Como los estudiantes están todo el día en línea —se nos dice—, habrá que hacer pasar por internet la lectura y la reflexión. Un algoritmo medirá el ritmo con el que los alumnos pasan las páginas de los archivos PDF, evaluará la extensión y la profundidad de sius anotaciones y enviará un informe a los profesores identificando los aspectos que deberían profundizarse en las sesiones plenarias.
En las universidades que tienen monises esto ya está ocurriendo.
Durante uno de los almuerzos hablo de esto con Joan-Tomàs P., un profesor de Barcelona especializado en la aplicación de las nuevas tecnologías a la enseñanza del español (aunque él habla de «tecnologías» a secas, como si el papel y los bolígrafos hubieran brotado de los árboles). Le pregunto cómo compagina él su entusiasmo digital con las publicaciones científicas que alertan sobre las modificaciones cognitivas achacables a los avances cibernéticos. Según esas publicaciones, la lectura en pantalla es más superficial y menos crítica que la lectura en papel; quien toma notas a ordenador comprende menos lo que escribe que quien toma notas a mano; el trabajo en línea mina la capacidad de concentración y el uso de dispositivos móviles ha reducido el tiempo dedicado a la lectura de textos largos —lo que en parte quiere decir «complejos», y casi siempre «de más de dos páginas»—.
—Pues entonces tendremos que adaptarnos a esa nueva manera de trabajar —responde Joan-Tomàs sin levantar la vista del móvil—. Las cosas cambian, el trabajo intelectual no se desempeña hoy igual que en la Edad Media.
Nuestro hombre dice esto pocos minutos después de haber pronunciado en un anfiteatro de madera una disertatio plagada de silogismos y de afirmaciones apodícticas. Sólo una presentación Power Point de dudoso gusto nos recordaba el siglo en que vivíamos.
Es cierto que el trabajo intelectual se ha transformado radicalmente, no ya desde la Edad Media, sino desde el año en nos licenciamos algunos que todavía pasamos por jóvenes. Sin embargo, para acceder a puestos rectores del ámbito cultural sigue haciendo falta demostrar que se ha adquirido una serie de competencias muy del siglo XX, como la lectura frecuente de gruesos volúmenes, la escritura de un número absurdo de artículos y monografías o la capacidad de perorar de manera convincente y en parte comprensible. (Esa adquisición se hace en ocasiones tirando de tarjeta, pero quiero creer que es un fenómeno estadísticamente marginal).
También es indudable es que las prácticas culturales de los estudiantes de 2018 tienen poco o nada que ver con las de sus camaradas del Medievo. Otro tanto puede decirse de sus expectativas: moderar a discreción los horarios de la actividad académica, acceder al consumo cultural de manera virtualmente gratuita, obtener retribuciones inmediatas, etc. No obstante, conviene recordar que varias de estas expectativas han sido fomentadas por los rectores de las propias universidades, los cuales, presionados por nuevas reglas en el reparto de presupuestos de ciencia e investigación, han aceptado planteamientos ridículamente clientelares.
La adaptación del trabajo académico a las prácticas y a las expectativas de los estudiantes se presenta muchas veces como una mejora pedagógica. Pero casi siempre se trata de un artículo de fe: yo, por lo menos, no tengo recuerdo de haber visto expuesto en ninguna parte el superávit de conocimiento adquirido por quienes escriben sus preguntas en un foro de la intranet en relación con quienes las formulaban de viva voz.
—Sí, sí —responde un digimoderno—, los estudiantes salen contentísimos: mi asignatura ha subido veinte puntos porcentuales en las encuestas de fin de año.
Me alegro por él, pero creo que conviene distinguir entre «satisfacción inmediata de los estudiantes» y «éxito pedagógico». Este último, en el caso de las universidades es difícil de medir, y sobre todo es difícil de medir al día siguiente del examen: tiene que ver más bien con la calidad democrática de la sociedad, con los descubrimientos científicos realizados por quienes se licenciaron varias décadas antes, con la eficacia de la producción y de los servicios varias décadas después. Preguntarle a un estudiante si le ha gustado la asignatura que acaba de cursar o si la carga de trabajo le ha parecido razonable puede ser de relativo interés para la gestión de la universidad, pero dice poco sobre los conocimientos y competencias adquiridos.
La enseñanza superior tradicional hace que se extravíe la mayoría de los alumnos, y parece probado que tomar notas y memorizarlas no es el mejor camino para llegar a ninguna parte, como no sea a una plaza de funcionario. Ahora bien, es posible que el dilema no sea binario: hay muchas formas de hacer que la experiencia del aula sea activa y estimulante sin tener que andar cambiando mensajitos por un chat.
Si no tiene uno pupila, en este contexto de giro profesionalizante y clientelista de las universidades la «pedagogía digital» puede acabar reduciéndose a formar la fuerza de trabajo de una nueva economía de servicios digitales. Una formación que es en parte también una condena. Por no hablar de las implicaciones económicas que presenta la tecnologización masiva de los entornos educativos, y que suelen quedar escandalosamente fuera de este tipo de discusiones.