Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Ayer fuimos a ver la segunda parte de El hobbit. Buscar un único responsable resultaría mezquino y simplificador: es una de esas cosas que ocurren por una malhadada concatenación de circunstancias, como despertarse sin pantalones sobre el mostrador de un club de carretera o transformar los ahorros de cuarenta años en participaciones preferentes.   

La película trata —como la anterior, como la siguiente— de unos enanos que se afanan por recuperar el reino de sus padres, la cultura material de varias generaciones, la memoria histórica enterrada en la cuneta, o más precisamente en el corazón de una montaña. Los enanos buscan la entrada a la ciudad subterránea de sus ancestros, y se desesperan palpando los cortes escarpados de la montaña, con una capacidad de percepción que no envidiaría un interventor del Banco de España: Bilbo —ese ciudadano medio de país periférico, de escasos posibles pero con sentido común— encuentra enseguida la entrada, que tiene las dimensiones de una pirámide azteca. «Tienes buena vista, hobbit», le dice el jefe de los enanos dándole palmaditas en el hombro.

Curiosamente, no bien encuentran el acceso secreto al reino de sus mayores, los enanos deciden que lo que necesitan es una piedra de color irisado que sus tatarabuelos perdieron en algún rincón de la cámara del tesoro. ¿Por qué? ¿Desde cuándo? ¿Para qué? Los españoles nos empezamos a oler que los enanos son compatriotas mandamases, pues reconocemos en ellos la agenda voluble y la ideología movediza. 

El cambio de planes habría resultado anecdótico y hasta cierto punto inocuo si la cámara del tesoro no hubiera estado ocupada por un enorme dragón. Los enanos engañan a Bilbo para que sea él quien se entienda con el dragón capitalista. Imposible hacer entrar en razón a los mercados: cuando el dragón comienza a escupir llamaradas, se impone salir de naja. «Debemos correr a la galería tal y cual —dice el presidente de los enanos—; es nuestra única posibilidad». ¿Y no podrían también volver por donde han venido?, se pregunta el espectador; sería otra posibilidad. Por desgracia los enanos existen sólo en un mundo de ficción y no lo escuchan. Minutos después se descubre que la galería por la que pensaban huir ha quedado cegada por un desprendimiento de tierra.

La cosa se pone cruda. Los enanos deciden coger el dragón por los cuernos e improvisan un plan para matarlo. El que lo decide es sobre todo su jefe, a decir verdad, pero sus compañeros respetan la disciplina de partido; en cualquier caso el plan consiste en fundir en oro una estatua inmensa de uno de sus ancestros, y romper el molde en la cercanía de la bestia, antes de que el metal se haya solidificado. La idea no sólo es absurda, sino que además exige movilizar unas energías inverosímiles, dadas las circunstancias: poner en marcha las norias, encender los altos hornos, licuar la crisolada en gigantescas fraguas y verterlo en el molde, todo ello en poco más de cinco minutos y en un lugar escasamente iluminado. Consiguen llevarlo todo a cabo con una facilidad pasmosa, pero como era de esperar al dragón el desplome de la estatua apenas le hace cosquillas.

Y así todo. Uno sale del cine y se dice «desde luego, nos toman por imbéciles». Pero precisamente por eso los creadores de El hobbit han producido una obra maestra, en la que queda plasmada con singular perfección la cultura política de ese país que algunos llamamos nuestro, pero que al final siempre es de otros; un país lleno de enanos, de feos, de bigotes, de ruinas, de tesoros enterrados y de paisajes en tres dimensiones.

martes, 19 de noviembre de 2013

Ayer le escribí a Ana un correo electrónico que terminaba diciendo, más o menos, que a ver si nos tomábamos un café juntos cuando coincidiéramos en Madrid. Con la particularidad de que, literalmente, lo que ponía era «haber si nos tomamos un café». Me he dado cuenta hoy, al abrir el archivo de texto en el que me escribo antes algunos correos electrónicos, y me he quedado petrificado. Por si fuera poco, Ana da clases a estudiantes de Periodismo, y trata —en vano— de inculcarles que no se dice «estoy seguro que», ni «el otro área», ni «una previsión positivista». Debe de haber pensado que soy un fraude y que no me merezco su amistad. Si he sido capaz de escribir «haber» en lugar de «a ver», ¿cuántas veces habré firmado cartas, sin darme cuenta, como «un cordial salido»?  

El otro día hablaba con un catedrático emérito que me decía que a él esto le pasaba constantemente, que escribía un e-mail y luego, releyéndolo, se daba cuenta de que había cometido tres errores de bulto. «¿Pero cómo es posible que diga esto yo, que soy un hispanista famoso?», se preguntaba. Nadie está a salvo del gazapo gigante. Un gazapo que va como Godzilla destruyendo a dentelladas nuestro frágil mundo de papel.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Por espacio de diez años hemos vivido en el dúplex de la Gartenstraße. Comenzamos haciendo en él una vida bohemia, con muebles que encontramos en la calle y lámparas de papel de celofán; luego fuimos creciendo dentro de él hasta que se le empezaron a saltar las costuras. Ahora lo abandonamos, y llevamos el segundo de nuestros fondeaderos a Berlín, donde Kathleen ha firmado un contrato postdoctoral.

No recuerdo bien cuándo estuve por última vez en la capital. ¿Hace seis, siete años? Las navidades pasadas estuvimos una tarde visitando a Constanze, pero eso no cuenta. Hace ya unos cuantos días comencé a sentir cierto hormigueo ante la perspectiva de redescubrir Berlín sin prisas, y en ese estado de ánimo hice la maleta el viernes pasado.  No podía aún imaginar que, apenas una hora después de que Kathleen me recogiese en el metro de Samariterstraße, llegaría a comprender por qué hay gente dispuesta a cualquier cosa con tal de vivir en esta ciudad, a malvivir en un cuartucho desconchado, sin calefacción y lleno de humedades, a alimentarse de salchichas al curry y sopa de sobre, y a dormir en un colchón adquirido en un prostíbulo a cambio de un favor inconfesable.

En los minutos que sucedieron inmediatamente a mi encuentro con Kathleen en el andén del metro encontramos un restaurante vietnamita donde venden pho a 4,50; un garito con cocktails a 3,90 cuya barra preside un busto en piedra de Karl Marx; un cine de barrio con la cartelera escrita a mano sobre una pizarra; un cartel que anuncia un ciclo de conciertos y conferencias titulado «Avant avant garde», que trata de experimentos musicales antes del siglo XX, y otro cartel de un homenaje a Frank Zappa en el que participarán siete músicos de las diferentes formaciones de su banda, incluido el desopilante Ike Willis. A esto último tendremos que renunciar por no dejar solos a los padres de Kathleen, que vendrán el próximo fin de semana a echarnos una mano con la mudanza. «No te preocupes», dice Kathleen, «ya habrá otra ocasión», lo que como todo el mundo sabe es la traducción libre al castellano de «lasciate ogni speranza».

En cualquier caso, todo ello palidece ante la que fue, atendiendo al orden cronológico, la primera de mis sorpresas de aquella tarde. Apenas salido de la boca de metro me paro a mirar el escaparate de una imprenta; un cartel ofrece prácticas de formación, y dentro se ve funcionar un tórculo eléctrico. Algo tendré de sospechoso, porque enseguida se asoma el dueño a ver qué quiero; es un tipo de cejas espesas y ojos vivaces. Mantenemos un breve diálogo de circunstancias. «Ah, conque usted es español», me dice al poco rato; «mi suegro fue un español famoso».

Yo me preparé para alguna salida ocurrente, para alguna coincidencia feliz, para algo por el estilo de «se llamaba Diego Velázquez», o «fue el tipo que inventó el futbolín». Lo que dijo, en cambio, fue «José Renau».

—José Renau... Renau... ¡No!... ¡Josep Renau! ¡Inconcebible! ¡No puede ser! —algo así fue lo que atiné a decir antes de perder por completo el habla. El impresor me contó brevemente la historia de cómo había conocido a la hija del célebre cartelista, y de las actividades de éste en la República Democrática Alemana, pero mi atontamiento me impidió retener más que palabras sueltas. Kathleen me llevó a rastras hasta el apartamento, con la promesa de que otro día retomaría la conversación con quien ahora es nuestro vecino.

Tras dejar mis maletas salimos a dar un garbeo por el barrio. En el rastrillo de Boxhagener Platz descubrí hace cosa de seis años al formidable Mateo, pintor de monstruos melancólicos o risueños que nada tiene que envidiar a Mark Ryden o a Scott Musgrove. Cuando me fui a vivir a L*** no tenía cama, ni mesa, ni sillas, pero sí una lámina de Mateo que representa a un engendro feliz con cabeza de cucurbitácea en trance de hacerse un autorretrato con un plastidecor. En aquel oscuro agujero de Valonia, el engendro me comunicaba su entusiasmo y su confianza a toda prueba. Por eso me ha hecho tanta ilusión encontrar en la Mainzerstraße la tienda Zozoville, en la que Mateo vende reproducciones de sus cuadros. A menudo los originales están pintados sobre cofres, puertas o maletas, pero no consigo que Kathleen me deje comprarlos con la excusa de que para su nuevo apartamento necesitará cofres, puertas y maletas. Ella propone que nos mudemos directamente a Zozoville, lo que sin duda resultaría más práctico y económico. Al lado de Zozoville hay un local llamado Funk You, en el que sirven zumos naturales y hacen chocolate de manera tradicional, removiendo pacientemente el contenido de una jicarita. Tomo un zumo de manzana, fresa y bayas goji; en la mesa de al lado un tipo lee un blog de diseño mientras su novia bebe un brebaje verde tan oscuro que parece negro, hecho seguramente a base de algas y espinacas.

El sábado arrasamos en Ikea, pero los muebles sólo nos los traerán el lunes, así que cenamos de pie. Bajo al súper y traigo pan negro (¡50 céntimos!), jamón y Berliner Kindl, una cerveza local en la que enseguida se nos mete una avispa. Estamos dándole caña a la avispa cuando una amiga de Kathleen le escribe en Facebook invitándonos a un festival de arte en Neukölln. Tenemos los pies hinchados, pero nos decimos que si tomamos el metro al menos quizá encontremos dónde sentarnos un rato. El festival está repartido por antros y garitos de aquel barrio de emigrantes, que hay que explorar mapa en mano. En un bar, por ejemplo, un proyector de diapositivas muestra ejemplares de la fauna nocturna de Alexanderplatz. Un local sin letrero acoge la presentación clandestina de un libro ilegal (y, como enseguida descubrimos, completamente inocuo). Más allá, una formación de ukeleles y guitarras toca una música sinuosa y deliciosamente anticuada. Una galería de arte vende litografías vacilonas y un libro para colorear sobre la serie Twin Peaks. Un berlinés disfrazado de sí mismo (sienes afeitadas, flequillo, gafas de pasta, pantalones de pitillo, jersey desproporcionado) sale de un salón iluminado por neones de color azul eléctrico, restregándose los ojos y exclamando «¡horrible!, ¡espantoso!».

Más tarde descubrimos que nos hemos perdido la Noche de los Balcones Cantantes, que tenía lugar al mismo tiempo en nuestro propio barrio: treinta y ocho aficionados y profesionales de la música presentaban sus espectáculos en fragmentos de diez minutos desde sus respectivas viviendas. «No te preocupes», me dice Kathleen, «ya habrá otra ocasión».

viernes, 25 de octubre de 2013

«En mi vida he visto muchas cosas espantosas: los muladares de Guatemala capital, el manual de dermatología de mi hermano, el lavado de vísceras de vaca para hacer callos a la madrileña, el retrete de un bar de copas valón en una madrugada de domingo, las clases de literatura de Francisco Caudet; pero, con toda sinceridad, nada es más espantoso y sobrecogedor que el jersey que llevas puesto hoy». Esto es lo que le he dicho esta tarde a mi colega Lot. No he tenido más remedio. Su jersey ha tomado posesión de mi voluntad y me ha susurrado esas palabras al oído. Lot no se lo ha tomado muy bien. Se ha dado media vuelta y ha hecho un comentario en neerlandés que sonaba como aquella vez que metí un kilo de nueces en una licuadora.

El día había empezado temprano y con tan sólo cinco horas de sueño, porque el comité de barrio me había tenido la noche anterior discutiendo hasta las tantas sobre el señalizado del carril bici. Después de la clase de las 8 me metí en un congreso sobre representaciones literarias del pueblo, en el que Alain V., François P. y Pierre P. se enzarzaron en una jugosa discusión sobre la función del latiguillo «tout se passe comme si», tan frecuente en los escritos de Pierre Bourdieu. ¿Operador ficcional que introduce un excurso literario? ¿Indicador hipotético compatible con el método científico? ¿Simple herencia barthesiana? A pesar del madrugón y del déficit de sueño, las réplicas y contrarréplicas me hacían sentir vivo y afortunado.

Sin embargo, cuando me enfrenté al jersey del infierno eran ya las siete y media de la tarde; entre medias quedaban tres cafés, dos tutorías, otra clase, un bocata comido de pie y una reunión bastante kafkiana sobre los criterios de admisión a un nuevo máster cuyo contenido y utilidad nadie atinaba a explicar con convicción. Cualquiera de esos factores tomados por separado podría explicar la transformación de un mogwai en gremlin. Súmesele el hecho de que esa misma mañana ya me había cruzado con otra persona que llevaba un gato gigante estampado en la blusa:

—¡Caray, qué miedo da ese gato!
—¿Por qué? —responde la persona en cuestión, que era una secretaria—; ¿no te gustan los animales?

También me gustan las lentejas con chorizo, las series de televisión inglesas donde se dicen muchos tacos y los poemas pornográficos de Edmond Haraucourt. ¿Debería reproducirlos sobre mi ropa? Es lo que tiene la pragmática: que a veces tienes que dar por válidas respuestas completamente non sequitur si no quieres que te tomen por un sociópata.

Sea como fuere, todo aquel que hubiese visto el jersey de Lot entendería que lo que realmente necesitaba explicación no era mi comentario, sino la reacción de esta joven y por lo demás simpática colega.

Se trata de un jersey de punto ancho, tejido en lana color azul turquesa, cuya pechera está enteramente ocupada por la cara de un gato marrón. Los ojos de ese gato son del mismo color que el fondo, y por lo tanto parecen transparentes, como en una de aquellas imágenes superpuestas de los vídeos caseros de principios de los 90. El gato lleva un lazo rosa anudado al cuello, y unas enormes gafas de secretaria. No tiene cuerpo, su cabeza salvajemente bidimensional flota en el espacio activando reflejos condicionados ancestrales, haciendo aullar a los perros y cortando la nata en el frigorífico. Los colores se dan de bofetadas, el motivo pone los pelos de punta y las mangas, en fin, son demasiado largas, sin que parezca que Amnistía Internacional sea consciente de la gravedad del asunto.

Lo raro, pues, no era mi comentario, sino la reacción ofendida de Lot. Lo que cualquiera habría esperado era más bien una explicación por el estilo de «unos yonkis han okupado mi apartamento, se han comido el resto de mi ropa y he tenido que elegir entre ponerme esto o venir a la facultad en top less». O «me lo he puesto con la intención de que alguien me lo quite apasionadamente». O «era parte del fondo de armario de Amy Winehouse que subastaron en eBay». O «lo llevaba puesto mi madre cuando me concibió». O «soy daltónica y no sé de qué gato me estás hablando». O «gracias a este jersey someteré a todos los líderes mundiales e instauraré el imperio milenario de Moloch».

Unos minutos después le pedí perdón a Lot; le dije que no sabía cómo había podido ser tan rudo, y le aseguré que en el fondo soy un mogwai inofensivo y cortés.

A la mañana siguiente recibiría un e-mail en el que Lot me preguntaba cuál era mi talla, y me enviaba un enlace al catálogo en línea de la marca que fabrica los jerseys. Tienen también un modelo con un cervatillo que pasta en un campo granate, y otro con un unicornio cuyo cuerno parece un poste de barbero.

sábado, 12 de octubre de 2013

Todo el sábado perdido en ir a Amberes a una reunión de la benemérita asociación de... No diré de qué, no vaya a ser que se enteren. De una de esas corporaciones académicas que establecen relaciones según criterios nacionales, y no académicos. Dos veces al año la junta directiva se reúne en un restaurante para discutir el presupuesto, que fundamentalmente se invierte en cubrir los gastos de viaje y de manutención de la junta directiva. En la junta directiva estamos casi todos los miembros efectivos de la asociación. En Bélgica la suma de ministerios, comisiones, células, asociaciones y comités es muy superior a la del número de habitantes, de modo que todo el mundo pertenece a siete u ocho de estas congregaciones, y muy poco espabilado hay que ser para no llegar a presidente de alguna, o por lo menos a vocal. Con dos amigos, un hámster y un Mr. Potato en regular condición que asuma el secretariado cualquiera puede constituir legalmente una ONG autorizada a recibir donativos de instituciones públicas. 

Comenzamos la reunión de hoy hablando del desmadre que hubo en la embajada de La Haya, donde una gestora dejó a deber miles de euros ya comprometidos para actividades culturales. No es que se los quedase, sino que los gastó a lo loco en invitaciones desproporcionadas y en piscolabis literarios.

—¡Que no se los gasten en comer —exclama nuestra presidenta—, que nos lo den a nosotros!
Yo le comento por lo bajini:
—Esto... Yolanda, que nosotros también nos lo gastaríamos en comer...
—Ya —responde ella con una miaja de retranca—, pero lo nuestro sería una comida científica.

Luego se habla de la página web de nuestra asociación, que recibe unas 200 visitas mensuales. Incluidas las de los propios colaboradores, que suelen sumar varias decenas, y las de las personas que llegan a ella por error, que seguramente son la mayoría. Se discute si habría que publicar, por ejemplo, el anuncio de un espectáculo de flamenco que se organiza en un garito de Utrecht.
—Esto ya lo hablamos, y quedamos en que no.
—A menos que sea una cosa de alta calidad. Pero lo demás, los cursos de salsa, los bares de tapas y esas cosas no hay por qué difundirlas.
—¿Y si las tapas son de alta calidad?

La discusión se prolonga otra hora. Basta que salgamos del restaurante para que se nuble. En otras circunstancias habría soltado uno de esos tacos con los que tirita el verbo, pero en esta ocasión no me importa: de todos modos pasaré la tarde en un vagón de tren.

viernes, 11 de octubre de 2013

Esta Erasmus tardía, de belleza
desconcertante, en uno de los trece
meses en que cualquier mujer florece
y atisbamos de la naturaleza

el arcano intuido tantas veces,
esta Helena de Troya rediviva,
¿no es trágico que todo el rato escriba
esemeses repletos de memeces?

(Lo es. Pero el autor también precisa
que estaría dispuesto a cualquier cosa,
a perder los amigos y la esposa,

el iPad, el trabajo y la camisa
tan sólo a cambio de que le escribiese
Helena alguna vez un esemese.)

N.B. Todos los hechos y personajes de este soneto son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Muchas veces pasa que el nombramiento de doctores honoris causa les presta a unos famosetes advenedizos un prestigio que no merecen. En esta ocasión, en cambio, se entrega a varios periodistas y caricaturistas que han luchado por la libertad de prensa en distintas partes del mundo. Uno de ellos, el kazaja Ajmediarov, no ha podido asistir a la ceremonia porque lo tiene retenido el gobierno de su país a causa precisamente de uno de los artículos que escribió. Hace un año, Ajmediarov estuvo a punto de diñarla tras ser apuñalado varias veces por un sicario del gobierno; el atentado sólo multiplicó sus ganas de trabajar. La dibujante Nadia Khiari menciona en su discurso de recepción los nombres de periodistas tunecinos presos o desaparecidos. Su intervención termina con la vieja exclamación republicana, «vive la Liberté!». Los asistentes, enardecidos, se ponen en pie. La aclamación no parece querer apagarse nunca. Después de tanto aplaudir a violinistas y a conferenciantes, se agradece aplaudir a alguien que realmente ha demostrado un coraje y una iniciativa fuera de lo común, sin esperar otra recompensa que un disparo en la nuca. En esta ocasión se diría que no son los honoris causa los que reciben la bendición universitaria, sino que somos nosotros, los trabajadores y estudiantes de la universidad, los que nos contagiamos del arrojo y el espíritu crítico de los homenajeados. Al comenzar un nuevo año académico recordamos que son ésos y no otros los valores que debemos defender en nuestras refriegas, mucho menos gloriosas, del día a día.

Un joven filósofo que cultiva una pose cachazuda y algo cínica dirá más tarde que la ceremonia le pareció por momentos una payasada. Se refiere sobre todo a las bromas que ha gastado Plantu (Plantu viene a ser como el Roto de Le Monde). Este joven filósofo —que, según se cuenta, acumula cientos de cuadernos manuscritos en un armario— pasa por alto algo tan evidente como es el instinto bufo que tienen los caricaturistas ante la tragedia. El anticlímax, la autoparodia y el humor negro son en ellos reacciones que la profesión ha convertido en reflejas. Hay que ver, tanto cuaderno para tan poca cosa...

En la recepción que sigue a la ceremonia me topo con uno de los doctores honoríficos, al que han abandonado en uno de los salones rococó de la Société Littéraire. Se trata de Stevan Harnad, un pionero del open access, que tanto predicamento tiene en L***. Lo había escuchado por la mañana en un debate, y me había despertado una simpatía inmediata. Como tantos húngaros, es un políglota consumado. Su francés es perfecto, y su español muy notable, sobre todo después de descubrir que lo aprendió en tres semanas con una cocinera. «Fue una cocinera que trabajó para mis padres durante una temporada, y que no hablaba nada de húngaro. O aprendía yo español, o me moría de hambre». Charlamos un rato, mientras las bandejas de los camareros hacen vuelos rasantes por encima de nuestras cabezas. Más que el open access y la gratuidad del intercambio científico —me confiesa—, a él lo que le preocupa son los animales. Es un vegano convencido y militante.

—No, eso de militante me hace pensar en la guerra del 14.
—Bueno, entonces «proselitista».
—Proselitista sí.

Es como si todo el odio que siente por los editores científicos lo compensase con un amor irrestricto por todos los seres animados. Estoy seguro de que si la ley se lo permitiese, el Sr. Harnad descuartizaría a Klaus Vervuert y haría con él un ragut para los niños de Aldeas Infantiles. Hablamos de mataderos, de corridas de toros y de granjas ecológicas. Al despedirme le aseguro que, en adelante, cada vez que me tiente comer carne me acordaré de él y lo reconsideraré; así tendrá la satisfacción de haber salvado cada año, gracias una conversación de pocos minutos, la vida de unas cuantas lonchas de jamón.

domingo, 22 de septiembre de 2013

En la mañana de ayer organicé el primer Park(ing) Day de la historia de Tilff. Un miembro del comité de barrio me prestó una pequeña carpa; otro trajo su furgoneta para ayudarme a transportar los materiales necesarios: un par de sillas, una mesa, un termo y una maceta. Se trataba de ocupar una plaza de aparcamiento de cualquier manera, con tal de que no fuera ponerle un coche encima. Faltos de imaginación y de energía creativa, nos limitamos a sentarnos allí, debajo de la carpa, tomando una infusión con pastas igual que podríamos haberlo hecho en una cafetería o en un balcón. La gente nos miraba de lejos con desconfianza. La organización nacional del Park(ing) Day me había enviado unos días antes unas postales con el argumentario de la acción, y si los viandantes se aventuraban a menos de diez metros de nuestro salón de té, les tendíamos una postal.

—Permítame, caballero. Estamos llevando a cabo una acción que trata de llamar la atención sobre la cantidad de terreno público que se reserva a los coches sin que... caballero... ¡eh, caballero!

El caballero tiraba de su mujer, volvía la cabeza con expresión de pánico y huía de mí sin rebozo, como no lo hubiera hecho de un comercial de telefonía móvil. Poco después una mujer se baja de su coche y ronda nuestra efímera colonia. Tiene los ojos saltones, la mandíbula un poco desencajada, el pelo largo y grasiento. Apenas he terminado de recitarle mi cantinela, rechaza la postal con un gesto unívoco y me replica entre dientes:

—A usted le molestarán los coches en las ciudades, pero a mí me molestan todavía más los urbanitas que hay en el campo.

Claro, los domingueros que van al campo en coche, pensaría cualquiera que todavía conservase algo de fe en la capacidad de comunicación del género humano. Pero no, esta sociópata a quienes no tolera es, como me explica inmediatamente, a los urbanitas que viven en el campo. Esto me enseñará a dejarme de infusiones y a llenar el termo, la próxima vez, de grog bien cargado.

A pesar de todo, puede considerarse que el primer Park(ing) Day ha sido coronado con el éxito: contra los pronósticos de los demás miembros del comité de barrio, no nos han partido la cara, ni nos han insultado, ni nos han arrollado con un hummer. De todos modos Valonia sigue siendo tierra de misión para la liga antiautomovilística, como enseguida se verá.

Esta mañana han cortado varias calles de Tilff porque se celebraba un desfile de gigantes. Me doy un garbeo por la plaza desde la que saldrá el desfile, y no veo ni una sola cara conocida, salvando las de los gigantes, que cada año son los mismos. Curiosamente, en las famosas manifestaciones folklóricas de Tilff, como el carnaval y el baile de los puerros, la población de Tilff está casi por completo ausente. Son ganapanes y borrachuzos de los pueblos más recónditos de Brabante y del Luxemburgo valón quienes vienen a organizarnos el floklore.

El caso es que me he cruzado con dos municipales que controlaban el correcto desarrollo del desfile, y he puesto en su conocimiento que, como tantos fines de semana, la plaza de Tilff está ocupada por motos de alta cilindrada, a pesar de que está expresamente prohibido y de que nuestro comité lleva años denunciando la situación al ayuntamiento. ¿Habrá que esperar a que una moto aplaste a un niño para que se tomen a pecho el asunto? Uno de los municipales ha empezado a jugar con su teléfono en cuanto yo he abierto la boca. El otro me ha escuchado con una atención que podríamos calificar de bovina, y al cabo me da la siguiente respuesta:

—Tiene usted muchas razón, pero hay que pensar también en los motoristas. ¡Tienen tan pocos espacios para aparcar! Raro es el sábado en el que alguno de los tres parkings de Tilff no está completo. Además, sería una pena que por aparcar la moto en un lugar menos céntrico se la acabasen robando, ¿no cree? En cualquier caso, nosotros estamos hoy aquí para acompañar el desfile de los gigantes; lo otro, ya se verá.

Detrás de él, un Carlomagno de cinco metros nos contempla con una indiferencia que podría confundirse con estupidez. Algo más allá un cabezudo de ojos tristes, con chaleco y canotier, toca la zambomba, una zambomba del tamaño de un violoncelo.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Cuando va a un restaurante y le traen la carta, Achim no hace lo que el resto del mundo. El resto del mundo lee la carta en diagonal, se deja inspirar por ella y escoge uno de los platos que se le proponen en función de criterios oscuros y variables. Achim no: Achim lo que hace es buscar en la carta el filete de cerdo empanado que le han escondido. Este filete de cerdo empanado —el famoso Schnitzel— unas veces hace el número 47, otras el número 6 y otras el número 15. 

—Les tomo nota, ¿qué va a ser?
—El 33.
—El 33 es...
—¿¡Y qué quiere usted que sea?! —responde Achim un poco irritado. 

Se conoce que los camareros preferirían que Achim pidiera unas endibias al horno, una ensalada César o una paletilla de cordero con brócoli y patata duquesa, y le esconden el filete de cerdo empanado en lugares imprevisibles. 

Los restaurantes son para Achim una complicación prescindible, con la que transige como transigimos todos con tantas exigencias sociales arbitrarias. Hasta que un día lo llevan a un chino, y entonces abre la carta, la estudia, se pone las gafas, se las quita, y compone un gesto de abatimiento que llama la atención en un hombre de su edad. 

jueves, 29 de agosto de 2013

Lo primero que hice al volver a L*** fue dejar de tomar las vitaminas que me había recetado el otorrino, porque me estaban dando todos los efectos secundarios a la vez: vértigos, náuseas, cefaleas, desorientación, cansancio, murria, imbecilidad... Igual eran efectos secundarios de la autosugestión, que es algo que me pasa mucho, pero también se quitan si uno deja el medicamento.

Lo segundo que hice al volver a L*** fue acercarme a la Casa del Ciclista, que ya han vuelto a abrir, al lado de donde estaba. Alquilo una bicicleta por tres meses, y esa misma tarde hago sobre ruedas los doce kilómetros que hay hasta Tilff, o Tiflis, que de ambos modos figura en las crónicas. Voy más orgulloso que don Rodrigo en la horca, silbando aquello de «Lamparilla si hoy eres discreto» y mirando por encima del hombro a toda esa pobre gente que aún se desplaza en coche. Una mujer conduce con las rodillas mientras come una ensalada de pasta que lleva en un túper.

—¡Antiguos! ¡Carcas! ¡Majaderos!

Estos días se está proyectando un documental titulado Vélotopia, que entre otras cosas viene a decir que ya no se puede ser molón sin ir en bici, y que algún día viviremos en un mundo sin coches ni autopistas. No lo he visto aún, pero me lo he creído igual.

Es un viaje muy entretenido, porque el pavimento unas veces es de losas de hormigón, otras de adoquines, otras de grava, otras de baldosas, otras de asfalto, y otras también de asfalto pero no lo parece porque las raíces de los árboles lo han triturado hasta dejarlo irreconocible. No tengo que cuidarme de los coches, porque de puerta a puerta voy por un camino reservado para bicis y peatones, que la mayor parte del tiempo atraviesa pasto y bosque público. De todos me voy a comprar un casco y esto va a ser ya el acabose. Pero un casco con forma de casco, ojo, no uno de esos que parecen proyectos de Santiago Calatrava.

A la altura del kilómetro 7 me creo perdido en un espigón sobre el que se alinea media docena de casitas, delante de una esclusa del canal. Echo pie a tierra al ver que a la puerta de una de ellas hay una mujer, o en cualquier caso alguien que en una inspección más detenida podría resultar siendo una mujer, con una de esas batas floreadas y sin mangas que están mandadas retirar desde 1985.

Bonjour, madame!

Se vuelve con aire desconcertado. Quizá es que no es una mujer, a pesar de la bata. Enseguida asoma también un viejecito pachón, cabezón y con barba corrida. No, me dice el viejecito, a ellos lo que pasa es que hay que hablarles en cristiano, porque son españoles. 

—Hombre, pues estamos de suerte.

Me dirijo a ellos en su idioma, que es una curiosa mezcla de castellano y carraspera. Les pregunto dónde debo retomar el sendero que lleva a Tilff. El hombre frunce una ceja y guiña el ojo, formando un signo de interrogación. La destrozona de la bata oye campanas, pero no sabe dónde.

—Creo que es en esa dirección —señala vagamente hacia delante con la cabeza—, aunque yo no he estado nunca. Hay una playita donde va la gente, ¿no?

Contesto que sí, o no, según se mire. Agradezco la información, y tiro adelante sin encomendarme a Dios ni al diablo. Este matrimonio de emigrados me hace el efecto de aquellas mujerucas vascas de las que hablaba Julio Caro Baroja, que vivían a 7 kilómetros de la costa y no habían ido nunca a la playa. Con una diferencia: que aquí playa no hay.

Llego a casa de un humor excelente. Como al día siguiente también hace bueno, me voy a comer albóndigas a Esneux, que es un pueblo que está a 6 kilómetros, y apenas tardo 20 minutos, que es lo mismo que habría tardado en cruzar Recoletos para comer de menú en el café Gijón.

Eso fue ayer. Esta tarde simplemente he cruzado Tilff en bicicleta para sentarme en un lugar tranquilo a leer una tesina. La leo con suma desgana, pero mayor es la desgana con que ha sido escrita. Al poco rato oigo crecer a mis espaldas un ruido como de maquinilla de afeitar, y tres o cuatro minutos después surge a mi lado un auto pequeñito, pequeñito. Es un descapotable eléctrico, y lo conduce un niño que no tendrá arriba de cinco años. Cuando se pone a mi altura, el precoz automovilista me dirige una mirada de desdén, aprieta un botón del salpicadero y empieza a sonar música, una música de lata, como toda la que se hace ahora. Lo observo largo rato mientras se aleja, lenta pero inexorablemente, igual que mi fe en la condición humana y en la utopía de las bicicletas.

martes, 13 de agosto de 2013

Yo no sé si la penuria ha hecho de los españoles una nación extremadamente eficiente, o si vamos directos a la catástrofe. Me han dado hora en el otorrino a las cuatro y doce minutos. A las cuatro y diez llego al ambulatorio: inmediatamente se abre una puerta, por la que asoma la gaita una enfermera que pronuncia mi nombre y me dice que entraré después de un señor calvo. «Pero no inmediatamente después —me advierte con innecesaria contundencia—: sólo cuando oiga un timbre». Hacen pasar al calvo, que sale casi de inmediato, y las cuatro y doce minutos exactamente suena el timbre. Entro y me enfrento a un médico que no me mira pero se sobreentiende que está estudiando mi expediente en el ordenador. Por el rabillo del ojo veo desaparecer a cuatro o cinco enfermeras, que salen a gruñir a los pacientes. La consulta tiene unos cuantos archivadores, estores con el varillaje desvencijado y un gran sillón de peluquero. «Siéntese», me dice el doctor, sin mirarme todavía pero haciendo un gesto elocuente con la mano; «siéntese y dígame».

—Pues verá, hace meses que tengo molestias en la garganta, se me quiebra la voz, me he puesto malo cuatro o cinco veces este año, y hay días que al dar clase...

—No me diga más. Le he entendido. Saque la lengua.

Saco la lengua. Le pone una cinta de gasa encima y me la agarra con la mano izquierda, tirando hacia sí, mientras con la derecha entra a matar con una varita en la que va montado un espejito, que me mete hasta la bola.

—Diga «iiii».
—¡Eeeurgh!...
—Estupendo. No hay pólipos, ni nódulos ni nada.

Sobre la mesa del otorrino hay cinco o seis tacos de papeletas fotocopiadas, unidas por un alambre. Con gesto automático arranca una de ella y la tiende hacia mí. Tiene el nombre de un complemento vitamínico que no necesita receta.

—Tómese dos cajas de esto, haciendo una pausa de un mes, y beba mucha agua. Y por las mañanas, una cucharada de miel en ayunas.

A las cuatro y trece minutos abandono la consulta. En el descansillo se ha entablado una batalla campal entre pacientes de otras consultas vecinas que estaban citados a las tres y cincuenta y siete, a las tres menos veinticuatro, a las cuatro y seis, a las dos y dieciocho y a las dos cincuenta y dos.

jueves, 8 de agosto de 2013

Anoche fuimos a escuchar a Norman Hogue en Populart. Hilarante, como siempre. Entre otras cosas repentiza una traducción castellana de It's lonely at the top: «...está muy solitario allá en la cumbre», ¡y lo más divertido es que parece que lo dijera por experiencia! Al terminar la primera parte, Norman anuncia llegado «el gran momento»...

—¡El gramo-mento! —dice un gracioso que les hace la rosca a los músicos y lleva también algún gramo de más. Por desgracia no le falta razón: uno sabe de buena tinta que a la mayoría de músicos de jazz les interesa menos la música que la merca, al menos durante los primeros treinta años de carrera. Pero dejemos hablar a Norman:

—Ahora llega el gran momento de la pausa, en la que pueden renovar el contenido de sus vasos. Recuerden que cuanto más beban ustedes, mejor sonamos nosotros. Cuando hayan bebido lo suficiente pueden pedir en la barra el compact disc de nuestro magnífico grupo, a cambio de un billetito de 20 €. Qué diablos, por 20 € voy yo a tocar a su casa.

La pausa termina sin que muchos hayan conseguido llegar a los lavabos para su gran o pequeño momento, y Norman presenta el primer tema del segundo pase:

—Esta canción la interpretó por primera vez la rana Gustavo, y trata sobre lo bonito que es ser de color verde, porque a Gustavo lo discriminaban por el color de su piel. Luego la interpretó Ray Charles, que también era verde. Y ahora nosotros. ¡Vamos p'allá!

sábado, 3 de agosto de 2013


Muchas veces Eduardo ha compartido con nosotros su sorpresa ante la obsesión inexplicable de los departamentos norteamericanos con gente como Walter Benjamin o Henri Bergson. El otro día, sin ir más lejos, nos contaba la historia de un tipo que creía haber escrito un libro sobre Walter Benjamin, aunque en realidad de lo que trataba era de Jacques Derrida. El pobre diablo había tenido un lapsus de varios cientos de páginas, uno de esos deslices freudianos, como cuando Rajoy dijo que llevaba cinco años en el Gobierno, queriendo decir cinco meses. El mundo universitario aquel espera con tanta intensidad leer libros sobre Walter Benjamin que los propios escritores piensan en él aun mientras escriben sobre otros. Es algo así como una fantasía erótica que convocan sin malicia para evitar el gatillazo intelectual.

Lo de Bergson igual se explica porque, como decía Julio Camba, sus textos se leen «de un tirón, con la sonrisa en los labios, aun sin haberse quedado calvo estudiando diez años en Marburgo a fin de prepararse para la lectura». Se leen o no se leen, pues quienes han estado en aquellas universidades aseguran que mucho de lo que en ellas se dice sobre estos pensadores es, pese a todo, de oídas y aproximativo.

No es imposible que algún día, en una fase futura de su largo romance con pensadores asistemáticos, los departamentos anglosajones de estudios culturales descubran, precisamente, a Julio Camba. Estos días en que se proyecta en Europa la película sobre Hannah Arendt conviene recordar que Camba ya se percató de la banalidad del mal en 1920: «Mis interlocutores suponían que para que un alemán matase a un niño en la guerra era preciso que ese alemán fuese un malvado. Yo, en cambio, opinaba que un alemán podía matar niños sin dejar por ello de ser un excelente padre de familia».

—Bueno, pero es que esto Camba lo decía en broma.

No del todo. A mí me parece que estas cosas Camba las decía en serio, pero sin darle demasiada importancia, como se dicen las verdades que nadie se va a creer. A diferencia de Benjamin o de Bergson, Camba no se tomaba demasiado en serio a sí mismo, lo que no quiere decir que escribiera en broma. Como a toda aquella primera generación de humoristas —el humorismo español se inventa en el fin de siglo— le daba repelús el pensamiento sistemático, el método, eso de tener una idea que igual no es mala y estirarla hasta que rompa. El sistema acaba siendo muchas veces una llave inglesa a la que se le quiere dar el uso de una navaja suiza. Esa misma prevención contra el sistema tenía también Julio Caro Baroja, que tenía, como sus tíos, mucho de humorista, sin que ello le restase talla intelectual.

Claro que todo esto es lógico que lo pensemos los españoles que sobrevivimos en un caldo cultural francófono o francófilo, empapuzados de sistema. En otros sitios, donde lo que abunden sean las genialidades y el toreo de salón, les parecerá lo contrario. Así se demuestra que todo es conforme y según.

Ortega dijo una vez que Camba era «el logos». ¡Ahí es nada! Sin duda Ortega eso no se lo decía a cualquiera. Tanto oír hablar del logos en los cursos predoctorales de la Autónoma, y al final resulta que de quien se hablaba era de Camba. Bien mirado es perfectamente comprensible, pues Camba tiene intuiciones que parecen conclusiones, y que ha dejado para que les saquen punta los que vengamos detrás:

a) «Una nación se hace, lo mismo que cualquier otra cosa. Es cuestión de quince años y de un millón de pesetas».

b) «El articulista es algo así como el avestruz. El avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo: el articulista lo reduce todo a artículo de periódico».

c) «Cuando un paisano mío carecía de oficio y no sabía hacer nada que le permitiese vivir en su tierra, si no tenía dinero bastante para ir a Buenos Aires, venía a Madrid y se dedicaba a ministro».
d) «Las elecciones son nuestra única industria nacional».
e) «Los escritores solemos dirigirnos a "el lector", poco más o menos, así como los criados se dirigen a "el señor"».
f) «El hecho de no saber escribir no basta para convertir a un hombre en filósofo».
Cada una de estas frases podría servir de lema o corolario a manuales acerca de, respectivamente, los siguientes asuntos: a) los nacionalismos periféricos; b) una deontología del columnismo periodístico; c) la tan traída y llevada casta política; d) la Transición española en bloque; e) la profesionalización de los escritores, y f) Theodor L. W. Adorno.

Con Camba en la mano, los departamentos de español podrían producir también sugerentes ensayos sobre esa cuestión de la identidad que tanto les fascina. Estando en el extranjero el vilanovés descubrió que se puede ser español sin ser de España, porque eso de la españolidad era entonces una cuestión de carácter más que de pasaporte; los españoles —añadía— descubren su cultura en cuanto cruzan los Pirineos, mientras que se europeízan si se quedan en su país; en cuanto a la España de las cupletistas, es muy reducida, y en ella no figura Pontevedra, ni Getafe, «ni mil otros pueblos que pagan, sin embargo, sus contribuciones al Estado y que cumplen la ley de Quintas». Con estas cosas uno podría hacer las Américas universitarias. A condición de decir que han aparecido dentro de la maleta de Walter Benjamin, y de olvidar piadosamente todos los escritos relativos al sistema parlamentario.

jueves, 25 de julio de 2013

Qué cosa más notable: la novela que estoy leyendo hace el número 3.304 de colección «Folio» de Gallimard, que es exactamente el mismo que el de la habitación que nos ha tocado en cala Mesquida. Kathleen es la única cliente no embarazada del hotel, y yo el único español. Esto me hace muy popular entre los empleados, que no tienen otro con quien pegar la hebra. Uno de ellos se llama Chema, viene de Almería y trabaja aquí ocho meses al año para pagar el piso que se ha comprado con su novia.

—A ver, sentaos, chicos, que os invito a unos cócteles.

Pido un black russian, mientras en el escenario dos sádicos mutilan y desfiguran salvajemente grandes éxitos musicales de los años 80.

Unas mesas más allá hay un tipo calvete que me mira fijamente. Al cabo de varios incómodos cruces de miradas entiendo su curiosidad: resulta que llevamos las mismas gafas. Las mías las he comprado hace dos semanas, después de aguantar dos años con una graduación desfasada y los cristales rayados. Kathleen dice que no me debería extrañar que en el mundo haya otras personas con el mismo modelo, pero a mí me parece más lógico pensar que el tipo calvo soy yo dentro de veinte años, que he regresado al pasado para advertirme de un peligro inminente, o para salvar el mundo. Eso querría decir, además, que he hecho un gran negocio con la montura.

Chema vuelve a controlar cómo vamos:

—¿Qué tal los cócteles, chicos? ¿Os traigo otros?
—Mejor que no, Chema. Si nos tomamos otros pelotazos de estos, nos caemos a la piscina.
—No pasa nada, ¡también soy socorrista!

Al día siguiente visitamos el castillo de Capdepera, del siglo XIV, salvo las almenas, que se las pusieron unos tarados en el XIX. En una garita tienen una colección de aves de cetrería. «¿Están vivos?», pregunta Kathleen. Y da un respingo. Sí, están vivos. Tienen dos razas de halcones, dos aguilillas de Harris, una lechuza y tres búhos: dos reales y uno de Siberia. Este último puede matar y comerse un lobo pequeño, y de vez en cuando abre un ojo y lo dirige hacia Kathleen con intenciones algo turbias. Su dueña ha llevado a cabo un exigente programa de socialización; les habla en mallorquín, les da de comer ratones de laboratorio, y nos cuenta que uno de los búhos veía la televisión y no dejaba que nadie se acercase, no le fueran a cambiar el canal. «Es que son muy territoriales», dice. No sabíamos que los búhos también pueden emplearse en cetrería, aunque la legislación los sujeta a las mismas reglas que las armas de fuego, cuyo uso está prohibido por la noche. Pero de día, claro, los búhos no están de humor para cazar nada, se pasan el rato en una duermevela ligera, con un ojo cerrado y otro abierto. Así los dejamos nosotros, antes de que el sol de las tres de la tarde nos haga fosfatina.

Otro día nos echamos a andar, en busca de la playa del prospecto. El viento de levante ha puesto los pinos de rodillas. La vegetación restante —cardos, barrones y sabinas— se escalona por alturas como para una inmensa foto de grupo. El sol pega collejas y el aire huele a caramelo de abuelete. Después de la primera legua encontramos un nuevo orden vegetal, en el que dominan diminutas plantas reticuladas, líquenes cobrizos y palitroques con forma de lagarto. Entonces llegamos a la playa de algas, cuya descomposición produce gases alucinógenos. A continuación se encuentra la cala de confetti. Más allá está la playa de plástico, cuyos granos son muñecos de phoskitos pulverizados. Sigue la playa rosa, en la que no nos paramos porque esta temporada no se lleva. Tras ella viene una playa compuesta íntegramente de lajas de granito afiladas y dispuestas en ángulo de 45 grados. Después no hay nada durante tres horas de marcha a cielo abierto. Después se llega a una playa que parece la de la foto, pero que vista de cerca está enteramente cubierta por una espesa capa de algas transparentes, que la hacen impracticable. Y sólo después viene la auténtica playa del prospecto, espléndida y desierta, fiel a sus promesas e invulnerable al olvido.

Nos duelen los pies y la injusticia de que otros puedan llegar a este lugar inaccesible a bordo de un yate.

Ya hacia el final de las vacas cogemos el autobús para ver Palma. Tendríamos que haberle dedicado varios días, pero estamos en la otra punta de la isla y el viaje se nos lleva cuatro horas. Los postigos verdes y las fachadas torrefactas reconstruyen un ambiente veneciano. Los olmos humidifican el aire, pautado por los cables de la luz. Intentamos llegar a la Fundación Joan Miró, pero nos perdemos y acabamos tirando la toalla. A la vuelta de una esquina nos sorprende la Torre del Oro de Sevilla. Es el otro Pueblo Español, copiado del de Barcelona, en el que entramos sin pagar porque la taquillera está en Belén con los pastores. Menos mal, porque la cosa tampoco va muy allá: la casa del Greco junto al Patio de los Leones; pues bueno. Lo más auténtico y folklórico es la reproducción íntegra de Palma a tamaño natural. 

En una pañería de Palma venden la bandera de Mallorca por metros. En el viaje de vuelta vemos un toro de Osborne descabezado, sobre el que alguien ha pintado la señera, que a su vez otra mano ha tachado con espray morado. Y nos vamos, abandonando la isla bonita a su dialéctica visceral. 

jueves, 11 de julio de 2013

Kathleen ha llegado al final su tesis, y yo he llegado al final de mis correcciones y de tres coladas, de modo que aún nos queda una oportunidad para ver Coconut Island antes de abandonar Göttingen.

El cartel de Coconut Island, visto por casualidad detrás de una puerta del comedor universitario, nos ha seducido, pero en realidad no sabemos qué es, sino sólo que tiene lugar dentro de una carpa que ha brotado de manera discreta y poco fechable en un rincón del Cheltenhampark.

Llegamos cinco minutos antes de que comience, pero las tres filas de sillas que hay en el interior de la carpa ya están llenas, y todavía hay cuatro o cinco personas haciendo cola tercamente en el exterior. La situación es desesperada, así que nuestro primer reflejo es darnos media vuelta y caminar hacia nuestras bicicletas; sin embargo, nos cuesta resignarnos a alejarnos de allí, pues intuimos que lo que ocurre en esa carpa es algo incomparable y raro, que vale mucho más de lo que cuesta.

Una mujer vestida de cíngara consigue acomodar a las personas que estaban esperando delante de nosotros, sentándolos sobre trastos y taburetes. Regresamos corriendo a la puerta y suplicamos más de lo que aconseja nuestra dignidad, prestándonos a sentarnos en el suelo, a pagar el doble, a barrer el escenario, y sin que sepamos muy bien cómo conseguimos hacernos un sitio en el interior de la carpa antes de que la cíngara cierre la entrada con una cremallera.

El escenario lo componen cuatro tablas, y un telón de foro pintado con témperas que representa una puesta de sol y una palmera. El espectáculo lo componen la cíngara —que sale a escena un minuto después vestida de hawaiana— y un hombre alto, flaco, de ojos azules pero muy hundidos en las cuencas, con un bigotillo sutil y la mandíbula muy marcada, como un muñeco de ventrílocuo.

Los diálogos se hacen en una mezcla de innumerables idiomas, entre los que reconocemos el alemán, el inglés, el ruso, el francés y el español, aunque Kathleen cree que los artistas vienen de Checoslovaquia porque lo que tienen dentro de la nevera portátil son botellas de una magnífica pilsener checa, que pueden adquirirse sin ningún protocolo echando una moneda en una hucha.

Coconut Island parece el nombre de una película de los hermanos Marx, y la verdad es que su ambiente no resulta muy distinto. Podría definirse, aunque algo injustamente, como una revista musical sin argumento, ritmada por números musicales norteamericanos de los años 1930. La falsa cíngara toca sobre todo un ukelele con resonador dobro, pero para algunos temas emplea también la sierra, un bajo sin trastes de una sola cuerda o una cacerola. El hombre lleva el peso de la función; rasguea un ukelele barítono, hace punteos en una guitarra hawaiana, improvisa con un kazoo y marca el ritmo con los zapatos, en uno de los cuales lleva atada una sonaja, todo ello simultáneamente y mientras canta con una voz aterciopelada que recuerda a la de Maurice Chevalier, aunque esto último quizá sea efecto de la autosugestión.

Entre otras cosas, el público asiste entregado a un diálogo de diez minutos compuesto excluivamente por títulos de canciones, a una demostración de virtuosismo de la orquesta invisible, a una versión en tap dance del Rondo alla turca de Mozart, y a la traducción fulgurante de un estándar al double talk, que viene a ser epesepe ipidiopomapa quepe sopolopo lospos nipiñospos sapabepen. La carpa vibra como un bafle. Sólo en primera fila tres preadolescentes se aburren de forma manifiesta y piensan en sus teléfonos inteligentes. Al terminar la última canción el hombre orquesta —que ha sudado completamente dos camisas— se quita el sombrero y rasguea con él los dos últimos acordes. Así concluye el espectáculo más fabuloso del mundo, que dentro de dos días habrá levado el ancla y habrá alzado discretamente su carpa en otra ciudad de otro país, muchos de cuyos habitantes pensarán que ha estado siempre allí, y no entrarán a ver.

lunes, 8 de julio de 2013

Tobias B. me invitó a pasar el fin de semana hablando de zarzuelas en un coloquio que organizaba en la Universidad de Göttingen. La última noche los participantes supervivientes nos reunimos en un Biergarten a comentar las mejores jugadas. Entre una cosa y otra se contaron allí dos grandes anécdotas de venganzas sibilinas. La primera, de tono operístico; la segunda, más bufa y como de género chico. 

La víctima de la primera historia —por lo demás conocida— es Giuseppe Verdi. Cuando en 1863 visitó España ya era una leyenda viva. Francisco Asenjo Barbieri, que todavía no había escrito la música de Pan y toros, ni de El barberillo de Lavapiés, quiso entrevistarse con el compositor italiano para presentarle sus respetos y manifestarle su admiración. Verdi ni siquiera respondió a sus solicitudes con una mala excusa. Ya para entonces el compositor italiano lo había aparcado casi todo para consagrarse a la escritura de la que debía ser su obra maestra, la ópera Don Carlo; trabajó en ella durante veinte largos años, poniendo a prueba la paciencia del público y contrariando a los críticos más benevolentes. Llegado a cierto punto quiso documentarse sobre la música española del siglo XVI a fin de dar mayor color local a uno de sus números, y pidió que le pusieran en contacto con el mayor especialista en la materia. Irónicamente, el mayor especialista en la materia resultó ser Barbieri, quien debió de disfrutar mucho redactando la carta en la que decía que efectivamente tenía los materiales que Verdi necesitaba, pero que no le daba la gana mandárselos.

Las vendettas, aunque sean modestas, siempre hacen buena literatura. Tienen ese ingrediente patético que galvaniza y genera lazos de empatía irracional entre el protagonista y el lector. La historia de Verdi trae a la memoria de Tobias otra menos histórica pero no menos gloriosa. Su protagonista es un alemán había tenido muchos desencuentros con la administración de las ayudas sociales. Como antiguo solicitante de estas ayudas, a mí se me ocurre por lo menos media docena de faenas que los burócratas alemanes le pueden hacer al beneficiario, desde obligarle a pasar entrevistas de trabajo absurdamente desesperadas hasta declarar ilegal una de sus propias reglas para obligarle a devolver parte del subsidio recibido. El caso es que al protagonista de nuestra historia se la debieron de hacer bastante gorda, porque solicitó una ayuda para criar a sus trescientos hijos uruguayos. 

Efectivamente, el tipo (no sé por qué me lo imagino con la cabeza sin par de Georges Perec) se las había ingeniado para encontrar a trescientos niños uruguayos y convencer a sus trescientas madres de que le reclamasen la paternidad. Parece ser que el testimonio de la madre incapacita al Estado para ordenar una prueba de ADN, de modo que la administración estaba condenada a dar por bueno el vínculo. El tipo se presentó en la taquilla para solicitar una ayuda por familia numerosa con un formulario del tamaño de una tesis doctoral francesa. Es una venganza pírrica y desproporcionada, de las que hacen buenas historias. Porque una buena historia historia suele tener una buena venganza. Y un misterio. El misterio es aquí quién va a hacer los macarrones para los trescientos niños uruguayos.

domingo, 23 de junio de 2013

En este sueño estaba enseñando el centro de Madrid a un grupo de amigos. Al salir de un restaurante me quedo rezagado y topo con un camarero que estaba en la terraza cerrando una gran sombrilla. Por descuido me trabo entre las varillas y la lona, y paso unos minutos desenredándome. Cuando consigo salir a la acera he perdido de vista al resto grupo. Decido volver al centro a ver si los encuentro, aun a sabiendas de que es muy improbable.

Son las diez de la noche pasadas, pero no anochece nunca. Al atravesar un callejón veo un animal repugnante, del tamaño de un cochinillo, pero con la textura y los movimientos de una cochinilla. Sus cuatro miembros hacen pensar en platelmintos, y no parece tener cara, sino dos extremos con esfínteres dentados prácticamente intercambiables. Recuerdo haber visto anteriormente algún otro ejemplar, pero nunca de estas dimensiones. Alguien abre un portal y lo deja pasar adentro. «¿Qué clase de animal es este?», pregunto. «No es un pez», me responde, «pero tiene carne de pez».

Al salir del callejón el aire adquiere de nuevo esa luminosidad y esa transparencia de las animaciones informáticas. Llego así a una espaciosa avenida que traza una curva ascendente, sobre cuyo linde izquierdo se alinean numerosos puestos de productos artesanales, en el entresuelo de una plaza o de un atrio, como en las desaparecidas covachuelas de San Felipe. Todos los habitantes de ese barrio llevan trajes tradicionales madrileños e intercambian diálogos de zarzuela. Es un ambiente muy agradable; sé que es una fantasía cultural de efectos anestesiantes, pero por una vez hago la vista gorda. En lo alto de la cuesta hay una explanada con un banco en el que dos chulapas cantan a dúo, pero en voz baja. Me siento junto a ellas, y poco a poco me voy dejando resbalar hasta recostar en el asiento la cabeza, pero sin levantar los pies del suelo. Delante se abren los inmensos terrenos que quedan al oeste del Manzanares: no hay nada construido más allá del Puente de Toledo, está todo como a finales del siglo XVIII.  

Me amodorro y pasa un tiempo indefinido, hasta que alguien se para a hablar con las chulapas que están en el banco. No puedo verlo pero sé que es un hombre alto, con un bigote fino y rectilíneo, tocado con un sombrero de ala ancha. Habla con una voz grave, y deja sobre el respaldo del banco un gabán, que me cubre parcialmente.

—¿Tenéis... aquello? —les pregunta a las chulapas, tras un breve diálogo de circunstancias. Ellas asienten.

Yo sigo medio tumbado en el banco, hasta que un crujir de papel me pone en guardia. No necesito abrir mi cartera para saber que las chulapas me han robado un sobre que llevaba dentro, con bastante dinero, y se lo han dado al del bigote. Me levanto y consigo seguirle el rastro hasta un local desvencijado y oscuro, donde se da un espectáculo de lucha, con visos de ilegalidad.

Todo el espectáculo consiste en vencer al del bigote en una pelea a puño descubierto. El premio es un pececillo rojo de extraordinario valor. En un vestuario esperamos los candidatos, el torso desnudo, los antebrazos vendados. Cada uno tiene un boleto con un número; un sorteo determina quiénes lucharán esta noche, y en qué orden. El primero es un joven bajito, con el pelo muy corto y muy negro, que quizá tendría alguna oportunidad si su contrincante estuviera ya cansado. No quiere salir al escenario, pero los ujieres o la vergüenza lo empujan bajo los focos.

El del bigote es ancho de hombros; tiene un torso fibroso y brazos finos pero determinados. Abre mucho la boca y en su interior el público puede ver colear al pececillo rojo. El del bigote siente el miedo de su primer oponente nada más verlo aparecer. Casi con dureza paternal le dice «no te preocupes, no vas a recordar nada», y le propina un puñetazo fulminante, que lo estrella contra la lona. 

Los candidatos se suceden a un ritmo rápido. Entre bastidores empieza a cundir el desánimo, al comprobar que el del bigote no se fatiga. El último número sorteado tampoco me favorece, pero el contrincante seleccionado no las tiene todas consigo, por lo que no me cuesta convencerlo para que me cambie el boleto. Salgo al escenario con bastante aplomo, porque en esta parte de mi sueño me parezco mucho a Ryan Gosling. El del bigote me reconoce con una mueca irónica.


De algún modo —una conveniente elipsis narrativa me permite pasar por alto los detalles de nuestro combate, seguramente inverosímiles—, de algún modo he salido vencedor de la pelea. Antes de la salida hay un mostrador, como el de un guardarropa, atendido por dos chinos. Es allí donde cobro mi premio, billete sobre billete. Ya me estoy poniendo el abrigo cuando uno de los chinos me dice «no se olvide de esto». Abre un cajón que está a sus espaldas, y que contiene una sopa humeante de un amarillo turbio, con grandes trozos de pescado atravesados de espinas.

—¿Qué es? —pregunto.
—Es el pez que usted ha ganado.

Parecía mucho más pequeño dentro de la boca del hombre del bigote.

—¿Por qué tiene tanto valor?
—Porque es un pez venenoso extremadamente difícil de cocinar.

Alguien me tiende una cuchara, y pruebo la sopa. Tiene mucha sustancia, está bastante salada. Poco a poco su sabor se vuelve obsesivo, como una idea que fuese revelando gradualmente sus infinitas aplicaciones y acabase eclipsando cualquier otro interés, posesión, afecto o accidente del universo. Caigo de rodillas delante del mostrador, abrumado por la revelación, y apenas puedo sino balbucear.

—¡Esto... está... delicioso...!

sábado, 22 de junio de 2013

Juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver,
haciendo mutis por el foro
cual corista del Chantecler.

Con un cubata y un Marlboro
me graduaste bachiller;
es tu blasón un meteoro
y tienes nombre de mujer.

No sé si agradezco o deploro
que me obligases a leer
la Utopía de Tomás Moro
y las Flores de Baudelaire. 

Juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver...
¡Ay! ¡¿Por qué no se irá Montoro,
de Guindos, Gallardón o Wert?!

domingo, 16 de junio de 2013

Si entiendo bien, los vecinos de enfrente han tenido el buen sentido de no separar sus jardines. A veces veo a uno cortar el césped del otro, aunque por lo demás hacen vida aparte y tienen casetas de herramientas independientes. A media mañana uno de los hijos del número 117 abandona su bicicleta y se sienta en la hierba del 117A a leer unos cuadernillos. Seguramente tebeos. Al rato lo llaman a comer.

Casualmente yo también me he pasado el fin de semana leyendo tebeos. No sé por qué tenía yo tanto interés en leer los de Guy Delisle. Me empeciné en comprar Shenzen y, como no lo tenían ya en ninguna parte, compré Piongyang y Crónicas de Jerusalén. Ambos son relatos de viaje, muy próximos del diario. De un diario rollo, se entiende, no como el mío. El primero provoca bastante incomodidad porque está atravesado por el sonsonete burlesco de alguien que claramente se encuentra a muy gusto en su propia cultura. Además, que en Corea del Norte no haya libertad de expresión o que existan campos de concentración de prisioneros políticos es una cosa, y que la música que escuchan sea almibarada o que los manteles estén sucios es otra. En la crónica israelí, sin embargo, la superioridad moral del narrador resulta menos atronadora, aunque sólo sea por la polifonía de culturas a la que se ve confrontado.

Hace poco leí How to Understand Israel in 60 days or Less, de Sara Glidden; otro diario de viaje gráfico. Se supone que el volumen narra el camino de Damasco de una judía norteamericana que siempre había sido crítica con el sionismo, hasta que viaja a Israel y descubre la Realidad. Pero, una vez leído, resulta que la Realidad únicamente difiere en un par de detalles de mis figuraciones y prejuicios. Es verdad que durante la II Guerra Mundial los EE.UU. tenían tasas de inmigración, por lo que no admitieron a todos los judíos que solicitaron el ingreso en el país. También es verdad que el territorio que hoy se disputa llevaba milenios siendo objeto de confrontaciones. Pero no me parece que estas notas al pie justifiquen o siquiera expliquen la conculcación sistemática de lo acordado con la ONU.

(Hay varios momentos en How to Understand Israel en que los judíos le dicen a la narradora que a fin de cuentas ellos viven con la amenaza constante de un atentado terrorista sobre sus cabezas, y eso les da derecho a ser medidos con otra vara. Este argumento nos deja particularmente fríos a los españoles, quienes durante varias décadas asistimos a atentados horrorosos, imprevisibles, en los que militares y civiles de toda edad y condición volaban hechos pedazos, y en cuanto alguien se permitió un escarceo extrajudicial se le dejó bien claro que había sacado los pies del tiesto. De no ser por el indulto sistemático de agentes condenados por torturar presos, esta sería una de las pocas lecciones que los españoles habríamos podido dar últimamente.)

Volviendo al tebeo de Guy Delisle, su testimonio está todavía peor hilado que el de Glidden, que ya es decir, y si el año pasado le dieron la Bestia de Oro al mejor álbum en el festival de la Historieta de Angulema debió de ser sobre todo por simpatía con el tema que trata. Una simpatía icónica y políticamente correcta, porque a fin de cuentas la visión de la ocupación de Palestina que trasladan las 334 páginas de las Crónicas de Jerusalén es la de un turista bastante ingenuo.

Hay un par de planchas que sí querría salvar de la quema, ya que demuestran que a veces algo tan simple como las necesidades prácticas pueden imponerse al fanatismo más irracional. O, como dice un divertido proverbio italiano, il bisognino fa trottare la vecchia. En una de esas páginas, Delisle relata haber visto a musulmanes que hacían sus compras en el centro comercial de una colonia judía, porque estaba mejor surtido y además era más barato; en otra, cuenta cómo descubrió que ciertos judíos llevaban el coche a un taller árabe porque abría los sábados, y también era más barato. Los protagonistas de estas dos anécdotas ostentan un cinismo casi cómico, que en sustancia no es sino la vida abriéndose paso entre los escombros, la convivencia haciendo abstracción del rencor, el presente ignorando las mutilaciones del pasado. O la conveniencia venal imponiéndose sobre los ideales y el capitalismo pisoteando las tumbas de tres generaciones de muertos, según se mire. Pero esto, en cualquier caso, contado en dos planas de periódico, habría ganado en público y en fuerza narrativa. Y además habría sido más barato.

sábado, 8 de junio de 2013

Hace dos años caí con Eduardo y Laura en una exposición de fotos de escritores en la casa-museo de Victor Hugo. Esta semana pasada hemos tenido en la universidad de L*** un coloquio sobre el mismo tema, las representaciones fotográficas de escritores. Repasando ejemplos, salta a la vista enseguida que a mediados del siglo XX estaba ya consolidada la última versión del repertorio iconográfico de ese género que podríamos llamar «retrato del intelectual»: la mirada dirigida al objetivo (o al infinito), las gafas sobre las cejas (o sostenidas con displicencia en una mano), el ceño inescrutable (siempre), la mano en el mentón o en la mejilla (o su síntesis superadora: la mano en el mentón y el índice extendido a lo largo de la mejilla).

Se me ocurre que entre todas esas fotos, o contra todas ellas, se recorta una, la anti-foto de escritor por antonomasia, la célebre foto de Émile Ajar. Tres características la distinguen de las fotos de escritores comunes. La primera es que se trata de una foto privada a la que se le da un uso editorial. No prevé ese uso casi ninguna de las innumerables fotos domésticas que cualquier escritor contemporáneo tolera, fomenta o intenta destruir sin éxito: recordamos a Cela bajo la ducha, a Hemingway en la bañera, a Salinas en una piragua, a Hesse gateando, a Lorca bailando la conga, a Bukowski acariciando un conejo, a Burroughs disparando un revólver, a Bolaño sacando bíceps y a Allen Ginsberg en general.

Esta tradición del retrato traicionero viene de lejos: Jean Huber pintó a Voltaire dictándole a su secretario mientras se ponía los pantalones. Ajar hace algo más anodino todavía, algo casi vulgar, pero quizá por ello mucho menos frecuente en las fotos de escritores, incluso en las instantáneas caseras emboscadas, algo que durante varias décadas fue un gesto típicamente ligado al momento Kodak vacacional: saludar con la mano. En la foto, Ajar se encuentra efectivamente en una playa, o a bordo de un yate, en camiseta. Su saludo no es un saludo idiota, sino el saludo apresurado que se hace antes de llevar la mano a la boca para hacer bocina y amplificar una llamada. Es verdad que Bukowski también tiene una foto en la que saludaba a la cámara, pero —y aquí viene el segundo rasgo diferencial— la de la playa fue, por espacio de varios años, la única foto de Ajar que circuló en los medios de comunicación, y había sido suministrada por el propio escritor. El detalle es significativo, porque en 1974 esas payasadas no eran tan frecuentes como lo son hoy en día.

La tercera característica que hace de esta foto una anti-foto de escritor perfecta, una inversión total de las convenciones del género, es que Ajar nunca existió. Fue uno de los pseudónimos —el más famoso— de Romain Gary.

El resto de la semana he estado resfriado y no ha pasado nada.

domingo, 2 de junio de 2013


Hace mes y pico recibí una factura por unos DVD que no había pedido, y menos aún recibido. Como estafa era una tentativa vulgar y sin arte, pues mi nombre figuraba con una ortografía aproximada y la selección de obras era inverosímil. Llamé por teléfono al distribuidor para comunicarle el error y denunciaré el caso tan pronto como vuelva por Alemania.

Pues bien, esta semana he recibido por correo otro albarán relativo a la adquisición de un libro que no había pedido; sin embargo, en esta ocasión la estafa resulta infinitamente más refinada. Para empezar, el importe de la compra ya ha sido abonado, lo que indudablemente delata un genio criminal poco común. Además, el albarán venía acompañado del libro en cuestión, todo ello dentro de una caja de la FNAC enviada desde Francia. Mis apellidos y mis señas habían sido impresos en la etiqueta sin erratas, tanto en la casilla del destinatario como en la reservada a la facturación, donde —detalle inquietante— también figuraba mi número de socio de la FNAC.

Ahora bien, lo que realmente hace de esta estafa un crimen de rara perfección es que el pedido no resulta completamente inverosímil. Se trata, concretamente, de La promesse de l'aube, novela de Romain Gary en la que, por cierto, también interviene al final cierto truco postal. Aunque no había leído hasta ahora nada de este autor, lo conocía de nombre y había visto un largo documental que le consagraron hace un par de años en Arte TV. Famoso por haber ganado el premio Goncourt —por segunda vez— con un pseudónimo que terminó suplantándolo incluso en apariciones televisivas, Gary es el novelista perfecto para una impostura como la que aquí se describe. Dentro de una lógica de la suplantación y el escamoteo, resulta sin duda coherente que una obra del artista del pseudónimo sea adquirida bajo una identidad fingida y termine entre las manos de un lector vicario.

Minutos después de hacerme estas reflexiones recogí el guante que me lanzaba lo sobrenatural y comencé a leer la novela. El primer capítulo me pareció vibrante y bien cortado. A la altura de la página 34 estaba completamente rendido a la elegante prosa de Gary —en la que las isotopías se entrecruzan como floretes en un abordaje pirata— y, sobre todo, a su humor sorpresivo, que delata una calidad humana excepcional y que podría convertir al golfo más patibulario en un seductor irresistible.

Para mí la lectura de ficción viene a ser una especie de speed dating en el que cada candidato dispone de unos pocos minutos para convencerme de lo invite a subir a casa. De modo que cuando llevo mediada la lectura de una novela es que allí hay algo y que la cosa vale lo que cuesta. En este caso abonan mi juicio anécdotas chispeantes como la siguiente:
«Comencé por pedirle prestado un franco al botones, pretextando haber perdido mi cartera. Acto seguido, me acerqué al mostrador del Capoulade, pedí un café y metí la mano con decisión en la cesta de los cruasanes. Me comí siete. Pedí otro café. Luego, miré gravemente a los ojos al camarero; el pobre cretino no podía imaginarse que en aquellos momentos era la humanidad entera la que se sometía a examen en su persona:
»—¿Qué le doy?
»—¿Cuántos cruasanes ha comido?
»—Uno —dije.
»El camarero miró la cesta medio vacía. Luego me miró a mí. Luego volvió a mirar la cesta. Luego asintió con la cabeza. [...]
»Salí de allí transfigurado. Algo cantaba en mi corazón; debían de ser los cruasanes. A partir de aquel día me convertí en el mejor cliente del Capoulade. [...]
»Todavía me siguen produciendo los cruasanes una gran ternura. Me parece que su forma, su costra crujiente y su calor interno tienen algo de simpático y de cordial. Ya no los digiero tan bien como antes, y nuestra relación se ha vuelto más o menos platónica. Pero me gusta saber que están ahí, en sus cestas, sobre el mostrador. Han hecho más por la juventud estudiantil que la Tercera República. Como diría el general de Gaulle, son buenos franceses.»
No dejemos que la calidad sobresaliente de La promesse de l'aube nos distraiga del misterioso caso que aquí se ventila. Como es lógico, he verificado en mis cuentas de correo electrónico que no hay ningún pedido de obras de Gary. He seleccionado de entre las personas que conocen mi actual dirección a un par de amigos que podrían estar detrás del misterioso envío, y les he escrito en tono amenazante; en su respuesta demostraban desconcierto genuino. Me he acercado al mostrador de información de la FNAC de la Place Saint-Lambert, donde tal y como me esperaba no han sabido darme razón del pedido, que según parece se realizó desde Francia. No puedo comprobar que no he hecho yo el pedido a través de una cuenta electrónica de la FNAC porque no tengo cuenta electrónica de la FNAC.


Por descarte, he terminado admitiendo que sufro un trastorno bipolar y que el hemisferio derecho de mi cerebro está llevando a espaldas del izquierdo su propia agenda de lecturas. Quizá eso explique las muchas ocasiones en que, buscando un libro en la biblioteca, doy con otro que no sé cuándo he comprado, ni con qué intención, y que a veces contiene subrayados y anotaciones de mi puño y letra, pero demasiado inteligentes para haberlas hecho yo. Es posible, incluso, que durante las próximas semanas mi sombra inconsciente continúe enviándome libros que me entretengan, que me exalten, que me diviertan o me destruyan, hasta convertirme en otro, en un personaje poroso, a duras penas visible, perdido entre dos dimensiones, pero indudablemente más sabio.

Espero que entre esos libros caiga algún otro de Gary.

viernes, 24 de mayo de 2013

Mi viaje a Exeter comienzó en realidad dos o tres días antes de que tomase el Eurostar submarino, cuando soñé que acompañaba a la reina de Inglaterra en una serie de visitas protocolarias, y en dos ocasiones la soltaba del brazo y ella tropezaba y se estampaba de cara contra el suelo. A la segunda, los ujieres y maceros pensaron que Su Majestad podría haberse lastimado seriamente, pero la reina Isabel se levantó echando chispas por los ojos y me dijo que estaba harta de mí, que durante todo el día sólo se había hecho lo que a mí me apetecía, y que no quería volver a verme nunca más. Yo me disculpaba con un hilo de voz inaudible: sólo había intentado, por una cortesía mal entendida, tratarla como a una persona normal.

Durante el viaje en Eurostar escuché un podcast de la BBC en el que contaban un curioso experimento realizado en la universidad de Massachusetts. Básicamente consistía en meter a dos desconocidos en una habitación y pedirles que se presentasen durante 10 minutos. Pasado ese tiempo, sacaban a uno de ellos, le revelaban que le habían grabado sin que lo supiera, y le pedían que se escuchase y localizase las imprecisiones en la información que había revelado sobre sí mismo. «¿Qué imprecisiones?», solían responder. Y luego escuchaban la grabación. Generalmente los participantes en el experimento localizaban no menos de tres importantes inexactitudes en el relato que habían hecho de sí mismos. Tres inexactitudes cada diez minutos suman 18 inexactitudes por hora en un contexto informal. El dato resulta particularmente inquietante en el contexto de una reunión como la que me ha traído a Inglaterra, cuya meta principal es recabar información sobre las carreras, proyectos e instituciones de los demás.

Exeter es una ciudad muy bonita y apacible en la que corre un viento salado que a última hora de la tarde levanta las faldas y se lleva los sombreros. A pesar de los bombardeos alemanes, conserva todavía muchos edificios góticos que le dan un aire decididamente turístico. Por ello, no deja de ser irónico que lo más digno de verse esté en la esquina inferior derecha de una vitrina del museo de la ciudad: se trata de una voluminosa jarra de principios del siglo XIV que recuerda lejanamente las cerámicas de Sargadelos; entre el asa y el pitorro, rematados con cabezas de animales, tiene un cilindro ornamental que representa una torre: en la parte exterior varios hombrecillos tañen instrumentos musicales; en la parte interior puede verse a dos obispos completamente desnudos, a excepción de la mitra. Los obispos también tienen instrumentos conspicuos, aunque no son músicos. La armazón extravagante poblada por personajes juglarescos y sustentada sobre el lomo de algo que resulta ser la vasija misma acaso remita a la estética tardomedieval del entremés y la tarasca. La jarra fue cocida y pintada en Francia, y resulta un testimonio anticlerical de primer oden, que apenas destaca en el batiburrillo de objetos absurdos reunidos en el museo.

Kathleen me ha prestado su cámara de fotos, así que tiro unas cuantas docenas, y muchas de ellas parecen postales. El centro de Exeter tiene tan sólo dos librerías: una comercial —con dos filiales— y otra de libros usados que en realidad se dan gratis (una caja registradora sin billetes bosteza demostrativamente junto a la puerta de entrada) pero que de algún modo contribuyen al desarrollo de países del Tercer Mundo y a la repoblación forestal del Reino Unido. Son muchas otras las tiendas de la ciudad que responden a algún propósito filantrópico: uno puede comprar una chaqueta en un establecimiento de prevención de la obesidad, o un juguete en las dependencias de una asociación oncológica, o una cubertería de picnic en una tienda que ayuda a los daltónicos. Mejor ayudar a los daltónicos que a Amancio Ortega.

Alguien describió justamente el campus de la Universidad de Exeter como «paradisíaco». Es un gran jardín de los que fuera de Inglaterra se llaman ingleses, que se extiende sobre una empinada colina, y en el cual brotan, herederos de la Bauhaus, los portentosos edificios de las facultades. Una de ellas contiene un simpático departamento de Lenguas Modernas, en el que cunden los enfoques habituales en el mundo anglosajón: estudios de género, interdiscursividad, historia visual, etc. Uno de los catedráticos es Derek F., autor entre otras cosas de un importante libro sobre el romanticismo en España. Durante una cena me habla de los tres años que pasó haciendo su tesis en la Biblioteca Nacional de Madrid como si aquello hubiera sido el desembarco de Normandía. Desde entonces —asegura— nunca ha tenido que volver a hacer investigación de archivo. Quiero creer que equiparar la lectura en la biblioteca con la investigación de archivo es una de las 18 inexactitudes por hora que nos concede la universidad de Massachusetts. Unos minutos después añade que él nunca ha dado clase con apuntes, y cuando me quiero dar cuenta ha desaparecido sin despedirse. ¡Un aplauso para el catedrático famoso!

Este año han subido las matrículas en las universidades públicas británicas. En Exeter, concretamente, cada uno de los cuatro años del grado pasará a costar 9.000 libras. El máster es algo más barato, pero también hay que considerar que fundamentalmente consiste en la redacción de un trabajo de investigación, y que las actividades docentes quedan reducidas durante ese año a un mínimo simbólico. Mantener en funcionamiento una universidad no cuesta eso: la inversión estatal por estudiante y año en Bélgica, que completa los 800 papeles de matrícula, es de 3.000 euros (en realidad la cifra es bastante superior para los estudiantes de ciencias puras y para los doctorandos, pero probablemente también ocurra lo mismo en el Reino Unido, así que la comparación ha de entenderse en los límites de los grados de Letras). El razonamiento británico es que aumentar las matrículas permitirá crear clases más reducidas y dar una atención más individualizada. A primera vista, resulta difícil aceptar que valga 9.000 libras el privilegio de pasar diez o quince horas semanales con catedráticos que consideran las clases como una jam session y que por lo tanto se limitarán a moderar la tertulia de otros quince o dieciséis paganinis. Ahora bien, si se divide la matrícula anual por el número de semanas (22) y por el número de horas lectivas semanales (que cifro a ojo en 24), el precio es casi de mercado (unas 17 libras por hora). Claro que, puestos a echar cuentas, podríamos convertir las 9.000 libras en euros y dividir por el precio medio del libro español (13 euros), y el resultado es que podríamos comprar 865 libros al año. ¿Qué es preferible, tener en casa miles de libros con los que acceder a la sabiduría de sabios difuntos o escuchar a un catedrático contar que en sus tiempos no había fotocopiadoras sino unas maquinolas que reproducían los textos gracias a una lámina de gelatina? La respuesta es evidente: el catedrático puede firmar un diploma; los libros, no, porque no tienen manos. Otra cosa es que la firma del catedrático garantice la obtención de un trabajo que permita recuperar la inversión en la formación en un plazo razonable. Esta misma semana varias universidades de la costa oeste de EE.UU. han sido denunciadas por publicidad engañosa.

De la formación universitaria depende la existencia de empresas y de profesionales competitivos a escala internacional, por lo que resulta lógico que el Estado se implique en su financiación. Una manera elegante de hacerlo sería ofrecer préstamos públicos a los estudiantes, con interés 0 e incluso con la posibilidad de condonar parte de la deuda en según qué condiciones. En Alemania, donde las tasas de inscripción son, además, ridículamente bajas, estos préstamos ayudan a muchos estudiantes a concentrarse en sus estudios sin tener que trabajar a tiempo parcial para pagarse el alquiler. En Exeter existe un sistema de becas, pero las que he visto anunciadas no cubren más que un tercio del precio de matrícula. Todo esto me ha producido una considerable tristeza, porque los ingleses han hecho grandes contribuciones a la humanidad, y se merecían algo mejor. En el tren de regreso, a 40 metros por debajo del mar, hago una rápida lista mental de mis deudas personales con la cultura británica. En ella figuran Black Mirror, Misfits, el Sgt. Pepper’s, Madness, Hefner, Bowie, Amy, Wendy Cope, Eric Hobsbawm, Raymond Williams, Michael Caine, The Monty Python, Momus, Lewis Carroll, Conan Doyle, Agatha Christie, Tolkien, Chesterton, Bryan May y Armando Iannucci. Se da la curiosa circunstancia de que los dos últimos son doctores honoris causa de la universidad de Exeter, que al paso que van las cosas será la manera menos onerosa de obtener un título de dicha universidad.

sábado, 18 de mayo de 2013

En la universidad en la que trabajo ha quedado vacante una plaza de lector, y llevo un mes recibiendo currículos. A día de hoy he respondido 366 correos electrónicos relativos a este asunto. Las solicitudes en firme son más de 220, 60 de ellas remitidas por correo postal. Al principio me irritaba que algunos currículos no cumplieran los requisitos mínimos que figuraban en el anuncio. Algunos llegaban en inglés. Otros parecían de broma: «Leí en una página web este anuncio y me interesa saber más de qué se trata. Soy chileno, donde vivo», etc. Uno comenzaba con estas palabras: «Le soy franco, mis conocimientos de francés rozan lo nulo. Carezco de doctorado alguno. Ignoro completamente la enseñanza de nuestra prolífica lengua para con aquellos que la desconocen. Ni siquiera (me sincero del todo) soy docente. Sin embargo venero y honro la literatura Hipanoamericana. Incluso estaría encantado de poder trabajar con usted ad honorem».


A pesar de las muestras de simpatía expresadas por analfabetos y sociópatas, con el tiempo me ha ido ganando la sensación de desaliento y de injusticia. Hoy es sábado, cerca de la medianoche, y sigo respondiendo correos escritos también a medianoche por personas desesperadas, dispuestas a hacer lo que sea por salir adelante, incluso lo que no saben y en condiciones que ignoran.