Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 12 de diciembre de 2017

Como a nosotros, miembros del personal académico de la universidad de L***, no nos ata un contrato convencional sino un juramento solemne, el número de tareas que podemos asumir es indefinido. Por el mismo motivo no se prevén fondos para cubrir permisos de maternidad ni bajas por enfermedad. Aunque el personal administrativo duplica numéricamente al personal académico, somos nosotros los que revisamos los planes de estudio y resolvemos los problemas de las matrículas individuales, los que confeccionamos los contratos Erasmus de cada estudiante de intercambio, los que contratamos personal, los que redactamos y controlamos los reglamentos, los que hacemos los pedidos para la biblioteca, los que nos evaluamos a nosotros mismos, los que gestionamos los presupuestos, orientamos sobre becas, reservamos hoteles, elaboramos planes estratégicos, rellenamos formularios y hacemos fotocopias. 

Mientras tanto, el ministro del ramo se ha dedicado a desarticular los planes de estudio hasta convertirlos en algo así como una lista de boda, y el rector ha dedicado todas sus energías a multiplicar las instancias de decisión, de manera que las actas de la reunión más sencillita se han transformado en una dadaísta colección de acrónimos. Un filósofo que, ya sea por devoción o por precaución, anda metido en todos los fregados, me explicaba que una gilipollez que se dijera en el consejo de administración la acababa escuchando diez veces: «en la junta de departamento, en la asamblea del personal científico, en la reunión preparatoria del consejo de la Facultad, en la junta de Facultad propiamente dicha, en la comisión permanente de investigación, en la comisión permanente de enseñanza y en dos o tres consejos de estudios». La situación no tiene remedio fácil: como me dijo el otro día el decano, si se crease una comisión para la simplificación administrativa lo único de lo que podríamos estar seguros es de haber creado otra comisión.

Un día el rector publicó un plan estratégico que estaba medio plagiado de un documento canadiense. Otro día dijo que quien quisiera investigar podía hacerlo los fines de semana, ignorante —criaturita— de que ya pasamos los fines de semana preparando seminarios y poniendo al día el correo electrónico. Otro día anunció la creación unilateral de una Facultad de Educación. Otro día ordenó el cierre de las páginas web de ensayo y difusión cultural de nuestra Facultad. Y otro día unos cuantos profesores nos hartamos y dijimos que ya estaba bien y que esto se iba a acabar.

En un primer momento incluso pensamos hacer algo para que la cosa se acabase: desertar las reuniones, dimitir de algunas funciones, negarnos a poner notas o ir a la huelga con un par. Luego unos titubearon, otros apelaron al sentido de la oportunidad, otros se aburrieron y otros, más honestamente, se acoquinaron. La solución de consenso fue escribir un papelito. Yo dije aquello tan cañí de «¡dejadme solo!», y durante un fin de semana aparqué la correspondencia —aún tengo correos de entonces sin abrir— y redacté un texto furibundo sobre la precarización del personal científico, la creación de expectativas fraudulentas entre la población estudiante, la burocratización de la universidad, el reparto desigual de obligaciones, la imposibilidad fáctica de conseguir semestres sabáticos, la devaluación de los diplomas, la falta de transparencia en las decisiones institucionales y las porquerías que dan por comestibles en la cafetería. Todo el mundo dijo que era un texto fantástico, vigoroso, arrebatador y, tras felicitarme, lo metieron en un cajón.

Luego otro profesor redactó otro texto, mucho más bonito que el mío, pero que era algo así como un relato de Bernard Quiriny. Hablaba de las dos universidades que hay en L***: una que se vende en papel cuché, dinámica, estratega, adaptada al mercado laboral y en general a cualquier presión externa; otra que anda por ahí cargada de hombros, agobiada por las deudas, un poco renqueante, otro poco nostálgica. Estas dos universidades no se hablan, y ni siquiera comparten la misma lengua. La fábula terminaba con una llamada paradójica y surrealista a instaurar «un diálogo en adelante imposible».
Yo anduve pensando si me adhería o no me adhería a este documento. No me apetecía poner mi firma al pie de un refunfuño poético, pero tampoco quería debilitar la posición de mis compañeros conspiradores, que habían preferido este texto al mío. Pasó un día y otro día, y entonces alguien me dijo en el pasillo «ya veo que te has pasado a la resistencia». El cuento de las dos universidades había empezado a circular y yo lo había firmado sin saberlo. Debo de ser un caso raro de revolución hipnagógica o de sonambulismo sindical.

Tras mucho psicodrama, el texto acabó publicandose en La Libre Belgique con un centenar de firmas, casi todas de Filosofía y Letras. Parece que el rector tuvo una rabieta, y sólo por eso yo ya doy lo comido por servido. No parece, sin embargo, que hayamos ganado para nuestra causa a la opinión pública: los comentarios que figuran al pie de la edición digital del manifiesto revelaban muchas veces un desconcierto que me hizo reír a carcajadas durante un cuarto de hora.

«Yo, la verdad, no sé mucho de esto», admitía uno, «pero al principio pensaba que en L*** había dos universidades, y al seguir leyendo no estoy tan seguro. ¿Cuántas universidades hay? En fin, mientras lo entienda quien debe entenderlo...». Otro lector copiaba una frase particularmente abstrusa («[esta universidad] defiende una postura crítica respecto de las lógicas que subordinan la producción y la circulación de conocimiento a condiciones ajenas a las prácticas de saber»), y la presentaba a modo de enunciado de examen: «introducción, tesis, antítesis, conclusión; tienen dos horas». «¡Felicidades y gracias a los autores de este artículo, tan claro para todo aquel que haya hecho estudios universitarios!», decía un troll risueño. «¿Por qué no discutir la próxima vez del sexo de los ángeles?», proponía otro más allá; «así podrían crearse muchos empleos en Valonia».

El sindicalismo literario es un género arriesgado, porque las reivindicaciones pueden caer en un vórtice hermenéutico postmoderno y tener repercusiones tan poco solicitadas como la volatilización de los archivos, la inundación del paraninfo, el trance hipnótico de los estudiantes del máster en papirología, el tórrido romance entre un catedrático de latín y un dispensador automático de bebidas carbonatadas, la materialización del campus virtual o la transformación del rector en una cucaracha. Esto último, a la hora en que escribo, acaso ya haya sucedido.