Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Llevamos varias semanas de invierno en Wisconsin y están resultando muy instructivas. Antes creía, por ejemplo, que los 0ºF eran el cero absoluto; ahora el frío absoluto se ha vuelto más relativo. Tampoco sabía que fuera posible ponerse tres pares de guantes, uno encima del otro. No me esperaba tener que quitar nieve a paletadas varias veces al día, y menos aún que fuera a sudar la gota gorda haciéndolo. No había oído que las ventanas pudieran pegarse al marco por el frío, ni había pensado que un muñeco de nieve también pudiera quedar sumergido por la nieve. Cuando la temperatura sube de nuevo a los 0ºC me sorprendo saliendo a la calle en mangas de camisa y echando de menos un invierno como Dios manda.

«¿Te apetecería que fuéramos a ver Milwaukee?», me pregunta un día Kathleen. «No sé; ya veremos», respondo, lo que en lenguaje de madre quiere decir «ni de coña». «¿Y si vamos a ver la última película de Star Wars?» No, gracias, ya he tenido bastante. «¿Quieres pasar dieciséis horas en un avión para hacer lo mismo que haríamos aquí pero a una temperatura ligeramente más cálida?» Que no, hombre, que no.

—Hay que ver, no te gusta nada.

Es verdad, casi nada me convence. A estas alturas empiezo a verlo casi como una virtud, quizá la única de la que pueda presumir. ¿El «pacto ambiguo»? No lo veo. ¿El «effect de réel» propugnado por Barthes? A otro perro con ese hueso. ¿La «experiencia moderna del manuscrito aurático»? Cuidadito conmigo, que me estoy calentando.

Kathleen es mejor persona que yo y le gustan muchas cosas, y lo que más le gusta del mundo es la navidad. Ha colgado calcetines por las paredes, ha puesto sobre la encimera dos calendarios de adviento, ha horneado pastas transgénicas con forma de hombre de jengibre y ha sacado de la biblioteca pública un montón de discos con villancicos norteamericanos. En los últimos días hemos escuchado íntegramente los discos navideños de Nat King Cole, Tony Bennett, Harry Connick Jr., las Supremes, Mariah Carey, Mahalia Jackson, los Beach Boys, los Teleñecos y una banda de niños llamada Hanson que en realidad es una red de pederastia dirigida por Hillary Clinton desde una pizzería de Washington. Yo he pedido asilo político en la biblioteca, pero los días festivos no hay asilo que valga. 

Por supuesto, Kathleen también ha adornado un árbol de navidad. Fuimos a buscarlo a Whole Foods; eligió entre los doce o quince que quedaban y consiguió que nos vendieran también la peana a precio de amigo. El vendedor enfundó el abeto en una red de plástico y nos preguntó si necesitábamos ayuda para meterlo en el coche.

—No tenemos coche. Vamos a llevarlo en autobús.
—¡Buah, cómo mola! A ver qué cara ponen.
 

Yo miré a Kathleen alarmado: no pensaba que nuestro trayecto de vuelta fuera a molar, ni que nadie fuera a poner ninguna cara. Por suerte el conductor y los pasajeros pusieron la mejor que tenían, como si estuviéramos rodando un anuncio de la Coca-Cola y ellos tuvieran alguna posibilidad de salir en cuadro. La feria vino luego, cuando nos bajamos del primer autobús y vimos avanzar el segundo hacia una parada a la que era imposible que llegáramos antes que él. Salimos corriendo y, mientras yo corría con el abeto a cuestas y Kathleen se tiraba en plancha a la calzada para hacer frenar al autobús, yo me decía que en esos momentos era a la Navidad lo mismo que un transportista de pianos a la música. Al final de Macbeth hay una escena parecida, y empezaba a entender que los integrantes de ese dramático coro de maridos no ven motivos de celebración en la deforestación navideña, pero se hacen cómplices de ella por sumisión conyugal y a lo tonto terminan conquistando Escocia.

«¿Te apetecería ir a una cena Tudor?», me pregunta Kathleen otra tarde. Como yo llevaba tres cuartos de hora leyendo la misma frase sobre semiótica textual y no quería perder el hilo le dije que bueno, que sí, pero que otro día, lo que en lenguaje de madre quiere decir «te estoy toreando a lo Belmonte». Cuál no sería mi sorpresa cuando otro día me encontré en un ambigú rodeado por docenas de personas que no tenían redes sociales ni el más elemental sentido para combinar prendas de ropa.

—¿Pero se puede saber adónde me has traído? —le pregunto sotto voce.

—A una cena Tudor. Es una vieja tradición universitaria; verás qué divertido.

Alguien me tiende una copa de plástico y un señor cuyo jersey parece un tablero de parchís me explica que es wassail, un ponche medieval que, según descubro regocijado poco después, es una mezcla de sidra y pis.

Cuatro horas más tarde pasa un ujier con una campana y nos pastorea hasta el comedor, donde nos recibe cantando villancicos el coro de la orquesta municipal de Madison. No sé si lo hacen bien o mal porque la letra de los villancicos está impresa en el menú y todo el mundo canta a la vez, en un karaoke colectivo y estrafalario. Los Teleñecos lo hacen bastante mejor. Un barítono lleva una pajarita que simula dos hojas de acebo y yo sigo sin enterarme de qué pasa con Rudolph. Sirven la cena unos estudiantes disfrazados de pajes, o de la idea de pajes que tendría alguien que hubiera aprendido historia viendo Juego de Tronos. De todas formas la pluma del gorro de los pajes fue la única concesión a la época de los Tudor de la cena Tudor. Eso y el pis de la sidra.

—Hay que ver —me dice Kathleen una vez más—, no te gusta nada.

—Ya. Si es que soy más soso...

jueves, 1 de diciembre de 2016

En narratología se habla de «metalepsis» cuando se transgreden las fronteras entre dos niveles de ficción, o entre la realidad (representada) y la ficción. La interferencia de Bastian en el universo moñas de La historia interminable es un ejemplo. La amenaza de Babadook es otro: según la película homónima, Babadook es un tipo peludo y de pinta campechana que vive en un pop-up y dice «¡ba-ba-duk!»; quien abra el pop-up, sin embargo, lo liberará y será hecho picadillo por él. Vaya uno a fiarse de las apariencias. 

Otro cuento sobre monstruos es A Child's First Book of Trump. En él se explican a los niños las propiedades de esa criatura con aspecto de cespín repeinado que tanto está dando que hablar: «su dieta es calderilla, sus amigos capullos / y si hace caca forman su nombre los zurullos».

El Trump del cuento ha saltado afuera de las páginas como un pop-up sin sentido de la mesura. Hay detalles inquietantes que hacen pensar en la actualidad política como en una forma de metalepsis, de intersección de mundos posibles, de abordaje de nuestra dimensión por parte de los bárbaros de la ficción televisiva. Me asalta la sospecha viendo los primeros episodios de la nueva temporada de Arrested Development, que Netflix produjo antes de las elecciones. En ella el empresario chiflado George Bluth compra miles de acres de desierto en la frontera con México, y su única manera de escapar a la ruina es convencer a algún aspirante a presidente de que hace falta construir un muro, con la esperanza de que le conceda la contrata.

Trump ganó las elecciones en el universo de George Bluth, un universo en que el papa le apoya, todos los mexicanos son criminales, Obama es el cabecilla del Estado Islámico, Hillary le vende armas y el FBI es financiado por la Fundación Clinton, la cual sirve al mismo tiempo de tapadera a una red de trata de blancas. Irónicamente, Trump no ha sido elegido presidente en ese universo, sino en el nuestro. ¿Cómo ha podido ocurrir? Alexandra Juhasz, profesora del Brooklyn College, lo explica hoy en Jstor Daily con un quiasmo muy instructivo: «la internet real es un fraude, y las noticias fraudulentas son muy reales».

Las pantallas de los televisores se hinchan como en Videodrom y de ellas brotan los gremlins que ocuparán los puestos de gobierno en todo el país y que convertirán la realidad en algo tan inverosímil como es un reality show. Un agente (real) del departamento norteamericano de Seguridad Nacional defiende en el New Yorker de esta semana una teoría ligeramente distinta: habida cuenta que «los Cubs de Chicago han ganado la liga de béisbol y Biff Tannen se ha convertido en presidente», forzosamente estamos en Regreso al futuro II «y pronto será 1985» (Biff Tannen era el malo de la película, y su parecido con Trump da efectivamente que pensar).

Para compensar el incremento en antimateria son repatriadas simultáneamente a nuestra dimensión largas columnas de refugiados digitales que han debido abandonar con lo puesto un soleado universo paralelo poblado por personajes de Modern Family y The Big Bang Theory, en donde la idea de que un Trump llegase a la presidencia era una imposibilidad estadística. Refugiarse en la ficción no es una opción razonable, pero a estas alturas lo razonable es una extravagancia kitsch (con sospechas de glam) y casi todos los demócratas tienen puestas sus esperanzas en que alguien dé con el correo electrónico de los (o las) Cazafantasmas.
P.S. Horas después de haber escrito y publicado los párrafos precedentes, el Babadook amenazó a Trump en Twitter. Este le respondió que no tenía miedo: «¿no has oído hablar del Servicio Secreto?» El Babadook tenía ahí un chiste fácil, pero lo dejó escapar y continuó rimando amenazas. Obama intervino con su prudencia característica para pedir que nadie provocase al Babadook, que está muy loco. ¡Y todos estos peces gordos han estado desvelados tuiteando por una tontería que yo escribí!

sábado, 19 de noviembre de 2016

La primera consecuencia de la victoria de Trump no fue la supresión de Obamacare ni la construcción del muro de México, sino un avalancha de buenismo que provocó diabetes tipo 2 a esa estatua tan grande de Lincoln que hay en Washington. ¡Es tan fácil encontrar en internet gente con la que estar de acuerdo! Yo no uso Facebook, pero con lo que me lee Kathleen tengo de sobra: «id a abrazar a vuestros hijos...», «hacedme un sitio en Europa...», «pensad que hoy sigue existiendo en América toda la gente buena que había ayer...».

Esto último es una interpretación optimista de lo sucedido. La interpretación pesimista es que la gente buena que había ayer en América en realidad no era tan buena, o era buena en algunos aspectos pero de todos modos está dispuesta a que se hunda el mundo con tal de que su ventorrillo salga adelante y le quede algo para la jubilación. «Liberalismo» y «socialismo» son ideologías demasiado sutiles para representar la disyuntiva que se les propuso a los estadounidenses el pasado día 8. Más bien se trataba de escoger entre «vamos a intentar vivir juntos sin matarnos» y «que me den un trabajillo aunque tenga que arder Roma». Y quien dice Roma dice Líbano, Teherán o Nueva Orleáns. 

Parece que la victoria de Trump se debe sobre todo a aspectos de ethos y retórica, y en materia de ethos y retórica está claro que han perdido los valores que las intervenciones públicas de Hillary Clinton, sinceras o no, han representado admirablemente: respeto del adversario, dignidad en el ejercicio del cargo, articulación en la exposición de ideas y racionalidad en el análisis.

Estos días se les ha dado el micrófono a algunos votantes de Trump, y lo que ha salido de sus bocas era cualquier cosa menos racional: mineros con las manos llenas de carbonilla decían que el magnate era uno de los suyos; madres solteras pluriempleadas aseguraban no sentirse ofendidas por los modales de Trump porque ellas son mujeres fuertes; viejecitos completamente dependientes del sistema se alegraban de que viniera alguien a zarandear el sistema.

También en el New Yorker de esta semana sale el artículo de un tipo fue a hablar con varios votantes de Trump. «No creo que vaya a construir el famoso muro —decían—; yo creo que es más bien una especie de metáfora». La respuesta casi me descabalga de la silla. La releo varias veces y termino por encontrarle una lógica bastante sutil. Si uno no ve la política como un debate racional entre diferentes modelos de sociedad, sino más bien como un espectáculo o como un deporte cuerpo a cuerpo, ¿por qué iba a regir en ella el pacto pragmático de una discusión académica? Lo que esta respuesta delata es una pragmática de grada de fútbol. Los hinchas gritan «¡vamos a patearles el culo!, ¡nos los vamos a comer!», y es verdad que cada cierto tiempo hay algún pirado que coge el rábano por las hojas e intenta comerse de verdad a un hooligan del equipo contrario, pero esto pasa pocas veces. Por lo general, patear el culo, hacer picadillo, romper el bautismo, dar leches hasta en la foto del carnet de identidad no son, en ese contexto, sino expresiones genéricas de aliento y de solidaridad grupal. Los dos bandos se enseñan los puños y desean que les rompan las piernas a los del equipo contrario, pero cuando se pita el final todos abandonan el estadio ordenadamente, lamentan el juego sucio y resumen las incongruencias con aforismos inanes como «fútbol es fútbol».

Esta es también la lógica de las relaciones virtuales: según me cuenta un joven aventurero que ha estado en internet, allí la gente se desahoga profiriendo insultos que nadie osaría decir a la cara de su peor enemigo. Hay una anécdota legendaria sobre una política —británica, en la versión que me contaron— que fue a visitar a su casa a un chico que, en un foro de internet, la había llamado «puta zorra de mierda», o algo así. Lógicamente, el chico no sabía dónde meterse. Lo mismo le pasó a Donald Trump cuando fue recibido en la Casa Blanca por un señor que, según él había reiterado hasta ese día, tenía aspecto ridículo, estaba chalupa, era un líder incompetente y, «literalmente», fundó el Estado Islámico.
 
Esto de «literalmente» es algo que Trump dice mucho, lo que sugiere que sus afirmaciones son para él menos metafóricas que para muchos de sus votantes, y que cuando asuma el cargo seguirá haciendo las mismas propuestas de la campaña. Una de las primeras instrucciones que dio, el jueves o el viernes de la semana pasada, fue la de establecer un censo de musulmanes. Un periodista le preguntó en qué se diferenciaba esa medida del censo de judíos que los nazis hicieron en los años 30. «No sé —respondió Trump—, dímelo tú».


Ante el escándalo de una prensa ya suficientemente escandalizada por el resultado de las elecciones, el registro de musulmanes fue suspendido —o aplazado— casi de inmediato, lo cual no hizo que el ambiente fuera menos lúgubre. En el periódico local, Isthmus, leo: «Para la liberal ciudad de Madison, la victoria de Trump ha sido un cataclismo. Mucha gente se desmorona y se echa a llorar en el trabajo o en el colegio; otros se despiertan aterrorizados en mitad de la noche. Los hay que temen por su seguridad o la de sus amigos. Unos hacen manifestaciones, otros abrazan a desconocidos o se encuentran para desahogarse en el campus y la ciudad […]. El miedo y la repugnancia son ubicuos». 

¿Qué haces el sábado por la noche si los nazis han llegado al poder? Puedes salir a abrazar a desconocidos —a mí todavía no me ha tocado nada—, pero también puedes irte a escuchar un concierto de kletzmer. Claro que no es sábado por la noche, y tampoco vamos a un concierto de kletzmer, sino a uno de las Pussy Riot; y en realidad no se trata de un concierto, sino de una mesa redonda, y no están todas las Pussy Riot, sino sólo una, Masha Aliójina. La acompaña su mánager y la jovencísima directora de MediaZona, una plataforma periodística fundada por Aliójina para denunciar el sistema jurídico y penal.

En conjunto, el encuentro resulta interesante. Se enfatiza la tradición rusa de protesta política a través de intervenciones simbólicas, como aquel santo que, en lugar de recibir al zar arrojándole sal y panecillos, le mostró un pedazo de carne, con lo que quería significar que se alimentaba de la carne de sus súbditos. Esa tradición contestataria e iluminada se encarna hoy en los impactantes trabajos —entre la performance, el body art y la autodestrucción— de Piotr Pavlenski, de los que proyectan varias fotos. Las intervenciones de Pavlenski son posteriores —y en ocasiones respuesta— a las del colectivo Pussy Riot, pero aquél las explica y defiende con un discurso más organizado.

El encuentro contiene, sin embargo, varias incoherencias que desconciertan y hacen aún más incómodas las butacas. Algunos son detalles casi inapreciables. Sasha, la joven periodista, tiene un gesto reflejo muy común que consiste en recogerse el pelo detrás de las orejas con un movimiento rápido de los dedos; el gesto cae en el vacío, porque lleva los laterales de la cabeza rapados. Más delicado es el hecho de que las dos muchachas pierdan el hilo o divaguen en varias ocasiones y que entonces recupere el micrófono su mánager, que es también quien ha decidido las primeras preguntas y quien ha escogido los materiales de proyección. ¿Es sencillamente alguien con más experiencia vital y mayores conocimientos de inglés que añade información contextual? ¿O es un hombre que está mansplaining a dos mujeres lo que ellas mismas han hecho?

En cualquier caso es el mánager quien habla de la abrupta reducción de libertades en la Rusia de Putin. A principios de los noventa —recuerda— el país vivió una auténtica explosión de libertad cultural, social y artística. Para ejemplificarlo proyecta varias fotos de un pito gigante que dos artistas pintaron con spray sobre el asfalto de un puente levadizo; cuando pasaban los barcos, un rabo icónico rivalizaba en altura con el edificio más próximo, que casualmente era el cuartel general de la KGB. Los autores del grafitti no sólo no fueron perseguidos sino que ganaron un premio nacional de innovación artística. Un par de años después la situación se había degradado de forma tan radical que tres muchachas fueron condenadas a dos años de cárcel por cantar en una iglesia.

Cuando el público puede al fin hacer sus propias preguntas, éstas trazan analogías, inevitablemente, entre Trump y Putin, entre la Rusia rural y la América rural, entre la coalescencia de cristianismo y ultranacionalismo que se ha producido en ambos países. Todas las intervenciones terminan solicitando a las Pussy Riot consejos o pautas de actuación.

You stay together —dice Masha—; you stay in your community. Keep doing what you do.

Ante unos deberes políticos tan fáciles de cumplir, el público que abarrota el Memorial Union Theater aplaude entusiasta, pero yo creo que ella no ha entendido la pregunta. Lo que le pedían no era que explicase por qué estamos donde estamos.

martes, 8 de noviembre de 2016

En ninguna otra noche se come más pizza que en la noche electoral. Nosotros vamos a seguir el escrutinio en el Majestic, uno de los teatros de Madison. Habrá que llegar a las ocho con un par de cervezas en el cuerpo, porque la recta final se anuncia muy reñida.

No he seguido demasiado las campañas, pero sí he visto en la tele spots en los que ambos candidatos se descalificaban en términos bastante brutales. En uno sale Hillary poniendo cara de perro, y en otro Trump se contonea como si se le hubiera metido una cucaracha en los calzoncillos. Lo que sí seguí con atención fue el tercer debate, en el que Hillary nos sorprendió con declaraciones que en España sólo se han oído en boca de comunistas declarados: «¡Tenemos que subir los impuestos a los ricos! ¡Hay que apoyar a las clases medias y populares para que puedan salir adelante! ¡Hemos de impedir que los bancos vuelvan a ver compensadas sus políticas irresponsables con dinero público!». Unos días después le pregunté a Jonathan G., el colega de Kathleen, si se lo creía.

—¡Claro que no! Son cosas que Hillary tiene que decir, y todo el mundo sabe que las tiene que decir. Es parte del teatro de la campaña. Lo más probable es que el día anterior se encontrara en una recepción con varios magnates de las finanzas y les avisara de que tenía que salir en televisión y decir que son muy malos. Ellos la tranquilizarían y le firmarían otro cheque para su fundación.

El tercer debate parecía confirmar un lugar común según el cual lo único que Hillary tiene que hacer para ganar las elecciones es dejar hablar a su oponente: en algún momento soltaría algún disparate que le haría quedar como un descerebrado. Antes de ayer el New York Times llevó esta hipótesis a la práctica, reservando dos páginas enteras a Donald Trump. En ellas recopiló los 282 insultos que ha Trump ha prodigado en Twitter desde junio. Allí podía leerse que los líderes europeos son débiles, que Bill Clinton está sobrevalorado, que Obama no tiene ni idea, que Mitt Romney fracasó como un perro porque no tiene agallas, que los políticos son incompetentes, que Samuel L. Jackson hace demasiados anuncios, que los comentaristas de la CNN son aburridos, que el servicio de T-Mobile es muy malo y que Neil Young es un completo hipócrita.

Quedarse en el desconcierto por el tirón electoral de estas afirmaciones no es sino una modalidad arrogante de la ignorancia. El cuarenta y tantos por ciento de la población que votaría a Trump seguramente esté algo peor informada que los demás, pero no han pasado los últimos meses en una cueva. Es gente que se escucha con agrado los exabruptos de Trump, unas veces por lo que dice —los supremacistas teóricos, fundamentalistas bona fide, libertarios vocacionales u homófobos genuinos—, y otras por el modo de decirlo. En este último caso seguramente se encuentren muchas personas que no han formalizado su ideario político más allá de la simpatía o antipatía epidérmica:

—Normalmente no me gustan los negros / ateos / sociatas / invertidos, pero tú eres una excepción (de momento).

Y resulta que muchas de estas personas se aburren viendo la CNN, se sienten estafadas por los contratos de T-Mobile, creen que Samuel Jackson hace demasiados anuncios, detestan la música de Neil Young y ven con cierta satisfacción que un vándalo entre en el exclusivo club de la alta política y se cague en la piscina.


La semana pasada el New Yorker publicó un artículo muy esclarecedor sobre esto, sobre la construcción de algo parecido a una conciencia de clase en la «basura blanca», sobre la desilusión de quienes han perdido la seguridad vital por el entusiasmo globalizador de Bill Clinton, sobre el hecho paradójico de que se entusiasmen por la retórica de un partido que va contra sus intereses. En un artículo de esta mañana Isaac Rosa insistía en alguno de estos aspectos y sugería que «[e]l mismo pasmo que sentimos por el auge de Trump, lo podrían sentir muchos norteamericanos con la victoria electoral del PP».

Rosa señalaba asimismo curiosas coincidencias entre el candidato norteamericano y el partido conservador español. ¿No encajaría perfectamente en este último un millonario que quiere acabar con el Estado, que ha reconocido defraudar a Hacienda, que ha mentido repetidamente, se ha contradicho en ocasiones sin cuento y sólo reconoce un logro cuando es suyo, o unas elecciones cuando las gana?

Trump y el PP tienen algo más en común: la ventajosa fidelidad del voto cristiano. Para las confesiones más radicales hay opciones legislativas que se sobreponen a todas las demás y las relativizan hasta la insignificancia. El aborto, por excelencia. Quien mantenga férreas posiciones pro-vida y crea necesario proteger el embrión aun en el caso —por desgracia no siempre hipotético— de una madre adolescente violada cuya vida se pondrá en peligro si lleva a término el embarazo, votará a Trump aunque esté en desacuerdo con él en todo lo demás, igual que en España ha votado (hasta ahora) al PP.

Un ejemplo paradigmático de la primacía de la retórica sobre el contenido es el caso de los e-mail. Aparte de la insólitamente inoportuna intervención del FBI, ya mencionada, parece disparatado que se emplee como arma política la acusación de que Hillary Clinton escribió cientos de miles de e-mails, y que muchos acabaron en un ordenador de un colaborador suyo. Lo alarmante sería lo contrario: que no escribiera e-mails, o que no acabara recibiéndolos el destinatario. El contenido de esos correos electrónicos era desconocido la semana pasada y hace un par de días fue oficialmente calificado de irrelevante. Parece que hubo un uso ligeramente inapropiado de un servidor público desde un espacio privado, o viceversa, pero elevar todo este asunto a la categoría de conspiración criminal desacredita mucho más al acusador que al acusado, ¿no? Jonathan me explica por qué no:

—Piensa en toda esa gente que ha quedado excluida de la educación superior, y que ve la tecnología digital como una nueva forma de sector terciario que ha permitido la deslocalización de empleos y ha arrasado formas de producción tradicionales de las que hasta ahora dependía. Toda esa gente oye la palabra «e-mail» y empieza hiperventilar.

Esa es, quizá, la única forma de que la escandalera de estos días tenga algo de sentido. No se trataba de incriminar seriamente a Hillary Clinton, sino tan sólo de presentarla como «uno de esos mequetrefes que escriben e-mails».

Es imprudente, por lo tanto, creer que lo que dice Trump son sandeces desconectadas de la estrategia política de su partido, aunque ciertamente cortejan a un electorado muy distinto del que hasta el año pasado formaba sus bases naturales. Como explicaba el Washington Post esta semana, es el Partido Republicano, y no Donald Trump, el que ha anunciado el bloqueo incondicional a Hillary en el Senado y en el Congreso, el que impide que se cubran vacantes en el Tribunal Supremo, el que ha propuesto paralizar el gobierno con una pila de demandas judiciales, el que ha apartado de su función original instituciones como el FBI para ponerlas al servicio de —en sus propias palabras— una guerra sin cuartel contra Hillary. Varios de los republicanos más significados han devuelto su apoyo a Trump en las últimas semanas, tras un discreto psicodrama dedicado a sus clientes menos radicales. 

Las últimas encuestas acercan la intención de voto de ambos candidatos, y parece que todo lo van a decidir algunos Estados en los que la lucha es ya cuerpo a cuerpo. Yo temo que la columna de indecisos e incluso la de demócratas encubra a votantes de Trump, precisamente porque apoyar a Trump es políticamente incorrecto y porque las encuestas las hacen mequetrefes que escriben e-mails a los que sería placentero engañar alguna vez.

—En última instancia —dice Jonathan—, lo que a mí me da miedo no es Trump, sino el Congreso, que es y va a seguir siendo republicano. Hasta ahora estaba Obama lanzando balones fuera, de manera que cuando el Congreso salía con alguna gilipollez Obama la vetaba y punto. Pero si el Congreso propone una gilipollez y Trump es el presidente, dirá «¡adelante!», y allá se irán todos.

martes, 1 de noviembre de 2016

Alquilamos durante dos horas un coche y fuimos a comprar algunos productos que no encontramos cerca de casa. Por ejemplo, disfraces de Halloween. Cuando uno está en América no puede dejar de hacer algo sólo porque sea una americanada; además, hasta ahora la gente se ha limitado a amontonar hojas secas en las esquinas y a adornar los porches con calabazas, creando así una simpática atmósfera de festejo agrícola.

—Y si no celebráramos Halloween —me advirtió Kathleen— nos llenarán la puerta de espuma de afeitar.

Así que fuimos a una nave industrial de las afueras en la que sólo se venden disfraces y complementos para la ocasión. Había máscaras de stormtroopers, sangre artificial, tatuajes que simulan cicatrices, barbas postizas, sombreros de bruja y esqueletos autómatas que tocan el banjo. No queríamos nada que tuviera demasiado plasticurrio, lo que simplificaba nuestro dilema reduciéndolo a una estantería. Yo compré una especie de peluca de felpa con cuernos y Kathleen un gorro peruano con aspecto de monstruo fosforescente sorprendido en el momento de morderle la cabeza. Mi intención era disfrazarme de diablo, echándome por encima una manta de punto naranja, pero unas veces parecía una cabra y otras la abuela de Caperucita después de que se la hubiera comido el lobo. El caso es que pusimos un disco de canciones goliárdicas interpretadas con instrumentos medievales, que dan mucho canguelo, y nos sentamos a esperar.

De acuerdo a una estimación conservadora recibimos la visita de 53 niños. Un ninja, dos diablos, tres esqueletos, dos víctimas de un accidente de tráfico, un murciélago, un jugador de béisbol zombi, una princesa, una mariposa, un ratón Mickey, una vaca, un búho, otro zombi, una hamburguesa y un miembro de una banda de heavy metal que de todos modos no conoceríamos. Casi todos los niños llaman al timbre y nos miran en silencio, con cara de pasmo. Sólo alguno musita tímidamente la consabida contraseña de «truco o trato», como si ya nos hubiera llenado la puerta de espuma de afeitar y sus padres —que contemplan la escena desde la acera disfrazados de minions— les hubieran obligado a venir a disculparse.


Entre dos visitas Kathleen me enseña un comentario que Jonathan, su anfitrión en la universidad, acaba de publicar en Facebook. En él cuenta con cómo ha acompañado a su hija de cuatro años a pedir golosinas por el barrio. Ella iba vestida de superheroína, con un mono violeta —su color preferido— y una estrella cosida en la pechera. Cuando le abrían una puerta señalaba a su padre y explicaba: «yo soy Super-Abby y este es Superpapá. Es mi némesis, y estoy protegiendo de él a todo el Estado. Y a mi mamá». Su hija —confiesa— no le deja en muy buen lugar, pero le enorgullece que haya usado la palabra «némesis».

A la hora de cenar llaman a la puerta dos chicas de unos dieciséis años. Una lleva puesto un mameluco y se ha pintado con desgana pecas en las mejillas, como se supone que es un niño pequeño en las tiras cómicas. La otra no parece llevar ningún disfraz.

—¿Y tú de qué vas? —le preguntamos.

—De persona de los años 80.

Bebés y personas de los años 80: dos terrores mucho más pandémicos y cotidianos que los esqueletos, los diablos y las vacas.

viernes, 28 de octubre de 2016

Y después de todo un mes despidiéndome y cerrando puertas tras de mí me fui a América de verdad y de una vez por todas. Anularon el último de los tres vuelos que debía tomar, lo que me valió seis horas de espera en el aeropuerto de Chicago, en un momento en que para mi reloj interior habían cerrado ya todos los bares. Kathleen me esperaba en el aeropuerto de Madison con un globo de helio y miles de planes.

Mi aterrizaje ha coincidido con un veranillo de San Miguel de inusitada suavidad. Los primeros días todavía vamos todos en mangas de camisa, comemos en la calle y andamos en bicicleta. Ahora ya ha empezado a entrar el otoño, pero con una timidez poco habitual en la región, si hemos de hacer caso a los taxistas. Los arces se oxidan majestuosamente, los escarabajos se cuelan en las cocinas y los vecinos llenan sus porches de calabazas.

En Bélgica los jardines suelen estar detrás de las casas, de modo que desde la calle uno sólo ve fachadas y muros de hormigón de tres metros de alto. Aquí, en cambio, como sabemos —sin saberlo— a través de innumerables películas, los jardines están alrededor de las casas y no hay muros que los oculten, sino generalmente vallas de madera bastante bajas y con los listones separados unos de otros, lo cual facilita que las ardillas y los conejos corran a atender sus negocios. Desde la calle se ve a la gente encender parrillas o tender la ropa al fresco. Nos sorprende también que pegados a las casas o a las aceras haya árboles enormes; no es raro encontrar ejemplares de más de un metro de diámetro, con copas soberbias que avanzan sobre la calzada y los tejados. Como, además, la mayoría de las viviendas y de los postes del tendido eléctrico son de madera, muchos barrios, como el nuestro, transmiten una reconfortante sensación orgánica. 

Entre los motivos tópicos y muchas veces falaces por los que en Europa admiramos este país nunca he oído mencionar estas cosas que, sin embargo, forman una parte reconocible del imaginario visual norteamericano.


No sé si por dejación o por ruina municipal, el alumbrado público en Madison es escaso, apenas el mínimo imprescindible para que se pueda ver a los peatones en los cruces. Esto, que podría producir aprensión en alguien más noctívago y gallina que yo, me gusta, porque hace que la noche parezca más noche. Un par de veces, antes de que se alumbre la farola, salgo con el ukelele y me siento a tocar en el porche, avergonzándome casi de no tener las preocupaciones del 99% de los estadounidenses y de poder pasar diez meses viviendo en el país en el que Hollywood quiso hacernos creer que viven.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Cuando iba al trabajo mi padre limpiaba sus zapatos todas las mañanas con los artilugios que guardaba en un pequeño cajón de limpiabotas. El cajón, de madera de pino, desprendía un olor penetrante a taller, y sus dos puertecillas estaban conectadas por una biela de modo que se abrían al mismo tiempo. Mi padre cepillaba sus zapatos en el balcón de la cocina y los lustraba con betún mientras yo me bebía soñoliento el Cola-Cao. Treinta años después le pregunto si tiene crema transparente para unos mocasines y me los quita de las manos:

—¡Anda, anda! ¿Adónde vas con eso?

Al cabo de diez minutos me los devuelve como nuevos: ya no se ven las rozaduras ni el saliente blanquecino que hizo el dedo gordo. Y con esos zapatos inauguro dos días más tarde el congreso de hispanistas que me retiene en Europa.

Todo lo que le pido a un congreso, cuando soy yo el que lo organiza, es que no haya catástrofes naturales, que nadie se aburra hasta el punto de autolesionarse y que el hotel al que llegan los invitados esté abierto. Las dos primeras expectativas se realizan, lo que constituye un éxito moderado pero suficiente. Las ponencias no son disparatadas y sólo una de las participantes anula su viaje.

Poco antes de que comience la conferencia de José Antonio P. B. hace aparición un espectador inesperado. Como escapado de una novela de Wells, con los hombros treinta centímetros por detrás del centro de gravedad, una gorra a cuadros, una chaqueta de cuero más descolorida que la mía y anacrónicas patillas de chuleta, Roger D. produce un considerable efecto entre la concurrencia. Pero el espectáculo no ha hecho más que empezar: apenas ha empezado a hablar el catedrático salmantino, Roger se levanta de su asiento y avanza hasta la cabecera de la mesa para sentarse al lado del ponente. Con una mano hace trompetilla alrededor de la oreja, pero su audición no debe de mejorar mucho porque casi inmediatamente se queda dormido. Media hora más tarde se despierta y tamborilea impaciente sobre la mesa. En la mesa hay un micrófono encendido y el tamborileo resuena como una caja que tocase a instrucción. A la conferencia sigue una mesa redonda que clausura el encuentro: nuestro visitante resopla varias veces, continúa tamborileando y, cuando estamos llegando a las conclusiones, pide la palabra.

Roger advierte que lo que va a decir no guarda demasiada relación con el tema del congreso. Se presenta de un modo algo elíptico como un residuo histórico de la universidad, y rememora las manifestaciones científicas que se organizaban cuando él estaba en activo, hace doscientos treinta años. Entonces, a la gente que quería intervenir se le acercaba un micrófono; ahora, sin embargo, descubre que todo el mundo habla con una rápida alternancia de turno, y se entienden sin que él sea capaz de oír nada. Esto —dice— le parece portentoso.

Con estas sabias consideraciones terminamos el encuentro y abrimos las botellas de vino de rosca que Jéromine compró a ultimísima hora en un Carrefour. Poco a poco los asistentes se van despidiendo y salen del paraninfo camino de la estación; Roger, en cambio, no sale ni con agua caliente. Alguien le ha presentado a David, mi suplente, y lo está volviendo loco. A una distancia prudencial afino el oído y compruebo que le está hablando, como a todo el mundo, de sus libros, que quiere legar a la biblioteca de Románicas. No obstante, una comprensible y no del todo consciente resistencia a desprenderse de ellos sabotea sus planes, porque son tantas las trabas y los impedimentos que se inventa a cada paso que el traspaso de un número de ejemplares muy razonable lleva estancándose cerca de tres años. Roger propone complicados procedimientos que luego él mismo descuida u olvida cumplir. El año pasado, después de muchos encuentros y prolegómenos, confeccionamos una lista de los volúmenes que nuestra universidad tendría interés en albergar. Meses después la perdió, igual que extravió la copia que le envié —dos veces— por correo electrónico; le he dado en mano una fotocopia, y ahora se le ha ocurrido que para interpretar esa lista es del todo imprescindible un plano con la ubicación de las estanterías. Yo le dije el otro día por teléfono que recuerdo haber visto dicho plano y que incluso creo tener una copia que me dio hace dos o tres años, pero que me resulta difícil encontrarla porque he ordenado mi despacho con vistas a la excedencia.

—Si no apareciera el plano tendría que venir alguien a casa para copiarlo, porque yo tengo el original, pero como está dibujado con tinta roja no saldrá bien en la fotocopia...

David atiende con una cortesía verdaderamente heroica.

—Pobrecito —me dice Jéromine en un aparte—; ¿vamos a salvarle?

—No, déjale cinco minutos más. Esto también forma parte del trabajo.

Todo está bajo control y puedo irme tranquilo a otro continente, o a donde quiera que Roger no pueda encontrarme.

domingo, 2 de octubre de 2016

Ayer estuve en las jornadas de zarzuela de Cuenca, donde echaron una estupenda versión a lo Kurt Weill de El sobre verde; el director de escena nos participó poco antes de la función lo orgulloso que estaba del montaje, y explicó que en el teatro las escenas vienen escritas y es en las transiciones donde tiene que «saltar la chispa». Entiendo que es en el hilván de los retales donde ha de buscarse lo específico de cada puesta en escena. Estoy hablando de esto en casa de mi hermano Nacho, que nos ha invitado a comer, cuando me interrumpen:

—¡Vamos, que nos vamos!

—Bueno —respondo— vámonos, pero que sepáis que aún falta una hora...

Nos ponemos a caminar a toda mecha. Adonde vamos es a ver Reikiavik, de Mayorga. Un cuarto de hora más tarde pregunto si falta mucho.

—Estamos llegando ya al punto de enganche de bicicletas, que está detrás del auditorio. Luego es todo cuesta abajo.

—Ah.

Nacho y Eva se han sacado el abono del Bicimad e intentan amortizarlo cuando no salen a la calle cargados de churumbeles, pero quiere la fatalidad que hoy no haya más que una bicicleta libre en el perno. Nacho la saca y bajamos despendolados a Avenida de América, donde hay otras dos, aunque una de ellas se la está llevando un hipster en nuestras barbas. Pues vaya lata. En los últimos meses ha habido un montón de robos de bicicletas —«algunas han llegado hasta Rumanía», apuntan los servicios informativos, siempre rápidos en divulgar prejuicios—, y como el servicio funcionaba a la pata la llana el ayuntamiento ha terminado comprando la concesión. Se conoce que la empresa concesionaria ya ha desentendido del asunto, y a día de hoy se llega antes a los sitios montado en uno de los leones del Congreso que en una bici del servicio público.

Entre tanto son las cinco y media, así que les digo a Eva y Nacho que vayan saliendo y que yo iré en metro. ¿Adónde? Al teatro Valle-Inclán. Mientras bajo las escaleras mecánicas repaso las combinaciones: línea 4 a Diego de León, 5 hasta Callao y luego la 3 (pero el transbordo de Diego de León toma mucho tiempo); línea 4 hasta Argüelles y 3 hasta Lavapiés (pero son 15 paradas, y ya sólo faltan 20 minutos para que empiece la función); línea 6 hasta Pacífico y 1 hasta Antón Martín (¡no! ¡la línea 1 está en obras!); línea 6 hasta Manuel Becerra, 2 hasta Sol, 3 hasta Lavapiés... Las constelaciones de paradas son como partidas de ajedrez que uno le echase a la tarde. Según entro en el vagón me decido por una opción audaz: línea 6 hasta Legazpi y transbordo a la 2: son también muchas paradas pero un solo transbordo, relativamente cómodo, y por suerte cojo ambos trenes nada más llegar al andén.

Salgo dando boqueadas a la plaza de Lavapiés y veo que alguien me hace señas desde la puerta del teatro. Es una empleada, que me recibe con la urgencia de la azafata que está cerrando la puerta de embarque:

—¡Estamos a punto de empezar, suba al segundo piso! —dice, mientras me devuelve la entrada troquelada y, con el mismo giro experto de muñeca, me impulsa en dirección a la escalera. En la puerta de la sala un acomodador habla por un walkie-talkie: «¡el águila está en el nido!, ¡cierren compuertas!». Entro en la sala desfondado y una enfermera me deposita en el asiento que me corresponde; a lo lejos veo a Nacho y a Eva vitorearme:

—¡Parecías el cuarto actor!

La obra sólo tiene tres actores y yo venía a ser el cuarto actor que atraviesa como una exhalación la cuarta pared. Después de haber pasado por las jornadas de zarzuela de Cuenca, me desconcierta que no canten ni bailen. La obra me empieza a interesar cuando entiendo que, aunque sólo hablen de ajedrez, no trata de ajedrez. Son en realidad dos tipos raros que tratan de transmitir a un muchacho su pasión por encarnar a otras personas. Lo que ocurrió en Reikiavik en 1972 —el encuentro entre Fisher y Spassky— es inalterable y está escrito en un librito manoseado que los dos apasionados conocen de memoria. La victoria o la derrota no se puede cambiar, dicen; lo que sí se puede cambiar es el talante con el que se asumen. Es, en resumidas cuentas, una formulación grandilocuente y esencialista de lo que nos contó ayer el director de El sobre verde. Pienso que Mayorga no tiene razón, que ni el teatro es una simple actualización de textos ni los papeles teatrales son vidas vicarias. El teatro también pueden ser muchachas que enseñan la liga mientras cantan coplas satíricas contra el gobierno, y también es su sufrido público, y un edificio con asientos de terciopelo y una boîte en el sótano.

—Bueno, vámonos a casa, que hemos dejado a los niños con los abuelos —dice Nacho mientras tironea en vano de una bici que tiene el piloto verde. Media hora más tarde estamos en la glorieta de Atocha haciendo verónicas y gaoneras a un tropel de taxis ocupados.

jueves, 29 de septiembre de 2016

Aprovechando que paso unos días en Madrid pongo un poco de orden en los cajones de mi escritorio. Saco un carrito de la compra lleno de papeles para tirar, y hago algunos hallazgos arqueológicos, como un walkman, un mechero de cuerda, una máquina de etiquetas Dymo con carrete y una moneda de dos pesetas de 1936, con la alegoría de la República, que limpio con Sidol.

Aparece también una hucha que me regalaron en la primera comunión. Es un cerdito blanco de cerámica, con pinceladas doradas en las orejas. En un flanco tiene pintado un niño meapilas vestido con una túnica; en el otro, un cáliz y una hostia flotando entre nubecillas azules y rayos de sol. Dentro hay un montón de duros.

—Esto se podrá tirar, ¿no?

A mi padre se le despierta la memoria genética de procurador general del Santo Oficio y parece Agustín González en un arranque fuera de guión:

—¡¿Pero qué estás diciendo?! ¡Estás chalado! ¿Cómo vas a tirar el dinero? Vete al Banco de España y te lo cambian en euros.

Cómo voy a ir al Banco de España, si el billete de autobús vale más de lo que me van a dar... Además, imagínate la cara que pondría el de la ventanilla cuando me viera llegar con un cerdito de porcelana adornado con motivos eucarísticos. Bien mirado, sólo por eso valdría la pena ir. Pero no.

Mi padre dice que con su abono transportes de jubilado sí le trae cuenta, así que vacía la hucha y comienza a clasificar los duros por tamaños. Aparecen algunos de los que se acuñaron a principios de los 90, con un diseño a lo Mariscal.

—Huy —dice mi madre—, ésas te las van a pagar muy bien.

Al final salen 35 duros, 175 pesetas. Me quedo con una peseta rubia que aparece perdida por allí. Pasa el tiempo y pierdo de vista el asunto, pero no veo que mi padre vuelva ningún día cargado de delicatessen: quizá decidió gastárselo él solo y se comió media ostra en el mostrador gourmet del Corte Inglés.

Un par de días después mi padre asoma la cabeza por la puerta de mi cuarto:

—El teclado ese que tienes detrás de una puerta ¿no se puede tirar?

Se refiere al piano eléctrico que usaba en los bolos. Costó cien mil pesetas de entonces y está en perfecto estado. Creo yo que por lo menos 175 pesetas sí que me darían por él en eBay, y con ese argumento consigo salvarlo por unos años más.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Me queda aún una semana de trabajo. En algún momento consideré reservar una habitación de hotel en la ciudad, pero lo descarté enseguida: ¿por qué debería pasar la última semana en un sitio en el que he elegido no vivir los últimos cinco años? Busco una pensión en el valle y doy con una que está a dos pasos de la estación de Esneux. La regentan Joëlle y su marido Luc, cuyo apellido es Lecoq. De ahí que la finca —una vieja mansión con un jardín lleno de esculturas, un cenador, una piscina de agua salada y una que otra hectárea de bosque que descubrieron al cabo de los años en el registro notairal— tenga un nombre gallardo y resonante: Les Gallinautes.

Luc nació y creció en el Congo; su padre creó allí la primera red de dispensarios médicos del país. La familia volvió a Europa a principios de los 60; Luc quería irse a Roma a estudiar música, aprovechando que una de sus hermanas ya vivía allí, pero su padre se negó en redondo, le cortó el dinero y le inscribió en una formación de kinesioterapia. Fue a clase el primer día por curiosidad y se quedó pegado al pupitre durante los cinco años siguientes. Luego se doctoró en osteopatía y pasó varios años yendo y viniendo en coche de Lieja a París: tardaba dos horas y media, casi lo que tarda hoy el Thalys.

—Corría como un loco, pero es que tenía que pasar consulta aquí de diez a doce de la noche. Luego todavía estudiaba un rato y de madrugada volvía a París.

Nikola Tesla dormía más que Luc. Éste, cuando vuelve de trabajar, hace esculturas, toma fotografías, toca el piano, dibuja y dedica las noches a estudiar el desarrollo embrionario y el crecimiento humano.

—Pensamos en el desarrollo biológico como algo que se produce desde dentro, como una serie de instrucciones que van de los genes hacia el exterior, pero en realidad todo responde a un puñado de leyes mecánicas relativamente simples: la oxidación, la ósmosis, la erosión, la corrosión...

Habla de mareas, de corrientes y de ritmos, de fallas y de solidificaciones, pero en realidad de lo que está hablando es de la anatomía humana. Su tratamiento —dice— consiste en tocar a los pacientes de modo que su cuerpo recuerde mecanismos que se le habían detenido. Es un cartesiano que da mucha cancha a la intuición:

—La primera vez que vi a Joëlle —imagino que tendrían por entonces veinte años—, estaba morena como una etíope y llevaba una marinera con galones en las mangas, lo cual me pareció encantador. Volví a mi casa y le dije a mi madre: «acabo de ver a mi mujer».

La madre de Joëlle vive también en la casa y debe de andar cerca de los noventa años, llevados con lucidez y hasta con bastante elegancia. El domingo, mientras desayunamos, nos cuenta historias de la ocupación nazi. Una vez, por ejemplo, pusieron a dormir a un alemán encima de un lingote de oro. Resulta que como un pariente trabajaba en un banco, les había resultado fácil transformar en oro sus ahorros, lo que en aquel momento era una operación inteligente. Cuando necesitaban hacer alguna compra, raspaban un poco el lingote. Lo escondieron de forma provisional debajo de una cama, y hete aquí al poco tiempo los alemanes los echaron de casa con modos perentorios para que pudiera dormir allí un archipámpano del Reich. «¡Ay, madre mía, como mire debajo de la cama!». Pero no tuvo que mirar, porque durmió muy bien. Si llega a dormir mal, acaban en la ruina.

En otra ocasión, ya a finales de la guerra, fueron obligados a alojar a dos SS muy jovencitos.

—Mi hermano pequeño había desmontado unas pinzas de la ropa y había pegado los palos simulando un avión. Se acercaba a los nazis imitando el ruido de la hélice y les bombardeaba las rodillas. Eran los días en que la aviación norteamericana estaba arrasando las ciudades alemanas. Los SS miraban a mi hermano con resignación. ¿Qué podían a hacer a aquellas alturas? Yo creo que ellos mismos no estaban muy convencidos del papel que les había tocado representar.

Reímos, y Joëlle dice:

—Seguro que en alguna parte hay un alemán que le está contando la misma historia a sus nietos: «...y había un niño que daba vueltas con unas pinzas y hacía como si nos bombardeara».

Los gallinautas pertenecen de esa clase de personas que intuyen la manera de ser afortunadas, y a las que todo les resulta sencillo e inocuo: no cierran la puerta, no pisan el freno y atraviesan las guerras mundiales con la candidez del buen soldado Šwejk.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Hemos quedado en el Amirauté para cenar con Nathalie y François, mis caseros, y para presentarles a David y Mara, que van a subalquilar el apartamento y, en cierto modo, a vestirse durante un año nuestra identidad social. François insiste en que pidamos vino rosado porque siempre ha estado presente en los grandes momentos de su vida. Hablamos de Tilff, de Madrid, de Madison, del frío que hace en Madison, y Nathalie me asegura que diez gotas al día de própolis la transportan confortablemente a través del invierno. Al final de la cena se nos pega el dueño del Amirauté y nos cuenta cómo fue esquiador olímpico, y cómo dirigió luego una discoteca en Marbella, y cómo tuvo una novia italiana que vivía en una fábrica de ataúdes; concluye palmeándose el triponcho y exclamando «¡este es mi capital!». Al volver al mostrador da instrucciones para que nos saquen otra botella de rosado, a cuenta de la casa: hemos sido un público magnífico.  

Al día siguiente, cuando estoy cerrando las maletas y terminando de recoger el piso, llaman al telefonillo. Es Nathalie, que se ha dejado caer para traerme un frasco del famoso própolis y desearme una vez más buen viaje. A su lado, espigada, su hija Louna. Le tiendo la mano y la mira con incomprensión. Tras unos segundos, termino por entender y me agacho para que me dé un beso. Las hago entrar en el piso un minuto.

—Álvaro se va a ir a América y va a escribir un libro —explica Nathalie.

Louna guiña un momento los ojos, y pregunta:

—¿De cuántas páginas?

Yo balbuceo que no sé, ni muchas ni pocas... Me giro hacia la estantería y saco la correspondencia de Erik Satie:

—Esto, por ejemplo, tiene demasiadas. Da angustia ponerse a leer un libro así de gordo. En cambio este otro —saco un Simenon— es demasiado fino, casi no merece la pena ni comprarlo, porque apenas ha empezado uno a entender de qué trata cuando se termina. Más bien algo entre los dos...

Entre Satie y Simenon escojo una historia de las invasiones marcianas escrita por Carlos Scolari, que reproduce fotogramas de viejas películas de ciencia ficción. Louna lo señala y dice: «yo también prefiero uno así».

Luego saco algunos de los cromos del mundo al revés que he ido comprando estos últimos meses:

—¿Eh? ¿Qué te parece? Estos cromos son más viejos que tu abuelo. Mira qué chulo, este tipo come por la barriga, y este otro es el arco con el que un violoncelo está tocando el violín.

Descuelgo de una pared el xilograbado de Épinal en el que varios animales van al zoológico a ver un grupo de seres humanos. Un cerdo se apoya flemático en un bastón; un león da explicaciones señalando con un puntero a los burgueses enjaulados. Louna se ríe, y dice:

—Una amiga mía tiene un libro en el que todo es al revés: la hierba es azul y el cielo es verde.

Dos horas después, David y Mara me despiden efusivamente y cierran por dentro la puerta de mi apartamento. Acostumbrado a tener algún juego de llaves en el bolsillo, noto ahora su vacío inusual. Arrastro la maleta en dirección a la estación y durante dos o tres segundos adivino la aprensión que debió de experimentar Martin Guerre el tiempo que no fue Martin Guerre.

La casera es mi amiga del alma, el trotamundos se transforma en inquilino, el inquilino se convierte en trotamundos y Valonia es un país acogedor que ya estoy echando de menos. El mundo al revés.
Post scriptum:
Unos días más tarde me escribe Nathalie. Louna ha vuelto al colegio y la primera lección trata de una niña que tiene que sacar a su madre de la cama y convencerla de que vaya al trabajo, porque ya se han acabado las vacaciones: «Louna inmediatamente se ha acordado de ti y de tus dibujos». Le respondo que le diga vaya estudiando bien el asunto para escribir un libro. Uno que no sea ni muy gordo ni muy fino.

jueves, 25 de agosto de 2016

Ha sido una tarde ciclista y ciclotímica. Como otras veces con este tiempazo que nos está haciendo saco la bici y me doy un garbeo a última hora de la tarde. Llego a Hony, me meto a ver las vacas de la granja e inspiro profundamente para llenarme los pulmones de ese entrañable olor a boñiga y humanidad que expele el establo. Luego subo todo tieso a Ham, que se dice pronto, porque es una pendiente del 35% que hay que subir en primera y echando el bofe, pero merece la pena porque lo que se ve desde arriba no ha cambiado desde 1930. El pueblo son seis o siete casas y una fuente junto a un viejo abrevadero. Bebo unos buchitos, saludo a una vieja y emprendo la bajada a Esneux, que tiene su aquel porque es un sendero muy estrecho y lleno de hierba entre dos cercas de espino: hay que meter la rueda en un carril que han hecho los ciclistas a base de pasar por allí, apretar los dientes y no frenar hasta entrar en el bosque, porque si uno se pone nervioso empieza a dar volantazos con el manillar y se empotra.

Yo bajo templado como un machote, pero al llegar al bosque la bicicleta se detiene con un suspiro cansado: el neumático delantero está más desinflado que la moral de Pablo Iglesias.

—¡Maldición!

Entonces recuerdo que en la alforja llevo un invento para estas situaciones, que aún no he tenido necesidad de probar. Se trata de un pequeño aerosol con un tubito que se acopla a la válvula y rellena la rueda con un gas pegajoso. No repara el pinchazo pero sí te permite volver a casa.

—¡Ja!

Sigo las instrucciones, enrosco el tubo en la válvula y aprieto el espray. La rueda no se hincha, pero entre la válvula y el tubo empiezan a salir grandes borbotones de algo que parece nieve carbónica.

—¡Maldición!

Con un trapo limpio el desaguisado y empiezo de nuevo, aunque esta vez hago fuerza con los dedos para que la válvula entre bien en la rosca. La rueda enseguida se pone farruca.

-¡Ja!

Ahora bien, no hago más que bajar dando tumbos hasta la pista ciclista y de nuevo voy dando en el suelo con la llanta.

—¡Maldición!

Estoy doce o trece kilómetros de Tilff, el sol comienza a decliar y no me he traído el cepillo de dientes. Miro el reloj: como es la línea que cojo a diario, sé que en menos de un cuarto de hora parará el tren en Esneux. La estación está a menos de un kilómetro.

—¡Ja!

Me lanzo a correr arrastrando la bici y despertando la hilaridad de los moteros. Mientras, repaso mentalmente mi situación. Recuerdo que he traído dinero suficiente para comprar un helado y acaso para un billete sencillo de tren, pero no para pagar el suplemento de bicicleta, y menos aún si le añaden el impuesto revolucionario que cobran por comprárselo directamente al interventor.

—¡Maldición!

En esto, pasa junto a mí un autobús con un letrero que dice «servicio especial SNCB», y como soy un as de la pragmática deduzco que por algún motivo se ha interrumpido el servicio de trenes y han puesto un servicio gratuito de autobuses.

—¡Ja!

Sigo el autobús con ojos de náufrago, veo que da la vuelta en una rotonda, deja atrás la estación sin hacer alto y coge la comarcal a todo trapo.

—¡Maldición!

Detengo el autobús con un gesto que no deja lugar a la negociación. El conductor abre la portezuela, me confirma que no hay trenes y me deja montar a pesar de que generalmente las bicicletas están prohibidas.

—¡Ja!

Entro sudando a chorros. Dentro hay cuatro niños judíos ortodoxos: dos son adolescentes y dos más pequeños, dos son varones y dos chicas. Uno está atento, otro aburrido; una está alegre, otra está triste, y sus ojos fijan sobre mí esas cuatro expresiones. El mayor saca una botella de agua de una mochila, llena vasos de plástico y los reparte entre sus hermanos. Después abre una caja de caramelos y van escogiendo por turnos. El cuadro tiene una solemnidad eucarística. La judía más mayor no tendrá más de diecisiete años y es muy bonita; lleva una camiseta con la bandera norteamericana y una falda vaquera, y me radiografía con sus grandes ojos verdes mientras saborea su caramelo. Me ha parecido ver que es de fresa. Los chicos llevan gorras de béisbol, pero el pequeño se la quita y se ve que debajo lleva puesto el yármulke.

Miro a mi alrededor y observo con sobresalto que los demás pasajeros del autobús son también completamente atípicos. Hay una muchacha que tiene media cara llena de mataduras, aunque se ve que ya está casi restablecida del todo. Al fondo, tres mujeres de aspecto mestizo repiten algo que suena como «ie», o «yeah», bastante fuerte. Otra chica lee un libro de páginas amarillas por el ácido, que dato a ojo entre 1955 y 1970. Pienso en que todo lo que me está ocurriendo esta tarde es muy raro, como de novela de Bolaño o de película de Krzysztof Kieślowski. Los judíos me siguen mirando sin disimulo y no sé por qué me figuro que tienen algo que ver con todo eso tan raro que me está ocurriendo esta tarde, que unos y otros han estado interfiriendo con el azar según sus respectivas sensibilidades, diferentes como las cuatro caras de un dreidel, como los cuatro vientos que impulsan la rueda de la fortuna, hasta que han decidido dejarlo en empate y soltarme como un pelele en Tilff.

sábado, 13 de agosto de 2016

En Madrid mi madre plancha y mi padre ve los Juegos Olímpicos. Cuando la cosa se pone emocionante se palmea las pantorrillas. Mi hermano se ha ido de vacaciones y les ha dejado el hámster de los nietos, para que lo cuiden. El hámster se llama Rolo, y yo creo que para él estas semanas también son de vacaciones, porque durante el curso mis sobrinos lo lanzan por el aire, lo meten en laberintos de cartón y le hacen luchar contra los Lego ninja.

Rolo es un ratoncejo organizado y modoso, que por las mañanas barre la jaula y pone orden en sus mondas y sus cáscaras. También recorta papeles ansionamente y con las virutas hace nidos en los que se esconde. Cuando hace mucho calor, no: cuando hace mucho calor se despatarra sobre el suelo, como haría cualquier hijo de vecino. Come pipas y pienso, y cuando le dan un trozo de queso lo guarda en un iglú de plástico que tiene en la jaula.

Hace poco le compraron una bola de plástico transparente con muchas ranuras; se mete al hámster dentro y se vuelve a cerrar por completo. Así, Rolo puede darse paseos por la casa sin miedo a que lo pisen.

—Anda, vete a buscar al abuelo —le dice mi madre. Y asegura que muchas veces se va para el salón, donde mi padre está jaleando a Rafa Nadal.

—¡Mira tú que hablarle al ratón! —protesta él—; ¡te vas a volver tarumba!

Pero luego, cuando nadie le ve, se acerca a la jaula y dice: «¡No te escondas tanto! ¡Que se te ve el culito!».

Rolo no aguanta mucho tiempo en la bola. Al cabo de media hora se cansa y se pega a las canillas de algún humano para que lo saquen de allí y lo metan en su jaula. Luego mi madre busca un libro gordísimo que tiene a medias y se sienta un rato a leer. 

Kathleen y yo nos escapamos para ir a las fiestas de San Cayetano, el santito del verano. Javier Ruibal da un concierto en la plaza de la Paja. Cuando llegamos están actuando todavía los miembros de la asociación castiza que organiza la verbena. Son dos docenas de viejitos vestidos de chulos y chulapas que se contonean trabajosamente y hacen como que cantan mientras suena por los altavoces un chotis acerca del salero incomparable de los madrileños.

—Qué pena —dice Kathleen, señalando a un grupo de castizas—, se conoce que a aquellas de allí se les ha muerto el marido y tienen que actuar solas.

A lo mejor el marido no se ha muerto sino que se ha quedado en casa viendo la tele, como mi padre, y cuando su señora le pidió que se pusiera el chaleco de mezclilla con un clavel en la solapa, le respondió: «anda y que te ondulen con la permanén».

Ruibal hace comentarios políticos entre una canción y otra, como por ejemplo: «si seguimos retrocediendo corremos el riesgo de conocer personalmente a Isabel II». El concierto está muy currado y si hago abstracción de los gorgoritos flamencos consigo disfrutarlo medianamente. Es una pena que la mitad de la gente que abarrota la plaza haya ido allí a hablar.

—Ah, que toca Fulano —se han debido de decir—. Vamos allí a hablar, que no hay en todo Madrid otro sitio en donde hacerlo.

Volvemos a casa y nos asomamos a ver a Rolo, que está en plena fase anfetamínica. Cuando volvamos de Madison el pobre ya estará criando malvas. Por algún motivo, esto nos da más pena que si estirase la pata en ese mismo instante.

lunes, 25 de julio de 2016

Hacemos trasbordo en Valladolid. El tren que va a Santander tiene sólo dos vagones, y nuestra reserva está en el 3.

—Ya —dice el maquinista—; hoy han puesto sólo dos. Sentaros donde podáis.

El tren se bambolea a través de la planicie palentina, parando en pueblos decrépitos. Monzón de Campos: puertas tapiadas, tejados medio derruidos, edificios abandonados y ocupados y vueltos a abandonar. Una pintada roja en la tapia de una ruina: «¿Quién gana con esto?».

El interventor tiene la cabeza de Dionisio Ridruejo antes del decreto de unificación, cuatro pulseras con la bandera de España, una pegatina rojigualda en la maquinola de leer códigos de barras y un pin sospechoso en la solapa. Le pregunto si este tren no para, por un casual, en Molledo.

—No para, no.

Qué vergüenza: para en Amusco y no para en Molledo, que tiene siete habitantes más. Otro día, al pasar en el cercanías por Corrales de Buelna, vemos un letrero muy grande que pone «F.E. de las JONS», con el yugo y las flechas. Cubre una tapia que tendrá lo menos siete metros de largo, y nadie se ha animado a pintar encima. Me recuerda un chiste que salía en el último número de Mongolia:

—¿Por qué votó usted al PP en las últimas elecciones?
—Porque no pude votar al general Mola.

Es un poco tonto pero me hizo mucha gracia. Ahora me hace menos.

En Molledo se nos unen Adelaida, Toño y Gabrielillo. Queremos hacer picnic en el monte de Canales y paramos en Silió a ver la iglesia románica, que le hace ilusión a Adelaida porque en Andalucía no hay ninguna. Nos la encontramos cerrada. Sentados en un banco de piedra, tres paisanos se entretienen en despellejar vecinos. Les preguntamos si la llave de la iglesia la tiene alguna beata del pueblo, como en tiempos.

—No, ya no. La llave la quitó el obispo.

Ahora sólo se puede visitar la iglesia los domingos de doce y media a una y media, durante la misa. No sé si es una forma de atraer ateos a la iglesia o de evitar que entren en ella quienes de otro modo no la pisarían. La misa de diario también la quitaron por falta de curas: ahora sólo hay uno que debe atender diecinueve parroquias. 

Dos días después bajamos caminando a Helguera y nos encontramos abierta la iglesia mozárabe. Nos metemos en ella de cabeza, aunque en el interior no hay gran cosa. Una sacristía llena de trastos y un retablo con mucho perifollo. A nuestra espalda oímos una voz:

—Los que han visto el retablo antiguo dicen que era muy bonito, pero le colocaron encima este otro y ya no se puede ver. 

Quien nos habla es un sesentón con camisa blanca, gemelos de oro y zapatos impolutos. Habla un español muy correcto aunque conserva el acento escurrido británico, que ya no se quitará nunca. Es, como supuse enseguida, el inglés que compró la casa de mi tía abuela Citas, y resulta que hoy, en esa misma iglesia, se celebra la boda de su hijo. Nos dice que su padre había trabajado de ingeniero en la región, y se lo llevó de chico a pasar varios veranos allí; años después, cuando murió su primera mujer, se prejubiló y se vino a vivir al valle. Terminó casándose en segundas nupcias con la otra extranjera del pueblo, que era una colombiana. Nos habla de los interminables trámites que hubo de hacer para casarse por la iglesia. Aunque él es traductor jurado no le aceptaron sus propias traducciones.

—Eso todavía lo puedo entender —dice—, pero lo que me fastidia es que tampoco aceptaron las traducciones notariales que pagué. Me fui a un amigo traductor y éste me dijo «lo que vamos a hacer es meterle algunos latinajos», y yo dije «perfecto; y ponle también todos los sellos que encuentres». Y con todo aquello los impresionamos y al fin pudimos casarnos. Pero después yo me fui al cura y le fui poniendo delante documentos: «este me ha costado tantos euros; este, tantas libras; este de acá, otro tanto... Y cuando me encuentre con parejas jóvenes le diré que se casen por lo civil y se gasten el dinero en muebles».

Está muy irritado con el cura que va a decir la misa a Helguera. Dice —y es algo que me ha confirmado luego un primo de Molledo— que se baja del coche con la casulla puesta y se vuelve después de misa sin hablar con nadie.

—Y yo le digo «oiga, si tiene tanta prisa no venga, que ya cojo yo el coche y voy a misa a otro sitio».

Para la boda el inglés se ha traído a otro cura que es amigo suyo.

Por la tarde estamos todavía por ahí, sesteando en unos bancos que hay entre la iglesia de Helguera y el cementerio. La escena es de una elevada graduación simbólica. A las cinco hay entierro —se ha muerto una mujer con 102 años—, y llega el cura titular. Yo estoy aún amodorrado por una siesta de guerrilla que me acabo de echar y leo al tran tran una novela de Isaac Bashevis Singer. El cura se sienta junto a mí. Me decepciona que no lleve puesta la capa pluvial, sino una simple camisa gris de clergyman. Es un gordinflas de aspecto aburrido, calvorota, bastante estrábico —«lleva un ojo en la espalda», dirá Adelaida más tarde—. Tiene un smartphone y consulta en él alguna cosa, moviendo el índice de arriba abajo. Se le acerca una parroquiana a hablarle del nuevo calendario de misas diocesano. Él mira con un ojo a la parroquiana y con el otro el teléfono. La Providencia es sabia.

sábado, 23 de julio de 2016

Plano secuencia de cena con Eduardo y Laura, por encima de unas verduras al horno.

—¿Y? ¿Estaba bien? ¿O era una mierda como todas las demás?

Hablamos de la última película de Woody Allen. Kathleen responde que efectivamente era un poco birria, pero que Irrational Man nos había gustado más. Laura cuenta que cuando la vieron en París a Eduardo le daba la risa floja porque la encontraba ridícula, y que los franceses —que estaban viendo aquello como si fuera un clásico de Dreyer— volvían hacia él miradas llenas de reconvención.

—Ya —digo yo—, a mí también me dejó bastante frío. En cambio la de Magic in the Moonlight terminó entusiasmándome: la primera hora era bastante rollete, pero luego tenía un giro muy ingenioso.
—¿Y salía algún negro? —pregunta Eduardo.
—Eh... no, no que yo recuerde.
—Creo que en toda la producción de Woody Allen sale un único negro, y además es una prostituta: era en Poderosa Afrodita... No, no, en Celebrity. Porque en Nueva York no hay negros, como todo el mundo sabe...

Luego hablo de la que realmente es mi película favorita de Woody Allen de siempre: Zelig, un falso documental disparatado sobre un judío que se transforma en el prototipo de cada círculo social en el que cae. Lo que me gusta es esa forma desacomplejada de plantear un relato alegórico, sin cuidarse de justificar lo sobrenatural  con la coartada de los polvos mágicos, como hace en otras películas.

—De polvos mágicos chinos —repone Eduardo—, porque los chinos siempre son magos. O tienen una lavandería. Porque, como todo el mundo sabe, China está llena de lavanderías y de sótanos misteriosos con gremlins y armarios de desaparición.

De pronto se le ilumina la cara con el fogonazo de la ocurrencia:

—¡Gremlins y lavanderías! ¡Una combinación con un potencial apocalíptico impresionante!

sábado, 16 de julio de 2016

El sábado pasado Kathleen tenía que dar un seminario en Potsdam y me llevó a un hotel postinero con vistas a la puerta de Brandenburgo, que no es la de Berlín, sino propiamente la de Brandenburgo. Una cosa rara pero a la vez muy lógica, como si en Alcalá tuvieran la Puerta de Alcalá.

Da la casualidad de que esa noche el municipio organiza una verbena por el estilo de las que pagaban los ayuntamientos del PP con las comisiones de las constructoras, pero en lugar de traer a Bisbal han traído a Santana. Como el concierto es gratuito la plaza está hasta la bandera. Hacemos por acercarnos pero el escenario queda siempre igual de lejos: parece un circo de pulgas. Guiñando los ojos se ve, muy chiquitito y muy al fondo, a Carlos Santana. Volvemos al hotel a una hora decente y a ritmo de merengue:

—¡Ah, ah, ah, corazón espinaca!
—Me parece que no era así —dice Kathleen.
—¿Quién es aquí el nativo?

Al día siguiente ella se va a dar su seminario y yo tomo el tren a Münster, donde pasaré la próxima semana de maniobras filológicas. Es el congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, cita trienal con mucho de hoguera de las vanidades, algo de campamento scout y, para algunos, no poco de vacaciones por la filosa. Muchos nos alojamos en una residencia de la diócesis (Münster practica un catolicismo exhibicionista): es un lugar muy agradable pero en las horas silenciosas del desayuno me sobrecoge la sensación de estar participando en unos ejercicios espirituales buñuelianos. 

Como ya me ocurrió seis años antes, nada más ponerme en la cola del despacho de inscripción alguien se me acerca y me dice: «tú eres el hermano de Ignacio, ¿verdad?». La pregunta será frecuente y, en función del día, responderé «depende de quién lo pregunte», «en realidad es adoptado» o «io non parlo spagnolo».

Supuestamente hay setecientos inscritos: en las comunicaciones, sin embargo, estamos siempre los mismos seis o siete. La mayoría de los setecientos ha venido a Münster a que lo escuchen y no a escuchar a nadie: leen su conferencia, recogen el papelito —o sea, el certificado de participación— y se van a hacer compras en la ciudad. Los catedráticos alemanes tampoco aparecen si no es a bendecir algún simposio, y ocupan la mayor parte de su tiempo en darse pisto en conciliábulos de pasillo, todos ellos hombres, todos ellos con un rictus sardónico imborrable. Esta gente tan hinchada no se da cuenta de que no representan nada a nivel internacional, mientras que otros hispanistas de países no hispanohablantes sí gozan de notable prestigio; son, además, los que están en las secciones escuchando ponencias, dando consejos, sugiriendo pistas de lectura: Patricia B., de Roma; «Pepe Nieves», de Madison; David G., de Virginia; Bénédicte V., mi predecesora en L*** y ahora catedrática en Berna; y, por supuesto, Jean-François. De los alemanes, me parece que sólo Jan-Henrik W. y Dieter I. tienen un trato más generoso; coincido un día con este último en el autobús y me cuenta que Botrel organizó tras la reunificación unos encuentros internacionales para acoger en el hispanismo europeo a los colegas de las provincias ex comunistas: un nuevo motivo de admiración. También las catedráticas alemanas son simpáticas: Susanne Z., de la FU, que conoce a Kathleen; Claudia G., con la que ya charlé largo y tendido la semana pasada en Mannheim, o Sabine S., de Bremen, con la que hablo de películas recientes y de las novelas de Patricio, a quien los dos tratamos y queremos.

Uno de los momentos más electrizantes de la semana fue la conferencia de Ana C., de la RESAD, sobre el mundo al revés en el teatro dieciochesco. Días después, en la cena de clausura, charlaríamos una hora larga sobre la pervivencia de la emblemática como modo de representación, sobre la extensión de obras teatrales carnavalescas fuera del tiempo litúrgico que le es propio y sobre la continuidad entre la comedia de magia y ciertos subgéneros del sainete lírico. Pero antes de eso, cruzando uno de los parques que rodean el palacio de Münster que acoge la universidad, le planteo a Jean-François algo que me preocupa desde hace tiempo:

—A fin de cuentas, ¿qué haces con un pliego de aleluyas como el del mundo al revés? ¿Lo miras, lo recortas, lo comentas...?
—Supongo que tenían un uso parecido al de esas estatuillas de oficios que se coleccionaban, al modo de las figuras de belenes.
—O sea, que era un consumo contemplativo.
—Sí, imagino que sí...

La conferencia de clausura la imparte Randolph P. A la salida, David, presidente de honor de la asociación y amigo del conferenciante, me pregunta si me ha gustado. Hago un mohín.

—¿Y eso? A ver, a ver, dime con sinceridad.
—Hombre, David, completamente sincero no puedo ser porque me echáis. Yo diría... —aquí busco las palabras, acordándome de lo que se ha dicho en otra conferencia sobre la discreción renacentista como un modo de disimular la verdad para que brille a su tiempo— yo diría que no ha sido una conferencia adecuada a este público.

Junto a mí está Rosa Mª A., a quien yo, habiendo leído hace diez años Teoría del canon y literatura en España, me imaginaba como una erudita valetudinaria de aspecto thatcheriano, y sin embargo resulta ser una joven algo tímida con la que uno se siente inmediatamente en confianza. «Ya que hablamos con sinceridad —le dice a David con un tono muy dulce—, convendría revisar el formato de las mesas redondas...» No, lo de la sinceridad ya sabía yo que no iba a traer nada bueno: el pobre David se da la vuelta abochornado, diciendo «hala, bueno, pues venga», y deja a Rosa Mª con la palabra en la boca.

Pero es que ya está bien, hombre, joroba. A los ponentes invitados les hemos pagado entre todos el viaje y la estancia: lo menos que deben hacer es preparar un texto informado y organizado, que pueda presentarse como modelo a los doctorandos, que también hay algunos, y que, como los demás, también han pagado un dineral por el viaje, la cuota y la inscripción. Si en una plenaria de la AIH el conferenciante se retrata, en esta edición han salido unos retratos a lo Forges: «...todo lo cual demuestra una mayor prabalización y la consalidación del dandynismo de nuestro autor» (transcripción literal). En una mesa redonda alguien habla de las declamaciones poéticas grabadas, afirma que «cuando estamos ante un poema la voz del autor se vuelve mucho más conceptual» y evoca «el ente espectral que nos viene por el aparato reproductor». Esto del ente espectral y el aparato reproductor me lo imagino de manera demasiado vívida y se me escapa una carcajada que resuena solitaria por el paraninfo durante un segundo. Si soy el único al que le da la risa, es que los demás se han dormido. Me giro para hablar con Mariano de la C., que está sentado detrás de mí, y que es vocal de la junta directiva.

—Mariano, despierta y haz que la nueva junta ponga un poco de orden, porque esto es un escándalo.
—No, ya, ya. Esto es responsabilidad de la comisión local organizadora, pero yo lo voy a decir.

Y luego, en una pausa, le pregunto por la Autónoma y me traza un panorama de la universidad española que pone el corazón en un puño. Estudiantes a los que les deniegan la beca cuando ya se han examinado de muchas asignaturas, a veces con notas excelentes. Profesores que cobran 600 euros y deben dedicar la mitad del sueldo a pagarse ellos mismos la seguridad social. Decanos que llaman a los profesores para decirles que deben aprobar a más estudiantes. Matrículas de 3.000 y 4.000 euros anuales. Compromisos de contratación que se rescinden a pesar de haber cumplido todos los recortes impuestos. Clases en las que dos tercios de los estudiantes son chinos... «Y esto es la universidad pública, que alguna vez fue buena». Otros no pensábamos que alguna vez hubiera sido buena, pero sí que no podía ir peor: también nos equivocamos. 

En la cena de despedida Carlos A., el célebre medievalista de Ginebra, me cuenta cómo llegó a Barcelona y Martín de Riquer le dio a leer el Tirant lo Blanc y el Curial e Güelfa; como había aprendido el catalán de mayor se sentía raro y prefirió dedicarse al provenzal. Con otros dos comensales discutimos si los sentimientos crean las tradiciones poéticas o si son las tradiciones poéticas las que crean los sentimientos; yo, algo cínico y determinista, soy el único que tiende a pensar lo segundo. En cierto modo Carlos A. me da la razón cuando dice que hay textos que no puede explicar en clase porque se echaría a llorar de emoción, aunque es un señor con toda la barba, como aquel que dice. Tiene mucho trato con mi colega Nadine H. y, como ella, reverencia la tradición filológica de L***: Delbouille, Thiry, los Horrent... «En cambio —afirma— el hispanismo alemán se lo han cargado; bueno, muy bien, allá ellos». Muy simpático, muy modesto y muy sabio: parece que todo va junto. En cambio, cuando alguien empieza diciendo «ya sabrás quién soy»... malo.

Se acercan para despedirse Jean-François y Danielle, su mujer. Les pregunto cómo ven que se haya escogido Israel para sede del próximo congreso, y si piensan asistir.

—Eso es en tres años —dice Jean-François—, ¡cuán largo me lo fiáis!
—Ah, ya. O sea, que a lo mejor entre tanto se propone otro sitio...
—No, no; quiero decir que ya tiene uno cierta edad y tres años es mucho tiempo. 

Mi madre. Quita, quita... Tienes que hacer vida sana, Jean-François: ¿a qué va a ir uno de congresos, si no es a verte? Víctor, el catalán de Ontario, se me acerca por detrás como si fuera a atracarme y me cuenta un chiste intencionado:

—¿Qué diferencia hay entre un inglés y un español? Un inglés se va sin despedirse y un español se despide y no se va.

Sí, yo todavía soy español en eso y en lo de hablar a gritos. Al día siguiente la mayor parte de los asistentes ha emprendido ya el camino de regreso y yo doy mi charla ante seis personas contadas, incluidos el técnico, la otra ponente y la presidenta de mesa. Peor lo tuvieron quienes hablaron por la tarde, pues la propia organización los boicoteó contraprogramando al mismo tiempo una visita guiada a la ciudad. Los que hablaron tuvieron que imponerse al ruido de los becarios que desmontaban mesas y arrancaban carteles.

lunes, 27 de junio de 2016

Así, a primera vista, yo no soy un emigrado económico. Yo me fui porque quise, no porque me echasen. De hecho, como salí de España en 2002 lo que no llegué a ver fueron los años orgiásticos del ladrillazo y las mordidas, esos años en los que el país lideraba el consumo de cocaína en Europa y mindundis que en su vida habían dado palo al agua se pulían cien euros en copas un martes por la noche. Sin embargo, aunque el país no me echase tampoco es que me esté poniendo fácil volver. Esto es lo del marido tarambana que se va de farra todo el fin de semana y cuando vuelve a casa se encuentra con que la parienta le ha cambiado la cerradura. No le han tenido que echar a patadas: lo han puesto en la calle sin alborotos y un poco a lo tonto.

La alegoría hay que afinarla, en realidad, e imaginarla con un desenlace menos sainetero. El marido tarambana no se habría pasado de farra un finde, sino todo el puente de la Constitución más tres moscosos que le quedaban, y todavía en el áfter, de bajona y poco antes de pedir el enésimo Hendrick’s, contemplaría sus llaves y se diría «de fijo que me han cambiado la cerradura». Todavía en el áfter y poco antes de pedir el enésimo Hendrick’s caigo en la cuenta de que, sin ser demasiado consciente de ello, he ido excluyendo la posibilidad del retorno. He buscado trabajo en cuatro países de Europa central y no se me ha ocurrido acreditarme para la universidad española. Sin duda se trata de una decisión involuntaria, de un acto fallido psicopatológico y revelador. Y es una pena porque, aunque no soy ningún patriota ni creo que en España se viva mejor que en ninguna otra parte, sí querría dejarme zurrar más a menudo por mis sobrinos, acompañar a mi madre a las manifestaciones, sacarme un abono del Teatro de la Zarzuela y comerme unos boquerones fritos como Dios manda.

Podría entrar por la ventana, escalando el canalón de desagüe, pero tampoco es eso. No voy a volver para currar con un contrato cogido con alfileres e hipotecarme en un semisótano de un país que tiene un plan energético del año de Maricastaña, unos informativos serviles, unas playas convertidas en la zona común de la urbanización y la mitad de los profesores de secundaria contratados a dedo por congregaciones religiosas.

Luego está el tema de las universidades españolas, que me tiene loquito. Por los Erasmus que me llegan, empiezo a sospechar que hace ya unos años que las transformaron en parques temáticos y la peña todavía no se ha enterado. El otro día una chica de Salamanca me puso por escrito que la Celestina se publicó en 1949, que el andaluz es una lengua «porque no se entiende» y que «La infanzona de Medinica» —poema de Valle-Inclán que tenía a la vista— trata de una señora que es una «infona» (sic). Y así me vienen todos, o casi todos, que es para darles un besico en la frente. Y eso que estudian en universidades públicas, porque «en última estancia» —como habría dicho la estudiante de hace un momento— el panorama verdaderamente desolador es el de esos mataderos industriales de la enseñanza superior que son las universidades privadas a distancia, y no entro en detalles porque están dando de comer a varios parientes y amigos.

España es un país para viejos, al que quizá regrese cuando ya no tenga aspiraciones ni principios. Entre tanto, tiene pinta de que seguiré por aquí fuera, aunque sólo sea para acoger a mis sobrinos si dentro de tres legislaturas deciden ser otra cosa que camareros. Le pido al del áfter que me traiga otro Hendrick’s (el último, lo juro) y el DJ que lo conoce toca el himno de las doce, que resulta ser este temazo de La Puta Opepé: «mira cómo va: nos la han vuelto a meter, / cuatro años más de derecha en el poder, / ese partido nunca se cansa de joder, / dime tú qué vamos a hacer».

sábado, 25 de junio de 2016


Como nos vamos a Madison el año que viene, las chicas de oro del comité de barrio me organizan un aperitivo de despedida. Le llevo a cada una un tiestito con una planta suculenta que florecerá de nuevo cuando regresemos.

—Es como la planta de E.T.

Necesitan mucho sol y poca agua, que es lo contrario de lo que hay en este país, por lo que dudo mucho que lleguen siquiera a fin de año.

Hablamos de si los puericultores y maestros de primaria necesitan una formación de máster, que es algo por lo que Anne lleva años abogando. Se cuentan varias historias y batallitas sobre cómo era de antes la escuela. Cosette (nombre ficticio) cuenta que un día, cuando tenía siete u ocho años, le mandaron hacer una labor de ganchillo para el día de la madre. Digo yo que sería más bien bordado, porque el ganchillo es muy difícil para niños tan chicos, incluso para los belgas, que tienen memoria genética del encaje. Fuera bordado o ganchillo, lo importante es que la madre de Cosette había muerto unos meses antes. «¡Es igual! —repuso el maestro—; tú hazlo igual que tus compañeras». Cosette dedicó la mañana a destrozar el bordado dando puntadas furiosas en todos los sentidos. Sesenta años más tarde todavía se crispa al recordarlo:

—¿Cómo va a dar igual que tu madre esté muerta si la tarea es hacer un regalo para el día de la madre? El caso es que unos años más tarde el hijo de ese profesor se suicidó, y yo pensé «¡ja!, ¡le está bien empleado!».

Todos reímos con incredulidad. Anne interpreta la historia como la prueba palmaria de la importancia de dar una formación adecuada a los maestros, de modo que estén equipados para resolver convenientemente todo tipo de situaciones; porque si no, dice, al final es siempre el niño el que tiene que lidiar con ello, no sólo con la violencia —física o simbólica— de cada incidente, sino también con complejos de culpa que, como la anécdota de Cosette pone en evidencia, se arrastran el resto de la vida.

Cosette pincha una aceituna y dice «oh, yo estoy bien, no te preocupes», y yo pienso en lo triste que resulta esperar a que sea un profesor de universidad quien le explique a la gente cómo de absurdo es obligar a los huérfanos a preparar regalos el día de la madre.

sábado, 28 de mayo de 2016

Jonas, el novio de Maria, nos propuso participar en una especie de manifestación ciclista que tiene lugar todos los últimos viernes de mes y que se llama Masa Crítica, «Critical Mass». Inflo los neumáticos de mi vieja bici verde y nos encontramos con él y con unos amigos suyos en un kiosco de bebidas de Neukölln. Jonas compra dos Lager de medio litro; abre una y mete la otra en su mochila. Varias personas pasan recogiendo firmas para la celebración de un plebiscito sobre la adecuación de la calzada al tráfico ciclista. Quince minutos después el barrio está colapsado de bicis y empiezan a sonar los timbres: hemos alcanzado la masa crítica y hay que ponerse en marcha. 

A nuestro alrededor vemos gente de todas las edades; muchos conducen con una mano y tienen en la otra una botella de cerveza; alguno lleva un remolque con bafles y va pinchando música desde el iPhone. También hay alguno que va en patinete, o en triciclo, o en silla de ruedas. Al llegar a los cruces dos o tres valientes se paran para contener a los coches cuando cambie el semáforo.

—¡Eh, quitaos de en medio! —grita un conductor— ¡El semáforo está en rojo!

—Lo siento, somos un grupo de ciclistas y no podemos separarnos.

El conductor se baja del coche y nos increpa haciendo gesticulaciones de drama calderoniano.

—¡Panda de cretinos! ¡¿Alguno de vosotros ha leído el código de circulación?!

Ahora que lo menciona, el artículo 27 del reglamento de tráfico alemán determina que un grupo de más de 15 ciclistas es considerado como un gran vehículo. Esto significa que pueden ocupar carriles enteros de la calzada y que la circulación del grupo no se puede interrumpir en un cruce. En otras palabras: el pelotón debe continuar circulando aunque el semáforo se haya puesto en rojo. Lo interesante es que este artículo del código se aplica tanto a un grupo de 16 ciclistas como a uno de 16.000.

A lo largo de la noche nuestro pelotón llegará a tener casi tres kilómetros de longitud y a ocupar los cuatro carriles de las principales arterias de Berlín. Pensábamos que se trataría de una concentración simbólica, cosa de hacerse la foto y marcharse a la bodega, y al final nos pasamos cuatro horas pedaleando sin parar por todo Berlín Oeste, de Schöneberg a Wedding, para arriba y para abajo, hasta sumar 40 kilómetros largos. Por una noche los ciclistas hemos podido decir, como dijo hace cuarenta años cierto camaleón político hispano, que la calle es nuestra.

Kathleen y yo entonamos el estribillo de una vieja canción de Die Prinzen que empieza «jeder Popel fährt 'nen Opel», y que en castellano viene a querer decir: «los memos conducen un Opel, los capullos conducen un Ford, los tontos un Porsche, los gilipollas un Audi Sport, los tarados van en un Manta —ya he dicho que la canción es vieja—, los pringados en Jaguar: sólo quienes saben disfrutar van en bici y siempre llegan antes a los sitios». Si lo sé me traigo el ukelele. La gente sale a los balcones, aplaude, ríe, baila, nos jalea, nos hace fotos. Un mendigo que está durmiendo en el portal de un banco levanta el brazo por debajo de los cartones y hace el gesto de la victoria. Dos muchachas estupefactas nos preguntan adónde vamos: «¡a una fiesta!», responde el que pedalea delante de mí. Un chico y una chica salen de una discoteca y echan a correr por la acera en sentido contrario, desmelenados, en busca de sus bicicletas, mientras gritan «¡vamos con vosotros!».

De todos modos, conviene no sobreinterpretar el entusiasmo de los espectadores. Si uno saliera a la calle con un chaleco explosivo y pegando tiros al aire, la reacción de la gente quizá no sería muy distinta: fotos y gritos, aplausos y bailoteos. Así ocurre —literalmente— en la peli que acaba de dirigir Jodie Foster. Hace unos meses caí casualmente en París una mañana en la que todos los quais del centro estaban invadidos por una quedada de moteros, y el personal de a pie estaba enchanté de la vie. Yo fui el único que cruzó hacia las Tullerías haciendo la peineta con las dos manos.

La Masa Crítica tiene lugar desde hace años en todas las grandes ciudades del mundo los últimos viernes de mes. En Madrid los jueves, porque los ciclistas los viernes también van de bares. «¿Cómo es que no nos hemos enterado de esto antes?», nos preguntamos. A lo mejor no es culpa nuestra, ya que el movimiento ha ignorado conscientemente a los medios de comunicación, no ha emitido comunicados, no concede entrevistas, no tiene portavoces, no fija su ruta de antemano, y los periodistas, quizá algo picados, suelen hacer como si no existiera. La Masa Crítica existe en el entresuelo de la realidad y la leyenda, es un viernes de carnaval sostenible y sostenido, es un tren fantasma electrizante que aparece de improviso no se sabe dónde, es la Santa Compaña de ese otro mundo que también es posible.