entre un enjambre de moscas. A mí me parece que continuar royendo el hueso del tema al que uno le hincó el diente dos o tres décadas antes es una cosa mezquina, máxime cuando ese hueso muchas veces pertenece a un contemporáneo que aún anda por los cafés medio vivo, o que se murió hace poco bajo la mirada expectante del buitre académico.

Claro que todo esto no lo se lo dije a Nil porque no se me ocurrió en el momento y porque además Nil ya había empezado a hablar del nuevo libro que está escribiendo, que, como digo, no es un libro de hispanista, sino que trata de las guerras mundiales. Uno de los capítulos se centrará en el proyecto Echolot de Walter Kempowski. Recuerdo vagamente haber visto una exposición sobre él hace muchos años, y escribí sobre ello en mi blog de entonces. Kepmowski recopilaba diarios íntimos y testimonios personales de la generación que hizo la última guerra mundial, tanto de las víctimas como de los victimarios. Las siete mil páginas de esa cronografía polifónica, que Nil se ha leído ascéticamente, «despliegan una ética diametralmente opuesta a la de la guerra absoluta». Hay que ver. Y eso es sólo un capítulo, o un epígrafe. Más que una cacería, ese libro es un safari.

(Claro —refunfuña una voz dentro de mí—, es que a Nil le dieron clase Francisco Rico, Claudio Guillén, Alberto Blecua, Sergio Beser. Así ya se puede).

A la hora de las revelaciones se descubre que Albert persiguió a una chica hasta Dinamarca; que Patricia hizo el juramento hipocrático («¿en qué contexto?», pregunta Nil); que Nil escribió sobre unos escritores que él se había inventado.

—Sí, sí. Me los inventé —admite con mucha naturalidad.

Albert ameniza la cena con evocaciones de su apocalipsis particular: la desaparición de la prensa impresa y del periodismo independiente; la desintegración de Europa y del Estado social; la suplantación de la actividad crítica por hordas de robots que retuitean artículos científicos en función de cuánto hayan pagado las universidades. Cinco minutos antes de la medianoche, antes de que mi bicicleta se transforme en calabaza, pongo rumbo a Tilff, con esa ebriedad que dejan las conversaciones largas y ocurrentes. El faro de la bici rasga la noche y se me figura que es algo así como un símbolo.

domingo, 14 de junio de 2015

—¿No te enseñaron cuando eras pequeño que el sitio más peligroso en el que puedes estar durante una tormenta es una barca dentro de un lago?

En la meseta central castellana las probabilidades de estar dentro de un lago durante una tormenta son bastante remotas, así que no, Kathleen, no me lo enseñaron. Deja de hacer preguntas sarcásticas y sigue remando.

No estamos realmente dentro de un lago, sino en mitad del Spree, el río que atraviesa Berlín. Una hora antes habíamos atracado elegantemente en un embarcadero del Treptower Park. Esto de aparcar la barca, saltar al pantalán y atravesar las mesas de una terraza con el remo al hombro es probablemente la cosa más cinematográfica que he hecho en mi vida. Eso sí, qué vergüenza si mi tía Mamen viera el churro de nudo que he hecho, ella que es tan náutica y que sabe hacer el ballestrinque y el ocho corredizo. Ejem. El caso es que nos acabábamos de sentar a comer soljanka y salchichas en la terraza cuando empezaron a caer gotas. El pantalán en el que teníamos que devolver las canoas estaba a cosa de un kilómetro, o kilómetro y medio.

—Yo creo que si nos damos prisa, llegamos —dice mi hermano, que es muy animoso.

Quince minutos después luchábamos a brazo partido contra las olas, mientras los truenos retumbaban bajo nuestras canoas. La tarde se había puesto súbitamente épica. Por si la lluvia no fuera bastante, el viento nos lanzaba al sesgo ráfagas de agua. Sólo remando de un único lado lográbamos a duras penas imponernos a la corriente. Yo tenía las gafas mojadas por completo y veía poco; Kathleen, que iba delante, tampoco debía de ver mucho, porque durante un cuarto de hora enfilamos hacia un edificio que no era el embarcadero al que debíamos dirigirnos. A lo lejos creí entrever a Nacho y Eva haciendo molinetes con los remos como eskimales de dibujos animados.
Cuando empezaron a sonar las trompetas del Apocalipsis perdí la noción del tiempo y de los brazos. Nacho, que es todavía más pedante que yo, diría luego algo así como que aquello era uno de los ríos que separaban el Hades del mundo superior. Desembarcamos en la orilla correcta, pero el patrón no parecía muy contento de vernos vivos.

—¡Podíais haber esperado a que escampara! ¿Es que no habéis oído al hombre del tiempo?

Pues sí, sí lo habíamos oído, pero el hombre del tiempo nos había decepcionado mucho últimamente y decidimos darle más crédito a la mañana gloriosa que teníamos delante. Ahora debe de estar retorciéndose en su casa el muy cabrón, con un ataque de risa nerviosa. Nacho y yo nos quitamos las camisas, que están empapadas y dan repelús. Por suerte, Berlín es un sitio en el que uno puede coger el metro medio en bolas sin llamar la atención. Lo que llama la atención es que no tenemos ningún tatuaje. ¡Ni siquiera tenemos un bigote para un remedio...!

—Si es que te lo tengo dicho, Kathleen, que a ver si nos tatuamos alguna cosa porque vamos dando el cante.

En casa nos secamos y nos cambiamos de ropa. Mi hermano y mi cuñada, que han venido para día y medio, traen pantalones de repuesto; yo, que me quedo una semana y en realidad vivo más o menos aquí, le tengo que pedir uno prestado a Kathleen. Me pongo la camisa verde que compré en el Humana de Frankfurter Tor y me siento como uno de los Jefferson Airplane. Vamos al Schwarze Traube, el garito de los cóckteles misteriosos. Le contamos a la camarera nuestra aventura, y le pedimos el aguamiel de las victorias, el bebedizo levantamuertos del ceremonial vudú, el reconstituyente que le dieron a Jonás cuando lo escupió en la orilla la ballena.

La camarera nos lo trae. Es lo bueno de este sitio.

viernes, 12 de junio de 2015

Hemos tenido una tesina peculiar, este semestre. Una tesina que, en su construcción, recordaba esas fantasías musicales románticas donde las melodías se suceden con brusquedad ciclotímica, propulsadas —se diría— por una suerte de impaciencia introspectiva, y por la dicha sádica de poner a prueba las cualidades del intérprete. El tema, en cambio, era muy poco romántico: se trataba de una propuesta de análisis semiótico de los tropos (es decir, de las llamadas «figuras de pensamiento», como la metáfora o la metonimia), mediante la lógica formal.

No diré aquí nada más del trabajo, por estar éste inédito y ser propiedad de su autor, ni de la evaluación tras la defensa oral, que se hace a puerta cerrada. Apuntaré sólo una anécdota. Un colega le preguntó al estudiante si tenía en mente posibles aplicaciones informáticas de su trabajo. El estudiante dijo que no había pensado en ello, pero añadió a continuación algo muy interesante, que para no haber pensado en ello demostraba una rara viveza de juicio. Los programas informáticos relacionados con la lengua —dijo— suelen adoptar un enfoque lexicológico: tratan de producir y reconocer palabras, y de relacionar unas con otras de manera adecuada; en paralelo, se está llevando a cabo una inversión muy importante en software de reconocimiento de objetos, o, más que de objetos, de «discreciones», de formas distinguibles de un conjunto —el tipo de software que utilizan, por ejemplo, los coches automáticos—. Estas dos áreas de desarrollo, sin embargo, son cultivadas en paralelo y sin que haya comunicación entre ellas. Esa comunicación la daría precisamente una semiótica formalizada en términos matemáticos. Es la semiótica la que permitiría a una cámara identificar una pistola, y a un coche diferenciar una bolsa de un erizo.

Un día mi ordenador procesará mi careto, lo cruzará con Google Images, llegará a la conclusión de que me parezco a Woody Allen y me perderá el respeto, por lo que probablemente lo siguiente que vea será una ventana emergente con el mensaje «contraseña no válida».  Pero eso es fácil. ¿Podría un ordenador decirse «esto es una pistola, y por lo tanto un arma, así que contiene el sema [+letal] a través del cual se relaciona con los ojos verdes verdes con brillo de faca que se me han clavaíto en el corazón»? En otras palabras: ¿podría un ordenador, a través de un razonamiento lógico, pasar del sentido literal al sentido traslaticio o simbólico?

Esto del sentido literal tiene su miga. Ayer leí en un examen la frase siguiente: «Don Juan arde literalmente de amor por doña Inés». Se trata de un uso traslaticio de «literal», de un uso hiperbólico, de un uso —en definitiva— no literal de «literal», que está ya muy difundido en todas las lenguas occidentales, en particular en inglés. Esto tiene que ver seguramente con la degradación de la educación primaria en Estados empobrecidos, pero también con el genio popular que de algún modo intuye lo relativo del significado literal, la reversibilidad de la semiosis: una pistola es literalmente un arma, que es literalmente dañina; una mirada es literalmente dañina, lo que hace de ella literalmente un arma. En estas ecuaciones, «literalmente» quiere decir «pertenece a» o «está incluido en» cierto conjunto semántico. Entre «mirada» y «pistola» hay una intersección que no es difícil confundir con una relación de identidad.

Otra forma de verlo es que la literalidad no es una categoría discreta, sino continua, según su proximidad a... ¿a qué? ¿A un prototipo independiente del contexto, como aceptan hoy muchos lingüistas? ¿O a la acepción más frecuente en cierto contexto? ¿Lo que el atracador tiene en la mano es [+ literalmente] una pistola porque la acepción más frecuente es la del arma de fuego que blande un atracador?

En un artículo de Revista de Libros leo que las afirmaciones de Isaiah Berlin «casi nunca son literalmente falsas». Quizá una palabra pueda tener un significado literal, si asumimos que haya prototipos no contextuales, pero no son concebibles prototipos de oraciones. ¿Puede tener una frase un sentido literal e inamovible? Tomemos, por ejemplo, la afirmación siguiente: «en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado exclusivamente por conejos filósofos». No es una frase de Isaiah Berlin, es cierto, pero puede hacernos el apaño, porque es literalmente falsa. Ahora bien, esto puede entenderse de varias maneras:
a) en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado exclusivamente por ratones filósofos;
b) en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado exclusivamente por conejos que se creen filósofos, pero en realidad no pasan de vulgares tertulianos de televisión digital terrestre;
c) el pueblecito habitado exclusivamente por conejos filósofos no está en la Luna, sino en Marte;
d) en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado sobre todo por conejos filósofos;
e) en un cráter de la Luna hay una megalópolis habitada exclusivamente por conejos filósofos
f) ...
Es cierto: (d) y (e) mantienen con la afirmación original una diferencia de grado (más o menos conejos, más o menos urbanizado), por lo que es fácil entender que una puede ser más exacta que la otra, en algún sentido. Y confieso también que falta la variante más obvia: «en un cráter de la Luna no hay un pueblecito habitado exclusivamente por conejos filósofos». Pero me costaría aceptar esta frase como literalmente verdadera, porque es compatible con la veracidad de todas las anteriores y porque sigue remitiendo a un mundo —o a una «enciclopedia», como dice Umberto Eco— en el que los conejos departen sesudamente en las plazas.

Quizá se podría replicar que una frase es literal en relación con un contexto prototípico, con un escenario convencional, como las interacciones comerciales que aprendemos en los manuales de lenguas («buenos días, quería una barra de pan, por favor») o los clichés de actuación culturalmente construidos (el hombre que se pone una media en la cabeza, da un tiro al aire y grita «¡que nadie trate de hacerse el héroe!»). Así, la frase sobre los conejos filosóficos sería literalmente falsa en cualquier contexto no televisivo. Si un atracador amenaza con un arma a los trabajadores de un banco, la frase «el hombre los amenazó con la pistola» será literalmente cierta. Pero también una barra de pan, al menos en Castilla, es una pistola. Cuando voy a la panadería pido literalmente una pistola. Si un caco entra en un banco y amenaza al personal con una barra de pan, alguien dirá «¡nos está apuntando literalmente con una pistola!», y todo el mundo se echará a reír, porque es verdad —y al mismo tiempo no lo es—. En este escenario, «literalmente» no significa «adecuado a un contexto prototípico», sino más bien todo lo contrario.

Este último ejemplo puede ser inventado, pero constituye una producción perfectamente aceptable en términos lingüísticos. La literalidad no tiene que ver en este caso con el significado, como uno tendería a pensar en general, sino con el significante. Esta disociación de literalidad y significado se evidencia también en una frase como «estamos siendo gobernados por un títere»: tomada literalmente es una frase falsa, pero su sentido es mucho más verdadero y profundo que el de la frase «estamos siendo gobernados por un señor con barba».

Una de las cosas difíciles y bonitas del juego del mus es que incorpora esa recurrencia semiótica que es propia del lenguaje. Una carta vale por otra, que vale por otra. El rey es el rey, pero (para casi todo) un tres también puede ser un rey; en una parte del juego, la sota, el caballo y el rey (y, por consiguiente, también el tres) tienen el mismo valor; sin embargo, en la jugada conocida como «la real» el tres no suele admitirse como equivalente del rey. En este último caso, podría decirse, el tres es literalmente un tres: su valor real equivale a su valor nominal. Pero también podría decirse que los otros casos —en la práctica totalidad de las jugadas— el tres tiene literalmente el valor de un rey; es decir, que tiene literalmente el valor real (no el nominal) del rey. Literalmente real, por cierto, lo que paradójicamente quiere decir que es real en el sentido monárquico del término: o sea, en una acepción que no es la originaria. En esa larga cadena de suplantaciones que permite la baraja del lenguaje, lo literal parece corresponder más bien un punto de curiosa pertinencia del signo.

Sigo corrigiendo exámenes: «Don Juan Tenorio es literalmente un donjuán». A veces los estudiantes, por ignorancia, dicen verdades deslumbrantes como esta. Don Juan Tenorio es, efectivamente, un donjuán literalmente literal.