Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 29 de abril de 2017

El anfitrión de Kathleen en Madison es un profesor del departamento de Comunicación que se llama Jonathan. Como hacía tiempo que no nos veíamos, nos invitó a cenar el pasado viernes. Más bien debería decir que nos invitó a que lo invitáramos a cenar, porque su mujer está de viaje y él tenía que ocuparse de su hija de cinco años, así que no tendría tiempo para preparar nada más elaborado que un bourbon con hielo.

Así que el viernes a las seis llegamos a su casa con una cazuela de pulao. La hija de Jonathan se llama Abby y hoy ha ido a la escuela en su pijama de Frozen. Esto del día del pijama creo que es una forma de irlos preparando para la universidad, donde los estudiantes van en pijama y en zapatillas de andar por casa.

Mientras dábamos cuenta del pulao, Abby pasaba las hojas de un cuaderno de dibujo y yo jugaba a advinar lo que representaban. Los primeros dibujos eran muy esquemáticos, garabatos incoherentes realizados rápidamente con rotuladores de un único color. Hay que adiestrarse a reconocer su contorno, como si fueran palabras en otro idioma, distinguiendo sus acepciones. Un puente, un niño sonriendo, un perro redondo y algo que también parece un perro redondo pero que es un poney sin patas. Una de las páginas está llena de líneas más o menos onduladas que con algo de optimismo podrían representar las olas del mar o de uno de los muchos lagos de Madison.  

And that? —pregunto—. What’s that? A sea?

No, that’s woo –responde Abby–.

No entiendo qué quiere decir. Woods, quizá: las líneas de abetos de un bosque.

Nooo, wooo!

No, ya lo tengo. En realidad, si se piensa es evidente: gusanos (worms).

Nooo, wooo!, wooooooooooooo!

Mis siguientes hipótesis son descabelladas, pero quizá no tanto como un perro redondo o un poney sin patas: heridas (wounds), vientres (wombs), capuchas (hoods). Supongo que la palabra está en plural porque las rayas no parecen guardar relación entre sí y porque Abby cuando me corrige no emplea artículo.

No! Like «trees» and «flowers»! Wooo!

—Oh, quizá es que no me he expresado bien la primera vez; so it was «woods», was it? With trees and plants... 

Abby me mete el dibujo en las narices, se pone de pie en la silla y grita a dos centímetros de mi cara, con esa exasperación impostada y divertida de los niños:

NO, WOOOO! WOOOO! WOOOO!

Desesperado, miro a Jonathan, quien piensa un instante y enseguida cae en la cuenta:

—Ah, claro, son palabras, words.

Abby me mira con incredulidad, como quien se pregunta qué lleva diciendo desde hace diez minutos. Luego seguimos pasando páginas del cuaderno. Los dibujos se vuelven un poco más elaborados, con más colores, y a veces continúan un pie forzado dibujado por la maestra: un camaleón con alas y dientes, un caballo ensillado cuya cabeza tiene forma de W, un monstruo de cuello largo y rabo largo que no es un dinosaurio ni una jirafa... De repente llegamos a una hoja con rayas idéntica a la de la primera vez.

More words —digo con suficiencia. Abby deja caer los brazos en el gesto universal de la desesperación.

Nope —me explica armándose de paciencia—, these are worms

miércoles, 19 de abril de 2017

Ilka y Christian han alquilado un coche, circunstancia que aprovechamos para visitar la cueva de los Mounds, que está a cosa de cuarenta millas al oeste de Madison. Toda esta región se pasó la prehistoria debajo de las aguas de un inmenso mar, del que quedan sólo algunos charcos que conocemos como los Grandes Lagos. Por ello, a poco que uno cave en el suelo se encuentra fósiles de ammonites, de trilobites y de un pulpo gigante que vivió miles de años dentro de un cucurucho. No siempre era el mismo pulpo, y quizá ni siquiera fuera el mismo cucurucho.

La cueva tiene un interés limitado, como todas las cuevas. En la tienda de souvenirs que hay a la salida venden geodas, gotas de ámbar, coprolitos, trozos de pirita y muchos fósiles por precios proporcionales al tamaño aunque nunca exorbitantes. También tienen planchas de arenisca en las que han quedado atrapados peces del eoceno, que es un periodo veinte veces anterior al pleistoceno. Toma ya. En algunas de esas planchas pueden verse con una precisión admirable la raspa, las aletas e incluso varios de los órganos internos de los peces: las branquias, la vejiga natatoria, la caldera y el periscopio. 

He comido sardinas que tenían peor aspecto.

Los fósiles son momias calizas, submarinistas geológicos, estatuas vivientes con parálisis permanente. La taxidermia vacía a los bichos y con el 2% restante fabrica un peluche; en el fósil, en cambio, permanece todo el bicho transustanciado en mineral.

La mujer de Lot fue fosilizada instantáneamente por volver la vista al pasado mientras huía de él, como el ángel de la Historia de Walter Benjamin. Uno quisiera correr la misma suerte que la mujer de Lot, aunque de manera menos súbita, escapar indefinidamente del pasado para seguir contando en el futuro. Para alguien que se ha pasado media vida estudiando documentos del pasado, el ideal sólo puede ser convertirse en documento literal y enteramente.

Un vídeo de YouTube titulado «Cómo fosilizarse» sugiere que la vía más eficaz es hacer que a uno lo entierren en el fondo de un lago. El procedimiento me parece demasiado largo y azaroso. En este país tan dado a las extravagancias ¿no habrá ninguna empresa que se dedique a fosilizar gente? La fosilización es una criogenización derrotista y barata. Sumergiendo el cuerpo en el tipo adecuado de cieno y controlando la presión, los gases y la temperatura, creo que se podría acelerar el proceso de forma sustancial. En ámbar no: el cuerpo sumergido en ámbar recordaría a los fetos deformes, asustaría a los niños y habría que cubrirlo con una cortina para poder comer en paz.


En el año 2973 un hipster que haya sobrevivido a la próxima glaciación gracias a sus barbazas podrá decorar su sala de videojuegos con una sección de mí mismo marcándome un Pataki y haciendo con los dedos la V u otro gesto menos conformista. Dejar un cuerpo fósil me parece una aspiración didáctica y una forma de trascendencia bien acomodada al materialismo histórico que tanto he predicado. Junto al marco de mi fósil —porque el hipster tendrá que comprometerse a enmarcarme dignamente y a velar por la conservación de mi silueta— habrá una pantalla táctil desde la que se podrá activar la lectura aleatoria de uno de los episodios de mi blog; otro programa pasará en bucle una selección de mis fotos, a semejanza de esos portarretratos digitales que en las navidades de 2008 fueron el regalo perfecto para aquéllos a los que no se sabía qué regalar. Nada de cháchara insustancial ni de fotos embarazosas de las vacaciones en familia: sólo el perfil bueno y las anécdotas interesantes.

No puede descartarse que un día un amigo del hispter que se ha dejado caer para echar una partida de Enredos Ribonucleico me mire las costillas y diga que ha visto sardinas con más carácter que yo. Pero como ese amigo será un milennial al cuadrado, cuando diga «sardina» estará pensando en un vídeo de YouTube donde sale un gato disfrazado de tiburón que se pasea por la casa montado en un robot aspiradora. De las sardinas, para entonces, sólo quedarán los fósiles.

domingo, 16 de abril de 2017

Pasamos día y medio con Ilka y su marido en Chicago. Por uno de esos motivos de cuñado que no hay que intentar comprender, lo único de esta ciudad que Christian quiere ver a toda costa es la fábrica de caramelos de Jelly Belly, que en realidad está fuera de Chicago e incluso fuera de Illinois. Allá que vamos.

A los visitantes nos montan en un trenecito eléctrico y nos dan un gorro de papel, que todos nos ponemos sin necesidad de que nos den ninguna instrucción porque estamos acostumbrados a obedecer. El gorrito es únicamente decorativo, ya que el recorrido circular del trenecito transcurre enteramente dentro  de un almacén, lejos de los espacios de producción. Varios vídeos explican el proceso de fabricación de los caramelos, que coincide con lo que uno podría imaginar, y cuentan cuatro o cinco anécdotas de interés relativo. Resulta que a Ronald Reagan le gustaban tanto las gominolas que tuvieron que instalar una agarradera especial en el Air Force One para que el tarro no se volcase con las turbulencias (no cuesta imaginar que el nuevo inquilino de la Casa Blanca se habrá apresurado a llenar el tarro de condones). Un artista reproduce el rostro de famosos en mosaicos hechos con las grajeas de Jelly Belly; el granulado produce un efecto hiperrealista en el retrato de Elvis Presley, y Margaret Thatcher parece más dulce de lo que nunca fue. El vídeo anuncia con orgullo que la gominola de coco se hace con coco. Detrás de mí un niño le pregunta a su padre si no hay en la cadena de producción nadie que pruebe los Jelly Belly antes de distribuirlos. «No sé», responde su padre, «el vídeo se oía muy mal. Si alguien los prueba, me imagino que será antes de empaquetarlos».

Como enseguida comprendemos, la visita es una coartada para pastorear a tres docenas de personas a una tienda de chucherías. En la tienda hay un mostrador donde se pueden degustar todos los sabores de la marca Jelly Belly. Además de las gominolas con sabor a fresa, a manzana, a melón, a piña y a coco (con alguna molécula de verdadero coco homeopáticamente disimulada) tienen también caramelos con sabores menos previsibles, como cerveza, chorizo o palomitas de maíz. Compramos para nuestros sombrinos varias cajas de caramelos con sabor a cera de oídos, a gusano, a jabón, a hierba, a vómito y a moco (con partículas de moco de verdad).

Por curiosidad, pido en el mostrador de degustación una grajea con sabor a polvo, suponiendo que se tratará de un sabor repugnante pero arbitrario, y resulta que no, que tiene el sabor exacto que uno esperaría encontrar si separara de la pared un aparador y lamiese el rodapiés. Uno creía que no conocía el sabor del polvo y resulta que sí, porque el polvo es el ingrediente básico de la dieta humana entre los 6 y los 18 meses de edad, aunque esa memoria gustativa queda sepultada en una profunda circunvolución cerebral de donde no volverá a salir a menos que uno visite la tienda de Jelly Belly.

viernes, 7 de abril de 2017

Han venido a Madison a dar unas charlas Ana M. y Manuel V. Ella es conocida como poetisa e hija de, y yo, como soy un miserable lleno de prejuicios, fui a escucharla con tanta altanería que parecía que el poetiso y el hijo de alguien era yo. Por suerte, y a diferencia de muchos otros miserables llenos de prejuicios, yo reconozco que lo soy y rectifico mientras puedo. Además de ser una de las pioneras del estudio de la historieta hispánica en el ámbito académico, Ana ha escrito unos cuentos para niños fabulosos —con ilustraciones de Max— y unas piezas teatrales que no he leído pero que convencen inmediatamente al público y a los editores, hasta el punto de que alguno ha creado una colección de teatro sólo para tener dónde publicarlas.

El miércoles Ana habló de los tebeos, que como digo ella empezó a estudiar cuando en las universidades apenas se les prestaba atención. Cuenta que en 2003 invitó a Chris Ware a una exposición que había organizado en Gijón, lo que ya de por sí tiene el mérito de haber sacado de su casa al genio anacoreta. Al pasar junto a un kiosco, Ana vio un ejemplar de 13 Rue del Percebe y se lo regaló a Chris Ware explicándole que era algo que había tenido mucho éxito en España. El dibujante quedó inmediatamente fascinado y dejó de prestarle atención a ninguna otra cosa. Un par de años más tarde yuxtapuso varias secciones de apartamentos en la portada del New Yorker, y pasados cuatro o cinco años más —dibujar tebeos requiere tiempo y paciencia— publicó Building Stories, que es algo así como si Raymond Carver se hubiera mudado al edificio de Ibáñez. Esto lo ha contado la propia Ana en un artículo de la revista Leer, de todos modos. Pienso en que tiene gracia que a muchos se nos haya hecho el culo gaseosa con la ruptura de la lectura lineal y la multiplicación de estratos temporales en los comics de Chris Ware y que sin embargo hayamos considerado siempre que 13 Rue del Percebe era una payasada. Sutiles diferencias de tono pueden constituir abismos insalvables en la sociología del consumo cultural. Claro que en Ibáñez esas diferencias no son tan sutiles. 

Más tarde Ana nos habla de su padre, el célebre cuentista José María M., pero lo hace de manera incidental y sin ínfulas de nada:

—Resulta José Ángel M. fue compañero mío de carrera —Historia, en la Autónoma de Madrid—, y cuando le dieron el premio Nadal me llamó y me dijo «Ana, tía, que Destino me ha mandado el contrato y no entiendo nada, ¿podría pedirle consejo a tu padre, que entiende de estas cosas?». Y mi padre fue el que le recomendó que quitara ciertas cláusulas, y que se quedara con los derechos de las películas, que José Ángel decía «¿pero qué películas ni qué películas?». Pues ya ves...

Ana explica también que su padre empezó a escribir microrrelatos cuando un programa de radio le encargó que cada día inventara una pequeña historia a partir de un suceso de actualidad. Esto me parece muy esclarecedor, porque personalmente nunca he entendido qué interés puede tener alguien en escribir microrrelatos, y ni siquiera relatos de medianas dimensiones, que las más de las veces son aparatosas ornamentaciones de una idea, aforismos derrochones, miniaturas de orfebrería intelectual que el lector al final no sabe dónde colocar y echa al trastero de la memoria profunda, que a menos que a uno lo hipnotice es indistinguible del olvido. Manuel confirma que la escritura de relatos responde casi siempre a encargos corporativos y casi nunca al gusto de lectores, los cuales preferirían saber si los personajes acaban casándose o si se los come una fiera corrupia venida de la galaxia Lem. Yo pienso en los cuentos que alguna vez me han gustado —los de Cortázar, los de Quiroga, los de Maupassant, los de Quiriny, los de Singer, los de Gary, los de Patricio— y compruebo en ellos no hay boda posible y sí, con una frecuencia inverosímil, una criatura venida de otra dimensión que precipita el relato a una conclusión inapelable con su poquito de casquería. 


El jueves le toca hablar a Manuel. Se ha atusado los pelos dándoles forma de quilla, o de ola, o de moldura, pero sin demasiada convicción, como si fuera una recomendación de su agente a la que se presta por una profesionalidad mal entendida. En la sala hay muy poquita gente, porque las actividades del departamento de Español y Portugués son como happenings que no se anuncian en ninguna parte hasta que están a punto de comenzar, y entonces uno tiene que montarse en la bicicleta y salir echando leches para llegar por lo menos al turno de preguntas. 

Manuel se quita la chaqueta y comienza a construir un discurso preciso y al mismo tiempo campechano. Se supone que lo han traído para que hable de sus recetas de escritura, que algunos de los escasos participantes apuntan en sus libretas con la fe del carbonero letraherido. A Manuel, como a los buenos escritores, le interesa hablar de cualquier otra cosa antes que de su obra.

—No me leáis a mí, hombre, leed a Rulfo.

Uno de los estudiantes graduados pregunta si entonces uno debe leer mucho hasta encontrar entre esas lecturas una dirección que le interese, una «voz personal». (Las comillas las pongo yo para que a nadie le dé urticaria). Allí donde muchos miserables llenos de prejuicios habríamos contestado con una ironía hiriente o con una pregunta retórica, Manuel asiente cortés, e incluso se esfuerza en hacer que la cuestión parezca menos idiota de lo que podría suponerse:

—Hay que tener en cuenta que también hay escritores que no leen, como Javier T. Este fue un paisano muy amigo mío que al que en los ochenta hicieron muchas fiestas porque en España todo el mundo hacía realismo y él, en cambio, escribía cosas fantásticas. Le decían que era muy kafkiano, y no había visto un libro de Kafka ni por el forro. Una vez coincidimos en el jurado de un premio literario en el que quedaban cuatro novelas finalistas. Javier las abría, recorría con el dedo las primeras líneas y al cabo de un rato decía con voz engolada «oye, qué bien redactado está esto». Si otro miembro del jurado expresaba su preferencia por una novela diferente, Javier la abría, leía las primeras líneas y sentenciaba: «no, desde luego, esto también está muy bien escrito».

De ahí la conversación deriva enseguida al mercado editorial, que es el tema preferido de todos los escritores, buenos y malos, y que responde a fórmulas bastante más firmes que el descubrimiento de una voz personal, el inicio de una novela magistral o la extensión máxima de los microrrelatos. Manuel nos cuenta lo de cuando Marías descubrió que Herralde le estaba estafando, o lo de aquella vez que él mismo le colocó a Alfaguara un libro de cuentos diciendo que era una novela postmoderna. Alguien pregunta si en el mundo editorial español cuentan mucho los contactos:

—Hombre, qué te voy a contar. Es que España es un país pequeño... Un Salinger o un Pynchon en España son imposibles. Quiero decir, que si un alguien pretendiera dedicarse profesionalmente a escribir sin estar también en los saraos, las presentaciones de libros y todas esas cosas, los periodistas culturales se morirían de risa. Uno tiene que estar allí. Yo cuando vengo a Estados Unidos no lo digo, porque si sale algo y no estoy, se lo dan a otro.

Así que Manuel, que está frecuentemente en América, nunca dice que se va a América: si tiene que decir algo, dice que acaba de volver de América. Cómo será ese miedo a dejar de estar en España, que el último de sus libros se titula América pero trata de España. También tiene un libro titulado España en el que ha reunido relatos poblados de políticos dementes, tocayos policías, ninfómanas inconfesas, suicidas cobardes, becarios desplomados, doctorandos perplejos, críticos sádicos y una buena porción de escritores aterrorizados.