Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 25 de junio de 2020

Siete años he tenido un pie puesto en el barrio de Friedrichshain. Este verano lo abandonaremos y nos mudaremos a Hannover. Siete años: un periodo bíblico al cabo del cual se ha extinguido la esperanza de vida de este barrio de Berlín, aunque todavía queda en él una amicula, un flair pintoresco, antes de que deje de ser un barrio bohemio y se vuelva indistinguible de los miles de barrios residenciales y acomodados que hay en las megápolis del primer mundo. Si en el futuro siguiéramos viviendo en Friedrichshain, viviríamos en cualquier parte.

En Friedrichshain uno podía salir a la calle vestido como Momus, el excéntrico músico escocés, y pasar desapercibido. Momus, por supuesto, hace tiempo que no vive en Friedrichshain, y quizá haga tiempo también que haya dejado de pasar desapercibido. Pese a todo, uno sigue viendo en los alrededores de Boxhagener Platz a muchachas con chaquetas de abueletes, a jovencitos con jerseys tres tallas grandes de colores incompatibles tricotados por un spectrum, a indígenas de tribus amazónicas vestidos únicamente con unas bermudas, y a hare krishnas y a mecánicos de mono azul.

Hay huertos urbanos en los alcorques de Friedrichshain, y en la acera los punkis de ayer beben su cafecito sentados en bancos hechos con palés. Hace unos meses, en nuestra esquina, había un colchón abandonado en el que alguien había escrito con aerosol «nothing else matress». Las fachadas de Friedrichshain están cubiertas de dibujos, de experimentos letristas, de pegatinas, de carteles, y todo ello desborda sobre las cajas de electricidad, los buzones, las papeleras y las farolas, como si una erupción de palabras se hubiera abatido sobre la ciudad. Da la impresión de que todo lo que ocurre, todo lo que puede congregar a más de cinco personas en este barrio, queda registrado en esa geología de celulosa y engrudo.

En esta  dinámica logosfera uno descubrirá que se ha perdido un concierto de Randy Newman aunque aún está a tiempo de ver una exposición de fotomontajes de John Heartfield; también se enterará de cuáles son las ciudades alemanas en las que ha habido atentados neonazis en los últimos años; de cómo se llamaban las víctimas de los últimos asesinatos racistas; del número de personas que comparten un retrete en el campo de refugiados de Moria (250); del número de lavadoras que hay en el mismo campo (0). Algunos carteles han salido de imprentas sofisticadas; otros han sido fotocopiados en cualquier copistería. Entre ellos, alguien ha pegado un poema sobre el momento presente, o sobre cualquier otro momento: «quien quiera / que el mundo / se quede / como estaba / no quiere / que se quede».

En nuestra calle alguien ha tirado un armario que, por algún motivo, nunca fue recogido por el servicio de desechos especiales. Han pasado varias semanas y el armario ahora está desvencijado y hecho pedazos. «Qué bonita la basura», ironiza alguien con un rotulador indeleble sobre uno de los paneles rotos, antes de añadir una etiqueta imaginaria: «#nometiresenlacalle». Debajo ha respondido otra mano: «pírate a Mitte, hijo/-a de puta» (Mitte es el barrio de las guías turísticas, el de los museos y el Reichstag). Una tercera mano ha trazado un logograma incomprensible que cierra la discusión con una moraleja dadaísta.

(El segundo de los grafiti contiene un detalle poético intraducible y encantador que merece pasar a la Historia, o por lo menos a esta historia: la palabra «Hurensohn/-in» significa «hijoputa», y abunda, por lo tanto, en la representación despectiva de la prostitución femenina, pero contrapesa su machismo con un desdoblamiento de morfemas políticamente correcto aunque  gramaticalmente aberrante, porque «Sohn», como el inglés «son», significa solo «hijo varón»). 

Mirado con atención puede verse en todo este revoltijo de papeles, proclamas y detritus una sintomatología, una semiología del abandono público: servicios de recogida de basura disfuncionales, déficit de mobiliario urbano, escasez de zonas ajardinadas, apagones informativos... Pero, por lo que parece, los vecinos de Friedrichshain han remendado el tejido social y satisfecho sus necesidades colectivas de manera autogestionada.

Quien conozca mínimamente Berlín sabe, no obstante, que el poder municipal no se ha batido en retirada, y sobre todo no se ha batido en retirada de los barrios que, como este, están siendo masticados por las infatigables mandíbulas de compañías inmobiliarias internacionales. Faltan muchas cosas, por supuesto: al igual que en muchas capitales, la proporción de guarderías, colegios, ambulatorios y ventanillas administrativas por habitante es preocupantemente baja. Parques, bancos, bibliotecas, informativos públicos, exposiciones gratuitas y recogedores de basura son precisamente aquello de lo que menos carece esta ciudad. A fin de cuentas, ¿cuántas ciudades que tienen un aeropuerto en su centro lo han convertido —aunque sea a regañadientes, como ocurrió con Tempelhof— en parque público?

Pegar poemas por las paredes, pintar escenas surrealistas a lo ancho y largo de las fachadas, hacer bricolaje con materiales de desecho y quitar adoquines para plantar tomates son, tomadas por separado, actividades pintorescas que aprecio y admiro, que yo mismo haría si en lugar de ser yo mismo fuese mi hermano Nacho, pero que, tomadas en conjunto e insertadas en la tradición de activismo libertario y de turismo efímero de Friedrichshain, es fácil identificar como una muestra de desinterés y acaso incluso de desprecio respecto de la intervención pública.

Encuentro delicioso el clima efervescente de Friedrichshain, su mezcla de creatividad voluntarista y pachorra epicúrea, su excitante mezcla de templos tibetanos e importadores de espirituosos, su capacidad para hacerte sentir que nunca serás demasiado viejo para hacer nada de lo que quieres hacer. Pero quizá, después de todo, something else matress.

martes, 2 de junio de 2020


La verdad es que este niño merecería que lo deportasen. Se ha presentado aquí sin preparación ninguna, sin títulos ni diplomas de ningún tipo. Le pido que me firme en la solicitud de la prima de nacimiento, para que las autoridades se den cuenta de que somos gente seria, y me hace esto:


Yo creo que no sabe ni leer. Ha venido sin papeles, por supuesto, fiado en que algún abogado de pleitos pobres le haga los trámites pro bono. Y lo peor es que no faltará algún bobo que se los haga. El idioma tampoco lo habla, ni da muestras de querer aprenderlo. De integración ya ni hablemos: ¡con decir que no sabe cuántas provincias tiene Castilla León...!

Este es uno de esos que vienen a chupar del bote, a vivir aquí de gorra, comiendo a expensas del contribuyente —o sea, de menda—, y en lo último que piensan es en ganarse los gabrieles o en adoptar los usos de la sociedad que, en un rapto de imprudencia y de caridad mal entendida, ha tenido a bien acogerlos.

El nuestro es uno de tantos que se han creído que esto es Jauja, que la leche surte en fuentes de las que pueden abrevar siempre que lo deseen. No pegan palo al agua, y en cuanto uno vuelve la espalda aprovechan para echarse una siesta. Todo lo que se salga de este dolce far niente les parece excesivo, y lo comunican con unos alaridos estremecedores que se oyen en el tribunal de Estrasburgo.

Estas cosas no suelen decirse por aquello de la corrección política, pero yo, en tanto intelectual quizá no público, pero por lo menos subcontratado y externalizado, me debo a la verdad. ¡Fuera niños! ¡España para los españoles!