Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 30 de junio de 2019

Si esto fuera un cuento chino se llamaría «el origen de mi fortuna». Quedé con Ana, nuestra lectora, en la heladería de Esneux, porque no puede ser que lleve ya dos años trabajando con nosotros y no haya visto el valle del Ourthe más que desde la ventanilla del 377. No podíamos haber escogido un día más sofocante, de aire espeso y luz castellana. Las vacas se arriman a los árboles más frondosos, buscando la sombra angosta del mediodía. Nosotros también decidimos buscar la protección del bosque y subimos a Ham. Luego, bajando ya sobre la granja de Lhonneux, el sendero se desdibuja y acabamos dando un par de vueltas innecesarias, pero para entonces el sol nos pega de soslayo y sufrimos lo justo. 

En Hony estamos invitados a comer los gnocchi del 29 en casa de Patricia. Es esta una tradición argentina que consiste en comer gnocchi poniendo un billete debajo del plato para que le aumenten a uno la fortuna. Como el ratoncito Pérez y el ekeko peruano, los gnocchi del 29 me parecen sublimaciones simbólicas del capitalismo especulativo. En el mundo de los objetos físicos, los gnocchi son el tiempo: uno mete su cartilla de ahorros debajo de un plato que hay en el banco y la cifra impresa en el papel va aumentando imperceptiblemente.

Los gnocchi de ricotta forman en la encimera de Patricia como una colonia infantil en un día de excursión: pálidos, orondos, felices en su inconsciencia de budas liliputienses. Unos llevan rayas y otros sacan tripa sobre su playa de harina.

—Me cansé de hacerles el rulito —dice Patricia.

Recojo uno que se ha caído al suelo. Tiene consistencia de nalguita empolvada de polvos talco. Es una criatura dúctil, fresca y relajante.

Apenas caídos en el agua hirviendo, empiezan a salir a flote; Patricia los pesca rápidamente con la espumadera y los empapuza en la salsa de tomate. Han pasado por el puchero a pie enjuto, como si dijéramos. Yo no estoy muy convencido de esa cocción simbólica y creo que los gnocchi estarán, aunque bautizados, sin hacer. Más tarde, sin embargo, tendré que rendirme a la evidencia. Ese es el primer milagro de los gnocchi del 29.
Los gnocchi están, efectivamente, hechos y sabrosos. Intento tragármelos sin masticar para no lastimarlos. Al terminar me apresuro a buscar el billete que había puesto debajo, con la aprensión de habérmelo comido. El hecho de que continúe igual que lo puse me tranquiliza y me decepciona al mismo tiempo.

Patricia nos explica que el influjo de los gnocchi no se nota de inmediato, ni es proporcional al billete que uno les haya ofrendado. En esto, los gnocchi del 29 se conducen como todos los santos. No basta con rezarles una sola vez, ni con ponerles una sola vela. Todo el rato hay que estar haciendo novenas y diciendo misas, porque los poderes sobrenaturales son duros de oído.

A menos, claro, que la fortuna de los gnocchi del 29 no se mida en pesos ni en dólares ni en pesetas, sino en la frecuencia con la que uno pueda encontrarse con sus amigos, contemplar la caída de la tarde sobre las Ardenas, abrir un vinito picante, contar anécdotas chuscas y acabar brindando con grappa. Entonces sí, entonces la fortuna es inmediata y se renueva cada vez que uno asiste al sacramento de los gnocchi.

miércoles, 26 de junio de 2019

El escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya va a hablar en la librería Passa Porta, de Bruselas, y me acerco con mi colega Kristine a escucharlo. Chaqueta de payaso, camisa de trotskista, dedos de charcutero, visajes de predicador y testa de Mussolini. «Alguien que escriba en inglés no forma parte de mi tradición», sanciona olímpico cuando le mencionan la última novela de Valeria Luiselli. Esto es lo mismo que creen muchos autoproclamados sociólogos de la literatura: el terreno de juego literario estaría escindido en diferentes espacios, limitado por fronteras políticas o lingüísticas. Algunos, más sagaces, precisan que lo verdaderamente importante no es tanto la lengua ni la nación, sino el mapa editorial. Castellanos Moya, al decir que Luiselli no forma parte de su tradición, estaría diciendo que no pertenece al mismo mercado editorial en el que se gestiona el valor simbólico y comercial de sus libros.

Pero luego Kristine le pregunta con qué libros siente estar más en deuda, y Castellanos Moya suelta una retahíla de autores del final del imperio austrohúngaro: Stephan Zweig, Max Brod, Karl Kraus; pero también menciona los diarios y memorias de varias aristócratas francesas del siglo XVIII como Madame de Sévigné y otras madames cuyo apellido no reconozco y no sé cómo escribir. Hace una pausa, revuelve los ojos y admite —con un énfasis que tanto podría traducir vanidad como embarazo—: «cuando me bloqueo leo a Sófocles».

Más tarde le preguntan sobre otras cosas, la emigración, Trump, los personajes masculinos, los personajes femeninos, el periodismo, la seguridad, el espionaje. Se lamenta de que ya no tengamos espacios de silencio para meternos en nosotros mismos, y cuenta cómo el otro día estaba almorzando en un aeropuerto, en Suecia, y una mujer hablaba por teléfono sin parar. Harto, decidió ponerse él a leer, también en voz alta —muy alta— la novela que llevaba en el equipaje de mano. Era una traducción española de Robert Walser.

Y todo esto, de todas maneras, nos lo contaba en inglés.

viernes, 7 de junio de 2019

Ayer murió el Dr. John, un pianista de dimensiones mitológicas con aspecto de teleñeco, con voz de teleñeco y que, de hecho, inspiró un teleñeco.

Tuve la suerte y la desgracia de escuchar su disco Gumbo cuando ya era un señor con toda la barba. Si hubiese caído entre mis manos cuando tenía diecinueve años lo habría abandonado todo para hacer ese tipo de música, y esa obsesión me habría consumido.

No lo he abandonado todo, pero en cierto modo para mí ha dejado de existir cualquier otro género de música. No miro el dinero que gasto en discos, documentales, libros y transcripciones. El Dr. John fue el primero de una larga conga: detrás vinieron Allen Toussaint, Tuts Washington, James Booker, Ray Charles, Fats Domino, Huey Smith, las Dixie Cups, Betty Harris, Irma Thomas, Ellis Marsalis, Kermit Ruffins, John Cleary, Lil’ Queenie, Harry Connick Jr., Trombone Shortie y, por supuesto, el profesor Longhair. El Dr. John lo idolatraba a este último, pero cuando lo vi entrevistado en el documental Fess me pareció que su mayor aportación procedía de sus propias limitaciones como pianista. El profesor Longhair era incapaz de tocar fuera de cuatro patrones rítmicos y cinco progresiones de acordes, igual que era incapaz de silbar sin desafinar. 

Antes de llamarse Dr. John, el Dr. se llamaba Mac Rebennack y era guitarrista de estudio, heroinómano regular y proxeneta ocasional. Durante un tiempo ayudó a un médico que practicaba abortos y se encargó de tirar al río los fetos extraídos. Intentó asesinar a varias personas —en algún caso mediante el ritual vudú—. Por un extraño fenómeno, muchas de las chicas con las que se cruzaba acabaron siendo madres solteras. Una de sus canciones se llamaba «Women are the root of all evil»: las mujeres son la raíz de todo mal.

Mi amiga Julia me cuenta que, allá por los años 90, una buena amiga suya que trabajaba en la contratación de grupos de música se encontró en una calle de Manhattan con el Dr. John; charlaron un rato, le preguntó si sabía cocinar y, cuando ella respondió afirmativamente, el Dr. John le pidió que se casara con él. «Creo que tanto ella como yo siempre deseamos que hubiese dicho que sí, solo para ver qué pasaba», escribe Julia. Teniendo en cuenta que la primera mujer del Dr. John trató de matarlo de todas las maneras imaginables, no creo que hubiese pasado nada bueno.

Si aquel Dr. John hubiera sido medido por la vara del movimiento Me Too, la universidad de Tulane, en lugar de nombrarlo doctor honoris causa, le habría quitado el «Dr.» de su nombre artístico (que es el de un médico legendario de la Louisiana decimonónica). Por fortuna para él, la mayor parte de su vida transcurrió en tiempos más discretos y oscuros. 

Si bien el evangelio del Dr. John comienza con un descenso a los infiernos —saludando y estrechando la mano efusivamente a todos los diablos—, prosigue con una expiación en toda regla. Un disparo casi le arranca de cuajo el anular de la mano izquierda, lo que le llevó a abandonar la guitarra y a abrazarse aún más estrechamente al caballo (aunque no del mismo modo que lo hacía Nietzsche). El sindicato de músicos le reclamó una cantidad de pasta absurda. Estuvo en la cárcel, donde aprendió a esconder una cuchilla de afeitar entre las nalgas, por lo que pudiera pasar. Pero contra todo pronóstico acabó desintoxicándose y, animado por John Booker —el maharajá del delta—, concentró sus energías en el piano, que también había aprendido a tocar desde chico. Lo que hizo desde entonces con el piano no es para ponerlo en horario infantil.

Hay un vídeo en Youtube que me encanta escuchar. Es una demostración del clásico «When the Saints Go Marchin’ In», con una primera parte gospel, fúnebre, en tono menor, y otra en tono mayor, exultante, vertiginosa; el Dr. John se refiere a esta última en la entrevista editada por Homespun como «la parte de las Revelaciones». En los comentarios al vídeo muchos usuarios dicen haberse echado a llorar de la emoción (y, cuando son pianistas aficionados, también por la humillación). «Si la religión me fuera presentada así, sería capaz de creerme cualquier cosa», escribe uno; «¡este groove me ha curado!», exclama otro. La mano izquierda del Doctor avasalla intervalos de décima mientras la derecha ejecuta sobre las teclas un festival de micromagia. Algunos se preguntan por qué el propio Dr. John parece estar llorando en el vídeo; «debe de ser ese raro síndrome en el que las glándulas lacrimales gotean de forma discrecional», propone uno, a lo que otro responde: «¿llorando? ¡Tío, si yo pudiera tocar así me haría pis encima!».

De cabrón con pintas a teleñeco redentor: esa es la peregrinación que narra el evangelio del Dr. John. La moraleja que yo extraigo es que es importante seguir escuchando incluso a los canallas más despreciables, porque a lo mejor tienen algo trascendente que decirnos. No sé adónde le habrá tocado ir ahora al Dr. John, pero si me preguntan a mí, mientras él toque, I want to be in that number.