Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 3 de julio de 2022

Es domingo y me he llevado a Óscar al desfile de los Schützenvereine. No es nada que yo me hubiera imaginado hacer ni en la ucronía más loca, pero de algún modo hay que entretener al niño, y después de todo Hang-over no es precisamente Disneylandia.

Los Schützenvereine son clubes de tiro y asociaciones de cazadores casposos. En el siglo XVI, un duque de Gotinga les concedió el privilegio de celebrar una fiesta anual. Era un privilegio inane, pero privilegio al fin y al cabo y, como sabe cualquiera que haya visto embarcar a los pasajeros de Business Class, por tonto que sea un privilegio, ejercerlo siempre da gustirrinín.

Los Schützenvereine son gente a la que le gusta oír marchas militares, disparar escopetas y ponerse uniformes. El ejército del mal, en esta era de banalización de la violencia, no tiene por qué presentar un aspecto sustancialmente distinto. Todos los asistentes al desfile hacemos como si ignorásemos de qué lado se inclinan sus preferencias políticas. ¡Es que lanzan caramelos! Casi todos llevan insignias; muchos, charreteras y pasamanería. Leo más tarde que esas condecoraciones fantasiosas gratifican servicios prestados o rendimientos sobresalientes, sin que nadie en internet sepa decir a las claras cuál es la naturaleza de esos rendimientos y de esos servicios.

El interés del desfile, se supone, no está en los cazadores, que parecen los tíos abuelos de la familia Trapp, sino en las bandas de música que los acompañan; sin embargo, pocas de esas bandas están tocando cuando llegan a nuestra altura: el camino es largo y el repertorio es pequeño. Precisamente porque el camino es largo, los músicos andan deprisa, así que las pocas veces que una banda interpreta una canción al pasar por la calle en la que estamos apostados Óscar y yo, no oímos de ella sino unos pocos compases. Es como tratar de escuchar la radio con alguien moviendo el dial.

Muchas de las personas que desfilan no solo son feas, sino que tienen pinta de salir poco de casa. Me las imagino contemplando expectantes cómo la fecha marcada en el calendario está cada día más próxima, sacando las bolas de alcanfor de los bolsillos de la austríaca, peinándose el bigote, cortándose los pelos de la nariz y practicando ante el espejo el saludo de reinas de Inglaterra que nos habían de dedicar esta mañana interminablemente.

Yo me deprimo pensando en lo mucho que le gusta a la gente pertenecer a algo y ponerse sombreros con plumas, en que el resto del año muchos de estos catetos se dedican a abatir conejos y corzos, y en otras cosas igual de lamentables. Si en lugar de pegar tiros y colgarse medallitas practicasen un poco más con las trompetas, los feos serían guays, el mundo sería algo menos inhóspito y esta ciudad podría tener el mejor mardi gras de este lado del Atlántico. Ya sé que no es decir mucho, pero a fin de cuentas esta ciudad —repito— no es precisamente Disneylandia.