Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Kathleen dice que es el milagro de la vida. A la vista de cómo crece su circunferencia, yo diría que es el milagro del osito de gominola que cae en un vaso de Fanta.

Vamos a que le hagan la ecografía y vemos, en blanco y negro, algo que da vueltas como una sardina en un tonel. Las ondas lo sorprenden y le atusan el lanugo, retransmitiendo entresijos y escorzos que generalmente no podemos identificar. A veces una mueca mal encuadrada, la coronilla, un manotazo fugaz, un pie. Es como hablar por Skype con mi padre.

La ginecóloga le toma las medidas para cortar el traje del sosiego. En uno de eso fogonazos se sintoniza la entrepierna. Acabamos de verlo y su vida ya ha tomado la bifurcación más decisoria. En nuestras cabezas, una cascada de viñetas descartadas, las escenas que nunca tendrán lugar, los nombres que ya no pronunciaremos. La proclividad a ciertas actividades, las oportunidades sociales, las edades más inquietas, las preferencias en el afecto, lo que pensará de nosotros: todos esos clichés son obstáculos que ya han empezado a arruinar nuestra relación intergeneracional.

La primera lección en la educación de los padres —más ardua que la de los hijos, como sabe cualquier hijo— es admitir que nada está escrito, que nada tiene garantías de ocurrir, que ninguna decepción es legítima, porque no tenemos derecho a ninguna expectativa.

Con los hijos ocurre algo curioso. Uno puede opinar sobre el tráfico aunque no tenga coche, opinar sobre el gobierno sin haber sido siquiera delegado de clase, opinar sobre la emigración sin haber salido de su pedanía más que para hacerse unos selfies en República Dominicana. Pero mientras uno no tenga hijos, no puede opinar sobre tener hijos sin quedar como un mamarracho.

—Ya me lo dirás cuando tengas hijos, ya...

Pues bien, ahora que he escuchado la pulsación adrenalínica de nuestro hijo, que he visto su silueta retransmitida desde un exoplaneta interior, tengo la inesperada autoridad moral para decirlo: no hacen falta más hijos. Lo que hace falta son más olivos milenarios. Más jungla. Más corales. Más elefantes también, hasta cierto punto. Más insectos. El otro día dijeron en las noticias que la población alemana de insectos se había desplomado en la última década tanto en las praderas como en los bosques, un 70% y un 40% respectivamente. Quienes necesitaban más incentivos a la natalidad eran, después de todo, los escarabajos y las libélulas.

No tenemos derecho a ninguna expectativa sobre los hijos, y ni siquiera creo que tengamos derecho a la expectativa de tener hijos. Si tener hijos es un derecho, se trata de un derecho inventado, fantasioso, como el derecho a decidir o el derecho de mis estudiantes a usar el teléfono móvil en clase. Un derecho que no se sustenta en la igualdad de todos, sino en la voluntad de un individuo.
 
El fomento de la natalidad en Europa es para mí una política sospechosa de racial profiling. La población está envejecida, la pirámide poblacional es una peonza a punto de desplomarse y peligran las pensiones de los ancianos incombustibles en los que no tardaremos en transformarnos. Hace falta gente joven que cotice.

—Perfectamente. ¿Qué le parece esta persona que acaba de llegar a nuestra playa y que podría trabajar a pleno rendimiento en cuanto haga un par de cursillos?

—No sé qué decirle, la verdad... —responde mi interlocutor imaginario, chascando la lengua—. Preferiría a alguien que se pareciese más a mí.

Mi interlocutor imaginario inspecciona la dentadura de mi menor-extranjera-no-acompañada imaginaria, le quita el hiyab para mirarle detrás de las orejas, le pone el pasodoble de «La banderita» para ver si se le aguan los ojillos.

—Yo le veo un aire como de terrorista.

Tener hijos no es un derecho. Sí eran un derecho muchas otras cosas que la gente ya no tiene y que, indirectamente, solían traducirse en tener hijos: contratos indefinidos, sueldos dignos, alquileres racionales. Y pensiones públicas: esas pensiones que, si fuera por los partidos de derechas, iba a pagar Rita la Cantaora.

Esta semana, un artículo de Die Zeit explica cómo el crecimiento de la población ya ha comenzado a ralentizarse a escala planetaria. No se ha detenido, ni mucho menos desciende, pero va frenando, acercándose al punto de inflexión. Cada día que pasa, más mujeres tienen acceso a la educación, y basta con que las mujeres accedan a la educación para que tengan muchos menos hijos. La tasa de nacimientos en muchos países está ya por debajo del «nivel de reproducción» —es decir, por debajo del nivel que haría falta para reemplazar a la población que lía el petate—. El artículo terminaba así (tomen nota los votantes de partidos casticistas):
 
«En algún momento la población de la Tierra disminuirá. En algunas regiones todavía aumentará la natalidad, pero a esas alturas la mayoría de la sociedades ya estará combatiendo el envejecimiento. Entonces, como muy tarde, se competirá para atraer a los inmigrantes. A los últimos jóvenes. Vendrán de África».